Valencia Roja

Ana Martínez Muñoz

Fragmento

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Las primeras veces el amo me ponía la navaja en el cuello. Ahora me basta con observarla sobre la mesa para comprender.

Al principio me parecía un castigo, un precio que debía pagar por mis actos. Como una parte más de esta condena, una especie de ojo por ojo. Con el tiempo he aprendido que no se trata de eso, sino de una jerarquía en la que a mí me ha tocado estar por debajo. Dominación, sí, de eso se trata.

Ahora ya no lucho. Me dejo hacer en un acto de sumisión. He comprendido mi papel en este juego en el que, para sobrevivir, debo separar el alma de la carne.

Una tenue luz amarillenta, proveniente del exterior, ilumina parcialmente la estancia a través de la ventana situada a mi derecha. No necesito más, conozco cada uno de los rincones de este pequeño habitáculo. Llevo aquí desde hace tanto que el tiempo se diluye y todos los días me parecen iguales. Huele a sudor, a orín y a miedo, mi propio miedo. No sé si podré salir con vida de este lugar, aunque, si lo consigo, sé que nunca volveré a ser la persona que fui. Me siento incapaz de identificarme con ella, me repugna. Ni siquiera sé quién soy en realidad.

La navaja me mira desde una mesa desportillada y sucia, yo también la miro. En realidad, no es una navaja, es una especie de pincho elaborado con el mango de un cepillo de dientes aderezado con cuchillas de afeitar. Los agujeros que las cuchillas tienen en el centro parecen ojos, unos ojos que me escrutan y me despojan de todo valor.

Ya sé qué debo hacer.

Siento el fétido aliento en mi oreja y después ese dolor que desgarra no solo mi cuerpo, como si este se abriera en canal; sino también mi alma, mi dignidad y mi existencia.

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Capítulo 1

—En ese stage de ahí empezamos con Peter y Alexa con un anal. Después, que salga Sandra con Fredy y Nacho y hagan la típica performance del trío: Fredy y Sandra que hagan el perrito, mientras Nacho se pone frente a Sandra y ella le hace una mamada; pero nada de corridas en la cara ni en la boca, que en el pabellón de al lado tenemos las charlitas sobre porno ético y orgasmo femenino y luego nos dirán que si no se respeta a la mujer y gilipolleces por el estilo. Además, ya he visto en la puerta a las frígidas esas antiporno y mañana, que es el día grande, seguro que montan ruido con las pancartas.

Rebeca, más conocida como Queca, sigue a su jefe mientras apunta cada una de sus directrices en una pequeña libreta. Es poca cosa, no puede decirse que sea guapa, ni fea, no destaca físicamente, pero lo compensa con su diligencia y su solicitud.

Mañana es sábado, el día de mayor afluencia en el Valencia Roja, primer festival de cine porno en la capital del Turia, que lleva por lema «El porno es cultura». Durante la semana se han organizado actividades de lo más diversas: exposiciones, talleres, charlas, desfiles…; sin embargo, es durante el fin de semana cuando cientos de personas pasarán por Feria Valencia a disfrutar de los diferentes espectáculos.

Miky Moore —patrocinador, actor y director de cine para adultos— y su productora no podían perderse el evento. Miky es un tipo de aspecto vetusto que ronda los cincuenta, con una prominente barriga que asoma por encima de su pantalón de pinzas y una papada que no permite distinguir el límite entre la cabeza y el tronco. Si alguien se cruzase con él por la calle, lo último que le vendría a la cabeza sería el erotismo.

—Cuando ya esté caldeado el ambiente —continúa Miky—, llamáis a los que se hayan apuntado al casting, los metéis en el backstage y que se vayan preparando. Mientras, que salga Mary con el consolador, el morado grande, y que vaya entreteniendo al público.

—¿Qué quieres que hagan esta vez los chavales?

—Pues más o menos como siempre. Primero, en la parte de atrás, que se desnuden mientras van hablando a ver qué tal dan a cámara. Después, que se acerque Rubi. Si consiguen que se les levante en un minuto y aguantan la erección otro minuto, pasan a la final. Luego ya veremos los wannabe qué tal andan de miedo escénico cuando se tengan que subir al escenario y follarse a Alexa delante de todo el mundo. Si alguno resiste sin que se le quede fofa, píllale los datos. De todas formas, si alguno vale la pena, bien; si no, al menos daremos espectáculo.

—¿Y el glory?

—En el otro escenario, el pequeño. Lo preparáis durante los shows, y justo después del casting, que estarán todos acojonados, pedís voluntarios. Te lo vuelvo a repetir: advertirles que nada de corridas en la cara. Los voluntarios que suban al glory que la saquen del agujero cuando se vayan a correr, que luego vienen a tocarme los cojones y no estoy para hostias.

—Entendido, Miky. ¿Terminamos con el trío lésbico?

—Sí, sabes que es lo que más les pone. Que salga primero Mary y haga el show de pole dance y después que entren Sandra y Rubi.

—Okey, pues creo que ya está todo.

—Estaré por aquí, pero ya sabes que yo vengo a hacer negocios, a ver caras nuevas y a que me hagan fotos; la organización de las performances la dejo en tus manos.

—Sí, todo controlado.

El cartel de neón con la palabra CLUB en color rosa fucsia, entre dos grandes palmeras verdes que descansan sobre unas ondas azules, señala el camino. Miky coge la salida y estaciona en el descampado contiguo que hace las veces de aparcamiento.

En la puerta, como siempre, está el Rubio, un hombre corpulento y lampiño. El sobrenombre del Rubio le viene de su apellido, no de su cabellera.

—¡Hombre, Miky! ¡Cuánto tiempo sin verte por aquí! —lo recibe con una amplia sonrisa.

—He quedado con tu jefe, me llamó la semana pasada. Parece ser que hay mercancía nueva. —Miky acompaña sus palabras con un fuerte apretón de mano, a modo de saludo.

—Sí, pasa, te está esperando.

Es viernes por la noche, y al entrar al club se encuentra con un grupo de chavales que parecen estar de despedida de soltero. Algunos están apoyados en la barra con cara de pardillos, sin saber muy bien qué hacer ni adónde mirar. Otros, sin embargo, están más animados: conversan con las chicas y hacen bromas entre sí, todos van un poco pasados de copas. Uno de ellos, que debe de ser el novio, va disfrazado de novia y una banda rosa de miss le cruza el pecho en bandolera; sus pantorrillas peludas asoman bajo el vestido mientras lleva por la cintura a dos mujeres: una mulata espectacular que no debe de tener más de diecinueve años y una chica menuda y rubia, de ojos azules, que rondará la misma edad.

Miky intenta pasar desapercibido. Si alguno de ellos lo reconoce, querrán hacerse selfis con él y empezarán a pedirle autógrafos y no tiene ganas. Por suerte, consigue pasar sin hacerse notar y llega hasta la barra. Allí está Marta, a la que Miky conoce bien. Lleva toda la vida trabajando para Pochele, aún conserva su belleza y su figura, aunque ya pasa de los cincuenta. Desde hace unos años se ha ganado el puesto de mami y camarera, un puesto de confianza que pocas pueden tener. Ahora y

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