Lunes, 6 de mayo de 2019. 16.05 horas. ¿¿??
«Grita, grita lo que quieras. Nadie te oirá».
Esto último era literal.
Por lo tanto, se limitó a cerrar los ojos y la imaginó sin mordaza soltando por su boca toda clase de improperios que se entremezclaban con súplicas, aderezado todo ello, por supuesto, con un llanto amargo con el cual no necesitaba fantasear, pues se veían dos largos regueros salados recorriendo su rostro.
Se le escapó una sonrisa.
Sin embargo, con rapidez, se reprochó a sí mismo este gesto involuntario.
Incumplía su máxima, la de no dejarse llevar.
Le repelía proyectar esa imagen al exterior. La de un loco.
Él no estaba loco.
Por mucho que aquello fuera un gesto inocente y, por otro lado, inevitable dada la situación, era tal su obsesión por tenerlo todo controlado que le molestaba sobremanera esa simple torcedura de boca. De todos modos, y en previsión de que pudiera sucederle, también había estado cavilando acerca de que en el fondo no era tan grave que en algún momento pecara de ser humano. Pero si lograba no soltar amarras, mucho mejor, por muy permisible que fuera ese pequeño gesto.
Además, tener unas líneas rojas bien definidas en su cerebro ayudaba bastante a no perder la perspectiva. Tanto tiempo pensando sobre qué hacer y cómo hacerlo ayudó mucho a saber lo que quería: calmarse, arrancarse el ansia de su interior, dejar de sentir eso que le comía por dentro. Nada más. No matar por matar. Él no mataba por matar.
No obstante, ahora no era el momento de darle más vueltas a esto. Demasiadas le había dado ya y, aunque no dejaría de hacerlo después, necesitaba actuar.
Volvió a mirarla.
La vio indefensa y se sintió entre raro y satisfecho de no encontrar rastro de remordimientos por lo que estaba a punto de suceder. Le sorprendió su propia serenidad. Se había imaginado tembloroso, dubitativo, falto de iniciativa, pero, para desgracia de la chica, su cuerpo y su mente se encontraban tranquilos y deseosos de dar el paso.
Ella se sentiría orgullosa.
La Voz le diría que lo estaba haciendo fenomenal, aunque ahora permanecía en silencio.
Observó a la chica unos segundos más. Si ya se hubiera abalanzado sobre ella, todo habría acabado, pero no haberlo hecho aún hizo que, de repente, se planteara una serie de preguntas, quizá, inevitables.
¿No bastaría con someterla a su poder? ¿Que ella tuviera claro quién sostenía la sartén por el mango? ¿De verdad era necesaria su muerte?
No era el miedo lo que trajo esas cuestiones, en eso no dudaba, sino que fue el propio alivio de eso que le comía por dentro lo que le hizo preguntarse si era necesario ir más allá. ¿Por qué había menguado la presión en el pecho?
Lo curioso fue que ese momento de duda era justo lo que necesitaba para entender que no, que no podía quedarse en ese paso, puesto que el dolor regresó, y con más fuerza que nunca. Incluso le impedía respirar de un modo natural. Ya no solo le temblaban las manos, como otras veces, sino todo el cuerpo.
Había quedado demostrado. No era suficiente.
Tenía que llegar hasta el final.
Tenía que hacerlo.
Además, ella le había visto la cara, así que no podía dejarla marchar.
Respiró con dificultad y se concentró de nuevo en lo que debía hacer. El temblor fue cesando, poco a poco.
Por suerte, por una vez su cerebro salió de esa agonía y no permitió que aflorara ese llanto interior que le hacía preguntarse por qué sentía estas cosas y por qué no podía ser como el resto de la gente. Así que prefirió ser práctico y se centró, ya del todo, en su cometido.
Repasó otra vez su plan. Estaba todo en orden. Saldría impune, era imposible que, según se iba a desarrollar todo, alguien pudiera relacionarlo con lo que estaba a punto de suceder.
¿Quién decía que no existía el crimen perfecto?
Un nuevo esbozo de sonrisa, que borró rápido por las mismas razones.
La observó por enésima vez, seguía llorando. Empezó a hacerlo en el momento que recuperó la consciencia, aunque, a diferencia de antes, ahora también trataba de moverse. Minutos atrás no podía hacerlo por lo que recorría por sus venas. El efecto disminuía, así que se acabaron los pensamientos y las dudas.
Aguardó unos segundos más hasta que el temblor de sus manos cesó. Su corazón latía a un ritmo incluso por debajo del reposo absoluto. Dejó la mente en blanco, alejada de todo pensamiento que pudiera incluir eso que le comía por dentro, la Voz y todo lo que rodeaba este momento que iba a experimentar.
Estaban solo él y ella.
La chica lloraba consciente de que le quedaban apenas segundos en este mundo.
Cerró los ojos, no quería verlo.
Él se abalanzó sobre ella.
Instantes después, ya con el cuerpo de la muchacha sin vida, volvería a hacerlo, pero ahora como un animal carroñero.
Como haría un quebrantahuesos.
Lunes, 6 de mayo de 2019. 21.15 horas. Caedes (Madrid)
«Sé lo que te dé la gana en esta vida, excepto un miserable».
Las palabras del tío Manuel resonaban con fuerza dentro de su cabeza.
Antes retumbaban en su mente con mucha más frecuencia, pero hacía mucho tiempo que ya no. Hasta parecía haberlas olvidado. A cualquier otra persona no le hubiera preocupado no recordarlas, pero el tío Manuel las repetía tan a menudo que le hizo plantearse si no habría llenado su cerebro con tanta tontería que había apartado a un rinconcito lo que de verdad importaba.
Y eso que a él la frase le provocaba cierta repulsa. No por nada en concreto, solo que la encontraba vacía, insulsa y llana, entre otros muchos adjetivos negativos. O al menos la veía así en los tiempos en los que su tío las soltaba por la boca, cuando no se reproducía solo en su cabeza.
Ahora, de repente ya no le resultaba tan obvia, tan de rellenar tacitas de desayuno. De hecho, llevaba unos minutos pensando en ella y si en verdad su significado no iría más allá de lo que se desprendía a primera vista. Puede que fuera así o que él lo estuviera interpretando de este modo.
Sonrió levemente porque el tío Manuel sonreiría a su vez si lo viera plantearse estas cuestiones. Y es que así era él, todo un enigma en sí mismo.
La sonrisa se le borró al ser consciente de que ahora tenía que recordarle en pasado.
Dos días después de su entierro todavía no se hacía a la idea.
En cierta manera, se sentía estúpido, ya que no es nada extraño que una persona de ochenta y cinco años muera. Lo raro era que sus allegados ni siquiera se hubieran planteado que alguien de esa edad pudiera dejar este mundo en cualquier momento. Aunque a su favor contaban con el argumento de que cualquiera que conociera al tío Manuel tenía derecho a pensar que ese hombre era inmortal y que ni un rayo podría tumbarle.
Aunque ese rayo se llamase cáncer de páncreas.
Si algo caracterizaba al tío Manuel era su jovialidad. Esa misma que hacía impensable que acarreara sobre sus espaldas más de ocho décadas, hasta tal punto que quien no conociera su edad real llegaba a creer que ni siquiera estaba jubilado.
Y la realidad era que lo estaba desde mucho antes de lo que le tocaba. La razón: esa maldita enfermedad degenerativa en las manos que apenas le permitía agarrar una cuchara para comer.
¿Esto impedía al tío Manuel ser el que era?
Si hubiera tenido enemigos, eso era lo que habrían querido, pues cuando dejó su trabajo en el campo se dedicó a salir a correr casi todos los días para no mantener en forma solo su mente. Era un ejemplo para todos.
Ni siquiera se amedrentó cuando le diagnosticaron la dichosa enfermedad, de la que, por supuesto, ni Bruno ni el resto de la familia supieron hasta el día antes de su muerte, ya que decidió llevarla en el más riguroso secreto. Sin embargo, lo más curioso de cómo afrontó este asunto fue, precisamente, cuando decidió contarlo todo. Manuel envió a Bruno a hacer una copiosa compra. A este le extrañó sobremanera, puesto que, por lo que tenía anotado en la lista, parecía que su tío quería celebrar su cumpleaños tres meses más tarde. Después, llamó a sus hermanos y hermanas para que, junto con sus familias, acudieran todos a la casa familiar. Una vez allí, tenía preparada una fiesta en la que aprovechó para dar la funesta noticia. Las caras de sorpresa y los llantos fueron inevitables, pero él enseguida se encargó de cortarlos de raíz con una serie de chistes negros (y muy malos a ojos de los presentes) sobre su enfermedad.
Luego, se puso algo más serio y confesó que había decidido contarlo porque sentía la muerte de un modo inminente. Por eso quería que tuvieran el recuerdo de esa fiesta, no el de un anciano apagándose poco a poco.
Al día siguiente falleció tranquilo mientras dormía. Su hermana, y tía también de Bruno, relató que lo encontró en la cama. No se despertó.
La noticia cayó sobre todos como un jarro de agua fría, pero Bruno no pudo evitar extraer una lección del comportamiento del tío Manuel hasta el mismísimo momento de su muerte. Siempre enseñándole. Siempre.
Nadie podía discutir que Bruno era el más afectado de todos por la pérdida. Él quería mucho a sus padres, qué duda cabía, pero la relación con Manuel iba mucho más allá de la de tío-sobrino. Tanto era así que Bruno se sentía muy afortunado porque consideraba que tenía dos padres y una madre. Manuel siempre creyó en él. Le insuflaba esa pequeña dosis de confianza que en muchas ocasiones no era capaz de encontrar. Pocas cosas tan claras tenía Bruno, pero una de ellas, sin duda, era que en el hombre en que se había convertido ya nada quedaba del niño que había sido, y en gran parte se lo debía al tío Manuel.
Yendo más allá, Bruno sentía que jamás se hubiera atrevido a hablar con aquella chica que le cambió la vida de no ser por los consejos de su tío y la confianza que le infundía siempre. Él no era ningún donjuán, por lo que de no ser por Manuel ahora quizá no estaría caminando por las calles del pueblo a su encuentro.
En silencio y con una sonrisa, volvió a darle las gracias.
Dejó atrás la iglesia y siguió su camino en dirección norte. Sus pasos lo alejaban cada vez más del centro de la villa al tiempo que lo acercaban a una zona que los parroquianos conocían como las Cabañuelas.
El curioso nombre venía de los años setenta, cuando la zona se convirtió en un asentamiento gitano. La cosa no comenzó bien, ya que varios de los vecinos del pueblo interpusieron denuncias contra los que allí vivían argumentando problemas de tráfico con estupefacientes, que entonces empezaban a estar de moda. No contentos con eso, cualquier robo o acto vandálico que sucediera en el pueblo lo achacaban rápido a sus habitantes. No podían errar más en esto, puesto que el esfuerzo de las familias por ser aceptadas e integrarse en la vida de Caedes era titánico. Trabajaban como todos, pero con el añadido de la preocupación de saber que vigilaban cada uno de sus movimientos. Los que recordaban la época no podían evitar torcer el gesto.
Por suerte, funcionó el dicho de «todo esfuerzo tiene su recompensa» y aquello quedó en el pasado. Ya ni siquiera se les veía como familias de otra etnia, al menos la gran mayoría de los habitantes, porque racistas siempre habría.
Cosas de la gente.
Bruno dejó el barrio atrás y sacó su teléfono móvil del bolsillo. El mensaje de Sandra era cristalino, como el agua. Lo leyó de nuevo y volvió a sentir esa agradable sensación que le subía por los muslos. Justo paró en la zona de la entrepierna.
«Madre del amor hermoso, ¡cómo me ha puesto!».
El texto de su novia era explícito, pero, para evitar confusiones, lo acompañaba una ubicación muy concreta. A pesar de conocerla de sobra, la abrió con la aplicación correspondiente. Y hacia allí iba.
Lo único que le echaba un poco para atrás era la hora a la que le había citado. No es que fuera reacio a hacerlo donde y cuando fuera, pero no hubiera estado de más juntarse un poco más tarde.
Pero, claro, ¿cómo rechazar esta oportunidad si era única?
No es que Sandra fuera una chica sosa. Al contrario. Era tan caliente que a Bruno hasta le costaba lograr reducir la llama de ese fuego. El problema radicaba en que su novia llevaba unos meses en los que, en vez de fuego, tan solo había algunas ascuas. Esto siendo positivo, porque, si lo analizaba con frialdad, la llama estaba prácticamente extinta.
No obstante, el amor que Bruno sentía hacia ella no se había reducido lo más mínimo. Tenía clarísimo que era la mujer de su vida. Puede que el tío Manuel también tuviera culpa de esto, ya que le era imposible no encontrar algo positivo en el bache y de verdad creía que solo se trataba de una mala racha.
Él echaba la culpa al estrés. La oposición a profesora de Primaria, la separación de sus padres, la lejanía con su pueblo de origen... Eran diversas las causas, y Bruno tenía claro que el río acabaría volviendo a su cauce. Solo era cuestión de tener paciencia.
Con todo, costaba acabar cada día sin una bronca telefónica. Porque esa era otra, casi ni se veían en los últimos meses. Ella seguía encabezonada en que no era buena idea eso de vivir juntos. A él sus argumentos le parecían pobres, pero al fin y al cabo suyos eran y tenía que aceptarlos. Que si sus manías, que si las de él, que si ahora necesitaba soledad absoluta para sus estudios, que si la magia de verse menos era mayor...
Sandeces que a él no terminaban de convencerlo.
¿Dónde se había visto que a los treinta y cinco años que tenían y con tres de relación todavía no hubieran dado ese paso si él tenía casa propia?
Negó con la cabeza al pensar de nuevo en esto, así que para desquitarse sacó otra vez el teléfono móvil y volvió a leer el mensaje.
«¡Está desatada!».
Imaginando en su cabeza todo tipo de cosas y, como consecuencia, muy excitado, llegó al lugar en cuestión.
Días después, al analizar lo que sucedió, tuvo claro que ese fue el momento en el que empezó a torcerse todo.
Primero, allí no había un alma.
Esto era de prever, la intención de Sandra era precisamente esa, que se encontraran en un lugar alejados de miradas indiscretas, pero es que ni siquiera estaba ella. Su primer pensamiento lo hubiera desechado en cualquier otro momento en el que su pene no pensara por él, pero llegó a creer incluso que podría estar escondida detrás de un par de montículos donde, en la claridad del día, los niños se tiraban y se pelaban las rodillas.
No estaba.
¿Cómo iba a estar escondida?
Una vez más sacó el teléfono móvil para ver qué hora era. Bruno era un obseso de la puntualidad, y una de tantas cosas que le gustaban de su chica era que ella también lo era. Quizá no al mismo nivel que él, pero, vamos, rara vez llegaba tarde.
Se giró sobre sí mismo extrañado.
Abrió el WhatsApp y comenzó a teclear un texto en el que le preguntaba dónde estaba y cuánto le quedaba para llegar. Antes de acabar, con las mismas, pulsó el icono de borrado y, uno a uno, fue eliminando cada carácter. Por muy simpática y amistosa que se hubiera mostrado en su mensaje, sabía que mandarle esa pregunta podría enviarlo todo al traste. Si algo odiaba Sandra era que la controlaran.
Guardó de nuevo el teléfono pensando que si vivieran juntos esto no pasaría
Rogó a Dios que el mes que quedaba para el examen de la oposición pasara rápido y que ella aprobara y cambiara de parecer.
Puso los brazos en jarra mirando a un punto indeterminado. Poco a poco su sistema nervioso se manifestaba con mayor fuerza. Al menos la claridad de la tarde desaparecía y daba paso a una oscuridad más adecuada para un encuentro sexual. Aunque, por otro lado, le inquietaba bastante que ella llegara sola a ese sitio sin mucha luz que la acompañara.
Otra vez teléfono en mano y comprobado ya un retraso bastante anormal para Sandra, Bruno decidió tomar las riendas y llamarla. Si se fastidiaba el polvo le importaba tres pepinos, solo quería saber que ella estaba bien. Eso o la creciente presión de su pecho iba a acabar con él.
Buscó su nombre y pulsó el icono de llamada. Acto seguido se llevó el terminal a la oreja y esperó el tono. Este coincidió, con un desfase de milésimas de segundo, con una melodía que sonaba siniestramente ahogada. Fue un acto reflejo, pero Bruno se giró sobre sí mismo varias veces porque no lograba entender de dónde provenía ese sonido. Era como si alguien hubiera colocado las manos sobre el altavoz de un teléfono e impidiera que su timbre sonara en todo su esplendor.
Volvió a girarse un par de veces más hasta que su oído, quizá agudizado por las circunstancias, fue capaz de más o menos identificar el lugar del que provenía la fuente sonora. Tal vez imbuido por el nerviosismo de la situación, no fue consciente de que ya se había hecho de noche del todo y que la claridad brillaba por su ausencia. Esto lo complicó todo un poco más porque su cuerpo entero entró en estado de alerta máximo. Escuchaba el sonido, pero no veía nada, no podía dar una explicación coherente a esto.
La llamada se cortó, puede que saltara el buzón de voz, pero ya no estaba pendiente de eso. Así que volvió a llamar con la esperanza de que todo hubiera estado en su cabeza.
Pero no.
De nuevo sonó la melodía ahogada.
Pensando que no tenía nada que perder, corrió hacia donde creía que procedía el sonido.
Pero allí no había nada.
Tembloroso se agachó y, sin poder creer lo que estaba haciendo, pegó la oreja al suelo. El sonido se intensificó.
Fuera de sí, comenzó a rascar con las uñas sin importarle lo que pudiera suceder con ellas, solo quería esclarecer lo que fuera que estaba sucediendo. Que no hallara la tierra tan compacta en ese punto le sorprendió por un lado y le horrorizó (más) por el otro.
Y el aparato que emitía sonidos y vibraciones apareció.
La melodía no difería de la de millones de terminales del planeta, pero al cogerlo y observarlo con cierto detenimiento no tuvo dudas. No porque su nombre apareciera en la pantalla como «cari», sino porque esa funda florida con una letra S disipaba por completo cualquier amago de duda.
Era el teléfono de Sandra.
Ahora ya no actuaba él, sino que se dejaba llevar por impulsos lógicos. Y estos decidieron que tocaba seguir cavando; el teléfono no podía haber llegado ahí solo.
El problema fue que no tuvo que emplearse demasiado para encontrarse de frente con la imagen más terrorífica que había presenciado jamás y que le acompañaría el resto de su vida, porque hay ciertas cosas que no se pueden olvidar nunca.
Y una de ellas es, sin duda, la cara de tu pareja apareciendo tras un puñado de tierra excavada.
Muerta.
Bruno comenzó a gritar desesperado, volvió a sentirse ese niño asustadizo e inseguro. Y, por desgracia, el tío Manuel ya no estaba para ayudarle.
Martes, 7 de mayo de 2019. 6.55 horas. Hortaleza (Madrid)
Lejos, nos separó el viento del destino.
Siento, que en la distancia aún estás muy cerca...
Detuvo la reproducción. La canción «Sigues estando en mi vida», de Saratoga, ya le ponía el vello de punta normalmente.
Mucho antes de la gran explosión.
¿Cómo no iba a hacerlo ahora?
Parecía que Tete Novoa, cantante y compositor del tema, hubiera rascado en su cerebro para escribirla. Describía uno a uno sus sentimientos, aunque él no cesara en su empeño de mantenerlos encerrados. El problema venía cuando había ciertas cosas que traspasaban esa barrera que él había creado. Entonces las palabras se convertían en puñales y sentía cómo se clavaban en su pecho con violencia.
Y como buen masoquista que era, volví a reproducirla.
Quiero luchar y que juntos volvamos a estar.
Cuándo volverán aquellos momentos.
Siento que me estoy desvaneciendo sin ti.
Porque sigues estando en mi vida.
Ahora sí.
No pudo más.
Otra vez uno de esos días en los que, sin explicación, todo parecía girar en torno a ella.
Con el deseo de sortear ese pensamiento, pasó a la siguiente canción de la lista. La voz de Morti entonando «Renuncia al sol», de Skizoo, casi logró que se esfumara esa sensación de la que trataba de huir.
Todo tiende a cautivar,
aunque estemos condenados en la prisión del tiempo.
«Mucho mejor», pensó.
Miró el reloj y fue consciente de que su ritmo de carrera había bajado con tanta tontería.
Él, que no se consideraba maniático, sí quería comenzar cada día de la misma forma en la medida de lo posible. Y esto incluía cumplir unos tiempos de carrera a rajatabla. Todo para empezar y acabar cada mañana a la misma hora. Exacta. Vamos, lo que cualquiera llamaría una manía.
Así que el inspector jefe Nicolás Valdés aceleró el paso.
Mucho. Demasiado.
Los que lo conocían bien, esos pocos, sabían que su mayor afición consistía en engañarse a sí mismo. Y para lograrlo, en ese momento le dio por incrementar todavía más el ritmo de carrera. Tanto que cualquiera que lo hubiera visto pensaría que en verdad huía de algo (o de alguien) más que estar haciendo un poco de deporte matutino. En su cabeza sonaba genial. Su razonamiento se basaba en que, si corría más rápido que sus pensamientos, estos quedarían atrás.
Como si lo físico pudiera ganar a lo mental.
Esto tenía gracia porque, de haberlo escuchado él en boca de otro, hubiera creído sin más que tenía enfrente a un gilipollas. Sin embargo, ahí estaba él, moviendo sus piernas a un ritmo vertiginoso.
Lo malo era que actuar de este modo chocaba abiertamente con los consejos vertidos por su terapeuta, al que, por primera vez en su vida, había decidido ir él mismo. De todos modos, poco importaba haber dado ese paso si se pasaba por el forro sus recomendaciones. Estaba haciendo justo lo contrario a eso de pararse, analizar el problema, plantear soluciones y aplicarlas.
No, él corría.
Cada vez más rápido.
Y, claro, como no era ningún atleta, su cuerpo le tuvo que decir basta.
Jadeante, con la lengua fuera y un fuerte dolor en el pecho por la imbecilidad de sus actos, se detuvo apoyándose sobre una pared. La cabeza le daba vueltas y un fuerte mareo apareció de la nada. Notó como el sudor frío le recorría de nuevo la espalda, como tantas veces. Extrajo una barrita energética con cacahuetes que llevaba siempre consigo. No tenía ni idea de si sería bueno comérsela o no, pero lo hizo.
Mientras masticaba y, poco a poco, recuperaba el resuello, su cabeza seguía a lo suyo. Como si estuviera desatada y actuara por su propia cuenta.
«¿Por qué estoy pensando en ella hoy si hacía varios días que ni la recordaba?
¿De verdad soñé con ella anoche o me ha dado sin más por comerme la cabeza?
¿Por qué el mamarracho del psicólogo me pide que analice estas mierdas? ¿No puedo ser incongruente sin más?».
Miró el reloj y comprobó que su ritmo cardíaco había aminorado algo. Veinte pulsaciones, para ser exactos.
Dio varias vueltas sobre sí mismo sin dejar de mover las piernas. La barrita de las narices estaba asquerosa y ahora tenía un regusto en la boca que se hubiera quitado con cualquier cosa. En estas, como si ya hubiera perdido por completo el control sobre su cerebro, de nuevo apareció el psicólogo hablándole de lo difícil que era afrontar el día a día después de todo lo que había vivido hacía un año y medio.
Después del caso entre los casos.
Y, la verdad, esta era de las últimas cosas que esperaba escuchar Nicolás en su consulta.
¿Él también le iba a dorar la píldora? ¿En serio?
¿No le bastaba con tener a casi todos los policías con los que trabajaba enamorados de lo que hizo?
¿De verdad pensaban que había sido algo extraordinario?
En su constante afán por menospreciarse, Nicolás no paraba de repetirse que aquel caso no lo resolvió él. Lo único que hizo fue bailar, ni más ni menos, al ritmo que el Mutilador de Mors —como lo bautizó la prensa— quiso. Que todo llegó a su fin por una serie de circunstancias que se dieron, pero que en ellas no tuvo nada que ver que él fuera mejor o peor policía.
Ya está.
Chimpún.
Sin dejar de moverse para no enfriarse, echó la cabeza hacia atrás. Por una vez en mucho tiempo trató de dejar esos pensamientos fuera.
Las secuelas de la demencial —y estúpida— carrera que había disputado consigo mismo hacía unos minutos iban desapareciendo, así que creyó que lo suyo era reemprender la marcha. Eso sí, a trote cochinero.
Ahora, su mayor reto era no volver a pensar en ella en lo que quedaba de jornada.
A un ritmo aceptable logró llegar a su portal. Se vio reflejado en uno de los espejos laterales de la puerta. Su cara mostraba demasiado. Tenía que cambiarla. Alicia, una de sus dos compañeros de piso, no notaría nada. Ya llevaban viviendo juntos dos años y medio, pero con ella todavía podía disimular. Con Alfonso no.
Así que se quitó los AirPods de las orejas y los guardó en su estuche. Respiró hondo tres veces antes de abrir la puerta y, una vez que retomó la compostura, comenzó a subir los escalones. Cuando llegó al rellano, hasta dibujó una sonrisa en su rostro. Menos mal que se dio cuenta de que parecía imbécil, así que la borró enseguida y probó suerte al entrar.
Dejó sobre el mueble de la entrada sus cosas y, como si tuviera una prisa enorme por ducharse, fue directo al cuarto de baño. La suerte no estaba de su lado, ya que se cruzó con su mejor amigo, que necesitó tres décimas de segundo para saber que algo le pasaba. Nicolás imaginó que le detendría antes de entrar al aseo para preguntarle, pero, precisamente por saber lo que ocurría, Alfonso no lo hizo.
Mejor dejarle a su aire.
Ya en la ducha, como tantas veces hacía, cerró los ojos y dejó que el agua cayera por su cabeza recorriendo primero su rostro y después el resto de su cuerpo. Este era su momento del día, cuando todo dejaba —más o menos— de importar y encontraba cierta paz mental. Sobre todo cuando llegaba el momento del jabón. Esto último lo había descubierto hacía un tiempo. Justo cuando todo estaba muchísimo peor y no había nada que lo relajara. Ni siquiera su tila particular: la canción «Carrie», de Europe.
La fragancia que desprendía el jabón en contacto con su cuerpo le llevaba a otros momentos de su vida en los que todo estaba bien y no había nada que le preocupara lo más mínimo. Aunque, claro, todo tenía su fin, y este llegó cuando cerró el grifo de la ducha.
Cuando salió a desayunar, ya vestido y listo para el trabajo, su cara era otra. No por ello Alfonso le miraba distinto. Lo hacía fijamente, dando sorbos a su café y demostrándole al inspector jefe que, por mucho que quisiera disimular, a él no se la colaría. Alicia, en cambio, sí que estaba a lo suyo. Mojaba una magdalena en un café descafeinado con leche.
Nicolás se tomó su habitual bombón frío. Cuando acabaron, los tres policías se dirigieron al Complejo Policial de Canillas, en Madrid. Por muchos traumas mentales que acompañaran al inspector jefe, la vida seguía su curso y había otros crímenes que resolver.
Al llegar, Nicolás se dirigió a sus subordinados en el briefing mañanero de todos los días en el edificio de Judicial. La mayoría de las veces, cada uno de los asistentes tenía claro qué era lo que tenía que hacer, pero eso no significaba que asistieran con desgana a ese momento en el que todos, de algún modo, hacían equipo.
Al ya mencionado inspector Alfonso Gutiérrez y a la recién —en realidad, hacía un par de meses de aquello— ascendida a subinspectora Alicia Cruz, en la sala también estaban los inspectores Germán Rossi y Gràcia Forcadell, además de la última incorporación al Grupo I de la Unidad Central de Homicidios y Desaparecidos, la agente María José Ledesma, a la que todos conocían como Ledes.
Que esta última estuviera dentro del grupo no había sido sencillo. ¿La razón? La de siempre, según el comisario: el grupo está completo, ya se hizo una excepción para meter a Alicia en él, así que otra era impensable.
Pero el comisario podía cantar misa. Nicolás llevaba un tiempo detrás de Ledes, alentado por su instructor de prácticas, y siempre tuvo claro que la quería allí. Era brillante y su tozudez estaba muy bien enfocada. Tanto que le recordaba a Alicia mucho. Y como su transigencia para esto era nula, el comisario tuvo que aceptar con la condición de que fuera, definitivamente, la última incorporación a la Unidad.
En el briefing no se dijo nada que no se esperase. A Nicolás le gustaba que trabajasen por parejas siempre que se pudiera y, aunque lo lógico era emparejar con la intención de equilibrar los tándems según la experiencia, desde el minuto uno tuvo claro que todo funcionaba mejor cuando se estaba junto a alguien afín.
Así que Forcadell y Rossi seguirían con el caso de Sevilla. La idea era resolverlo desde Madrid, ya que, a priori, con todo lo enviado desde la Provincial de Sevilla debería bastar para tirar adelante. En caso de no poderse, al día siguiente les tocaría coger un AVE. Alicia y Ledes, con lo de la viuda de Chamberí. Una investigación reabierta con el aporte de nuevos posibles indicios, que, a simple vista, se antojaban poco probables en cuanto a contribuir para que todo llegara a buen puerto. Nada prioritario pero, al fin y al cabo, rutinario. Por su parte, a Nicolás y a Alfonso les tocaban los aspectos tediosos del caso que acababan de ayudar a resolver, el del supuesto caníbal extremeño que luego resultó no serlo. No era la primera vez que se topaban con alguien con ganas de llamar la atención y que se atribuía actos que no había realizado. El problema era que, culpable o no, ellos tenían que dejar constancia de todo en unos inacabables informes.
Nada más salir de la sala, Nicolás se excusó con Alfonso. Ahora tocaba reunión con el resto de los inspectores jefe de Judicial y con el comisario. Nada importante, solo poner en común el estado de las investigaciones en curso. Alfonso soltó lo de siempre:
—El día en el que me cague en tu puta madre...
No había recorrido ni cinco metros del pasillo cuando sonó su teléfono móvil. Había varias personas en el planeta con las que le apetecía poco hablar, pero cuando miró la pantalla y vio quién era, tuvo claro que, de todas, esta era la que menos.
Valoró seriamente no contestar.
Tampoco hubiera sido tan grave si se atenía a recordar las últimas conversaciones. No le agradaba lo más mínimo volver a escuchar una y otra vez los mismos reproches. Aunque también era cierto que hacía mucho que no hablaba con ella y temía que algo malo hubiera sucedido.
En realidad, no iba mal encaminado con esto último.
Pulsó el icono verde y contestó.
—Dime, mamá.
Martes, 7 de mayo de 2019. 8.45 horas. Complejo Policial de Canillas (Madrid)
Su madre aguardó unos segundos antes de hablar. A Nicolás no le extrañó que lo hiciera. Siempre era igual. Ella, la reina del drama, tenía sus trucos.
Pasado el tiempo reglamentario, por fin lo hizo.
—Vaya, has contestado —dijo.
La primera frase, como siempre también, directa a la yugular.
Nicolás se mordió la lengua. Por su cabeza pasó todo tipo de respuestas y ninguna de ellas era apropiada para soltar a una madre. Así que prefirió mantener su hacha enterrada.
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—¿De verdad quieres que te empiece a decir las razones de por qué lo creo?
—Mejor no.
—No, venga, si quieres lo hago. Aunque, mira, voy a callarme porque al final me acabarás diciendo que la culpa de todo lo que pasa es mía.
«Vaya, está peleona... para variar», pensó.
—Mamá...
—Bueno, tampoco es raro, siempre tengo la culpa de todo.
Nicolás necesitó respirar profundo.
—Mamá...
—Yo os lo noto, me decís que no para que me calle, pero sé lo que pensáis. Se os nota en la cara. ¿Es que pensáis que soy tonta?
—Mamá, por favor, tonta pareces diciendo cosas así. Nadie piensa eso de ti. ¿Querías algo?
Otros tantos segundos de silencio.
—Necesito que vengas al pueblo.
Ahora el silencio lo guardó él.
—Mamá, sabes que no puedo. Tengo mucho trabajo. Si quieres, cuando coja las vacaciones en agosto, me paso unos días —«o unas horas», pensó— a veros. Ahora me es imposible. Yo...
—No quiero que vengas a vernos. Están... están pasando cosas.
Ahora Nicolás sí se alarmó.
—¿Estáis bien? ¿Papá está bien?
—¿Ahora sí te interesa saber cómo está tu padre?
—Mamá, por favor...
—Tu padre sigue igual. Como siempre. No, no es eso.
—¿Entonces?
—Es el Quebrantahuesos —esto último lo pronunció con la voz entrecortada.
Nicolás cerró los ojos. Acto seguido tomó una enorme cantidad de aire por la nariz. Más de la necesaria para practicar el ejercicio de la respiración. Para soltarla esperó. No consideró que entre sus virtudes se encontrara la paciencia, pero, por alguna extraña razón, en esos momentos hizo gala de una paciencia inaudita. No supo cómo, pero logró morderse la lengua y no mandar a su madre a paseo. Algo a tener en cuenta por la gilipollez que acababa de soltar por la boca. Así que abrió los ojos en cuanto se vio capacitado para contestar sereno; al fin y al cabo era su madre.
—Mamá, no empieces otra vez con la historia del Quebrant...
—Escúchame —le cortó—. Sé lo que piensas, me lo has dejado claro en muchas ocasiones. Pero por una vez podrías olvidarte de ser don Perfecto y bajar de tu altar a mezclarte con los paletos. No te llamaría si no pensara que necesitamos tu ayuda.
—No es tan sencillo, mamá. Además, ¿por qué estás diciendo otra vez —recalcó estas dos palabras— que el Quebrantahuesos ha vuelto? —preguntó escéptico.
Entonces ella le contó lo sucedido. A Nicolás le cambió la cara. Dejando de lado la tontería de referirse al Quebrantahuesos, como tantas veces había hecho ya, lo relatado era serio. Muy serio.
—¿Tienes ya suficiente o necesitas más? —Su madre continuaba con su particular ataque.
Nicolás pensaba en lo que acababa de escuchar. Su cerebro funcionaba a toda pastilla.
—Mamá, entiendo lo que me estás diciendo, pero no puedo intervenir. No quiero liarte con tecnicismos, pero para que me entiendas, lo que suceda en Caedes lo tiene que investigar la Guardia Civil.
—Ya me lo ha dicho Irene, que está metida en la investigación.
El inspector jefe no esperaba sentir en su estómago una especie de cuchillada al escuchar ese nombre. Lo primero, porque hacía demasiado que no había pensado en ella. Lo segundo, porque no tenía ni idea de que ahora fuera guardia civil. Pero Nicolás aprovechó esto último.
—Pues si te lo ha dicho Irene no veo por qué...
—Irene —volvió a cortarle su madre— al menos se preocupa por lo que sucede en su pueblo.
—Es que es su trabajo, mamá.
—¿Y el tuyo cuál es? ¿No estás dentro de la Policía Nacional? ¿No se supone que eres un experto en este tipo de cosas?
—Eso no tiene nada que ver, existe algo a lo que llaman demarcaciones. No me puedo meter en terreno de la Guardia Civil, esto no funciona así.
—¿Sabes quién sí vendría si se lo pidiera? ¿Sabes quién lo haría sin pensarlo si estuviera vivo?
Nicolás volvió a cerrar los ojos. Ahora venían los golpes más bajos.
«Ya tardaba en salir el tema...».
Pero Nicolás no quiso seguir con eso. La alusión a su hermano muerto en acto de servicio no procedía. De hecho, nunca procedía, y ella siempre la sacaba a la luz.
—No sé qué más decirte, mamá. Lo único que puedo hacer es insistirte en que no debo meterme en medio. Por lo demás, olvídate del maldito Quebrantahuesos, que la historia ya huele demasiado. Es una situación peliaguda, sí, pero la Guardia Civil hará un trabajo estupendo y todo se resolverá.
—Haz lo de siempre. Tú verás. Nosotros aquí seguiremos muertos de miedo. Ojalá fueras la mitad de hombre de lo que fue tu hermano.
Y colgó.
Nicolás se quedó mirando la pantalla del teléfono móvil. Su gesto era una mezcla entre estupefacción y rabia. Y la segunda fue la que lo llevó a golpear con el aparato la pared del pasillo. Le dio tantas veces y tan fuerte que la pantalla apenas pudo resistir más de tres golpes. Los siguientes solo sirvieron para destrozarla más y más.
Por supuesto, el escándalo formado por el inspector jefe no pasó desapercibido para ninguno de los que estaban más o menos cerca. Mucho menos para Alfonso, que oyó los golpes y enseguida salió del despacho de la Unidad temeroso de que su amigo pudiera estar implicado en el alboroto.
Cosas de conocerlo tan a fondo.
Por supuesto que lo estaba. Se acercó a él con un claro ánimo de calmarlo. Le inquietaba que la llamada tuviera que ver con Carolina, cosa que, por otro lado, temía que sucediera en cualquier momento.
Una vez a su lado, no le soltó los hombros hasta que su rostro se parecía medianamente al de un ser humano cabal. Lo acompañó a su despacho. Quería saber qué había pasado.
Con parte de la compostura recuperada, Nicolás le contó.
Alfonso no se caracterizaba por ser alguien que aportara cordura a nada, pero trató de hacerlo tras entender que el golpe de la madre había sido demasiado bajo.
—No podemos, tío —dijo.
—¿Te crees que no lo sé?
—Ya sé que lo sabes, lo recalco para que te quites parte de esa mala hostia. ¿Qué puedes hacer tú? Además, ya se lo has explicado, y si ella no quiere entenderlo, ese es su problema.
—Ya te digo yo que hará lo posible por no hacerlo.
—Pues ya está. A ti, plim. Tampoco veo que la cosa pinte tan mal por allí, es un caso más. Y si se pusiera feo llamarían a la UCO, que para eso los tienen. Me duele decirlo, pero Caedes queda lejos de nuestras competencias. Ya tenemos bastante con lo que tenemos. No podemos ser los héroes de España entera.
—Ya lo sé, joder, ya lo sé. Pero eso lo entiendes tú, no ella —contestó Nicolás mientras se miraba la mano en la que aún sujetaba el maltrecho teléfono móvil. Uno de los pequeños cristales que se había desprendido de la pantalla le había provocado una heridita.
—Lo entienda quien lo entienda, no hay más. Sé que decírtelo es como hablarle a la pared a la que le has dado los hostiazos con el móvil, pero intenta dejar la llamadita de los cojones fuera y céntrate. ¿Tú no tenías una reunión o no sé qué leches?
Nicolás consultó la hora. Todavía faltaban cinco minutos.
Alfonso lo miró. No le gustó que estuviera tanto tiempo observando el reloj sin hacer nada. Sobre todo porque sabía lo que solía venir después.
—Voy al despacho del comi. Aún no habrá salido, siempre llega tarde a las reuniones.
—¿A qué vas? —preguntó Alfonso temiéndose la respuesta.
—A ver si al menos nos dejan acercarnos al puto pueblo. Pedir permiso para meternos o no lo decidiremos una vez allí. Después, me acompañas a comprarme un móvil nuevo y luego nos vamos a Caedes. Para que por lo menos mi madre cierre la boca y me deje en paz de una maldita vez.
Salió dejando a Alfonso con la palabra en la boca y con la sensación de que no se había equivocado. Lo conocía demasiado bien.
Martes, 7 de mayo de 2019. 9.55 horas. Caedes (Madrid)
Pum, pum, pum, pum...
Los golpes sonaban tan secos, con la frecuencia tan exacta y el tono tan perfecto que parecía que alguien estuviera tocando un bombo. Concentrado, atento para que el siguiente golpe entrara tan impecable como el anterior.
Pum, pum, pum, pum...
Sin embargo, la realidad era otra.
Una que, por cierto, ella tardó unos segundos en entender. Justo en el momento en el que supo que la fuente sonora era los latidos de su corazón resonando dentro de su cabeza. De hecho, durante varios segundos llegó a pensar que ya no lo tenía dentro del pecho y se lo habían colocado dentro del cráneo. Se oía tan perfecto que no podía ser de otra forma.
Puede que fuera esta confusión tonta la que le hizo obviar otros aspectos, como que estaba tirada en el suelo. Un suelo frío y, por suerte, seco. Tardó en darse cuenta. Ella no lo sabía entonces, pero su cuerpo contenía una sustancia que le impedía pensar con claridad.
Esa misma sustancia tampoco le dejaba mover los músculos con soltura. Lo notó cuando le sobrevino un intenso picor de ojos. La sensación era que cada uno de sus miembros pesaba más de un quintal.
Y, para rizar el rizo, el tercer factor a considerar era que su capacidad de gritar, lo que hubiera sido lógico al verse en algo así, estaba completamente anulada.
Al tomar conciencia de todo esto, la frecuencia del bombo de su cabeza aumentó. No de una manera disparatada, no podía dar más de sí, pero lo suficiente como para indicar que nada estaba bien.
Pasó unos minutos en ese estado. A ella le parecieron horas. La buena noticia fue que, de manera muy lenta, eso sí, notaba cómo recuperaba ínfimas partes del control de su cuerpo a medida que transcurría el tiempo. Al rato, por fin se sintió capaz de mover los brazos lo bastante como para ayudarse a ponerse de pie, aunque el intento quedó en que acabó más o menos sentada.
En un movimiento tan simple sintió que hasta en tres ocasiones el vómito le subía por el esófago. No es que vomitar fuera su mayor preocupación en esos momentos, pero si no lo hacía, mejor, así que trató de aguantarse.
Con las náuseas más o menos controladas, tuvo claro que no podía contar con su equilibrio, así que llegó a la conclusión de que lo más efectivo era colocarse en una posición en la que se sintiera cómoda y, sobre todo, en la que no peligrara su estabilidad.
Le costó, pero al final pudo. Ahora quería evaluar la situación y el lugar.
El sitio estaba tan oscuro que todavía no se había acostumbrado a tanta negrura. Ser consciente de esto aumentó más todavía su nerviosismo.
Pero aprovechó su desasosiego para encontrar ese empuje necesario para incorporarse del todo. Muy torpe aún, pero le bastaba. Las piernas le temblaban y, no solo eso, parecía que de un momento a otro se partirían en dos. A pesar de ello, pudo girar sobre sí misma. Más oscuridad. Un nuevo intento de grito, pero nada. No podía.
Como si de un esfuerzo titánico se tratara, logró dar dos pasos adelante. No supo si fue el movimiento o qué, pero un flash le vino de r