Claudio
ParÃs, diciembre de 1984
Ese dÃa, Claudio no escuchó a Griselda.
Fue una de las primeras cosas que él le dijo a la abogada. Y nuevamente, un año y medio más tarde, cuando se celebró el juicio, fue una de las primeras cosas que declaró Claudio: que ese dÃa, cuando Griselda lo llamó, él no le prestó atención.
Sin embargo, Claudio habÃa ido a buscarla antes de finalizar el trabajo: volver a pintar un aula en uno de los edificios del liceo donde vivÃan. HabÃa abandonado de pronto las tareas. Y habÃa descubierto a los tres, en la penumbra, en el fondo de la conserjerÃa.
*
Claudio aún recuerda ese dÃa y se ve, pocas horas antes, en cuclillas frente a una pared enorme. Daba la última mano de pintura, esperaba terminar antes de que fuera de noche. Cuando Griselda lo llamó desde el umbral de la puerta, él aplastaba el rodillo contra la pintura verde.
Desde el marco de la puerta, Griselda le dijo que no se sentÃa bien. Le habló en español, las palabras que pronunció fueron: «No me siento bien, Claudio, venû.[1]
Él giró levemente la cabeza.
Flavia estaba aún en la escuela, los niños sin duda dormÃan la siesta. ¿Qué necesitaba Griselda?
TodavÃa en cuclillas y molesto de antemano, se limitó a echarle una mirada furtiva por encima del hombro. Ese maquillaje, carajo… Desde hacÃa unos cuantos dÃas, Griselda se maquillaba demasiado. Cada mañana se ponÃa una máscara sobre el rostro.
Se incorporó y fue a recargar el rodillo, después retrocedió unos pasos y admiró en su conjunto la pared verde pistacho. O verde intenso, más bien. La vÃspera, la maestra de artes plásticas habÃa pasado para ver el avance de las obras en el aula que ella pronto ocuparÃa. «Pero esto es más que pistacho —se habÃa asombrado—. Es casi un verde manzana. Claudio, ¿de dónde sacó este color?». Dicho esto, la maestra se habÃa reÃdo, divertida. Aunque jamás lo habrÃa expresado en voz alta, tenÃa que reconocer que ese color no estaba mal, nada, nada mal. Para los marcos de las puertas y de las ventanas, Claudio habÃa optado por un ciruela oscuro, un tono que le habÃa costado conseguir, pero que a fuerza de ensayos y de mezclas resultaba finalmente tan intenso como ese color que él habÃa imaginado al descubrir la sala gris que le tocaba pintar. En materia de colores, Claudio siempre sabÃa lo que deseaba. Al principio, las ideas que proponÃa parecÃan estrafalarias, pero una vez en marcha eran satisfactorias, todos quedaban contentos.
Griselda permaneció inmóvil ese dÃa, en el umbral de la puerta, alumbrada por la luz pálida de la gran ventana que se recortaba frente a ella. A sus espaldas, el pasillo estaba cubierto de sombras y, por esto mismo, pese a la blancura desvaÃda de la luz del mes de diciembre, tan solo se la veÃa a ella, como cuando algún actor, en una oscura sala de teatro, aparece de golpe, solo, en el fondo del escenario.
Desde el marco de la puerta, ella repitió sus palabras. No me siento bien.
Los ojos de Claudio recorrieron velozmente sus piernas y sus pechos, pero esta vez no se detuvieron en la cara de Griselda. No querÃa ver de nuevo sus labios ni sus mejillas ni sus párpados, tanto o más recargados que los marcos de las ventanas. Estaba bien pintar asà alguna pared, pero una cara, como lo hacÃa Griselda, era realmente insoportable.
Entonces, ofreciéndole la espalda, le respondió bruscamente. QuerÃa que ella se marchara, que volviese a la conserjerÃa. QuerÃa que su rostro pintarrajeado no ocupara más el umbral de la puerta.
Claudio le pidió a Griselda que se fuera.
Pero más que eso, en verdad.
Se lo dijo a la abogada cuando entre los dos trataron de reconstruir la forma en que se habÃan producido los hechos. Ese dÃa, Claudio la habÃa mandado al diablo. En el exacto momento en que sus ojos iban a posarse otra vez en la máscara que Griselda exhibÃa a modo de rostro, él habÃa sentido que en su interior crecÃa una rabia inmensa, habÃa girado la cabeza bruscamente y habÃa exclamado algo como «fuera de aquÃ, carajo». SÃ, lo que él le habÃa dicho a Griselda ese dÃa, en español, habÃa sido parecido. Como un portazo en la cara.
¿En qué momento volvió a la memoria de Claudio la voz resquebrajada de Griselda? ¿En qué momento volvió a pensar, por primera vez, en su rostro lleno de maquillaje, en el fondo de la escena, en esa máscara que lo llamaba? ¿Fue solamente más tarde, cuando quiso reconstruir esa jornada? ¿O quizá fue ese mismo dÃa, mientras se aprestaba por fin a unirse a ella, a reencontrarla en la otra punta del patio escolar?
Claudio sabe que, de repente, horas después de que Griselda se marchara, él salió del aula que estaba pintando y estiró el paso en dirección a la conserjerÃa que ellos utilizaban como vivienda. Atravesó el patio vacÃo. Casi todos los alumnos del liceo ya habÃan partido, las luces seguÃan encendidas tan solo en dos o tres aulas. Era de tarde y, no obstante, como se acercaba el invierno, era ya un poco de noche.
Claudio no necesitó buscar la llave en el bolsillo de su abrigo. A pesar del frÃo, la puerta estaba abierta.
La luz de la conserjerÃa estaba apagada y todo era silencio en el interior.
Claudio recuerda que llamó a Griselda y, después, a sus hijos. Muchas veces.
En la penumbra, vio que su aliento se congelaba y formaba dos pequeñas nubes blancas.
Luego, en el fondo de la oscura habitación, los vislumbró.
*
Claudio llevaba más de seis años viviendo ahà con Griselda y sus tres hijos.
Una planta baja de cara a un gran patio donde los alumnos pasaban los recreos. El patio se llenaba entonces de risas y de gritos. También la conserjerÃa, claro. A la hora de los recreos, ellos apenas lograban escucharse si se ponÃan a conversar. El resto del tiempo, en cambio, el lugar era excepcionalmente calmo. Más allá de los bancos, en el fondo del patio, habÃa un pequeño jardÃn cerrado que ambos cuidaban con esmero desde que trabajaban como encargados en el liceo T. Una reja rodeaba el jardincito, los alumnos no podÃan entrar allÃ. ParecÃa una plaza en miniatura, exclusiva para ellos dos. Claudio habÃa plantado ahà varios rosales. Incluso habÃa instalado un huerto en un rincón del jardÃn, contra la reja. Tal vez no fueran más que los encargados del liceo T., pero este jardÃn era suyo. Su jardÃn.
SÃ, Claudio cree que ese viernes, por un instante, él volvió a pensar en el rostro de Griselda, que acababa de aparecer en el umbral. De lo contrario, ¿por qué se fue de repente?
Claudio pintaba, en cuclillas, el marco de una puerta. Ya estaba casi lista la última mano, era cuestión de minutos. Y, sin embargo, se habÃa incorporado de golpe, habÃa limpiado su brocha con un gesto automático, se habÃa quitado el overol y se habÃa vuelto a vestir. Se marchó con la labor casi cumplida, aunque no del todo. Y alargando el paso.
A pesar del frÃo, la puerta de la conserjerÃa estaba abierta.
La luz estaba apagada y todo era silencio en el interior.
Claudio recuerda que llamó a Griselda y que gritó después el nombre de sus hijos.
Luego, en el fondo de la oscura habitación, los vislumbró.
Griselda estaba en el suelo, entre el sillÃ