RADIOESCUCHA
9 de agosto de 2016
LOCUTOR: RadioEscucha en Radio Segovia, más de veinticinco años siendo el portavoz de sus desdichas. Al habla Paco Gilsanz, dígame.
OYENTE: ¿Oiga?
LOCUTOR: Sí, dígame, señora. Está en antena. ¿En qué podemos ayudarla?
OYENTE: Perdona, Paco, hijo, es que hoy me he levantado muy nerviosa con lo del asesinato de la pobre familia esa de Hontoria. ¡Ay, Dios mío, qué terrible! Pero nada, que yo quería denunciar que todos los días hay botellón enfrente de casa.
LOCUTOR: ¿Dónde vive usted?
OYENTE: Pues al lado, al ladito, de los jardinillos de San Roque.
LOCUTOR: Ya veo, ya.
OYENTE: Pues no, Paco, me vas a perdonar pero no sé yo si ves. Que estos sinvergüenzas la montan día sí y día también a diez metros de la comisaría y como si nada.
LOCUTOR: Tomamos nota y se lo transmitiremos al comisario cuando venga a estos estudios. Otro oyente. ¿Sí? ¿Hola?
1
Si, en el momento de su muerte, Joaquín Vila hubiera sabido ni siquiera la mitad de lo que luego salió a la luz, igual no habría luchado por su vida con tanta desesperación.
Soy Jean Ezequiel, periodista, investigador y creador de pódcast, y quiero contar cómo surgió mi fascinación por el crimen y el periodismo, cómo dejé que el monstruo creciera en mí o, mejor, cómo busqué y exploté algo que todos llevamos dentro de modo que, cuando el triple crimen de Hontoria atravesó mi existencia por primera vez, yo ya estaba preparado... o eso creía.
Ahora, en 2019 y con el caso cerrado, no sé qué pensar. No sé si mereció la pena resolverlo, no sé si toda aquella energía y aquella obsesión fueron algo más que un deseo egoísta e inconfesable de llegar tan alto como pudiera.
Joaquín Vila, su esposa, Consuelo Martín, y Sergio, el hijo pequeño de ambos, murieron apuñalados en su casa una noche de agosto de 2016. Aquel crimen y la investigación en la que me sumergí son la historia de una pérdida y de una esperanza, y también de tres víctimas, o de cuatro, según a quién se pregunte.
Mis vínculos con el asunto son múltiples pero, en lo fundamental, remiten a mis orígenes segovianos y a mis años de formación en la década de los noventa. Mi padre nació precisamente en Hontoria, el escenario de los crímenes, un antiguo pueblo que la ciudad de Segovia ha terminado por tragarse. Recuerdo que, de pequeño, íbamos a visitar a mi tío y a su numerosa prole, y que yo odiaba esas aburridas tardes de sábado. En cuanto pude dejé de ir, pero está claro que a esas alturas ya me unía con aquel lugar algo profundamente personal, casi físico, que en no pocos momentos se manifestaba como rechazo. Respecto a mis «años de formación», creo que pueden caracterizarse por la existencia de dos vidas paralelas, una de las cuales, la más apasionada, transcurría enteramente en el ámbito de la crónica negra; es decir, en las páginas de los libros que devoraba y en las pantallas de la televisión y el cine.
Todo empezó en el verano de 1996. Yo tenía quince años y mi posesión más preciada era una bici morada con cambios Shimano 500 que empleaba para repartir la correspondencia de la extinta Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Segovia por la ciudad y alrededores bajo los rayos de un sol que me freía la cabeza y me chamuscaba brazos y piernas. Estaba contratado de palabra por una empresa que pagaba en negro, y trabajaba de lunes a sábado de diez de la mañana a siete de la tarde. A mis padres no les hacía falta el dinero, e insistían en que lo dejara, en que haría mejor si aprovechaba el verano para estudiar inglés, pero, como cualquier adolescente yo quería ganar algo, aunque fuera una miseria, huir de la rutina familiar, respirar.
Al terminar la jornada me reunía con unos cuantos amigos en un pequeño jardín situado debajo del Acueducto, junto a la escalinata del Postigo. Alguno venía de un trabajo parecido al mío, otros del club de tenis, otros más de casa. No éramos más de cinco o seis, dependiendo del día. Indiferentes a la elegancia y majestuosidad del monumento romano que los turistas admiraban levantando la cabeza, tirábamos las bicis al suelo, nos sentábamos en el césped y disfrutábamos del fresco vespertino de Segovia. Seguro que apestábamos después de todo el día en la calle con aquel calor, y supongo que hablábamos mucho más alto de lo recomendable: teníamos quince años, varias latas de medio litro de Mahou metidas en bolsas de plástico y una cerveza en la mano; éramos jóvenes, descarados e ignorantes.
El 5 de julio estaba solo con Alejandro, mi mejor amigo entonces, el único de aquel grupo con el que tenía una verdadera afinidad, y la cerveza se había recalentado, pero era una tarde cualquiera... hasta que dejó de serlo, hasta que Ana Turra decidió tirarse desde el punto más alto del Acueducto: casi treinta metros de caída libre. Estoy seguro de que el ruido sólido del cuerpo al caer, el impacto seco y el crujido casi simultáneo, fueron reales; lo sé porque, veintitrés años después, recordarlos aún me provoca escalofríos.
Lo demás es difuso: los gritos, la histeria, el trajín de unos y otros; la llegada apresurada de la pareja de policías municipales que bajaba justo en ese momento por la calle Cervantes; la llegada, quién sabe cuánto tiempo después, de la ambulancia; el murmullo de la gente (hombres y mujeres con ganas de volver a sus vidas anodinas, a hacer la cena y acostar a los niños, pero atrapados por la curiosidad y el morbo de la muerte) que se agolpaba junto al cadáver espachurrado en el suelo pese a los esfuerzos de los dos municipales por frenarlos; el llanto de Alejandro, que repetía «joder, tío, joder» a la luz del crepúsculo.
Mi amigo no se encontraba bien, así que nos despedimos y nos fuimos a casa. Los cuatro kilómetros que separan el Acueducto del chalet de mis padres en San Cristóbal, con sus curvas empinadas y sus cuestas, no constan en mi memoria: estaba en shock, pero sentía una extraña emoción, un oscuro impulso por saber más. Aquella noche apenas dormí. Al día siguiente y al otro y al otro seguí trabajando, pedaleando, sudando, pero en los descansos o al final del día me leía El Progreso y El Ideal de Castilla, escuchaba las noticias locales en Radio Segovia, buscaba explicaciones de aquel hecho extraordinario sin encontrar respuestas. Quizá, empecé a decirme, el azar me había puesto ante una muerte espectacular y desgraciada a partes iguales, una catástrofe íntima de la que no había nada más que contar.
El domingo, la típica conversación telefónica de mi madre con su hermana a voz en grito captó mi atención mientras remoloneaba en la cama para no afrontar los efectos