Algunos días de abril (Inspector Mascarell 14)

Jordi Sierra i Fabra

Fragmento

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1

Se estaba mirando en el espejo, de perfil, cuando entró Patro en la habitación. Acababa de sacar pecho, meter la barriga para dentro y aguantar la respiración unos segundos antes de rendirse y regresar a la postura inicial. Su cara lo decía todo.

Desaliento puro.

—Presumido —le dijo ella mientras dejaba la ropa planchada encima de la cama antes de ordenarla en el armario.

Miquel no contestó. Continuó observando su cuerpo en el espejo con el ceño fruncido. Llevaba puestos únicamente los calzoncillos.

—Mira que te los quito, ¿eh? —advirtió Patro.

Le dirigió una mirada irónica a su mujer. Desde allí oían a Raquel jugar en el comedor. Las posibilidades de hacer algo en aquel momento eran tan remotas como esperar que Franco se retirase a un convento y devolviera el país a la legalidad.

—Estoy engordando. —Fue sincero.

—¡Oh, sí! —asintió ella sin volver la cabeza, concentrada en lo suyo.

—Va, menos coñas.

—Que sí, que sí, que te estás poniendo fondón.

—Te lo digo en serio —proclamó en tono lúgubre.

Patro ya no pudo más. Se cruzó de brazos y lo atravesó con una de sus miradas burlonas. Por una vez, a Miquel no le hizo tanta gracia el buen humor de su mujer.

—Cariño, llegaste en los huesos hace cuatro años y medio. ¿Te lo recuerdo? Y lo sé bien, porque te vi desnudo. Eras un saco de huesos. Ahora comes, llevas una vida sana y ordenada. Estás bien. ¿Qué más quieres?

—Solo te falta agregar que tengo…

—Sí, ya —lo interrumpió—. ¡Un montón de años! —Y agregó—: ¡Eres un quejica!

—¿Y qué quieres que le haga si me veo barrigón?

—¡Tú no tienes barriga, por Dios! —Se enfadó en serio—. ¿Has visto al del cuarto? ¡Ése sí tiene barriga, que no puede ni verse los pies! ¡Y es más joven que tú!

—Gracias.

—¿Gracias por qué?

—Por llamarme joven.

—¡Te estás volviendo gruñón! ¡A los ochenta no habrá quien te aguante!

—Siempre he sido gruñón.

Miquel soltó un largo suspiro y se la quedó mirando. Le caía un mechón por la frente, llevaba el delantal manchado aquí y allá, iba en zapatillas. Aun así se le antojó lo más bonito que hubiera visto en la vida.

Patro captó la intención.

Se le acercó.

—Es la primavera. —Sonrió dulce—. Siempre te altera la sangre.

—¿De verdad no me ves barrigón?

—No, Miquel. No te veo barrigón.

—Por la calle cada vez nos miran más.

—¿Vas a venirme con la monserga de que me doblas la edad?

—Un poco más que doblar.

Había dos opciones: enfadarse y dejarlo solo con sus manías, o abrazarle y dedicarle unos mimos como si tuviera la misma edad que Raquel.

Optó por lo segundo.

Lo abrazó y le acarició la nuca con una mano. La otra le presionó una nalga.

—Culo sí tienes.

—Patro…

Ella intentó no reír.

—Eres un crío, y lo sabes —le susurró al oído—. Pareces un náufrago de amor pidiendo una caricia. —Siguió hablando antes de que lo hiciera él—. Y sé lo duros que fueron esos ocho años y medio en el Valle de los Caídos, no hace falta que me lo recuerdes. Pero ahora estamos juntos, lo tenemos todo, una vida, Raquel. No entiendo por qué le das tantas vueltas en la cabeza a lo que no importa, y encima con problemas inventados. Me duele que digas eso, y más que lo pienses.

—Si estuviera solo no me importaría estar gordo.

—Si estuvieras solo estarías muerto —le espetó Patro.

—También. —Le dio la razón.

Siguieron abrazados unos segundos, en silencio. La mano de la nuca seguía allí, acariciándole la cabeza. La otra abandonó la nalga y subió por la espalda.

Se detuvo en la herida.

La huella indeleble de aquella bala.

—El día 24 hará dos años del regalo de tu espía rusa —susurró.

—No era mi espía. Y el regalo me lo hizo Pavel, no ella.

—Pero me dijiste que era guapa.

—Una Mata Hari, sí. Pero también hay alimañas hermosas, arañas, serpientes…

—Si te hubieran matado… —Patro se pegó a él, de pies a cabeza.

Miquel pudo sentirla.

Siempre la sentía, pero a veces…

El beso ya duraba diez segundos cuando oyeron la llamada de Raquel.

Se separaron.

—Si me hubieran matado, ésta no estaría aquí. —Sonrió—. Recuerda que la hicimos poco después.

El beso de su mujer fue rápido, fugaz. Dio media vuelta y lo dejó de nuevo solo en la habitación, con los calzoncillos como única vestimenta… aunque ahora un poco más hinchados por delante.

Se resignó.

Y volvió a mirarse en el espejo.

De acuerdo, no estaba gordo, ni tenía la barriga del vecino del cuarto, pero era evidente que había ganado peso. Quizá debiera caminar más y ahorrarse los taxis cada vez que ayudaba a Fortuny en un caso. En invierno todavía tenía excusas, pero con el buen tiempo…

Le dio la espalda al espejo y miró la puerta por la que acababa de salir ella. La oyó hablarle a Raquel con su extravertido tono de felicidad. Patro no había engordado, estaba igual, ni siquiera se había resentido por el embarazo y el parto trece meses antes, pero desde luego era mucho más feliz. La mujer perdida por la guerra primero y la posguerra después había dado paso a alguien muy distinto. Estaba aún más guapa. Quizá fuera eso lo que le hacía sentirse un poco mal.

Solo un poco.

Se quejaba por nada.

Ganas de amargarse la vida.

Se estaba poniendo los pantalones cuando regresó con la niña cogida de la mano. Raquel daba los primeros pasos con ciega determinación, dispuesta a echar a correr y no parar.

El mundo, una carretera.

—Pero ¿quién es esta preciosidad que ya camina? —Se agachó para recibirla.

Fueron unos segundos de besos, risas, cosquillas y felicidad. Patro volvió a dedicarse a la ropa que había colocado sobre la cama, pero sin dejar de inundarlos con una mirada de orgullo. Miquel también puso a la niña sobre la cama.

—Ya sé que es distinta, pero a veces veo a Roger —confesó.

—Es normal que se parezcan —aseguró Patro.

—No, Raquel es igual que tú. Será una belleza —afirmó—. Pero tiene cosas de Roger, claro, o al menos me lo parece a mí.

—Cada vez que me dices que soy guapa…

—Lo eres.

—Y tú un romántico. No sé por qué te metiste a policía.

—Me metí a policía porque creía en la ley y el orden y era un soñador. Lo de ser romántico… eso sí es nuevo. Nunca lo había sido. Debe de ser una defensa contra todo aquello en lo que se ha convertido este país.

—Amor en lugar de balas —mencionó Patro.

Esta vez Miquel no dijo nada.

Fue como si la frase penetrara despacio en su mente.

Raquel se empeñaba en deshacer lo que su madre había planchado.

—No, eso no —la regañó con dulzura.

Raquel lo intentó de nuevo sin dejar de mirarla fijamente.

—¿Me estás poniendo a prueba?

—Más bien se está poniendo a prueba ella —dijo Miquel—. Tantea cuáles son sus límites.

—¡Menuda va a ser cuando tenga novio!

Miquel se estremeció.

—Menos mal que ya no lo veré —anunció.

El golpe de Patro fue inesperado.

—¡Cuando te pones en plan alegría de la huerta… me da una rabia! —Se enfadó en serio.

—Mujer…

—¡No! —lo detuvo—. ¡Deberías estar contento y dando saltos de alegría por estar vivo y por tenernos! ¡Y no me vengas con lo de Franco y la dictadura y todo eso!

—Estoy contento. —Le temió al cambio de humor de su mujer.

—¡Que si estoy gordo, que si soy mayor, que si tal y que si cual…! ¡No sé por qué te quiero, mira tú!

—¿Porque soy muy guapo e irresistible?

Patro lanzó una bocanada de aire.

—Guapo sí eres —reconoció—. Y para eso no cuenta la edad. Pero irresistible…

Raquel los miraba muy seria, sobre todo después del azote de su madre a su padre. No tenía muy claro si reír o llorar. Esperaba acontecimientos.

—Recuérdame que te hable del masoquismo y el sadismo cuando tengas edad, cariño —se dirigió a ella Patro.

Al comprender que seguía la fiesta, Raquel volvió a empeñarse en deshacer lo que estaba planchado sobre la cama. Su madre la puso en el suelo y Miquel acabó de vestirse; porque, primavera o no, estaba teniendo frío.

El silencio duró poco.

—¿Vas con Fortuny? —le preguntó Patro.

—Sí. Con la Semana Santa de por medio y sin vernos… mejor me paso antes de que me llame él, porque seguro que hoy me llama. Después de tantos días…

—Te necesita y lo sabes.

—Anda, calla.

—Es tu amigo.

—Un amigo facha. Y trabajo para él.

—No trabajas «para él» —le rectificó—. Trabajas «con él». Sa­bes perfectamente que eres más jefe tú que David. ¿No dices siem­pre que cuando interrogáis a alguien las preguntas las haces tú?

—Tengo más experiencia.

—Pues ya está. Y sí, es tu amigo. Te aprecia y te respeta, que es lo que hacen los amigos. En cuanto a lo de fascista… Ya sabes lo que pienso: todo boquilla. Si mañana Franco se muriera y volviera el Frente Popular, David encantado de la vida. Y no le culpo. No todos tenemos por qué ser héroes. La mayoría nos contentamos con sobrevivir.

Esta vez Miquel evitó responder. Ya habían discutido bastante por una mañana. Pasada la Semana Santa volvía la actividad, la rutina. Hora de irse a la agencia. Si había algo que hacer, trabajaría. Si no, volvería a casa, a la mercería. El día anterior había sido el aniversario de la proclamación de la Segunda República, pero no se lo mencionó a Patro. A veces era malo tener tanta memoria, recordar fechas, aniversarios, datos.

Conservaba intacta su mente de policía.

Bueno, eso también le hacía sentirse vivo.

Se puso la chaqueta.

—Vamos a despedir a papá —le dijo Patro a Raquel tendiéndole la mano.

Miquel la cogió por la otra.

En la mesita del recibidor seguía el programa del espec­táculo del sábado por la noche. El Ballet Español de Pilar Ló­pez, que habían visto en el teatro Barcelona. La propaganda decía que después de aquellos «15 únicos días» la compañía se iba a hacer las Américas. Cruzarían el charco y viajarían libremente por otros mundos, lejos de la funesta España de hierro.

—Qué bien lo pasamos, ¿verdad? —Patro siguió la dirección de los ojos de su marido.

Miquel veía el programa como si fuera una isla de paz. Sí, lo habían pasado bien por un rato. Pero pensaba en las mal­ditas procesiones de la Semana Santa que acababan de dejar atrás una vez más, incluidas las del mismo Sábado de Gloria. Procesiones cargadas de dolor, con los eternos encapuchados siniestros acarreando enormes velas, las sotanas acordonadas como rosarios de esparto, los que sangraban caminando de rodillas, los que llevaban pesadas cruces de madera, los que imitaban como fuera al hombre que casi dos mil años atrás había pasado por lo mismo.

Aquel hombre.

Solo eso.

—Estuvo bien, sí.

—Con Raquel salimos poco —reconoció ella.

—Todo se andará. —Se encogió de hombros—. Pronto podremos llevarla con nosotros al cine y a otras partes.

—A veces pienso que desde que la tuve, te he dejado un poco de la mano. Sales de casa, te vas «a trabajar». —Lo dijo con serena ironía, sin perder el hilo de su reflexión—. Y yo me quedo aquí y en la mercería.

—Hace dos meses bien que me ayudaste en lo de Dalena.

—Porque era mi amiga, y porque me metió ella.

—Pero lo hiciste bien. Ya te lo dije: serías una estupenda detective.

—Ojalá.

Miquel abrió la puerta.

Ella se iría a la mercería. Él, a seguir jugando a policías y ladrones.

Detective privado de tapadillo.

—Si ves a una espía rusa, echa a correr —le rogó Patro.

Miquel besó a Raquel.

—Cuida de tu madre —le pidió.

Salió al rellano y enfiló el primer tramo de escaleras.

A veces aún sentía el balazo de Pavel en la espalda.

Y aquel beso envenenado de Irina.

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2

Dos años desde lo de la espía rusa. Un año y un mes del nacimiento de Raquel. Dos meses desde su último lío, ayudando a Dalena, la amiga de Patro…

¿En cuántos problemas se había metido antes y después de tropezar con David Fortuny en junio de 1951?

De eso ni siquiera hacía un año.

—Si te hubieran dicho en la primera mitad de los años treinta que la vida te daría tantos tumbos, no lo habrías creído —se dijo a sí mismo en voz alta.

Encima, la propia Patro le había alentado a trabajar con David Fortuny, para que no se aburriera, para que no se quedara en casa como un jubilado paciente o acabara sentado en la mercería. Patro, que le había confesado hacía unos minutos que le «ayudaba poco» desde su maternidad y se sentía culpable por ello.

Sí, como acababa de recordarle él, quizá porque dos meses antes ella había colaborado activamente en el caso de su amiga Dalena.

—Vueltas y más vueltas —volvió a decirse a sí mismo en voz alta.

La vida era eso, ¿no?

Y él dándole justamente eso, vueltas a la cabeza a todo. El maldito runrún que no cesaba. El runrún que le había salvado en el largo cautiverio del Valle de los Caídos, recordándole que seguía vivo, que eso era un reto para derrotar al fascismo y que, ahora, en libertad, seguía allí, dando guerra.

Run-run-run.

A veces no sabía si era una forma de autocastigarse o una resistencia más, al límite. «Cada uno de nosotros que sobreviva será una derrota para ellos». Las palabras de su compañero de cautiverio seguían presentes. Lo malo era que había muchas formas de ganar y de perder, de vivir y morir, de sobrevivir o engañarse uno mismo. El castigo era seguir vivo cuando tantos y tantos habían muerto. Nadie estaba al margen del dolor, que se ramificaba como un cáncer extendiendo su daño. Quimeta y Roger muertos. Patro obligada a vender su cuerpo para poder comer ella y sus hermanas pequeñas. Eran dos ejemplos. Cada cual escondía los suyos.

—Deberías estar dando saltos de alegría —habló por tercera vez mientras caminaba sin prisas, como si paseara bajo el tibio sol de primera hora de la mañana.

Iba con su carácter, claro.

Como cuando se volvió loco por no tener fotografías de Quimeta y Roger y temió olvidarse de sus rasgos.

Si no había problemas, se los buscaba.

La eterna piedra en el zapato.

Llegó a la calle Vilamarí y enfiló el portal del edificio. Sus pasos resonaron en el silencio del vestíbulo. Subió hasta el primer rellano, llamó al timbre de la agencia y, al no recibir respuesta, subió hasta el piso donde vivía David Fortuny. No era rico, ni mucho menos, así que seguía sorprendiéndole que el detective mantuviera dos alquileres, uno para la vivienda y otro para «el despacho».

La de clientes que debían marcharse cuando a la primera no encontraban a nadie en la oficina.

Le abrió el propio David.

—¡Qué rapidez! —Fue lo primero que le dijo.

—¿Ah, sí?

—Acabo de llamarle a la mercería. Teresina me ha dicho que le daría el recado.

—Pues ya ve.

—Si ha venido en taxi, éste se lo paga usted.

—Siempre tan generoso.

—Venga, pase. Pero no se ponga cómodo porque nos vamos enseguida.

—¿Hay trabajo?

—Pues claro.

Como si todo el mundo necesitase un detective en la nueva España.

David Fortuny ya estaba casi a punto. Le faltaban los zapatos y peinarse. Miquel le siguió hasta el comedor mientras él desaparecía por el pasillo en dirección al dormitorio o al cuarto de baño; porque Fortuny sí tenía baño, no un simple retrete como ellos, que para lavarse debían usar el lavadero. O Amalia no había pasado allí la noche o seguía durmiendo, porque todo estaba más bien manga por hombro.

No se sentó. Miró por la ventana. Se encontraban tan cerca de La Modelo que casi se respiraba el aire de la prisión. La ventana permanecía cerrada. Miró el cielo azul y se alegró de que la primavera se hubiera llevado ya los fríos invernales. En verano podrían ir a la playa Patro, Raquel y él. En el verano del 51 la pequeña aún era demasiado bebé. Ahora sería distinto.

Le enseñaría a nadar.

Eso y muchas más cosas.

—¿Qué tal la Semana Santa? —oyó de nuevo la voz de Fortuny a su espalda.

—Bien, bien. —Se volvió—. ¿Y usted?

—Estoy de procesiones, de fanfarrias, de música seria por la radio, de misas, de curas y de religión hasta los mismísimos, ¿le vale?

—Pues ya somos dos.

—Ya, pero usted es ateo.

—Para eso están las religiones, y más la católica: para que los creyentes se sientan culpables por todo. Si hay culpa, hay perdón. Ése es el negocio.

—No estoy para discusiones a esta hora. —Chasqueó la lengua Fortuny—. ¿Se quedó en casa con la familia?

—Dimos algún paseo, fuimos al cine y a ver un espectáculo el sábado.

—Pues Amalia y yo nos quedamos en casa. —Sonrió como si con eso evidenciara la dimensión «del pecado»—. Salvo una merienda para tomar chocolate en la calle Petritxol…

—No me veo a Amalia quedándose en casa tantos días —consideró Miquel.

—¿Nos vamos? —se evadió el detective.

—¿A dónde?

—Abajo, al despacho. —Comprobó la hora—. Ayer se pasó alguien y dejó una nota diciendo que volvería esta mañana a las nueve y media. ¿Ha desayunado?

—Sí.

—Yo solo me he tomado un café, pero da igual.

—¿Sabe qué quiere esa persona?

—No.

Le precedió de regreso al vestíbulo del piso, abrió la puerta y lo dejó pasar el primero. Cerró de golpe, sin echar la llave. Pero la llevaba en la mano al llegar a la primera planta. Una vez dentro del despacho, Miquel se sentó en una de las sillas. Faltaban cinco minutos para las nueve y media y los clientes, casi siempre apurados o melindrosos por acudir a una agencia de detectives, solían ser puntuales. Todo estaba limpio. David Fortuny se retrepó en su butaca y dejó caer la mano izquierda, con tres dedos agarrotados.

A veces le sacaba partido a su «herida de guerra», otras no.

Pero tenía su mérito vivir con un brazo semiparalizado y solo dos dedos operativos.

—¿Por qué ha dicho que está harto de «música seria» por la radio?

—¡Hombre, Mascarell, que todo son óperas y cantos gregorianos!

Lo de los cantos gregorianos le hizo sonreír.

—Pues qué quiere que le diga, es la única semana del año en la que ponen algo decente para oír. El resto…

—¿No le gusta?

—¿Las rancheras mexicanas, el flamenco, la música italiana y la francesa, los fados…? No.

—¡Hay que ver qué poco juerguista es!

—Y usted qué poco melómano.

Lo que fuera a decir Fortuny murió antes de pasar de la mente a los labios. Sonó el timbre de la puerta y saltó como un rayo para correr en su dirección, como si temiera que el o la cliente se arrepintiera. Miquel se puso en pie.

Eran dos mujeres. Una mayor, como de cincuenta años, y otra solo un poco por debajo de los cuarenta, treinta y siete o treinta y ocho. Vestían con sencillez, ropas oscuras y graves, bolsos negros, y parecían impresionadas, mirándolo todo con mucho respeto. Delante iba la más joven. Detrás, la mayor. Miquel tuvo la intuición de que la primera era la clienta y la segunda la acompañante, para no dejarla sola en aquellas circunstancias.

Los «buenos días» sonaron apagados.

Luego, David las invitó a sentarse y lo presentó.

—Mi socio —se limitó a decir.

—Tanto gusto, señor.

—¿Ustedes son…? —Fortuny mantuvo las riendas del encuentro.

—Me llamo Montserrat Blanco —dijo la más joven de las dos mientras ocupaba la silla frente a la mesa—. Ella es mi prima Francisca.

—Francisca Santacana. —Lo puntualizó.

Por lo menos se ahorró el habitual «para servir a Dios y a usted» tan en boga.

—De acuerdo, señora Montserrat. —Fortuny empleó el nombre en lugar del apellido, para darles más sensación de familiaridad, algo que no habría hecho de haberse tratado de dos hombres—. Usted dirá en qué podemos ayudarla.

—¿Son… los detectives?

—Sí, sí. Mi socio y yo.

—Pregunté y… bueno, me dijeron que…

—Tranquila. Es nuestro trabajo. Y somos buenos, se lo aseguro. Si ha preguntado, seguro que es lo que le han dicho. Cien por cien de casos resueltos y problemas solucionados.

La labia de Fortuny acabó de impregnarlas. No tenía mano izquierda, pero sabía cómo usarla.

Miquel era una estatua.

Montserrat Blanco pareció contar hasta cinco antes de empezar.

—Necesito que busquen a una persona —anunció antes de rectificar—. A un hombre.

Ahora sí, David sacó una libreta y una pluma para comenzar a tomar notas.

—¿Cómo se llama él? —Adoptó un aire profesional.

—Benito.

—¿Apellidos?

—García Navarro.

Si Miquel era una estatua, la prima Francisca parecía un sarmiento arrancado de cualquier cepa y secándose al sol. Montserrat Blanco era de aspecto dulce, hablaba despacio y en voz baja, con delicadeza. No era ni guapa ni fea, pero sí agradable, y eso le proporcionaba luz a la mirada. Daba la impresión de ser una mujer que sostenía una carga invisible pero llevadera, no resignada pero sí soportable. Algo en ella inspiraba serenidad y confianza. Iba sin maquillar, con el cabello recogido de manera discreta. Hablaba con las manos unidas sobre el bolso y con las rodillas muy apretadas. Tenía la piel muy blanca. Su prima Francisca, en cambio, era huesuda, ojos hundidos de mirada grave pero no directa, sino huidiza, nariz aguileña, labios formando un sesgo recto, como si le hubieran dado un tajo en mitad de la cara. Vestía enteramente de negro y gris.

Tragó saliva al escuchar el nombre que acababa de pronunciar su prima.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó David Fortuny.

—Mi marido —se lo aclaró Montserrat Blanco.

—¿Su marido ha desaparecido? —Arqueó una ceja sin dejar de escribir.

—Sí.

—¿Cuándo?

La respuesta sonó como un pequeño lamento ahogado.

Un suspiro.

—Hace casi catorce años que no sé de él —dijo la mujer.

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3

Buscar a personas era siempre complicado, sobre todo si las desaparecidas no querían ser encontradas. Buscar a una persona desaparecida en una guerra hacía disminuir enormemente las posibilidades de éxito, en especial si era del bando perdedor. Pero buscar a alguien desaparecido… ¿desde hacía catorce años…?

Eso era 1938.

La guerra.

La maldita Guerra Civil.

¿Es que nunca la dejarían atrás?

Miquel y la prima Francisca siguieron inmóviles. Todo se centraba en David Fortuny y la clienta, Montserrat Blanco. La diferencia era que Francisca tenía la vista fija en el suelo y Miquel las abarcaba a las dos.

El detective había dejado de escribir.

—Señora —dijo revestido de cautelas—. Eso es… mucho tiempo, ¿no cree?

La mujer asintió.

Vehemente.

—Lo sé —reconoció—. Y estoy convencida de que habrá muerto, porque no puede ser de otra forma. Pero necesito estar segura, ¿comprende? Les pido que encuentren una prueba, su tumba, lo que sea. Incluso me basta con alguien que les diga que lo vio caer y lo enterraron en alguna zanja junto con otros.

—¿Fue en la guerra?

—Sí, hacia el final. En 1938.

—¿Puedo preguntarle para qué necesita esa prueba?

Ella levantó la cabeza.

Era orgullo, no desafío.

—Quiero volver a casarme.

Pareció algo extraño. Una mujer todavía joven, sin marido durante tantos años, casi con la absoluta certeza de que debía de estar muerto… Y quería estar segura.

Miquel siguió sin hablar. Continuó dejándole el trabajo a David Fortuny.

—¿No cree que después de tanto tiempo, si estuviera vivo, habría regresado o habría dado señales de vida?

—No lo sé, señor —musitó ella.

—¿Ha mirado en las listas de bajas, de presos, de fusilados…?

—Lo hice, señor. Y no está en ninguna de ellas. Simplemente desapareció. Los últimos presos de la guerra o los represaliados salieron hace poco de las cárceles. He mirado debajo de las piedras dentro de mis posibilidades y nadie sabe nada de él, ni sé qué más hacer. Que estuviera entre esos presos era mi última esperanza. Pensé que quizá hubiera perdido la memoria… Bueno, no sé. Si vive, es lo único que se me ocurre.

—¿Y si se marchó al exilio?

—No lo habría hecho sin decírmelo. Y en estos años me habría mandado una carta, algo.

—Señora. —Fortuny se echó hacia atrás en su silla—. Sinceramente, pienso que usted puede darse por viuda. Le entregarán un papel que lo diga, sin lugar a dudas, y podrá volver a casarse sin impedimentos.

—No se trata de un papel. —La mujer apretó los puños—. Se trata de mi conciencia.

El detective miró a Miquel.

Pero la que habló ahora fue la prima de Montserrat Blanco.

—De hecho, como se casó por lo civil, según las nuevas leyes ella es soltera, porque declararon esos enlaces no válidos.

—Pues si es soltera… —retomó el hilo Fortuny.

—Se lo repito, señor: es por mi conciencia. A mí me da igual lo que digan las leyes de ahora o lo que ponga un papel. Yo me uní a Benito, y lo hice enamorada y me convertí en su esposa. Ante mí misma, soy una mujer casada. Por eso necesito estar segura antes de dar este nuevo paso. No soportaría que un día apareciera. Sería otro, claro. Los dos seríamos otras personas. Ya no habría amor, por supuesto. Pero el vínculo seguiría estando ahí. —Acentuó su ansiedad—. En alguna parte alguien ha de saber qué pasó, alguien tuvo que verle aquellos últimos días. Necesito casarme con Marcelino tranquila.

—Creo que hace bien, señora —habló por primera vez Miquel.

—Gracias.

—Tiene derecho a rehacer su vida en paz —opinó Francisca.

David Fortuny levantó las cejas. Un caso era un caso. Y un cliente, un cliente. Plegó los labios y, quizá porque estaba Miquel delante, fue honesto.

—Nos puede llevar un tiempo, ¿sabe? Y no podemos garantizarle el éxito en algo así. Las huellas de la guerra han sido borradas cada vez con mayor encono, y por parte de todos, los que quieren olvidar porque la perdieron y los que la ganaron para hacer borrón y cuenta nueva.

—Me han dicho que son buenos en lo suyo —lo aceptó Montserrat—. Con eso me basta. Son mi última esperanza. Y si lo dice por el dinero que pueda costar… No somos ricos, pero Marcelino me ha dicho que gaste lo que sea con tal de que yo esté bien y podamos casarnos de una vez.

—Es un buen hombre —intervino de nuevo Francisca—. Tiene un colmado y le va bien. Más ahora, que se acabó el raciona

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