La conciencia de Montalbano (Comisario Montalbano 34)

Andrea Camilleri

Fragmento

Capítulo 1
1

Hacía ya muchos años que en Vigàta era muy habitual que más de la mitad del pueblo fuera a la playa a pasar la noche del 14 de agosto, es decir, la víspera de la festividad de Ferragosto.

Era una especie de migración momentánea. Vigàta se quedaba desierta, a merced de perros y gatos, y los amigos de lo ajeno no dejaban pasar la oportunidad e incluso acudían de pueblos vecinos. Era evidente que había corrido la voz.

La primera oleada de gente, que se presentaba en cuanto empezaba a caer el sol, estaba formada por familias enteras que comprendían tres o cuatro generaciones, desde bisabuelos casi centenarios hasta recién nacidos.

Y todas llevaban consigo, además de tumbonas y sillas para los más ancianos y cochecitos para los más pequeños, la inevitable y gigantesca empanada típica, el cuddrironi, adquirido en las mejores panaderías de Vigàta, que podía multiplicarse por tres o incluso cuatro en función del total de componentes de la parentela y de su voracidad, además de rollos de salchicha y todos los bártulos necesarios para asarlos; bártulos que podían ir del simple y modesto hornillo de hierro que funcionaba con carbón a los caros y relucientes equipos aptos para preparar un rosbif.

Y, por descontado, todas las familias se presentaban con un buen transistor que ponían a todo trapo. No tenían más remedio, ya que de otro modo les habría tocado aguantar la música del vecino.

Hacia las nueve, el perfume del mar sucumbía ante el avance de un fuerte olor a salchicha asada. Si por casualidad hubiera pasado por allí un forastero y hubiera respirado aquel aire, después no habría probado bocado en una semana, de lo saciado que se habría sentido.

La oleada familiar, por llamarla así, empezaba a dispersarse un poco antes de las doce de la noche, pero previamente solían formarse cuadrillas espontáneas de voluntarios voluntariosos que salían, seguidas de un coro lloroso de madres, en busca de los chiquillos que desaparecían de forma sistemática. Y al final los encontraban, tras remover cielo y tierra, adormilados a la orilla del mar o medio enterrados en la arena.

Luego, pasadas las doce y media, llegaba la segunda oleada, compuesta en su totalidad de jóvenes.

Esa caterva no era escandalosa como la primera y sus bártulos no servían para cocinar. Llevaban alguna que otra manta, transistores y guitarras.

Los muchachos y las muchachas llegaban en grupo, pero casi de inmediato se escindían por parejas que se perdían, abrazadísimas ya, en la acogedora oscuridad.

Aquí y allá, de vez en cuando, se encendía y se apagaba de inmediato, cual luciérnaga solitaria, una linterna de bolsillo. Se trataba de cualquier rezagado que iba buscando a su compañera, con lo que podía oírse alguna voz alterada, algún principio de riña, si se producía una confusión desagradable (o, según cómo, quizá agradable).

Cuando despuntaba el sol ya no había ni un alma en la arena de la playa.

Quedaban las basuras, botellas vacías, cajas, bolsas, preservativos, jeringuillas, pedazos de salchicha y de cuddrironi que los perros callejeros devoraban con fruición.

A los barrenderos les tocaba trabajar un día entero para limpiar todo aquello.

El año anterior, Montalbano se había dado por aludido: había cogido el coche y se había marchado a Fiacca a cenar con toda la calma del mundo. Y con esa misma calma se había tomado el regreso, para llegar a Marinella cuando ya había hecho su aparición la segunda oleada, que por lo menos le permitía dormir.

Sin embargo, aquel año estaba Livia en casa y se había empeñado en no perderse el espectáculo.

Y así, a escondidas de su pareja, el comisario había llamado a Adelina para rogarle que accediera a un armisticio festivo y le preparase algo de cenar.

La asistenta, cumplidora, le había mandado a las nueve de la noche, por mediación de uno de sus hijos, un cuddrironi y un rollo de salchicha ya asada que sólo había que calentar en el horno.

Comieron y bebieron en el porche con un hilo musical no demasiado armonioso, procedente de la playa, en el que dominaban Al Bano y Romina Power, que el año anterior habían triunfado en el Festival de San Remo con una canción titulada Felicidad.

Y se quedaron allí incluso después de que la primera oleada dejara el campo libre a la segunda.

La noche era oscura como boca de lobo, de un negro uniforme, y tan sólo se oían cuchicheos, risillas y suspiros. La música procedía de alguna que otra guitarra. De vez en cuando, una voz de jovencita llamaba a un tal Armando, que no contestaba.

Luego, cerca del porche, un poco hacia la izquierda, alguien empezó a tocar una armónica. Motivos lentos, melancólicos. Se le daba muy bien. Montalbano se acordó de un famoso intérprete de jazz... ¿Cómo se llamaba? ¿Tiliman? ¿Telemans?

De repente, Livia, que sin darse cuenta se había soplado una buena cantidad de vino, apoyó la cabeza en el hombro del comisario y se adormiló. Él la cogió en brazos y fue a tumbarla en la cama.

Eran las tres de la madrugada.

Se despertó a las ocho. Livia estaba en brazos de Morfeo. Él se levantó, fue a abrir la cristalera y salió al porche. El calor apretaba ya.

La playa era un mar de basura del que emanaba un hedor a podredumbre. Quedaba un único ser vivo. Estaba a la izquierda del porche, a medio camino de la orilla. El individuo, o individua, dormía enrollado por completo en una manta. Si no se despertaba a tiempo, el sol lo freiría a fuego lento.

Entró en el baño y al salir vio que Livia ya no estaba en la cama.

La encontró en el porche.

—Ahora paso yo al baño y luego vamos a nadar un rato. ¿Te apetece?

—Estupendo.

Fue a la cocina y se preparó una gran taza de café. Livia ya desayunaría al volver de la playa.

Al cabo de media hora volvían a estar en el porche.

—¡Qué raro! —exclamó Livia.

—¿El qué?

—¿No te has fijado en que ahí hay alguien que sigue durmiendo envuelto en una manta?

—Vamos hacia el agua —dijo el comisario—. Al pasar lo despertamos.

Bajaron a la playa, hicieron un eslalon entre todas las inmundicias que cubrían la arena y luego Livia observó:

—Me parece que es un hombre.

Montalbano se fijó. Era cierto. Tenía la manta tan ajustada que se dibujaba la silueta de un cuerpo indudablemente masculino.

—Ya lo despierto yo —dijo.

Se acercó, se agachó, alargó un brazo y meneó la figura con delicadeza.

—¡Arriba! ¡Que ya es de día!

No hubo ninguna reacción. Quizá dormía ese sueño pesado posterior a una borrachera. Lo sacudió algo más fuerte.

—¡Arriba!

Nada, ni el menor movimiento.

De golpe, el comisario comprendió lo que sucedía. Se levantó, agarró a Livia del brazo y la apartó varios pasos

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