Cómo matar a tu familia

Fragmento

La cárcel de Limehouse es, como podréis imaginar, un horror. Claro que en realidad no creo que la podáis imaginar. No hay ni videoconsolas ni televisores de pantalla plana, como sin duda habéis leído en la prensa. No se respira buen rollo comunitario, tampoco sororidad. La atmósfera es casi siempre frenética, desagradablemente ruidosa y a menudo da la sensación de que puede estallar una pelea en cualquier momento. Desde el principio he procurado no meterme en líos. A excepción de las comidas (aunque hay que ser optimista para llamar «comida» a lo que sirven aquí), me quedo en mi celda siempre que puedo, e intento evitar a mi «compi», como se empeña en que la llame mi compañera de celda.

Kelly es una mujer a la que le gusta «conversar». Mi primer día aquí, hace catorce largos meses, se sentó en mi litera, me pellizcó la rodilla con unas uñas repugnantemente largas y me dijo que sabía lo que había hecho y que le parecía fantástico. Aquella alabanza fue una grata sorpresa, dado que me había temido que, una vez cruzadas las siniestras puertas de este abyecto lugar, todo sería violencia. Ah, la ingenuidad de quien solo conoce la cárcel de ver series de televisión de presupuesto más bien bajo. Después de las presentaciones, Kelly decidió que yo era su nueva mejor amiga y, lo que fue aún peor, una compañera de celda de la que presumir. En el desayuno se me acerca siempre con gran aspaviento, me coge del brazo y me susurra como si estuviéramos en plena conversación íntima. La he oído hablar con otras prisioneras, recurrir a cuchicheos teatrales cuando les da a entender que le he confesado todos los detalles de mi delito. Quiere ganarse la admiración y el respeto de las otras mujeres, y si alguien puede conseguírselos es la asesina del caso Morton. Qué agotamiento.

Digo que Kelly presume de saberlo todo sobre el delito que cometí, pero eso de alguna manera les resta categoría a mis actos. A mí la palabra «delito» me suena pobretona, poco elegante y vulgar. Los rateros cometen delitos. Conducir a sesenta kilómetros por hora en un tramo limitado a treinta para poder comprarte un café con leche tibio antes de empezar otro aburrido día más en la oficina es cometer un delito. Yo hice algo mucho más ambicioso. Concebí y ejecuté un plan complejo y metódico cuyo origen es muy anterior a las desagradables circunstancias que rodearon mi nacimiento. Y puesto que tengo mucho tiempo libre en esta fea y nada estimulante jaula (una terapeuta mal informada me propuso asistir a clases de poesía oral y puedo afirmar con satisfacción que la mera expresión de mi cara la disuadió de futuras sugerencias), he decidido contar mi historia. No va a ser fácil sin el portátil de última generación al que estoy acostumbrada. Cuando, hace poco, mi abogado me mostró una posible luz al final de este túnel, pensé que sería buena idea dejar constancia de mi paso por aquí y poner por escrito algunas de mis acciones. Una visita al economato me procuró una delgada libreta y un bolígrafo medio gastado... a cambio de cinco libras de mi asignación semanal de quince cincuenta. No hagáis caso de esos artículos de revista que te sugieren como si tal cosa ahorrar dinero comprando menos cafés para llevar. Si de verdad queréis aprender a economizar, venid una temporadita a Limehouse. Escribir puede no servir para nada, pero yo necesito hacer algo para aliviar el aburrimiento anquilosante de este lugar y tengo la esperanza de que, si me ven ocupada en algo, Kelly y su interminable séquito de «damas», como insiste en llamarlas, dejarán de invitarme a ver realities con ellas en la sala común. «Lo siento, Kelly —diré—, estoy tomando apuntes sobre el caso que son importantes para mi recurso de apelación, luego hablamos». Confío en que, en cuanto intuya que puedo contarle algún detalle jugoso sobre mi historia, se tocará la nariz en gesto cómplice, como si fuera uno de esos ridículos personajes de las novelas de Dick Francis, y me dejará en paz.

Por supuesto, esta historia no es para Kelly. Dudo de que tenga la capacidad de comprender lo que me motivó a actuar como lo hice. Mi historia es solo eso: mía, aunque sé que los lectores la devorarían si llegara a publicarla..., algo que no pienso hacer. Aun así, es agradable saber que se leería con interés. Se convertiría en un superventas y las masas correrían a las librerías ávidas de conocer mejor a esa joven mujer atractiva y trágica, capaz de acciones tan terribles. La prensa sensacionalista lleva meses publicando cosas sobre mí y el público no parece cansarse de los psicólogos de medio pelo dispuestos a diagnosticarme a distancia, ni del polemista ocasional que defiende mis actos ante la indignación de Twitter. El gran público está tan fascinado por mis acciones que incluso se traga un documental sobre mi persona hecho a toda prisa por el Canal 5 y en el que hasta sale un astrólogo obeso explicando que mi horóscopo hacía predecir mi comportamiento. No acertó ni en el signo del zodiaco.

De manera que sé que mis palabras despertarían interés. No he movido un dedo por dar una explicación precisa de los hechos, y aun así mi caso ya es famoso. Y eso sin que —y esto es lo más irónico— nadie tenga noticia de mis verdaderos crímenes. El sistema judicial de este país es de risa, y la mejor prueba de ello es mi sentencia: he matado a varias personas (a algunas brutalmente, a otras de manera más relajada) y, sin embargo, aquí estoy, muriéndome de asco en la cárcel por un asesinato que no cometí.

Los crímenes que sí orquesté, de salir a la luz, harían que se me recordara durante décadas, quizá incluso siglos..., eso si la raza humana se las apaña para no desaparecer antes. Seríamos el doctor Crippen, Fred West, Ted Bundy, Lizzie Borden y yo, Grace Bernard. A decir verdad, eso me desagrada un poco. Yo no soy ni una aficionada ni una cretina. Soy alguien a quien, si vierais por la calle, miraríais con aprecio. Quizá por eso Kelly se pega a mí como una lapa en lugar de maltratarme, como me había temido. Incluso aquí dentro conservo cierta elegancia, y una capa de indiferencia que aquellas más débiles que yo están desesperadas por atravesar. A pesar de los crímenes que he cometido, me dicen que recibo montones de cartas profesándome amor y admiración, preguntándome dónde me compré el vestido que llevé el primer día del juicio (por si os interesa, en Roksanda. Es una pena que la mujer de ese horrendo primer ministro posara con un modelo parecido solo un mes más tarde). También me llegan muchas cartas de odio. A veces de auténticos trastornados, convencidos de que les he estado enviando mensajes por las ondas. La gente parece de verdad deseosa de conocerme, impresionarme, imitarme, si no en mis acciones, al menos sí en mis estilismos. Da igual, porque no leo ninguna de esas cartas. Mi abogado las recoge y se las lleva. La verdad es que no me interesa saber lo que represento para unos desconocidos de vidas tan tristes que no tienen nada mejor que hacer que escribirme.

Igual estoy siendo demasiado amable con el gran público, atribuyéndole unas emociones más complejas de las que merece. Quizá la razón del interés continuado y enloquecido que suscito se explique mejor mediante la navaja de Occam, esa teoría según la cual la respuesta más sencilla suele ser la correcta. En cuyo caso, mi nombre será recordado hasta mucho después de mi muerte por la razón más prosaica de todas, a saber: que los triángulos amorosos despiertan curiosidad y morbo. Pero cuando pienso en lo que de verdad hice, me entristece un poco que nadie llegue a conocer la compleja operación que puse en práctica. Claro que haber salido impune de ella es altamente preferible, pero quién sabe, igual cuando lleve un tiempo muerta alguien abrirá una vieja caja fuerte y se encontrará esta confesión. Ahí sí que fliparía el gran público. Porque no creo que haya muchas personas en el mundo capaces de comprender cómo alguien, a la tierna edad de veintiocho años, ha sido capaz de asesinar sin inmutarse a seis miembros de su familia. Y después ha seguido tranquilamente con su vida, sin arrepentirse de nada.

Capítulo 1

1

Bajo del avión y me recibe esa maravillosa ráfaga de aire caliente que los ingleses describen siempre con exagerado entusiasmo cada vez que aterrizan en un lugar cálido y se acuerdan de que gran parte del resto del mundo vive en un clima que no solo alterna entre gris y frío. Se me da bien desplazarme deprisa por los aeropuertos y hoy más que nunca, porque estoy deseando evitar al hombre junto al que he tenido la desgracia de sentarme durante el vuelo. Amir se presentó en cuanto terminé de abrocharme el cinturón. Treinta y tantos años, camisa desesperadamente tirante a la altura de sus casi cómicos músculos pectorales, y que, cosa inexplicable, combinaba con un pantalón de chándal brillante. Lo peor de su indumentaria, la guinda del desastre, eran las chanclas que llevaba en lugar de zapatos. Chanclas de piscina de Gucci, con calcetines a juego. Dios bendito. Consideré la posibilidad de pedir a la auxiliar de vuelo que me cambiara de asiento, pero no se la veía por ninguna parte y, cuando el avión se preparó para despegar, yo ya estaba atrapada entre el macho acicalado y la ventanilla.

Amir iba de camino a Puerto Banús, igual que yo, aunque nunca le habría dado esa información. Tenía treinta y ocho años, se dedicaba a algo relacionado con clubes nocturnos y era aficionado a decir que le gustaba «disfrutar a tope». Cerré los ojos mientras me soltaba un rollo sobre el estilo de vida marbellí y las dificultades de gestionar el traslado de sus coches preferidos para la temporada de verano. A pesar de mi lenguaje corporal, mi compañero de asiento no cejó hasta obligarme a participar en la conversación. Iba a visitar a mi mejor amiga, le dije. No, no vivía en Puerto Banús, sino hacia el interior, y era improbable que bajáramos al pueblo para experimentar los placeres de la discoteca Glitter.

«¿Necesitas un coche? —me preguntó el musculitos—. Te puedo conseguir uno chulísimo, tú dímelo y te pongo un bonito Mercedes a tu disposición durante las vacaciones».

Decliné la oferta lo más educadamente que pude antes de anunciar con firmeza que debía terminar unas cosas de trabajo antes de aterrizar.

Cuando el avión inició el descenso, Amir vio su oportunidad y me recordó que tenía que cerrar el portátil. Una vez más me vi obligada a entablar conversación, con cuidado de no mencionar mi nombre ni darle información personal. Que me prestara tanta atención me ponía furiosa, ya que iba vestida con pantalón negro, camisa y sin maquillar para pasar lo más desapercibida posible. Ni joyas, ni toques personales, nada que pudiera quedarse en la retina de alguien en caso de ser interrogado. Claro que eso no iba a ocurrir, no soy más que una chica joven que se va de vacaciones a Marbella, como tantas otras este verano.

El tiempo que durara el vuelo era todo lo que Amir iba a conseguir de mí, y de hasta eso se apropió sin permiso. De manera que esquivo viajeros, me cuelo con una sonrisa en el principio de la cola de los pasaportes y después voy derecha a recogida de equipajes. Me escondo detrás de una columna mientras el vestíbulo se va llenando y miro el teléfono. Unos minutos después, localizo mi maleta y la cojo, antes de dar media vuelta y caminar hacia la salida llena de determinación. Pero entonces me viene un pensamiento a la cabeza y me paro en seco.

Estoy apoyada contra la barandilla en el exterior del aeropuerto cuando sale Amir. Se le ilumina la cara a la vez que mete la tripa e hincha el pecho.

—¡Te estaba buscando! —dice y cuando gesticula me fijo en el brillo de su reloj de oro.

—Sí, perdona; tengo prisa por llegar a casa de mi amiga antes de comer, pero no quería irme sin despedirme —contesto.

—Pues, oye, vamos a quedar una noche, dame tu teléfono y nos conectamos.

Ni loca, vamos, pero tengo que hacerle la rosca si quiero conseguir lo que me he propuesto.

—Acabo de cambiar de teléfono y no me acuerdo para nada del número, Amir. Vamos a hacer una cosa, dame el tuyo y te pego un toque.

Sonrío y le toco levemente el brazo. Después de guardar su contacto y declinar su oferta de llevarme, me despido de él con la mano.

—Amir —le digo mientras se aleja—, lo de ofrecerme un coche, ¿sigue en pie?

Menos de dos horas después, llego al apartamento que he reservado; ha sido un viaje en coche de alquiler desde el aeropuerto relativamente indoloro. El apartamento lo encontré en Airbnb y convine con la casera en pagar en efectivo para que no hubiera registros a mi nombre. Lo del alquiler privado le pareció bien en cuanto me ofrecí a pagar el doble. Cuesta un ojo de la cara, porque encima es temporada alta, pero solo tengo esta semana de vacaciones y necesito poner en marcha mi plan, así que los problemas los soluciono a base de soltar pasta. El apartamento es enano y asfixiante, con una decoración que recuerda muchísimo a una clínica de estética de los años ochenta, pero con muñecas de porcelana. Estoy loca por ver el mar y estirar las piernas, pero no dispongo de mucho tiempo aquí y tengo trabajo que hacer.

Me he documentado todo lo que puede una documentarse sobre dos viejos chovinistas con una presencia en internet desconsideradamente mínima, y estoy bastante segura de dónde encontrarlos esta noche. Por lo poco que logré averiguar de la página de Facebook de Kathleen (pobrecita mía, tiene una cuenta pública, es una bendición que las personas mayores no sepan qué es la configuración de privacidad), parece ser que los abuelitos Artemis, furiosos por la cantidad de españoles que viven en España, pasan casi todo su tiempo entre un restaurante llamado Villa Bianca, que está en primera línea de playa, y un casino llamado Dinero, a las afueras del pueblo. He reservado una mesa para cenar en el restaurante.

Que quede clara una cosa. No tengo ni idea de lo que estoy haciendo. Tengo veinticuatro años, llevo ya muchos pensando en cuál sería la mejor manera de vengar a mi madre y este es el primer paso importante que doy al respecto. Hasta ahora me he dedicado sobre todo a construirme una carrera profesional, ahorrar dinero, documentarme sobre la familia y tratar de alcanzar una posición desde la que acercarme a ella. Ha sido productivo, pero prosaico. Evidentemente estoy dispuesta a hacer estos sacrificios para alcanzar mis metas, pero, Dios mío, qué difícil es fingir que me importan los cuestionarios a clientes o participar en las salidas opcionales (léase obligatorias) de los viernes por la tarde para estrechar lazos con los compañeros de trabajo tomando copas. De haber sabido que tendría que beber chupitos de licor de hierbas con Red Bull con personas que trabajan en marketing por voluntad propia, habría dedicado más tiempo a documentarme antes sobre la trepanación. Quizá por eso me he lanzado tan deprisa a la acción ahora, desesperada por demostrarme a mí misma que he hecho progresos y estoy preparada para lo que llevo diciendo que voy a hacer desde que tenía trece años. Y, sin embargo, mi preparación es lamentable. Había calculado que para cuando llegara a Marbella tendría un plan claro, habría trazado cuidadosamente mi hoja de ruta, habría calculado los tiempos y diseñado el disfraz perfecto. Pero en lugar de eso estoy encerrada en un apartamento que huele como si el hámster de la familia se hubiera muerto debajo de un armario y tu madre no supiera de dónde viene el olor y llevara seis meses usando lejía como una posesa. Tengo pensado un plan, pero ni idea de si podré ponerlo en práctica. Tengo una peluca comprada en una tienda de cosméticos en Finsbury Park que resultaba convincente en la luz fluorescente de la tienda, pero que bajo el sol español presenta un aspecto preocupantemente inflamable. A pesar de la ansiedad generalizada por mi falta de preparación, cada vez estoy más eufórica. Mientras me coloco la peluca y me maquillo, me siento como si me estuviera arreglando para una cita maravillosa, y no para ir a asesinar a mis abuelos.

Por supuesto, eso ha sido una exageración. No los voy a matar esta noche, sería una tontería. Antes necesito verlos, escuchar su conversación, comprobar si dejan caer alguna pista sobre sus planes para esta semana. Necesito hacer el camino a su casa varias veces y, algo muy importante, recoger el coche que me ha prometido Amir. Ese coche es o bien la prueba de que estoy siendo estúpidamente caótica y debería posponer mis planes, o el pequeño regalo de una deidad desconocida. ¡Veremos en qué queda la cosa!

Hace tiempo ya que decidí que Kathleen y Jeremy Artemis serían los primeros en abandonar este mundo. Ello se debió en realidad a varias razones, la primera de las cuales es que son mayores y, consecuentemente, no importan mucho. La gente mayor que no hace otra cosa que pulirse la pensión e idiotizarse sentada en su butaca preferida no es, en mi opinión, buena publicidad para la especie humana. Es genial que las personas vivan más tiempo gracias a la ciencia médica y a estilos de vida más saludables: lamentablemente terminarán convertidos en unos inútiles que ocupan camas y se vuelven más y más mezquinos hasta quedar reducidos a carcamales chovinistas instalados en una habitación que tú quieres convertir en despacho.

No os escandalicéis. Sé que pensáis lo mismo que yo. Hacedme caso: disfrutad de la vida y marchaos de este mundo más o menos a los setenta años; solo los muy aburridos se empeñan en cumplir los cien, con una breve felicitación de cumpleaños de la reina como única e impersonal satisfacción. Así que en realidad estoy haciendo un favor a todos. Estos señores son viejos y desechables, y llevan una vida de lo más improductiva. Vino con la comida, siesta, una visita a las tiendas del pueblo para comprar joyería horrenda y relojes de mal gusto. Él juega al golf, ella dedica muchas horas a dejarse inyectar cosas en la cara, con el extraño resultado de que cada vez parece más un niño anciano. Un verdadero desperdicio, y eso que no os he hablado aún de lo racistas que son. Qué coño, seguro que os hacéis una idea. Viven en Marbella y no hablan español, no digo más. Sobran las explicaciones.

Por supuesto que hay intereses míos en juego. No soy Harold Shipman, no me dedico a asesinar alegremente a todas las personas mayores que puedo. Yo solo quiero matar a dos, el resto pueden seguir tan tranquilos viendo culebrones en la tele y comprando regalos espantosos a nietos que se aburren cada vez que los visitan. Estas personas son técnicamente mis abuelos, aunque no nos conocemos y no me han regalado ni un mísero Toblerone. Pero sí saben de mi existencia.

Dejadme que os explique. Durante muchos años esto no lo supe, creía que mi padre, Simon, no le había hablado a nadie de mí, pero hace poco vino a Londres de visita la amiga de mi madre, Helene, y mientras nos bebíamos una botella de vino me confesó que había ido a verlos poco antes de trasladarse a vivir a París, muchos años atrás. Sentía que, al dejarme sola, estaba traicionando a mi madre. A la pobre Marie, que en paz descanse. Para mitigar su sentimiento de culpa, Helene hizo lo único que se le ocurrió. Los buscó en internet y localizó su dirección de Londres en el registro mercantil. Yo estaba casi subida a la mesa para oír mejor lo que le habían dicho, para memorizar aquella nueva información. Por supuesto yo había ido a su casa muchas veces, antes de que se mudaran a España. Había pasado horas a la puerta, vigilando, esperando, siguiendo su coche cuando el chófer los llevaba a alguna parte. Pero de ahí a hablar con ellos había un buen trecho, y me sentí en parte admirada y en parte furiosa con Helene por no haberme hablado nunca de aquel encuentro.

Saltaba a la vista que le daba apuro contarme lo mal que había ido. Evitó mirarme a los ojos mientras me explicaba que, en cuanto les dijo quién era, le habían cerrado la puerta en las narices. Pero Helene no se marchó y al cabo la dejaron pasar y le informaron con frialdad de que lo sabían todo de mí y de mi «lamentable» madre. Al oír aquello empezaron a zumbarme los oídos y me rasqué el cuello en preparación para el nudo en la garganta que, estaba segura, aparecería en cualquier momento. Habían sabido de mi existencia desde el principio, me explicó Helene, cuando su «pobre» hijo se presentó sin avisar una noche ya tarde en su casa y, caminando nervioso de un lado a otro del cuarto de estar, les confesó que se había metido en un lío. Según Jeremy, que fue quien más habló, con Kathleen sentada rígida en el sofá sorbiendo un gin-tonic en vaso grande, Simon les había consultado si debía o no informar a su mujer, Janine, y también les había pedido una provisión de fondos para mi manutención.

«Así que, hasta cierto punto, quería hacer bien las cosas», me dijo Helene, contrita, mientras bebía vino y jugueteaba con su pelo. Hice como que no había oído el comentario y le pedí que siguiera. No tenía ningún interés en escuchar los lamentables intentos de aquel hombre de aplacar su mala conciencia.

Jeremy explicó orgulloso a Helene que su mujer y él habían dedicado varias horas a intentar que Simon cambiara de idea, haciéndole ver que Marie se había quedado embarazada adrede, para sacarle el dinero, y advirtiéndole de que Janine nunca se recobraría de algo así. «Simon cometió un error tonto, como muchos otros hombres jóvenes —dijo—, y siento mucho que esa niña tenga que crecer sin padres, pero hay cosas peores. Yo mismo perdí a mi madre a edad muy temprana y no me dediqué a ir por ahí pidiendo limosna a desconocidos». Helene me dijo que había expresado su desacuerdo, gritado que Marie no había intentado cazar a su hijo, que había tratado de explicarles que Marie no había sabido lo rico que era Simon, o que estaba casado, hasta mucho después. Pero no quisieron escucharla. «Esa chica intentó arruinar la vida de mi hijo por dinero —gritó Kathleen poniéndose de repente de pie—. Si piensa que la hija de su amiga va a poder explotar este disparate, entonces es que es usted tan tonta como era ella». Y ahí quedó todo. Según Helene, que se había terminado su vino y gesticulaba furiosa, Kathleen de pronto había empezado a llorar y a pegar a su marido en el pecho. Este le había sujetado las manos y obligado a sentarse, antes de volverse hacia Helene, que estaba, levemente atónita, de pie en la puerta. «Ha disgustado usted a mi mujer y echado a perder nuestra velada. La quiero fuera de mi casa, y ni se le ocurra intentar esta mierda con mi hijo. Le mandaremos tantos abogados que antes de que se celebre el juicio habrá perdido hasta su casa».

«A esas alturas yo ya estaba un poco asustada —me explicó Helene—, porque de pronto parecía un loco. Tenía los ojos desorbitados y el pelo plateado, antes peinado a la perfección, completamente de punta. Pero lo más raro era que su acento había cambiado por completo. La primera vez que me habló sonaba como un auténtico caballero inglés, pero para cuando me fui su voz se había vuelto áspera y cortante y me recordó a los vendedores de los puestos del mercado que había en el pueblo donde crecí. Lo siento. Lo intenté, pero creía que los padres de Simon serían más agradables, más comprensivos. ¡Que querrían conocer a su hermosa nieta, por el amor de Dios! Pero no. Les ha ido bien en la vida, Grace, pero debajo de todas esas capas no son más que unos matones».

De manera que son viejos, malas personas y ocupan un espacio valioso en el mundo. Solo eso sería razón suficiente para mandarlos al otro barrio de una manera más desagradable de la que seguramente tienen destinada. Pero, si soy sincera, sobre todo es porque lo sabían. Sabían de la existencia de mi madre. De la mía. Y no se limitaron a lavarse las manos respecto al asunto, sino que presionaron a su hijo, culparon a Marie, a Helene, a las discotecas, a los amigos que lo habían llevado por el mal camino. Culparon a todo y a todos menos a Simon. Este eludió su responsabilidad como padre y su familia lo ayudó. Yo pensaba que vivían sus vidas ajenos al hecho de que su hijo se había desentendido de su propia hija y dejado tirada a su madre. Pero resultaba que lo habían querido así. Y, al final, eso fue lo que me decidió. Serían los primeros en morir.

Llego al restaurante de la playa a las seis de la tarde, dando por hecho que, como la mayoría de las personas mayores, mis abuelos cenan temprano. He pedido mesa en la terraza, pero resulta que el restaurante es mucho más grande de lo que parecía en internet y me preocupa estar demasiado lejos de ellos para reunir información útil. Pido una copa de vino blanco (me gusta el vino; los Latimer siempre se aseguraban de beber del bueno, elijo un rioja) y me obligo a abrir el libro que me he traído para que no resulte demasiado obvio cuando empiece a espiar. He elegido El conde de Montecristo, lo que es muy poco sutil, pero me pareció divertido cuando estaba haciendo la maleta. No tengo que esperar demasiado a que lleguen los Artemis. Casi no he pasado la primera página cuando, por el rabillo del ojo, detecto actividad. Dos camareros acompañan a cuatro personas mayores desde el bar en dirección a la terraza. No hago nada, me prohíbo mirar, pero los noto acercarse. Una voz sonora de mujer: «No, esa mesa no, Andreas, da el sol de plano. Ponnos ahí». El grupo se da la vuelta y se va a la otra punta de la terraza. Me cago en tu puta madre, Kathleen.

Una vez se han sentado y pedido algo de beber, para todo lo cual tardan siglos, con quejas sobre el viento y dilemas sobre qué tomar, me permito echar una rápida visual. Los Artemis sénior están sentados mirando hacia mí, con la otra pareja enfrente. Kathleen lleva un cardado que haría escupir sangre de envidia a Joan Collins. Su pelo es rubio claro y lo lleva tan apuntalado —que no peinado— que el viento que tanto le preocupa ni se atrevería a tocarlo. La capa de maquillaje en su cara se ve de lejos y se ha pintado los ojos para parecer ligeramente sobresaltada, algo que creo se supone tiene que resultar coqueto pero que le da pinta de loca. Lleva una túnica beis sobre pantalones también beis y ha dejado un bolso de Chanel obscenamente grande encima de la mesa. Adorna su cuello un collar largo de... No distingo qué piedra es, pero puedo afirmar sin miedo a equivocarme que no son circonias cúbicas. Me permito el lujo de mirarlos sin disimulo un rato mientras están absortos en la carta. Me estoy preguntando si hay algo de mí en esta mujer de aspecto insatisfecho cuando, de repente, levanta las manos, las junta y le veo las uñas. En punta, pintadas del clásico rojo grana. Equilicuá, Kathleen. Mis manos, que todavía sostienen el libro olvidado, son largas y esbeltas, a diferencia de las suyas. Pero mis uñas... Yo también las llevo pintadas de rojo brillante y en punta.

Después de unos pocos minutos de hacerme la absorta en la lectura de mi libro, llamo al camarero y pido que me cambien a una mesa donde no dé tanto el sol. Justo a tiempo, porque empiezo a sospechar que esta peluca puede derretirse en cualquier momento. En la terraza hay gente, pero no está llena, y me cambian a una mesa justo detrás de mi objetivo. Mucho mejor así. Quiero oír de lo que están hablando. No averiguaré nada trascendente ni interesante sobre sus personalidades, son demasiado insulsos para eso, pero igual me hago idea de sus planes para el fin de semana. Solo voy a estar aquí cinco días más, no he podido cogerme más vacaciones, así que tengo poco tiempo. Pido otra copa de vino y unas tapas variadas y vuelvo a abrir el libro. Jeremy me mira de esa manera que todas las mujeres reconocemos. El carcamal me está examinando de arriba abajo, recreándose en mi juventud, completamente ajeno a la pena que da. Le sonrío por espacio de un segundo, en parte porque me divierte ver a mi abuelo fichándome, en parte para que crea que me ha conquistado. Aparecen los camareros con comida y la magia se rompe. No los he oído pedir nada, pero cuando veo los platos no me sorprendo. Filete con patatas para todos. Debe de ser lo único que comen aquí. Filete con patatas, nada de aventurarse en territorio desconocido, para qué probar cosas nuevas cuando se puede ser cada vez más ruin y desagradable. Y todo eso lo he sabido solo mirando un filete, imaginaos lo que aprendería de su biblioteca. Es broma, seguro que no tienen ni un libro en su casa.

Charlan con voz monótona sobre amigos del club de golf, hablan de un tal Brian que hace poco hizo el ridículo en una subasta benéfica (pobre Brian, me imagino la vergüenza de que te expulsen de la comunidad de expatriados de la tercera edad). Kathleen y la otra mujer, que es igual que Kathleen pero con más barriga y un bolso de Chanel más pequeño, empiezan a poner a caldo a una peluquera que por lo visto tarda demasiado en peinar y no quiso hacer un hueco a la amiga el lunes pasado. Me cuesta mantener la atención. Quiero enterarme de todo lo que pueda, pero, madre mía, esta gente no lo pone fácil.

¿Puedo pedirme otra copa de vino o sabotearé esta misión de reconocimiento? A tomar por culo. Pido el vino y picoteo lo que queda de las tapas. Quizá el grupo que estoy vigilando no se equivocó al pedir el filete. La comida que me han traído es desconcertantemente gomosa y parece más salida de un polígono industrial que del mar. Las dos parejas han pedido café y Kathleen está montando un número por una mancha en la corbata de Jeremy, que tiene pinta de ser la corbata de algún club. Apuesto a que es masón, le pega todo. El marido de la amiga gorda está preguntando cuándo van a ir al casino y menciona un cóctel que hay este jueves.

—Sí, allí estaremos —dice Jeremy cortante mientras aparta con la mano la servilleta que le ofrece Kathleen—. Tenemos cena con los Beresford a las siete y media, pero nos pasaremos a la vuelta.

«¿DÓNDE VAIS A CENAR?», quiero gritar, pero no dan detalles. En lugar de ello, Jeremy pide la cuenta al camarero con un gesto brusco. El otro hombre coge el platillo en cuanto llega y hace una inclinación de cabeza a mis abuelos.

—Invitamos nosotros. Estoy seguro de que nos toca... No, por favor, insisto.

Cae una tarjeta dorada y Jeremy casi ni se inmuta y vuelve a mirarme. Esta vez aparto la vista. No quiero que se fije demasiado en mí ni que se aprenda mi cara. No estoy preocupada. Doy por hecho que pasa mucho tiempo mirando a mujeres lo bastante jóvenes para ser sus nietas. Quizá no tanto a las que de hecho lo son, aunque con el historial de Simon nunca se sabe.

Cuando se marchan, me fijo bien en la corbata de Jeremy. Estaba equivocada, no es de masones. Está estampada en verde y amarillo con las letras «RC». Una rápida consulta en Google me informa de que es la corbata oficial del Regency Club, un club privado en Mayfair, inaugurado en 1788 para que hombres, de sangre azul y ricos, se reúnan sin sus mujeres. Casi me río. Sé cómo creciste, Jeremy. En una casa de dos habitaciones en Bethnal Green, con una madre costurera y un padre que se largó y terminó a saber dónde antes de que tú cumplieras cinco años. Simon habla orgulloso de ello en las entrevistas, como prueba de lo mucho que ha trabajado su familia para prosperar. Y aquí estás tú, su padre, con esa corbata que imaginas refleja tu pedigrí, ese pedigrí comprado. Habrá quien lo encuentre admirable. Yo, sin ir más lejos, puesto que estoy intentando hacer lo mismo: salir de pobre, mejorar la oferta inicial que me hizo la vida. Pero te conozco, sé cuánto odias tus raíces con independencia de la historia que te has inventado después. Reconociste esas raíces en mí y, cuando te pidieron que ayudaras a la carne de tu carne a salir de una situación parecida, echaste a correr. Helene tenía razón. No eres más que un matón, y ni tus clubes privados ni tu ropa cara consiguen disimularlo. Pero tú disfruta de la corbata. No falta mucho para el jueves.

Vuelvo a mi alojamiento por el paseo marítimo de Puerto Banús. Las tiendas de ropa están llenas de mujeres probándose recargados vestidos delante de espejos y charlando entre sí. Adolescentes pasean absortos en discusiones sobre sus bronceados. Me pregunto si yo habría sido una de esas cáscaras vacías de haber crecido en los mullidos pliegues de la familia Artemis. Leo libros. Sigo la actualidad mundial, tengo opiniones sobre cosas que no son zapatos o palos de golf. Soy mejor que estas personas, de eso no hay duda. Y el caso es que parecen felices, a pesar de su ignorancia. O quizá debido a ella. ¿Qué preocupaciones pueden tener? Ninguno de estos idiotas piensa en el cambio climático, más bien se preguntan qué se van a poner mañana para salir en yate. Pero observarlos es fascinante, y no dispongo de mucho tiempo para hacerlo. Una vez cumplido el trabajo, no tengo intención de volver a esta zona recreativa para adictos al brillibrilli. Quizá debería comprar un recuerdo. Miro los escaparates con sus carísimas baratijas. No tengo ni dinero ni ganas de comprarme un caftán con puños de piel, ni siquiera en plan broma tonta. Además, creo que ya sé cuál va a ser mi souvenir, y me va a salir gratis.

Al día siguiente, después de correr un poco por la playa, conduzco hasta la casa. Es un chalet de gran tamaño en una urbanización vigilada, lejos de las masas malolientes y protegida por grandes verjas y un guardia de seguridad aburrido dentro de una caseta que supongo tiene la obligación de controlar quién entra, pero me deja pasar con un gesto de la mano cuando digo que me mandan de la boutique Afterdark para entregar un vestido a la señora Lyle, del número 8. Acerté al suponer que habría un flujo continuo de entregas para señoras aburridas en sus prístinos chalets, siempre encargando ropa o solicitando manicura urgente a domicilio. No dije que iba a la casa de los Artemis. No quiero que exista un vínculo claro en caso de que haya preguntas más adelante.

La casa, el número 9, es casi idéntica a las de los números 8 y 10. Estuco blanco, baldosas de terracota que llevan hasta la puerta. Palmeras a ambos lados del porche. Un césped verde y perfecto, incluso bajo este sol abrasador. Imagino que las restricciones de riego no proceden cuando vives en una urbanización aislada de las personas normales. Levanto el pie del pedal y paso de largo, aunque en realidad no hay nada que contemplar. En estas anchas calles no se ve un alma, ni rastro de alguien paseando un perro, de una madre empujando un cochecito de niño. Tanto dinero y solo sirve para comprar silencio. Que conste que a mí el silencio me gusta. Una no crece en una calle concurrida de Londres sin soñar con poder vivir algún día en una casa en la que no tenga que oír constantemente a los vecinos, bien copulando furiosos, bien llorando con la banda sonora de Les Misérables. Pero esta calma es artificial, resulta plana e insípida, hecha para personas que quieren vivir en un entorno que niegue por completo la ruidosa realidad de la existencia humana. La casa que han elegido los Artemis me dice cosas de ellos precisamente porque no me dice nada. Es una casa construida para gente rica a la que no le interesa la arquitectura, pero que valora la seguridad y el estatus social. ¿Que Lynn y Brian se han comprado una casa en esta urbanización? Pues vamos a comprar nosotros una más grande. Y ya está. No hay asomo de personalidad, no hay actividad, solo uniformidad aséptica. Me marcho algo deprimida. Comparto ADN con estas personas, ¿suspiraré yo también algún día por moquetas beis y una doncella a la que maltratar? Supongo que tener doncella estaría bien, aunque me temo que su inevitable tristeza terminaría por agobiarme un poco. Para Kathleen, sin embargo, imagino que es un valor añadido: tener todos los días delante a alguien más infeliz que ella.

Desde la urbanización voy al casino, que está a unos treinta minutos en coche por un carretera bastante peliaguda. Uno de los arcenes da directamente a un... ¿barranco? ¿Garganta? No sé. Como he dicho, crecí en una calle concurrida y los grandes espacios abiertos siempre me inspiran lo que considero una desconfianza sensata. El campo me desconcierta y cualquier sitio que esté a más de media hora en coche de mi casa de Londres no es un sitio al que me merezca la pena ir. En ocasiones me entran ganas de tener un encuentro fugaz con un hombre (sí, estoy hablando de sexo, no pongáis esa cara de escandalizados), o de perder tiempo un rato navegando absorta por aplicaciones de citas. Voy pasando candidatos que posan delante de sus BMW como si eso fuera la señal inconfundible de que han triunfado en la vida en lugar de una clara indicación de que son tan tontos como para pensar que sale rentable comprar a plazos. Ojo, que un coche hortera y una camiseta de cuello de pico no son necesariamente inaceptables. Después de todo, no quiero pasar el resto de mi vida con estos hombres. Ni siquiera me interesan lo suficiente para aprenderme sus nombres. Pero hay algo por lo que no paso. Si vives a más de dos kilómetros, entonces no hay nada que hacer. Mis estados de ánimo son cambiantes y no pienso esperar a que hagas transbordo en King’s Cross o a que me mandes un mensaje diciendo que han sustituido los trenes de cercanías por un servicio de autobuses mientras reparan una avería. Resumiendo: que el campo español me es indiferente, así que voy a decir que la carretera da a un barranco y a tomar por culo. Se llame como se llame, es una caída larguísima y la pared de roca está cubierta de arbustos de aspecto sarmentoso. Además, por esta carretera no circula un alma. Es perfecto. Ha salido el sol y la brisa cálida me acaricia el brazo que saco por la ventanilla mientras conduzco. Enciendo la radio y en la emisora local suenan los Beach Boys. God Only Knows llena el cochecito de alquiler mientras trazo despacio las curvas de camino al casino. Yo no creo en Dios, por supuesto. Vivimos tiempos de fe en la ciencia y en las Kardashian, así que me parece la opción más cuerda. Pero, además, ningún dios con verdadero poder me habría dado estos parientes y esta vocación en la vida. Así que nada de Dios. Pero sí tengo la sensación de que algo me sonríe hoy.

Y ya que hablamos de Dios, hay una historia en la Biblia (a ver, en la Biblia como tal no, la oí en una película y además salen tecnologías modernas), que cuenta algo así: Un hombre vive feliz en una casita muchos años hasta que un día los servicios de emergencia llaman a su puerta y dicen: «Señor, se acerca una tormenta y es necesario evacuar». Y el hombre responde: «Gracias, señores, pero soy una persona religiosa, tengo fe. Dios me salvará». Los hombres se marchan y llega la tormenta. El agua sube y un barco pasa delante de la casa del hombre. «Señor —dice el capitán—, venga con nosotros, el agua va a seguir subiendo». Pero el hombre contesta: «Gracias, señores, pero soy una persona religiosa, tengo fe. Dios me salvará». Más tarde, el hombre tiene que subirse al tejado de la casa cuando esta se inunda. Se acerca un helicóptero. «Señor, suba por esta escalerilla, podemos ponerlo a salvo». El hombre les hace un gesto para que se marchen. «Gracias, señores, pero soy una persona religiosa, tengo fe. Dios me salvará». Al final el hombre se ahoga. Cuando llega al cielo, se encuentra con Dios y dice: «Padre, tenía fe, creía en ti, te fui fiel. ¿Por qué dejaste que me ahogara?». Y Dios, que parece irritado (normal, con este hombre tan tonto), responde: «David, te he enviado a los servicios de emergencia, un barco y un helicóptero. ¿¿¿Se puede saber qué haces aquí???».

Pues a mí alguien me ha enviado al grandullón y estúpido Amir con sus potentes coches, la fecha exacta en que mis abuelos van a salir de noche y una carretera serpenteante y peligrosa. Y a diferencia del tonto de la fábula, yo sí tengo intención de aprovechar todas esas cosas.

Me quedan poco más de treinta y seis horas antes de poner en práctica mi plan. Podría dedicarlas a seguir a estos dos para averiguar más cosas, pero son tan poco interesantes que no merece la pena. Así que bajo a la playa privada y me dedico a beber vino rosado y a leer un libro sobre una mujer que mata a su marido después de años de luz de gas y maltrato psicológico. No he podido con El conde de Montecristo; supongo que la historia me resultaba demasiado cercana. Aunque sí leí el final. Es una costumbre malísima, sin duda, pero mi naturaleza tramposa se vio, a pesar de todo, recompensada con esta frase: «La sabiduría humana al completo está contenida en estas dos palabras: “Espera y Esperanza”».

Espera y esperanza. Llevo viviendo esta frase desde la adolescencia y por fin parece que se termina la parte de la espera. Me llevo las manos al pecho caliente, convencida de que el corazón me late más deprisa de lo habitual. Pero no, estoy respirando con normalidad y no como si estuviera a punto de cometer un terrible crimen. Qué raro. No hago más que dar vueltas al plan en mi cabeza y la expectación es igual que vapor a punto de salir por mis orejas y, sin embargo, aquí estoy, tomando el sol, escondida detrás de unas gafas oscuras con el corazón sin la más mínima intención de delatarme saliéndoseme del pecho. Mi cuerpo está preparado, incluso si mi cabeza se comporta como una adolescente arreglándose para su primera cita.

Esa misma noche, antes de irme a la cama, envío a Amir un mensaje de texto desde mi nuevo móvil desechable. Así llamaba Edward Snowden a esos teléfonos que compras para evitar que te localicen. Algo un poco pretencioso en mi caso, dado que no estoy en posesión de secretos de Estado. Pero una propina generosa y un viaje de veinte minutos a una poco salubre zona de Londres, además de sesenta libras en efectivo, me procuraron esta delicada reliquia plegable a la que metí saldo extra para poder mandar mensajes de texto. No volverá viva a Inglaterra, pero cumple su función. Le pregunto a Amir si estará por aquí mañana y si puede prestarme un coche para un par de días. Le he dicho que me voy a pasar una noche al campo y me sentiría más segura en un coche grande, lo que hasta cierto punto es verdad. Las mejores mentiras siempre tienen un sustrato de verdad, eso hace más fácil recordar la versión que has dado y evita que te pillen en un renuncio. Mi amigo Jimmy no sabe mentir, las comisuras de la boca se le curvan hacia arriba cada vez que mete una trola. Casi da ternura, pero hace imposible confiarle nada, dada su propensión a delatarse si le preguntan.

Nada más despertarme, miro el teléfono. Tal y como sospechaba, Amir me contestó de madrugada. Estaría de fiesta en Glitter, supongo. Le contesto dándole las gracias por su oferta de salir por ahí una noche y vuelvo a explicarle que me marcho esta tarde. Sé que no se va a conformar con darme una llave y ya, así que sugiero quedar en una heladería de la calle Ribera a las dos. Sé que no tendré noticias de él hasta mediodía por lo menos, así que me meto en la diminuta ducha y a continuación me pongo un vestido holgado que confío me haga parecer ligeramente desaliñada a ojos de Amir. Desde luego ni tiene brillos ni es ajustado, así que es prácticamente un mono de trabajo comparado con lo que visten la mayoría de las mujeres aquí. En el poco tiempo que llevo, he llegado a la conclusión de que el uniforme no oficial de Marbella es una combinación de estrás, botones dorados y estampados animales. Bueno, eso y los labios hinchados y gomosos que dan la sensación de que estas mujeres han tenido una horrible reacción alérgica al café con hielo que sorben mientras toman el sol.

No tengo intención de volver a este apartamento, aunque lo he reservado hasta el sábado. Igual estoy siendo demasiado optimista, pero no quiero dejar espacio a la duda en este momento crucial. Recojo, meto las sábanas en la lavadora y limpio las superficies. Hago la maleta pequeña que he traído y dejo fuera lo que voy a necesitar para el resto del día. En mi bolso de bandolera (es de Gucci, una de las primeras cosas que me compré cuando empecé mi nuevo trabajo y que gustaría hasta a las señoras de Marbella), meto el móvil desechable, unos guantes de látex, un frasco de perfume tamaño viaje lleno de líquido y una caja de cerillas. Todo lo demás va en la maleta. Incluido mi teléfono de verdad, el pasaporte y las tarjetas de crédito.

Cierro el apartamento y me llevo la llave. Por si acaso. En un ataque de paranoia, limpio el picaporte con la manga y me doy cuenta de que tengo que ser más profesional. Si quiero seguir adelante con esto sin que me cojan, una pasada rápida por superficies al azar no va a ser suficiente. En fin. Digamos que esta primera vez es de prueba. El coche está aparcado a casi media hora andando, lejos del ajetreo de la calle principal, no quería que quedara registro de él en el aparcamiento, tampoco arriesgarme a que se lo llevara la grúa a los pocos segundos y esto es lo más cerca que encontré.

Ya hace un calor sofocante y el sudor me baja por el pecho y se me acumula debajo del sujetador. Meto la maleta debajo del asiento del conductor y me aseguro de que no se puede ver desde fuera. Luego vuelvo al centro, pero me equivoco de calle y termino frente al mar. Después de matar un par de horas en una cafetería donde cada café cuesta cinco euros, Amir por fin me manda un mensaje: «Hola wapa, estoy en la sauna sudando la juerga de anoche, te perdiste un fiestón! Estaré en el club Oceanía a las 3 para empezar otra vez la marcha, pásate x hay a tomar una copa y lo organizamos! :)».

Su contestación casi me hace replanteármelo todo. No puedo relacionarme con un adulto incapaz de expresarse correctamente, aunque estemos hablando de un SMS. Es de mala educación y, además, revela un nivel de ignorancia que podría perdonarse en un adolescente, pero resulta deprimente en un hombre hecho y derecho. No todo se puede achacar a una falta de estudios. Mi escuela secundaria no era precisamente Hogwarts, pero aun así me tomé la molestia de aprender la diferencia entre «hay» y «ahí». Dudo de que Amir la conozca. No por primera vez, me pregunto qué hará para ganar tanto dinero y si será completamente legal, pero ¿quién soy yo para dar lecciones de moral? Considero la posibilidad de usar mi cochecito de alquiler, pero decido quedarme con la oferta de Amir. Solo debo ser firme, declinar cualquier ofrecimiento de alcohol y largarme en cuanto tenga las llaves del coche. Puaj. Odio depender de la ayuda de un hombre (y, lo que es peor, de un hombre que usa gafas de sol panorámicas) para algo que en realidad debería hacer yo sola, pero he de ser realista. Además, Amir no va a sacar tajada de esta interacción. Si todo sale según el plan, ni se enterará. Si la cosa se jode, estará metido en un buen lío. Eso me anima un poco y me termino el café.

Llego al club Oceanía justo antes de las tres. Parece un sitio gigantesco, un palacio de vacua frivolidad. Doy por hecho que no es más que un bar enorme pero con ínfulas. La entrada está llena de coches deportivos de colores chillones, atendidos por aparcacoches con chaqueta blanca y aspecto agobiado. Un Rolls Royce aparcado de cualquier manera delante de la entrada tiene una matrícula que dice «BO55 VIP». Espero en la recepción mientras una chica con un bronceado que el mismísimo astro rey rechazaría por quedar fuera de sus posibilidades habla por teléfono en inglés con acento del sur de Londres. Por fin se digna a mirarme. Supongo que mi pelo castaño sin extensiones y mis sandalias planas no la impresionan nada. Llevo los labios pintados de rojo, como siempre que necesito alguna clase de escudo, pero, aparte de eso, mi aspecto es bastante sencillo. Me gusta lo sencillo. La verdad es que tengo una cara guapa y no me siento arrogante diciéndolo. Las mujeres siempre dan marcha atrás cuando tienen un desliz y admiten sentirse atractivas, es el resultado de toda una vida de oír a los hombres decirnos «No seas creída». Sé lo más guapa que puedas, pero asegúrate de que parece algo natural y, sobre todo, nunca lo admitas. Si un hombre te dice que eres guapa pero no lo sabes, sal corriendo. Es el mismo tipo de hombre que esperará que tengas siempre ganas de sexo pero nunca se preocupará de que lo disfrutes. Yo soy bastante atractiva. No muy alta, delgada y bien proporcionada. Pelo oscuro, facciones simétricas, una boca bonita y de labios carnosos, pero sin exagerar. Me gusta mirarme en el espejo, pe

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