La Ronda

Francisco Bescós

Fragmento

cap-2

1

JUEVES, 3.00 H. POLÍGONO LA ATALAYUELA, VALLECAS

—Te toca a ti, Dulce —dijo Pollito.

Y Dulce O’Rourke se quitó la chaqueta. Notó el frío de la madrugada en el abdomen. Su top de camuflaje dejaba el ombligo descubierto, mostrando la cicatriz de la cesárea. También había decidido ponerse unos pantalones de vinilo tan apretados que no podía ni deslizar una mano con la que acomodarse la ropa interior. Le daban aspecto de chica dura.

«Y, además, me hacen buen culo».

Eso podía ver en las caras de los chavales que rodeaban la pista. Aquellos tíos, en su mayoría menores de veinte, vestidos con pantalones de chándal skinny, parkas pesadas y gorras de béisbol, babeaban ante ella. Era su MILF; el polo opuesto de esas niñatas del instituto con las que no hay más que complicaciones y whatsapps bochornosos a las cuatro de la mañana. Causaba justo la impresión que quería causar. Porque era la hora de correr.

Dulce O’Rourke había visto algunas películas de Hollywood sobre carreras ilegales en las que competían coches de ciencia ficción. Sin embargo, en el asfalto desierto del polígono La Atalayuela, al sur de Villa de Vallecas, solo podía identificar turismos sacados a escondidas del garaje de papá, o coches de car sharing que luego acabarían abandonados en un descampado. Incluso había un chico que pilotaba la furgoneta de reparto del jefe, y que en unas horas tendría que estar colocando barras de pan en los chinos de Villaverde. A O’Rourke aquello le parecía grotesco. Ella estaba acostumbrada a competir en un entorno ensordecido por los escapes sin silenciador, con el olfato saturado por la goma quemada y las fugas de carburante. Allí, en Vallecas, solo olía un poco al embrague forzado del idiota ese que se había cargado la caja de cambios de un Focus.

Se acercó hasta su vehículo: un triste Skoda Octavia blanco, un coche de taxista, que se mimetizaba a la perfección con tanta mediocridad mecánica. En la salida la esperaba su rival, Uve. Se había ganado el apodo por el modelo que conducía: un Honda Civic con motor VTEC. Solía llegar a las carreras abriendo gas, presumiendo de coche caro, para luego lanzarse a encandilar al personal con su historia de chico de barrio obrero, al que la falta de recursos le había impedido ser el nuevo Carlos Sainz. Aquella impostura no ofendía a Dulce, le parecía hasta tierna.

—Que tengas suerte, Dulce. Eres la caña —dijo Uve.

A ella le emocionaron sinceramente las palabras del chico. Lo vigilaba de cerca desde que empezó a frecuentar las carreras. Sabía que era el mejor piloto, pero también el peor de los machistas. Ese que cree que le debes un agradecimiento por tratarte con una décima parte del respeto que exigiría para sí. Pero esa noche se iba a tragar todo el polvo que le cupiera entre el pecho y la espalda. Y luego le daría un fuerte abrazo y lo mandaría a su casa a tomarse un colacao y a dormir.

En torno a la rotonda donde se había fijado la línea de salida se congregaban unas doscientas personas, chicos y chicas de los barrios de los alrededores. Algunos entrarían a trabajar en Mercamadrid en apenas unas horas. Ante ellos se expandía un terreno yermo, que llevaba esperando años a que alguien levantara las primeras naves industriales. Los espectadores se encontraban muy apretujados, como el ganado en el campo, buscando de manera involuntaria el calor de los cuerpos ajenos.

El joven del pelo amarillo pollo era el que manejaba los horarios. Tiempo atrás, las carreras acontecían de forma espontánea. Un chico conseguía un coche y retaba a otro chico, que tenía otro coche, a través de Telegram o de cualquier otro canal. Pero cuando el del pelo teñido apareció en escena las cosas cambiaron. Si querías correr, tenías que decírselo a él. Le mandabas un mensaje de WhatsApp, te apuntaba en una lista y te daba una hora.

Por supuesto, el Pollito (así lo llamaba Dulce, aunque él se presentaba como Abraham) no era el mandamás. Tan solo un encargadillo que daba la cara sin saber lo que se estaba jugando. Repartía los turnos de las carreras, entregaba los recibos de las apuestas, los cambiaba por dinero contante y sonante y, si querías speed o eme, te indicaba quién vendía. No se sabía qué te podía pasar si ibas a correr por libre: nadie se había atrevido a hacerlo.

Durante los primeros días, Dulce observaba el ambiente. Apostó unas cuantas veces por los pilotos que parecían tener la victoria en el bolsillo y aprovechó para entablar conversación con Pollito. Le pareció buen tío. Alguna vez le pilló un gramo de éxtasis, «para luego». Consiguió caerle bien. Aprovechó cada roce y cada sonrisa para ganarse su confianza.

—No hay muchas chicas entre los pilotos —dijo O’Rourke una noche.

—Ninguna —contestó Pollito—. Esto es una plantación de nabos, prima.

—¿Y si yo quisiera correr?

—¿Seguro? Ten en cuenta que aquí la peña no tiene ni puta idea. Te arriesgas a darte una hostia si se te cruza un pringado.

—Pues entonces déjame competir contra alguien que sepa —le dijo—. Con Uve, por ejemplo.

—¿Con Uve? A ese no le ganas ni de coña.

—Me da igual ganar o no. Es solo por correr. Por saber qué se siente. Y, como él conduce bien, no habrá peligro.

—¿Tienes coche?

—Me traeré la mierda del Octavia de mi hermano. Si se abolla, no perdemos nada.

—Tú misma. Yo te hago el favor. Si es por correr… Pero solo una vez, no nos conviene nada que las carreras sean tan desiguales, no anima las apuestas.

Dulce ya había conducido el Skoda hasta la línea de salida, donde se emparejó con el Civic. Cruzó una última mirada con Uve. Él le devolvió una sonrisa que pretendía ser seductora. Ella también le mandó una sonrisa, como la que te dedicaría tu abuela al ofrecerte un bizcocho recién salido del horno. Algo repiqueteó en el cristal. Pollito golpeaba la ventanilla con su anillo de acero inoxidable. Dulce abrió solo una rendija, no quería que Pollito viera el interior del coche.

—Me dijiste que te apuntabas solo por correr. Hay un tipo ahí que no he visto en mi vida —dijo él—. Acaba de apostar trescientos euros por ti. Las apuestas están diez a uno. Si ganas la carrera, se llevará tres mil lereles.

Dulce trató de hacerse la sorprendida. Apreciaba de verdad a Pollito, era un tío auténtico. No escondía que aquello era todo un burdo montaje para sacarles la pasta a los más flipados del sur de Madrid. Ya eran amigos y lamentaba tener que decepcionarlo. Ante la mirada suspicaz del chico, ella frunció el ceño fingiendo sorpresa.

—Ese tío delira, Abraham. Para que yo gane, Uve tendría que estamparse contra una farola.

—Me da igual —dijo Pollito—. He aceptado la apuesta. Pero si hay algún truco de por medio, a mis jefes no les va a gustar.

—¿Qué truco va a haber?

—Estás avisada.

Dicho esto, Pollito, el hombre para todo, también comisario de carrera, se colocó a la derecha de la línea de salida. No había semáforos ni pistoletazo ni bandera. Tan solo un gesto con la mano hacía que los pilotos soltasen el embrague y pisaran a fondo el acelerador. Dulce había visto correr a Uve en otras ocasiones y sabía que saldría antes de la señal. Allí no había detectores telemétricos capaces de demostrar una trampa. Pero qu

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