Los misterios de la taberna Kamogawa (Taberna Kamogawa 1)

Fragmento

Capítulo 1
1

El viento frío hacía volar la hojarasca y Hideji Kuboyama se levantó instintivamente el cuello del abrigo. El templo Higashi Hongan-ji, uno de los símbolos de Kioto, se erguía a su espalda.

«El famoso viento Hiei-oroshi», pensó frunciendo el ceño mientras esperaba a que el semáforo se pusiera en verde.

Ya sabía que el invierno en Kioto era terrible por culpa de la corriente de aire que baja de los montes que cercan la ciudad por tres lados. Claro que en Kobe, su tierra natal, soplaba el Rokko-oroshi, pero el Hiei-oroshi le parecía de otro nivel. Mientras recorría la calle Shomen-dori podía divisar, al fondo, las crestas del monte Higashiyama cubiertas de nieve.

Le hizo señas a un cartero que estaba montado en su moto roja.

—Disculpe, estoy buscando la taberna Kamogawa, ¿sabe dónde es?

—¿La taberna...? Ah, es la segunda pasando aquella esquina —respondió el hombre de un modo maquinal señalando hacia la derecha con un dedo.

Kuboyama se dirigió hacia allí y, tras cruzar la calzada, se plantó frente a una vieja construcción de dos plantas que parecía cualquier cosa menos un negocio en marcha. Dos cuadrados blancos estampados a brochazos marcaban los lugares donde en su día debían de haber estado el rótulo y el escaparate. Pese a todo, no emanaba el aire sombrío y tétrico de las casas abandonadas, sino el calorcillo humano característico de los restaurantes y tabernas en funcionamiento, y si su apariencia lastimosa no atraía a los forasteros, el olor que flotaba alrededor invitaba a ignorar la primera impresión y entrar. Además, del interior parecía brotar el rumor de una alegre charla.

«Este sitio sólo puede ser de Nagare», pensó recordando la época en que él y Nagare Kamogawa eran colegas. Nagare era más joven, pero había dejado el trabajo antes que él. Ahora ambos se dedicaban a otras cosas.

Contempló unos momentos más el establecimiento antes de abrir la puerta corredera de aluminio.

—Muy bue... —empezó a decir Koishi, la única hija de Nagare, que llevaba una bandeja redonda en las manos, pero enseguida rectificó sorprendida—. ¡Anda, pero si es el tío Kuboyama!

Él la había conocido cuando aún era una bebé.

—Vaya, ¡qué guapetona te has puesto, chiquilla! —le dijo quitándose el abrigo.

—Hideji, ¿eres tú? —preguntó Nagare Kamogawa, que había salido de la cocina en cuanto los había oído hablar. Llevaba chaqueta blanca de cocinero y delantal del mismo color.

—Sabía que estarías aquí —respondió Kuboyama con una sonrisa amplia y cariñosa que le entrecerró los ojos.

—¡Es increíble que nos hayas encontrado! Pero siéntate, anda. —Pasó la bayeta por el asiento tapizado en rojo de una silla de tubo—. Disculpa la mugre.

—No he perdido del todo el olfato —repuso Kuboyama echándose vaho en los dedos entumecidos por el frío.

—¿Cuántos años hace que no nos veíamos? —preguntó Nagare tras quitarse el gorro blanco.

—Creo que desde el funeral de tu mujer.

—Siempre te estaré agradecido por aquello —dijo, e hizo una reverencia.

Kuboyama le correspondió, aunque mirando con el rabillo del ojo al joven de la barra, que rebañaba con avidez el contenido de un gran cuenco cuyo borde tenía materialmente pegado a la boca.

—¿Podría comer algo? Estoy muerto de hambre —rogó.

—A los nuevos clientes yo mismo les selecciono lo mejor que tengo en la cocina —explicó Nagare.

—Me parece perfecto —respondió Kuboyama mirando a los ojos a su antiguo colega.

—Muy bien, pues no tardaré —dijo Nagare.

Se puso el gorro y se dio la vuelta. Kuboyama iba a dar un sorbito a su té, pero de pronto levantó la cabeza y le gritó:

—¡Nada de caballa, ¿eh?!

—Descuida —repuso el otro volviéndose—, pasamos muchos años juntos como para olvidarme de algo así.

Kuboyama paseó la vista por el local. Había cuatro mesas para cuatro comensales y cinco taburetes frente a la barra que separaba la cocina del comedor, pero un solo cliente: un joven sentado a la barra. No había menús sobre las mesas, ni siquiera uno grande en alguna de las paredes donde, en cambio, un reloj marcaba la una y diez: la hora de la comida.

El joven de la barra posó el cuenco vacío en la mesa y pidió:

—Koishi, un té, por favor.

—Deberías comer más despacio, Hiro —le sugirió Koishi mientras le servía con una tetera de cerámica Kiyomizu-yaki—, te va a sentar mal.

Kuboyama, que observaba con atención la escena, le comentó a la chica:

—Me parece que sigues soltera.

—Es lo que pasa cuando se apunta demasiado alto —interrumpió Nagare, que volvía con la comida en una bandeja.

Koishi lo fulminó con la mirada.

—¡Menudo banquete! —exclamó Kuboyama.

—Hombre, no exageres. Lo llaman obanzai, y se ha vuelto típico de Kioto. —Nagare iba cogiendo los pequeños platos y cuencos de la bandeja y disponiéndolos sobre la mesa—. Se me ocurrió que te gustaría, aunque hace algunos años era impensable que alguien pagara por algo así.

—Y tenías razón, ¡veo que tú tampoco has perdido el olfato!

En vez de seguir charlando, Nagare empezó a decir mientras señalaba los platos uno por uno:

—Tofu frito servido en un caldo de algas arame. Croquetas de pulpa de soja. Tallos de crisantemo hervidos en caldo de pescado. Sardinas cocinadas al estilo de Kurama. Albóndigas de tofu, hierbas, huevos y semillas de sésamo. Tocino guisado en té bancha y láminas de tofu fresco servido con carne y ciruelas pasas. Y también algunas verduras que Koishi ha macerado en salvado de arroz. Pero te advierto que no esperes gran cosa. En realidad, lo más destacado es el arroz goshu al dente, así como la sopa de miso con sabor a raíces de taro. ¿Quieres un consejo? Ponle una pizca generosa de pimienta sansho y sentirás un agradable calorcillo por todo el cuerpo. ¡Buen provecho!

Kuboyama había ido asintiendo con los ojos cada vez más abiertos ante cada frase de su antiguo colega, que lo apremió:

—Venga, empieza ya, no dejes que se te enfríe.

Siguiendo la recomendación de Nagare, espolvoreó un poco de pimienta en la sopa de miso, la revolvió bien y se llevó el cuenco a la boca. Volvió a asentir mientras masticaba a conciencia un trozo de taro.

—Esta sopa está deliciosa, bien caliente.

Dejó la sopa de miso y cogió, con la mano izquierda, el cuenco de arroz y, con la derecha, los palillos, que paseó dudoso sobre los distintos platos sin decidirse por ninguno. Le costó escoger, pero por fin cogió un trozo de panceta empapada en salsa y, tras posarlo sobre el arroz, se lo llevó a la boca. No pudo evitar sonreír. Mordió la croqueta de pulpa de soja y el rebozado crujió deliciosamente; dio un bocado a la albóndiga de tofu, hierbas y huevo, y la masa cedió dejando escapar un poco del delicado caldo de pescado en que la habían cocido. Para no soltar los palillos, tuvo que enjugarse el mentón con el dorso de la mano.

Koishi se acercó con una bandeja.

—¿Más arroz?

—Hacía tiempo que no comía tan bien —respondió él colocando el cuenco en la bandeja con ademán gozoso.

—Puedes repetir de lo que quieras, ¿eh? —dijo ella. Luego se dirigió a la cocina cruzándose con su padre, que se acercó a la mesa de su antiguo colega.

—¿Te está gustando? —preguntó.

—Es una maravilla. Me cuesta creer que sea obra de alguien que se arrastró conmigo por el fango.

—Eso ha quedado muy atrás —repuso, y agregó bajando teatralmente los ojos—: Como ves, ahora soy el dueño de una humilde taberna. Y tú, ¿a qué te dedicas?

Koishi, que había regresado de la cocina, le devolvió a Kuboyama el cuenco rebosante de arroz.

—Dejé aquello hace un par de años. Ahora estoy en el consejo de administración de una empresa de seguridad en Osaka —respondió mirando el arroz con los ojos entornados, como cegado por su lustre, y volvió a la carga.

—Vamos, eso que se conoce como «puerta giratoria» —comentó Nagare con sorna—. Me alegro. En cualquier caso, no has cambiado ni un ápice, sigues teniendo esa mirada asesina.

Ambos se observaron un instante y después soltaron una carcajada.

—Se nota el puntito amargo del tallo de crisantemo. Un sabor muy de Kioto, ¿no?

Tras dar buena cuenta de la ensalada de tallos acompañándola con arroz, Kuboyama hizo crujir un pepino macerado.

—Si quieres —sugirió Nagare—, podemos ponerle té verde tostado al arroz para que te lo tomes como una sopa chazuke con el guiso de sardinas al estilo de Kurama. Koishi, ¡sírvele el té bien caliente!

Koishi levantó la tetera de cerámica Banko-yaki y vertió el té en el cuenco de arroz como si sólo hubiera estado esperando la señal de Nagare para hacerlo.

—O sea que en Kioto llaman «kuramani» a los guisos que se preparan con pimienta sansho. En mi tierra los llamamos «arimani».

—Supongo que será un signo de orgullo local. Tanto Kurama, en Kioto, como Arima, en Kobe, son célebres por su pimienta.

—No lo sabía —reconoció Koishi.

Tras despachar en un instante la sopa, Kuboyama se recostó en la silla y se puso a mondarse los dientes.

La cocina estaba al lado derecho de la barra, oculta apenas por una típica cortina noren de tela azul añil que dejaba entrever, cada vez que Nagare y Koishi entraban y salían, una sala de estar con suelo tapizado adjunta a la cocina propiamente dicha y un hermoso altar budista arrimado a una pared.

—¿Os importa si presento mis respetos? —preguntó Kuboyama asomándose.

Koishi lo guió al altar, pero, antes de dejarle ofrecer incienso, le puso las manos en los hombros y lo miró a la cara entrecerrando los ojos.

—Se te ve más joven, ¿sabes?

—¡Venga! No me tomes el pelo, ya paso de los sesenta.

Kuboyama se sentó en seiza, sobre las rodillas y con los glúteos apoyados en los talones, y ofrendó incienso en el altar.

—Muchas gracias, es todo un detalle por tu parte —dijo Nagare haciéndole una reverencia mientras miraba al altar de soslayo.

—Así que ella sigue arropándote y apoyándote desde aquí, ¿eh, Nagare? —comentó Kuboyama procurando relajar un poco las piernas y levantando la vista hacia su antiguo colega, de pie en la cocina.

—Me tiene siempre controlado, que es distinto —repuso el otro riendo.

—Jamás hubiera imaginado que terminarías teniendo una taberna.

Nagare se acercó al suelo de tatami y se sentó, también en seiza, frente a su antiguo colega.

—Mejor cuéntame cómo lo hiciste para dar con nosotros.

—El presidente de la empresa en la que trabajo es todo un gourmet y, como tal, le encanta la revista Ryori-Shunju. Hay montones de números atrasados en la sala del consejo de administración, así que un día me puse a hojear uno y me encontré con un anuncio escuetísimo que, sin embargo, me encendió la bombilla.

—Vaya, no por nada te llamábamos el Lince Kuboyama. Es increíble que hayas deducido que ese textito de una línea podía referirse a una taberna de mi propiedad y que acabaras llegando aquí, porque no incluía la dirección —comentó Nagare negando con la cabeza.

—Conociéndote, supongo que tendrías alguna razón para poner un anuncio así, pero igual podrías haber sido menos críptico. Dudo que, aparte de mí, haya alguien capaz de encontraros si no conoce este sitio de antes.

—Así está bien, demasiados clientes son más un problema que otra cosa.

—Desde luego, a rarezas no hay quien te gane.

—¿Y qué? ¿Acaso andas buscando un plato de aquellos tiempos? —preguntó Koishi poniéndose al lado de Nagare y mirando con ojos inquisitivos a Kuboyama.

—Pues... —repuso él esbozando una sonrisa tímida.

—¿Sigues viviendo en Teramachi? —le preguntó Nagare al tiempo que se levantaba y se dirigía al fregadero.

—Sí, donde siempre, cerca del templo Junenji. Todas las mañanas camino por la margen del río Kamogawa hasta Demachiyanagi, donde cojo la línea Keihan en dirección a Osaka. La oficina de la empresa está en el distrito de Kyobashi, así que me resulta muy cómodo seguir viviendo donde vivo. En cambio, estar sentado en seiza ahora mismo me está matando. La edad no perdona, las piernas ya no me responden como antes.

Se levantó como pudo torciendo el gesto.

—Qué me vas a contar. ¡Cada vez que el bonzo viene a visitarnos en el aniversario de la muerte de Kikuko, sudo la gota gorda para aguantar el seiza!

—En todo caso, haces bien. Yo ya perdí la cuenta de los años transcurridos sin llevar a un bonzo a rezar por el alma de mi difunta esposa. Contenta la debo de tener.

Volvieron a la mesa. Kuboyama se sacó un cigarrillo del bolsillo de la pechera y aguardó la reacción de Koishi.

—Aquí no está prohibido fumar, así que adelante —dijo ella, y fue a buscar un cenicero de aluminio.

—Echaré una caladita con vuestro permiso —indicó Kuboyama haciéndole un gesto a Hiro con el cigarrillo entre los dedos.

—Adelante —respondió éste sonriendo y sacando su propio paquete de tabaco de una mochila.

Nagare intervino desde detrás de la barra:

—No te daría la chapa si aún fuésemos jóvenes, pero a nuestra edad conviene dejarlo.

—Me lo recuerdan constantemente —dijo Kuboyama exhalando con deleite un humo violáceo.

—¿Te has vuelto a casar?

—De hecho, he venido a veros por un asunto relacionado con eso —le respondió Kuboyama entrecerrando los ojos, y aplastó la colilla en el cenicero.

—Muchas gracias —interrumpió Hiro—. El katsudon estaba de rechupete, como siempre. El arroz, el huevo, la chuleta de cerdo rebozada, todo perfecto.

Se despidió estampando ruidosamente en la barra una moneda de quinientos yenes y salió de la taberna con el cigarrillo entre los labios.

Kuboyama, que lo había seguido con la mirada, se volvió hacia Koishi y le lanzó:

—¿Es tu novio?

—¡Claro que no! —contestó ella con las mejillas encarnadas, dándole una palmada en el hombro—. Es un cliente, nada más. Tiene un restaurante de sushi en el barrio.

—Hideji, no quiero pasarme de formal, sobre todo tratándose de ti, pero Koishi es quien lleva la agencia de detectives; deberías contarle a ella los detalles del caso. La oficina, si me permites llamarla así, está al fondo.

—Pues nada, Koishi, vamos al lío —repuso Kuboyama, y se inclinó hacia delante para ponerse de pie.

—No te levantes —le pidió Koishi—, dame un momento para prepararlo todo.

Se quitó el delantal y se dirigió a toda prisa hacia donde colgaba la cortina color añil.

Kuboyama se reacomodó en la silla y le preguntó a Nagare:

—¿Sigues soltero desde entonces?

—Bueno, «desde entonces»... ¡Tan sólo han pasado cinco años! Si me volviera a casar ahora, Kikuko se me aparecería con un cabreo de mil demonios.

Sirvió té.

—Sí, quizá es muy pronto —reconoció Kuboyama—. En mi caso, este año se van a cumplir quince años. Supongo que Chieko ya no tiene por qué enfadarse.

—¿Quince años? Caramba, cómo pasa el tiempo, parece que fue ayer cuando me invitabas a vuestra casa a comer los manjares que preparaba Chieko.

—Chieko tenía sus cosas, pero cocinaba como nadie, la verdad —recordó Kuboyama dejando escapar un pequeño suspiro.

Tras unos instantes en silencio, Nagare se levantó y propuso:

—¿Vamos?

Kuboyama lo siguió.

Nagare abrió una puerta al fondo. Daba paso a un estrecho corredor por el cual se encaminaron. Las paredes estaban repletas de fotografías de comida.

—¿Estos platos son todos obra tuya? —preguntó Kuboyama mirando las fotos mientras caminaba tras su antiguo colega.

—No todos. Éste, por ejemplo, lo cocinaba siempre Kikuko. En este caso yo me limitaba a poner las guindillas al sol con la finalidad de que se secaran. Le quedaba delicioso, créeme.

—Chieko también ponía a secar las guindillas, pero a mí me parecía una tarea inútil.

Reanudaron la marcha.

Al final del pasillo encontraron la puerta de la oficina, Nagare la abrió y asomó la cabeza.

—Aquí tienes a tu cliente —le dijo a Koishi.

• • •

—Sé que es un poco tedioso, pero ¿puedes rellenar este formulario? —pidió Koishi tendiéndole una carpeta.

Se habían sentado cara a cara, cada uno en un sofá, frente a una mesa baja.

Kuboyama abrió la carpeta y leyó:

—«Nombre y apellido... edad... fecha de nacimiento... domicilio actual... profesión...» ¡Ni que fuera a contratar un seguro! —exclamó socarrón.

—Nos conocemos, con que lo rellenes por encima tengo suficiente.

—Ni hablar, aunque esté jubilado, sigo siendo un antiguo funcionario.

Rellenó a conciencia el formulario y le devolvió la carpeta.

—Impecable —comentó Koishi ante la letra perfectamente legible. Se acomodó en el asiento y dijo—: Y bien, ¿qué plato estás buscando?

—Un nabeyaki-udon.

Koishi abrió un cuaderno y se dispuso a anotar.

—¿Podrías darme más detalles?

—Pues se trata del nabeyaki-udon que preparaba mi mujer.

—Hace años que falleció Chieko, ¿verdad?

—Sí, quince.

—¿Y aún recuerdas el sabor de ese plato?

Kuboyama iba a asentir con la cabeza, pero terminó ladeándola como si de pronto hubiera cambiado de opinión.

—Tengo una idea del sabor y de los ingredientes que llevaba, pero... —titubeó dejando la frase a medias.

—Intentaste reproducirlo y no lo has conseguido.

—Excelente deducción; de tal palo, tal astilla.

—¿No le habrás pedido a tu pareja actual que lo cocine?

—¿Te parece mal?

—¡Por supuesto! ¡Mira que pretender que recree un plato que te recuerda a tu primera mujer!

—Ya veo que tú también te precipitas en sacar conclusiones, igual que tu padre. Puede que sea un poco bruto, pero no tanto. ¿De veras crees que se lo pedí explicándole que lo preparaba Chieko? Simplemente le rogué que hiciera un nabeyaki-udon. Además, no estoy casado con ella. De momento es sólo una compañera con la que me llevo de maravilla. Está divorciada y sola como yo, y cuando la invito a casa se encarga de hacer la comida.

—Ya decía yo que habías rejuvenecido, ¡estás en pleno noviazgo! —exclamó Koishi lanzándole una mirada pícara.

—A nuestra edad, las cosas no son como entre los jóvenes —respondió Kuboyama ruborizado—, pero sí, concedo que es más que una buena amiga. Se llama Nami Sugiyama, aunque todo el mundo la llama Nami-chan. Tiene casi diez años menos que yo; sin embargo, es bastante más veterana en la compañía. Se encarga de la contabilidad y el jefe tiene mucha confianza en ella. El caso es que nos entendemos a la perfección. Vamos al cine, hacemos rutas por templos... En fin, lo pasamos bien, para qué te voy a engañar.

—Estás viviendo una segunda juventud —comentó Koishi riéndose entre dientes.

—Nami-chan vive en Yamanashi, pero es de Takasaki, en la prefectura de Gunma, y su madre falleció allí hace un par de meses dejando a su padre solo, de

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos