Las primeras veces el amo me ponía la navaja en el cuello. Ahora me basta con observarla sobre la mesa para comprender.
Al principio me parecía un castigo, un precio que debía pagar por mis actos. Como una parte más de esta condena, una especie de ojo por ojo. Con el tiempo he aprendido que no se trata de eso, sino de una jerarquía en la que a mí me ha tocado estar por debajo. Dominación, sí, de eso se trata.
Ahora ya no lucho. Me dejo hacer en un acto de sumisión. He comprendido mi papel en este juego en el que, para sobrevivir, debo separar el alma de la carne.
Una tenue luz amarillenta, proveniente del exterior, ilumina parcialmente la estancia a través de la ventana situada a mi derecha. No necesito más, conozco cada uno de los rincones de este pequeño habitáculo. Llevo aquí desde hace tanto que el tiempo se diluye y todos los días me parecen iguales. Huele a sudor, a orín y a miedo, mi propio miedo. No sé si podré salir con vida de este lugar, aunque, si lo consigo, sé que nunca volveré a ser la persona que fui. Me siento incapaz de identificarme con ella, me repugna. Ni siquiera sé quién soy en realidad.
La navaja me mira desde una mesa desportillada y sucia, yo también la miro. En realidad, no es una navaja, es una especie de pincho elaborado con el mango de un cepillo de dientes aderezado con cuchillas de afeitar. Los agujeros que las cuchillas tienen en el centro parecen ojos, unos ojos que me escrutan y me despojan de todo valor.
Ya sé qué debo hacer.
Siento el fétido aliento en mi oreja y después ese dolor que desgarra no solo mi cuerpo, como si este se abriera en canal; sino también mi alma, mi dignidad y mi existencia.
Capítulo 1
—En ese stage de ahí empezamos con Peter y Alexa con un anal. Después, que salga Sandra con Fredy y Nacho y hagan la típica performance del trío: Fredy y Sandra que hagan el perrito, mientras Nacho se pone frente a Sandra y ella le hace una mamada; pero nada de corridas en la cara ni en la boca, que en el pabellón de al lado tenemos las charlitas sobre porno ético y orgasmo femenino y luego nos dirán que si no se respeta a la mujer y gilipolleces por el estilo. Además, ya he visto en la puerta a las frígidas esas antiporno y mañana, que es el día grande, seguro que montan ruido con las pancartas.
Rebeca, más conocida como Queca, sigue a su jefe mientras apunta cada una de sus directrices en una pequeña libreta. Es poca cosa, no puede decirse que sea guapa, ni fea, no destaca físicamente, pero lo compensa con su diligencia y su solicitud.
Mañana es sábado, el día de mayor afluencia en el Valencia Roja, primer festival de cine porno en la capital del Turia, que lleva por lema «El porno es cultura». Durante la semana se han organizado actividades de lo más diversas: exposiciones, talleres, charlas, desfiles…; sin embargo, es durante el fin de semana cuando cientos de personas pasarán por Feria Valencia a disfrutar de los diferentes espectáculos.
Miky Moore —patrocinador, actor y director de cine para adultos— y su productora no podían perderse el evento. Miky es un tipo de aspecto vetusto que ronda los cincuenta, con una prominente barriga que asoma por encima de su pantalón de pinzas y una papada que no permite distinguir el límite entre la cabeza y el tronco. Si alguien se cruzase con él por la calle, lo último que le vendría a la cabeza sería el erotismo.
—Cuando ya esté caldeado el ambiente —continúa Miky—, llamáis a los que se hayan apuntado al casting, los metéis en el backstage y que se vayan preparando. Mientras, que salga Mary con el consolador, el morado grande, y que vaya entreteniendo al público.
—¿Qué quieres que hagan esta vez los chavales?
—Pues más o menos como siempre. Primero, en la parte de atrás, que se desnuden mientras van hablando a ver qué tal dan a cámara. Después, que se acerque Rubi. Si consiguen que se les levante en un minuto y aguantan la erección otro minuto, pasan a la final. Luego ya veremos los wannabe qué tal andan de miedo escénico cuando se tengan que subir al escenario y follarse a Alexa delante de todo el mundo. Si alguno resiste sin que se le quede fofa, píllale los datos. De todas formas, si alguno vale la pena, bien; si no, al menos daremos espectáculo.
—¿Y el glory?
—En el otro escenario, el pequeño. Lo preparáis durante los shows, y justo después del casting, que estarán todos acojonados, pedís voluntarios. Te lo vuelvo a repetir: advertirles que nada de corridas en la cara. Los voluntarios que suban al glory que la saquen del agujero cuando se vayan a correr, que luego vienen a tocarme los cojones y no estoy para hostias.
—Entendido, Miky. ¿Terminamos con el trío lésbico?
—Sí, sabes que es lo que más les pone. Que salga primero Mary y haga el show de pole dance y después que entren Sandra y Rubi.
—Okey, pues creo que ya está todo.
—Estaré por aquí, pero ya sabes que yo vengo a hacer negocios, a ver caras nuevas y a que me hagan fotos; la organización de las performances la dejo en tus manos.
—Sí, todo controlado.
El cartel de neón con la palabra CLUB en color rosa fucsia, entre dos grandes palmeras verdes que descansan sobre unas ondas azules, señala el camino. Miky coge la salida y estaciona en el descampado contiguo que hace las veces de aparcamiento.
En la puerta, como siempre, está el Rubio, un hombre corpulento y lampiño. El sobrenombre del Rubio le viene de su apellido, no de su cabellera.
—¡Hombre, Miky! ¡Cuánto tiempo sin verte por aquí! —lo recibe con una amplia sonrisa.
—He quedado con tu jefe, me llamó la semana pasada. Parece ser que hay mercancía nueva. —Miky acompaña sus palabras con un fuerte apretón de mano, a modo de saludo.
—Sí, pasa, te está esperando.
Es viernes por la noche, y al entrar al club se encuentra con un grupo de chavales que parecen estar de despedida de soltero. Algunos están apoyados en la barra con cara de pardillos, sin saber muy bien qué hacer ni adónde mirar. Otros, sin embargo, están más animados: conversan con las chicas y hacen bromas entre sí, todos van un poco pasados de copas. Uno de ellos, que debe de ser el novio, va disfrazado de novia y una banda rosa de miss le cruza el pecho en bandolera; sus pantorrillas peludas asoman bajo el vestido mientras lleva por la cintura a dos mujeres: una mulata espectacular que no debe de tener más de diecinueve años y una chica menuda y rubia, de ojos azules, que rondará la misma edad.
Miky intenta pasar desapercibido. Si alguno de ellos lo reconoce, querrán hacerse selfis con él y empezarán a pedirle autógrafos y no tiene ganas. Por suerte, consigue pasar sin hacerse notar y llega hasta la barra. Allí está Marta, a la que Miky conoce bien. Lleva toda la vida trabajando para Pochele, aún conserva su belleza y su figura, aunque ya pasa de los cincuenta. Desde hace unos años se ha ganado el puesto de mami y camarera, un puesto de confianza que pocas pueden tener. Ahora ya no tiene que vender su cuerpo, solo debe cuidar de las chicas y poner copas a los clientes. Sacude la larga melena morena y rizada y dirige hacia él sus ojos verdes, excesivamente maquillados, al verlo llegar.
—¡Hola, guapo! ¿Cómo te va la vida? Hace mucho que no te veo por aquí.
—Pues ahora estamos con lo del festival porno, mucho lío. Veo que tú estás igual de espectacular que siempre. Me ha llamado tu jefe, dice que tiene chicas nuevas para mí.
—Sí, está en la oficina. Pasa. No te acompaño, que con la despedida de soltero esto es un caos. Los niñatos estos son los peores, quieren hacer de todo y pagar poco.
Pochele lo recibe sin levantarse siquiera a saludar; sentado ante su escritorio con las piernas cruzadas sobre la mesa y un whisky en la mano. Es un hombre flaco, poco agraciado y muy básico. Lleva toda la vida en el negocio y en el club Las Palmeras no se mueve ni un pelo sin que él se entere. Miky recurre a él desde hace años. Para los bukkakes necesita que las chicas tengan aguante y las suyas son las mejores, las tiene bien enseñadas.
—¿Qué tienes para mí, Pochele?
—Joder, vas al grano. Siéntate, que te ponga una copa por lo menos, ¿no?
—Es que estoy muy liado con lo del festival. Me hubiese gustado venir antes, pero últimamente voy de culo. Necesito chicas para la semana que viene, tengo organizado un bukkake en el piso y ya se han apuntado casi sesenta tíos.
—Pues tengo dos que te van a encantar, mel de romer. —Pochele se besa los dedos índice y pulgar haciendo pinza—. Los clientes están muy contentos, así que yo también. Aniñadas, sumisas y con el coño rosita, como a ti te gustan. Y tengo también una negra que es la hostia de guapa, pero esta es un pedazo de tía: alta, casi metro ochenta, con un culazo impresionante y dos tetas enormes.
—Enséñame a las niñitas, que para el bukkake me irán bien. La negra mejor para alguna escena, para un anal siempre va bien un buen culo. ¿A cómo me las dejas?
—Son material de primera, no vas a encontrar a otras así. Te las dejo a cien la hora, desde que crucen esa puerta hasta que me las devuelvas.
—Joder, Pochele, cada vez te pones más fino.
El otro se encoge de hombros:
—Yo también tengo que hacer negocios, y el pellejo me lo juego yo trayéndolas. Es lo que hay, o lo tomas o lo dejas.
—Está bien, enséñame a ver qué tienes.
Pochele sale por la puerta y vuelve enseguida con dos chicas muy jóvenes, probablemente menores, de dieciséis o diecisiete años a lo sumo, pero eso a Miky le da igual; seguro que no van a denunciar. Ni una sola prenda de ropa que les cubra el cuerpo: piel fina y blanca, muy delgadas, con pechos pequeños pero firmes.
—Abrir las piernas y enseñarle lo que tenéis a mi amigo —les indica Pochele.
Las chicas obedecen y Miky silba entre dientes.
—Pues tienes razón, valen cada euro que pides. Las necesito para el jueves que viene —acuerda—, pasaré a por ellas a eso de las cuatro de la tarde y a las ocho, como mucho, las tienes aquí de vuelta para que te hagan la noche.
Miky sale de allí satisfecho: a cien la hora que le cobra por cada chica, por cuatro horas son cuatrocientos, por dos son ochocientos. Y cada participante del bukkake pagará setenta; el beneficio es evidente. Además, lo grabará todo. Las chicas continuarán haciéndole ganar dinero durante meses, y sin tener que pringarse lo más mínimo: se las lleva, paga, trabajan y las devuelve. A la negra, que estaba ocupada con un cliente, ya la verá el jueves cuando traiga a las otras de vuelta.
A esas horas, el descampado que linda con el club, apenas iluminado por el reflejo del cartel de neón y las pocas farolas que hay en la carretera, está lleno de coches, pero no se ve un alma, todos están dentro disfrutando de las chicas. Miky ha dejado su coche al fondo, como de costumbre: la discreción es la clave para alguien conocido como él, más si cabe en este tipo de lugares. Cada vez que viene se olvida de pedirle a Pochele que le haga una copia de la llave de la puerta de servicio; aunque, con lo desconfiado que es, seguro que le dice que no, que entre por la puerta principal, como todo el mundo. Es un buen tío y tiene el mejor material de toda Valencia, pero para algunos razonamientos es algo primario. Miky no se queja, hace buenos negocios con él y eso le basta.
Cuando siente el pinchazo en el cuello y el golpe en la cabeza, no tiene tiempo de reaccionar. Apenas le quedaban tres metros para alcanzar su coche, ya estaba tanteando el mando en el bolsillo del pantalón, mientras fantaseaba con la cantidad de pasta que iba a ganar con esas chicas. Tan solo alcanza a notar que sus piernas pierden la fuerza, que lo arrastran. Luego, todo se vuelve negro.
Capítulo 2
Una pareja salta a la minúscula e improvisada pista de baile incapaz de resistirse al ritmo del swing. El hueco que queda justo delante del pequeño escenario del pub Blanco y Negro les basta para dejarse llevar por la música. Una treintena de personas los observan desde sus asientos, en torno a las mesas redondas de mármol del acogedor local de la calle Roteros, en pleno barrio del Carmen. En el centro de cada una de ellas, una vela ilumina sutilmente los rostros desde abajo, que, lejos de parecer tétricos, traslucen las buenas vibraciones que la melodía les contagia.
Nela se viene arriba, esta canción nunca falla. Alza la campana del clarinete hacia el techo mientras sus dedos recorren con destreza los agujeros y las llaves del instrumento. Todo el público sigue el ritmo con el pie, con la cabeza o palmeando sobre sus muslos, como si la música atravesase sus cuerpos.
Al acabar la canción, la sala entera aplaude a rabiar mientras silban, chillan y vitorean a la banda invitada de esta noche.
—¡Bu-to-ni! ¡Bu-to-ni! ¡Bu-to-ni!
—¡O-tra! ¡O-tra! ¡O-tra!
Butoni y sus interpretaciones de algunas de las piezas de la primera era del jazz, cuyos orígenes se remontan a las décadas de 1920 y 1930, han triunfado entre la clientela.
—¡La última ha estado genial, Nela! —le grita Eva en la oreja para hacerse oír entre la música y el bullicio.
—Sí, «Jubilee Stomp» es siempre una apuesta segura.
Desde que volvió a Valencia y retomó la banda, Nela siente que ha rejuvenecido diez años. Necesitaba sentirse de nuevo un poco viva. Cuando está sobre un escenario es como si se transformase en otra persona; se olvida de todos los problemas: de su ex, de Madrid, de cuánto echa de menos a su padre y de las miradas de desprecio de algunos de sus compañeros de trabajo.
—Estoy seco, ¿vamos a abrevar a la barra?
—Sebas, tú como siempre tan animal —ríe Nela—. Vale, pero solo una birra y me voy. Me he pegado una sesión de remo en el puerto esta tarde y estoy que no puedo con mi alma.
—¡Si es que ya se te va notando la edad, Neli!
—Como a ti —responde ella jocosa.
Sebas, trompetista del grupo, siempre sale con lo mismo. Y la verdad es que debe reconocer que algo de razón tiene, los años pesan.
—Josevi y yo tampoco nos quedaremos mucho rato, mañana a primera hora tenemos que recoger a Paulita, que esta noche la hemos dejado con sus abuelos. Si quieres, te acercamos a casa después de la cerveza.
Eva, siempre tan cuidadora, tan servicial. Es la encargada de la percusión y de poner voz a algunas de las piezas. Josevi y Eva llevan juntos desde los dieciséis, parejas como ellos quedan pocas. Comparten su vida, su afición por la música —Josevi toca el trombón en la banda— y una hija preciosa de cinco años.
—Sí, yo tampoco tardaré mucho en irme, que tenemos a la nena con un catarro de muerte y María estará deseando que le haga el relevo.
—Pobrecita, Pascual. El primer año de guardería es lo peor, siempre están malitos —contesta Eva.
—Madre mía, estáis fatal. —Ximo niega con la cabeza—. Que si estoy cansada y me voy pronto a casa, que si tengo a la nena mala, que tenemos que madrugar para recoger a Paulita… ¡Que es sábado, collons! Quién nos ha visto y quién nos ve.
—Pareces Peter Pan, tío. La vida adulta es eso: madrugar, estar cansado, formar una familia, un hogar… Me encanta tocar en el grupo, pero ya no tengo veinte años; tengo unas responsabilidades que atender.
—Por eso yo no voy a tener hijos nunca, ni voy a atarme a nada ni a nadie. A vosotros ya os tienen pillados. El sistema os ha manipulado para que creáis que necesitáis el pack completo: casa, coche, hijos, vacaciones en la playa en agosto, y… ¿todo para qué? Pues porque necesitan que consumáis toda la mierda que se produce y que tengáis la necesidad de vender vuestro tiempo a otros a cambio de dinero para poder seguir consumiendo el resto de vuestra vida. Yo no pienso pasar por ese aro, valoro más mi libertad. Y no voy a permitir que me cojan por los huevos.
Ximo, el guitarrista, es el rebelde del grupo. Nela siempre ha tenido muy buen feeling con él, pero reconoce que es un poco gruñón. Pascual, el saxofonista, y él siempre están esperando a ver qué dice el otro para saltar a la mínima.
—Bueno, bueno… Ya estáis poniéndoos profundos y a la gresca y eso que aún no habéis bebido. Cada uno que viva su vida como mejor le parezca y que deje que los demás hagan lo mismo —sentencia Bruno, el tubista del grupo.
Aunque discutan de vez en cuando, a Nela este grupo le da la vida. Se conocen desde el instituto y son su tabla de salvación. A pesar de que ha estado cinco años desconectada de ellos por su traslado a Madrid, la han recibido como si no hubiese pasado el tiempo, como si nunca se hubiese ido.
Eva le da un codazo mientras ladea la cabeza hacia el fondo del local.
—Aquel moreno de allí no te quita ojo —le grita al oído.
—Uf, qué pereza.
Cada vez está más a gusto sola, sin ataduras, sin tener que rendir cuentas a nadie. Siente que ahora, a sus cuarenta y dos años, está empezando a vivir. Sonríe, acaba de recordar que mañana es su día libre. Quizá le venga bien unirse a Ximo esta noche en un mano a mano por el Carmen. Como en los viejos tiempos.
Capítulo 3
Andrés se despierta antes de que suene el despertador. No recuerda qué estaba soñando, hace tiempo que sus días son tan anodinos que ya no le dan ni para eso. Tampoco sabe cómo ha llegado a esta situación. Sus hijos cada vez le hacen menos caso, por no hablar de su mujer, para la que parece haberse vuelto invisible. Ha sido una transformación tan lenta como imperceptible. Si hubiese sido de un día para otro, al menos podría encontrar un motivo; pero no. Ha sido tan sutil el cambio que no sabría determinar qué le ha hecho llegar a este momento en el que no es capaz de darle un sentido a su existencia. La vida ha ido pasando ante sus ojos sin que él se diera cuenta.
Cambia de postura con la esperanza de volver a quedarse dormido. Es domingo y fuera aún está oscuro. Siente la respiración acompasada y suave de Lola a su lado, se aproxima hacia ella y la abraza de costado.
—Andrés, cariño, ¿puedes darte la vuelta? Me haces cosquillas al respirar —susurra, aún dormida.
Se da la vuelta, resignado, y mira la hora en el móvil que descansa sobre la mesilla. Decide levantarse. Despacio, con gran sigilo, sale de la habitación. Se dirige al cuarto de baño y, al lavarse la cara, unas gotas salpican el espejo. Coge un trozo de papel higiénico y las limpia con premura. En su cabeza puede escuchar a Lola quejándose de lo harta que está, de que no tienen el más mínimo cuidado con las cosas. Al menos, que no sea él el causante del hartazgo de su mujer, bastante tiene ya con sus dos hijos.
Se pone sus gruesas gafas cuadradas de pasta negra y contempla el reflejo que el espejo le devuelve. Cara redonda, ojos apagados, barba despeinada y canosa. La verdad es que ha tenido tiempos mejores. Mira hacia abajo, y solo puede ver la creciente y acusada curva de su panza. Debería cuidarse más, se ha ido dejando con los años.
Ya en la cocina, observa cómo cae el café espumoso de su cafetera exprés, como cada mañana. Se niega a utilizar esas máquinas de cápsulas monodosis que tanto se han popularizado en la última década. El café es sagrado.
—¡Su puta madre! ¡Joder!
Con el brazo de la cafetera todavía en la mano, contempla estupefacto cómo el líquido marrón se derrama por el suelo colándose entre las hendiduras de las baldosas. A su alrededor, los pedacitos de loza que lo contenían. La onda expansiva ha alcanzado a los muebles blancos, que ahora parecen el lomo de un dálmata.
—¿Andrés? ¿Va todo bien? —pregunta Lola desde el dormitorio.
—Sí, tranquila. Duérmete, que no ha sido nada.
Recoge los trozos más grandes con cuidado, para no cortarse. Luego procede con el papel de cocina absorbente. Trapo, papel, escoba y mocho.
Termina sudoroso y de muy mal humor. Aun así, se prepara otro café y sale a la terraza. Todavía no ha amanecido y, por lo menos, podrá disfrutar del silencio.
Paladea el café, bebiéndolo a sorbos pequeños, mientras repasa en su portátil las últimas noticias de las ediciones digitales de los principales periódicos. Un caso más de corrupción, otra subida espectacular del paro, otra mujer muerta a manos de su pareja, un atentado en un colegio de primaria en Siria. De pronto, el móvil empieza a sonar estruendoso en la cocina. «Mierda», rezonga, y piensa en quién coño puede perturbar su único instante de paz, si aún no son ni las seis de la mañana.
—¡Apaga eso, joder! —brama una voz, casi masculina; al chico todavía lo asaltan de improviso los típicos gallos de la adolescencia.
Andrés corre hasta la cocina y descuelga jadeante.
—¿Comisario Robledo? Buenos días.
—Valbuena, menos mal que tú sí contestas: Ferrer no me coge el móvil. Han encontrado un cadáver en el Casino del Americano, ¿sabes dónde es?
—Sí, comisario, en el barrio de Benicalap, al lado del parque.
—Exacto, te quiero ahí en veinte minutos. Intenta, si puedes, localizar a la inspectora.
—De acuerdo, enseguida salgo para allá.
Valbuena cuelga y suspira: derramar el primer café de la mañana nunca es un buen presagio.
Capítulo 4
El teléfono no para de sonar, pero, después de la pasada noche, el cuerpo de Nela no logra desprenderse de los brazos de Morfeo. Hacía mucho tiempo que no se divertía tanto: bailó, cantó a pleno pulmón, anduvo descalza por las calles adoquinadas del barrio del Carmen y bebió unas copas de más. Llegó a casa en taxi, sin saber muy bien cómo. A duras penas consiguió arrastrarse hasta el sofá, se tumbó y se quedó dormida.
Por fin se despierta. Con un ojo abierto y el otro medio cerrado intenta incorporarse, pero se marea. El teléfono retumba de nuevo cuando una arcada ardiente le sube por la garganta. No puede contestar. Corre apresurada hacia el cuarto de baño, pero la arcada es más rápida que sus pasos y acaba vomitando sobre las baldosas, salpicándose los pies desnudos. Cuando termina, ahora sí, en el inodoro, se siente algo mejor, aunque las sienes le palpitan como si mil timbales tocasen al unísono dentro de su cabeza. Necesita una ducha. El teléfono vuelve a sonar insistente.
Busca su bolso, debe de estar en el salón, pero no recuerda dónde lo ha dejado. Cuando lo encuentra, debajo de un cojín del sofá, la melodía se ha extinguido. Frunce el ceño: joder, tiene cinco llamadas perdidas del comisario y dos de Valbuena.
Es la primera vez que el comisario la llama fuera de su horario desde su reciente incorporación al Grupo de Homicidios como inspectora jefa. «Desde luego, no es un buen comienzo en el puesto», piensa mientras su cerebro va despertando poco a poco. Se queda paralizada mirando la pantalla cuando el teléfono suena con insistencia.
—¿Valbuena? Buenos días, me ha llamado el comisario, pero es mi día libre y… tenía el teléfono en el bolso, no lo había… ¿El Casino del Americano? Sí, sí, lo conozco… Sí, en treinta minutos estoy allí.
Capítulo 5
El Casino del Americano, en el barrio de Benicalap, se construyó en la segunda mitad del siglo XIX por orden del militar granadino Joaquín Megía. El edificio es una reproducción de la arquitectura indiana de la época, única en la ciudad. Megía había pasado una temporada destinado en Cuba y a su regreso a España quiso construir esta finca de recreo para su esposa Mercedes González-Larrinaga, natural de La Habana, aunque con ascendencia española. En honor a ella, la finca se llamó «Quinta de Nuestra Señora de las Mercedes», pero pronto se la conocería como el Casino del Americano, por la procedencia de los dueños. En los ochenta, albergó una escuela privada, y más tarde, en los noventa, se reconvirtió en discoteca. En la actualidad resulta complicado imaginarse el esplendor de antaño: sus ventanas y puertas están tapiadas, grafitis de todo tipo decoran sus paredes y la maleza campa a sus anchas en este espacio abandonado a su suerte.
Cuando Nela llega, Valbuena se encuentra allí junto con la jueza, el letrado y el forense. La zona está acordonada e iluminada por cuatro potentes focos. La Científica ya está haciendo su trabajo: han dividido el espacio en cuadrículas y lo peinan de forma lineal, para no dejarse nada. El forense, arrodillado, examina el cadáver.
Andrés Valbuena levanta la vista y la mira mientras niega con la cabeza. Nela nota el desdén en su mirada. Llega tarde y lo sabe, aunque solo se ha dado una ducha rápida, para quitarse el olor a vómito, y se ha puesto ropa limpia. No va a permitir que nadie la vuelva a hacer sentir así: torpe, como una niña a quien hay que guiar y reprender. Ahora ella es la jefa y él debe aceptarlo.
Tras su salida precipitada de Madrid, donde ha estado trabajando los últimos cinco años como inspectora en la UDEV, la Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta, ha vuelto a Valencia para estar cerca de los suyos y olvidarse de todo lo que pasó. Pero ya hace tres meses que se ha incorporado al Grupo de Homicidios y le está costando la vida encontrar algo de comprensión entre sus compañeros. Nadie entiende por qué ha regresado, pudiendo trabajar en la Central, especialmente Valbuena, que esperaba promocionar a inspector. Pero ella tiene sus motivos.
—Ya era hora, Nela… —le suelta él a modo de saludo.
—Inspectora Ferrer, si no te importa —lo corrige ella—. ¿Qué tenemos? —pregunta sin perder tiempo.
Los labios de él se fruncen formando una línea recta y fina, pero no replica.
—Varón de unos cincuenta años, se ha topado con él un chico que paseaba al perro por la zona.
—¿Quién pasea a su perro por aquí?
—En realidad, lo paseaba por el descampado que hay detrás. Ha sido el animal el que ha descubierto el cuerpo. Su dueño lo ha seguido hasta aquí y se ha encontrado con el marrón. Inmediatamente después ha llamado al 091.
—¿Dónde está? Quiero hablar con él.
—Ya lo he hecho yo.
—Y ahora voy a hacerlo yo.
—Pues se ha ido… Tras tomarle declaración, he anotado sus datos y he dejado que se marchara. Llegaba tarde al trabajo.
—No vuelvas a hacer eso, aquí las decisiones las tomo yo, Valbuena.
—Entonces a la próxima contesta al teléfono y no llegues media hora tarde, inspectora Ferrer.
Nela percibe el retintín y se revuelve.
—No voy a consentir esa actitud. Soy tu jefa. Aquí se hace lo que yo digo, cuando yo lo digo y como yo lo digo. ¿Estamos?
El subinspector asiente con el rostro apretado. No se lleva bien con las jerarquías. Para él, el respeto es algo que se ha de ganar, no viene de serie con el cargo. Conoce a Nela desde hace años, comenzaron juntos en el cuerpo, llegaron juntos a subinspección desde la escala básica, y no la ve como jefa. Piensa que el puesto le queda grande, por mucho que venga de la Central y por mucho Madrid, no tiene madera de jefa.
—Quiero un informe con esa declaración encima de mi mesa. Y no pierdas esos datos, quizá necesitemos localizarlo. ¿Algún testigo?
—De momento, nadie. A excepción del chico que encontró el cuerpo, que, según ha declarado, no vio a nadie sospechoso en las inmediaciones.
—¿Sabemos quién es el muerto?
—No lleva documentación. Está en cueros.
El forense, Javier Monzó, se dirige hacia ellos al tiempo que se quita los guantes de nitrilo. Nela lo conoce, es veterano. Antes de irse a Madrid coincidió con él en algunos casos y confía en su profesionalidad, sabe lo que se hace.
—Buenos días, inspectora.
—Buenos días, doctor Monzó. ¿Qué tenemos? —Nela estrecha la mano que el forense le ofrece.
—Es un varón de mediana edad, calculo que de unos cincuenta o cincuenta y cinco años. Se encuentra en posición genupectoral, pero, por la lividez, todo parece indicar que el cuerpo ha sido desplazado.
—¿Hora de la muerte?
—No puedo precisarla, puede llevar muerto entre seis y doce horas.
—Vale, eso nos da un margen que va desde las siete u ocho de la tarde del sábado hasta hoy entre la una y las dos. ¿Sabemos la causa de la muerte?
—Todo apunta a la asfixia, posible estrangulamiento, aunque en esta primera inspección no se han observado marcas en el cuello que lo corroboren.
—¿Algo más que nos puedas adelantar?
—A simple vista no muestra signos defensivos —continúa Monzó—, pero sí un traumatismo craneal; probablemente lo golpearon por detrás para aturdirlo. Además, por las laceraciones que tiene en tobillos y muñecas, deduzco que lo inmovilizaron. También se aprecia un orificio de entrada en el cuello, tal vez le inyectaron algo; lo sabremos tras el análisis toxicológico. Y de momento es todo lo que puedo deciros. Cuando realice la autopsia podré daros más datos. Será mejor que lo veáis con vuestros propios ojos.
Nela y Valbuena se enfundan el mono blanco, los guantes, las calzas y el gorro; y siguen al forense por el pasillo de seguridad que han establecido sus compañeros de la Científica. Al llegar se encuentran una escena grotesca. El cuerpo está boca abajo, posado sobre las rodillas y la cabeza, con el pecho cerca de las rodillas. Entre las nalgas emerge lo que parece ser el antebrazo de un maniquí o similar.
—¿Quién ha podido hacer esta barbaridad? —pregunta Nela sin esperar respuesta mientras rodea el cuerpo para examinarlo—. ¿Y la cara? Lo han maquillado.
Bajo los ojos abiertos, turbios por la muerte, unas lágrimas secas y negras recorren las mejillas de la víctima entremezclándose con borrones rojos de carmín a la altura de la boca, congelada en una mueca obscena.
Monzó contempla el cadáver pensativo y toma aire antes de contestar.
—El crimen ha sido especialmente violento, yo diría que salvaje. Sin embargo, la puesta en escena es minuciosa: quienquiera que lo haya hecho se ha esmerado en lavar el cuerpo y lo ha colocado en una posición estudiada; no ha dejado nada al azar.
La jueza, María Pemán, una mujer de mediana edad, altiva y entrada en carnes, tiene fama de ser dura y firme en sus decisiones. Se acerca a Nela por detrás junto con el letrado de la Administración de Justicia que la sigue a tan solo unos pasos. Es un hombre flaco y desgarbado, de baja estatura; tiene las piernas más cortas que ella y le cuesta seguir su ritmo.
—Inspectora Ferrer, nosotros hemos terminado. Les dejo el acta de la inspección ocular para que la firmen.
—Gracias, señoría.
—Tienen una investigación complicada por delante, inspectora. Espero que me mantenga informada de todos y cada uno de los avances —le espeta.
La inspectora asiente con un gesto de cabeza, la jueza se da media vuelta y se va. Nela no tiene ganas de entrarle al trapo. Necesita un naproxeno y un café, la cabeza está a punto de estallarle. «Maldita resaca».
Capítulo 6
Queca vuelve a marcar el número de su jefe. Al otro lado, otra vez la misma locución con voz metálica: «El teléfono marcado no se encuentra disponible en este momento. Por favor, inténtelo de nuevo más tarde».
—¡Joder! —Lanza el móvil sobre la mesa y se recuesta en la silla de la cafetería donde ha ido a tomarse un café, y de paso un respiro, frente a la feria de muestras.
Lleva desde ayer intentando localizar a Miky, pero el muy capullo tiene el móvil apagado. Luego es él quien se lleva los laureles y la pasta, pero aquí siempre pringa la misma. Una de las actrices tiene sífilis y ha tenido que prescindir de ella, y de todos los performers con los que ha trabajado en los últimos días. Están en cuadro, y no va a ser ella misma la que se ponga encima del escenario, eso faltaba. No llevan las analíticas al día. Es algo que tarde o temprano les tenía que pasar. Pero… ¿ha de ser justo durante la jornada de clausura del primer festival porno de la ciudad? ¿De dónde puede sacar ahora a más personal?
Queca nota cómo su enfado va en aumento. Le duele la cabeza, tiene migraña. Y Miky sin dar señales de vida desde el viernes. Se habrá pegado tal fiesta que ahora estará medio inconsciente, como si lo viera. Y mientras, ella, echando más horas que un reloj para que todo esté a punto en el día grande del Valencia Roja. Tiene que dejar este curro de mierda. A sus treinta y cinco años no puede seguir con esto. El problema es que gana mucho más que en cualquier otro sitio. Estudió Biología, pero los trabajos que tuvo antes de meterse en esto estaban muy mal pagados. Estuvo encadenando beca tras beca en las que sabía cuándo entraba, pero nunca cuándo salía. No tenía vida, y encima no le daba ni para pipas. Con el porno vive mejor, aunque su conciencia cada vez está más resentida. Le ha tocado ver cosas muy duras; y, aunque siempre ha tenido la piel de hipopótamo, cada vez se la nota más fina, se le va desgastando con los años. En uno de estos cabreos le da un arrebato y se larga. Está harta.
En la mesa de al lado se han sentado dos hombres que hablan demasiado alto. Uno de ellos se ríe como si un burro le rebuznase al oído. Le va a reventar la cabeza. Aprieta los ojos y la mandíbula. Se levanta airada y se marcha, dejándose el café a medias.
Capítulo 7
Está siendo un mes de junio especialmente caluroso, con temperaturas más propias de julio. Apenas son las nueve de la mañana y el sol ya brilla con intensidad reflejándose en las cristaleras del edificio de la Jefatura Superior de Policía de Valencia.
Nela no se ha mirado en el espejo desde que salió de casa, pero para que Mauricio —dueño del bar El Clásico y despistado como él solo— haya reparado en su aspecto, debe de ser este realmente desastroso. En cuanto se termine el café irá a ver a Miguel Robledo, comisario provincial de Valencia, para ponerlo al día del caso. Y después tiene que reunirse con su grupo. El día va a ser muy largo. Lo único que necesita ahora mismo es otra ducha y unas horas de sueño reparador, pero eso tendrá que esperar.
—Decía mi padre —la mira de reojo Mauricio— que el que con vino se acuesta con agua se levanta. El zumo de naranja natural va muy bien para la resaca; si quieres, te preparo uno en un minuto.
—No, gracias, Mauricio, me da ardor de estómago solo de pensarlo. Cafeína en vena es lo que necesito. ¡Ah! Y un botellín de agua, por favor, que razón no le faltaba a tu padre.
El teléfono comienza a vibrar en su bolso. Lo saca, comprueba el nombre que aparece en la pantalla y descuelga.
—Hola, Pepe. Dime.
—Buenos días, Nela.
—Buenos, lo que se dice buenos, no pintan.
—He hablado con Robledo. Me ha contado lo del cadáver en el Casino del Americano.
Es el primer caso importante al que se enfrenta como jefa del Grupo de Homicidios. Pepe Cubells, su antecesor, es toda una institución en la Policía Nacional, todo el mundo lo respeta y admira. Nela ha ocupado su puesto tras su jubilación y teme no estar a la altura. Ella misma se formó con Pepe cuando entró en el cuerpo: no es solo su mentor, también es un amigo, como un segundo padre para ella. Su padre y él eran compañeros de trabajo y, tras su muerte, conservó la amistad con su familia; especialmente con su madre, a la que aún visita de vez en cuando.
—Sí, y el comisario también te habrá contado que no le contestaba al teléfono y que he llegado tarde a la inspección ocular.
—Robledo está nervioso porque la prensa se le va a echar encima. Tú no debes dejar que te contagie ese nerviosismo. Que se lo coma él, que para eso es comisario. ¿Sabéis ya quién es la víctima?
—No, estamos esperando a que nos diga algo la Científica. No llevaba documentación encima. Aranda está repasando los expedientes de desaparecidos, pero de momento nada.
—¿Qué forense os ha tocado?
—Monzó.
—Muy bien. Además de buen profesional tiene buen carácter, no os pondrá pegas.
Nela no dice nada más. Será complicado, pero es su caso y va a meter en la cárcel al que haya hecho tal barbaridad. Para eso se hizo policía, aunque a veces le cueste recordarlo.
—Por cierto, llama a tu madre —añade Pepe—. Estuve el otro día en su casa y la noté un poco floja. Quizá sean cosas mías, aunque no la vi del todo bien. Está preocupada por algo, pero no suelta prenda. A ver si a ti te cuenta.
—A lo mejor es solo cansancio. Se pega unas buenas jornadas con mis sobrinos. Desde que mi hermano se montó el bar, a mi madre la está enterrando en vida.
—Sí, nuestra generación es la gran explotada: primero se aprovecharon de nosotros nuestros padres, y ahora lo hacen nuestros hijos. Yo también ando de canguro, aunque lo mío es a tiempo parcial, no como tu madre.
—Si puedo, me escapo al mediodía y me la llevo a comer. Gracias por llamar, Pepe, pero tengo que dejarte. Me voy pitando a ver al comisario.
Capítulo 8
El Grupo de Homicidios se encuentra en la tercera planta de la Jefatura Superior de Policía de Valencia, construida a principios de los sesenta, en la Gran Vía Ramón y Cajal. Es un edificio de considerable tamaño que ocupa buena parte de la manzana que se halla entre aquella y las calles Cuenca, María Llácer y Gandía.
Al entrar en las oficinas, a Nela se le pone la piel de gallina. No sabe si está destemplada por la falta de sueño o es que el aire acondicionado está demasiado fuerte.
Antes de ir a ver al comisario aprovecha para entrar al baño. Se lava la cara y se mira en el espejo. Mauricio tenía razón: su aspecto es desastroso. Aunque tiene un buen cutis y puede permitirse ir con la cara lavada, hoy necesita un toque de maquillaje que le ayude a disimular la falta de sueño y la ingesta de alcohol de anoche. Sin embargo, desde que pasó de los cuarenta, ha tenido que empezar a teñirse; pese a que cada vez está mejor visto socialmente, aún hay quien piensa que si una mujer peina canas es una dejada, mientras que un hombre es un madurito interesante.
Saca un neceser del bolso e intenta arreglar un poco el desaguisado. Sus labios, no demasiado carnosos, carecen de pigmentación y se desdibujan con el resto de la piel; lo único que resalta en su rostro apagado son dos medialunas violáceas bajo sus ojos. Recoge su melena castaña en un moño antes de proceder con el corrector, el maquillaje, el iluminador y el colorete. Por último, un toque de rímel y carmín, en tono nude. Se saca algunos mechones para enmarcar el rostro y vuelve a mirarse en el espejo satisfecha: maquillada pero natural, como a ella le gusta. Ya está lista para ver al comisario; al menos ahora no tiene peor cara que el muerto.
El despacho de Robledo está en la quinta planta. Nela sube por las escaleras; está en buena forma y, siempre que puede, evita el ascensor.
Al llegar a la puerta se detiene, aguanta la respiración unos segundos y llama despacio con los nudillos. Al no recibir respuesta, entreabre la puerta asomando la cabeza por la rendija. Lo encuentra al teléfono. Su mesa está cubierta por montañas de papeles y el monitor del ordenador cubre parcialmente su brillante calva y su barba de tres días.
Le hace una seña con la mano para que pase y tome asiento. Nela está nerviosa. Se arrepiente de haber subido por las escaleras. Su frente ha empezado a perlarse de pequeñas gotas de sudor. «A la mierda el maquillaje», piensa. Se sienta en el borde de la silla, con miedo, como un suicida a punto de saltar del puente. Nota cómo una gota de sudor le resbala por la axila. Mientras, el comisario continúa con su conversación, parece que está hablando con la prensa. Al cabo de un par de incómodos minutos, Robledo cuelga, toma un gran trago de agua del vaso que tiene sobre el escritorio y la mira con el ceño fruncido.
—¿Cómo ha ido la inspección ocular, bella durmiente?
Nela lo mira con rabia apretando la mandíbula, pero se contiene. Ya se sabe que la gallina de arriba se caga en la de abajo y el despacho de Robledo está dos plantas por encima del suyo, por algo será.
—El cadáver estaba hecho un cristo, comisario. Una puesta en escena grotesca.
—A la prensa le encanta el morbo. No tardará en filtrarse lo del brazo en el culo. ¿Había curiosos en la zona?
—No, la verdad es que no. Aparte del chico que ha encontrado el cadáver, al ser domingo y dada la hora, la cosa ha estado bastante tranquila en ese sentido.
—En cualquier caso hay que ser precavidos, los muy cabrones tienen ojos en todas partes. Y ya sabes, cuanto más turbio y más escabroso sea el asunto, más vende. Ahora mismo estaba hablando con el diario Levante. De momento he podido contenerlos: no van a publicar nada hasta que identifiquemos a la víctima.
—Sí, eso es lo primero. En cuanto sepamos quién es, podremos ir tirando del hilo. Se están revisando los expedientes de desaparecidos, pero aún no tenemos nada —contesta Nela intentando sonar firme, aunque por dentro está hecha un manojo de nervios.
—Pregunta por la necrorreseña. La necesitamos ya.
—Ahora mismo llamo, a ver si pueden adelantarme algo.
—Por otro lado, está lo de la jueza Pemán. Desde luego, ha sido mala suerte que estuviera de guardia justo hoy. Yo ya la he tenido varias veces con ella. Es un hueso duro de roer. Siempre está pidiendo explicaciones por todo y no nos facilita el trabajo lo más mínimo. Cualquiera diría que los delincuentes somos nosotros. Ya puedes argumentarle muy muy bien cada una de las actuaciones que nos tenga que autorizar o lo llevas claro con ella.
Nela asiente.
—¿Qué más puedes decirme? —Robledo se ha echado atrás en el asiento y tamborilea con los dedos sobre el escritorio—. ¿Causa de la muerte?
Ella lo pone al día, aunque aún no hay mucho que contar: la posible asfixia, la ausencia de marcas defensivas, el maquillaje…
—Habla con los de la Científica a ver si tienen algo más. Tenemos que averiguar cómo lo llevaron hasta allí: mover a un hombre con semejante envergadura no es tarea fácil.
—Sí, estamos esperando su informe. Cualquier indicio puede ser importante, aunque parece que el asesino ha sido minucioso.
—Va a ser un caso complejo, por lo morboso que es. Voy a tener a la prensa presionando. Dadle máxima prioridad.
—Descuide, comisario. Ya he convocado a mi grupo. Nos ponemos a trabajar de inmediato.
Capítulo 9
Cuando Nela entra en la sala común, su equipo al completo la está esperando. Valbuena es el más veterano y al único al que conoce bien. Aunque, teniendo en cuenta su buena acogida, esto no es una ventaja sino todo lo contrario. No tiene muy claro si su hostilidad se debe a tener por jefa a una mujer, o si es porque sacó la promoción interna, aun siendo más joven que él. No le gusta tener que mostrarse dura, pero sabe que no puede permitirle que le falte al respeto de esa manera o el grupo entero se le irá de las manos.
Saluda con un escueto «Buenos días» y un leve gesto de cabeza y va directa a la cafetera para prepararse un café de cápsula. Siente una especie de malestar en el estómago, como un cosquilleo ridículo que la obliga a respirar hondo varias veces para tranquilizarse.
—Os he reunido de urgencia porque estamos ante un caso delicado. De momento, la prensa está al margen hasta que identifiquemos el cadáver —les dice dándose la vuelta hacia ellos—. Sin embargo, acabo de hablar con los de la Científica, y hemos tenido suerte con la identificación; la víctim