Agatha Raisin y la turista impertinente (Agatha Raisin 6)

M.C. Beaton

Fragmento

Capítulo 1
1

Agatha Raisin se sentía triste y desorientada. Su boda con el vecino de la casa de al lado, James Lacey, se había frustrado con la repentina aparición de un marido que ella, optimista por naturaleza, había dado por muerto. Pero el hombre estaba muy vivo; eso sí, hasta que lo asesinaron. Agatha creyó que resolver juntos el crimen los había acercado de nuevo, pero James se había marchado a Chipre sin avisar y la había dejado sola.

Aunque la vida en los Cotswolds le había suavizado el carácter, Agatha seguía siendo una curtida e intrépida ejecutiva —había dirigido su propia empresa de relaciones públicas en Mayfair, antes de venderla, jubilarse joven y mudarse al campo— y no había dudado en salir tras los pasos de James.

La isla estaba dividida en dos territorios: los turcochipriotas se habían establecido en la zona norte y los grecochipriotas en el sur. Agatha sabía que James había ido al norte, así que sólo tenía que dar con él y, de algún modo, enamorarlo otra vez.

Precisamente habían planeado pasar su luna de miel en el norte de Chipre, por eso le dolía tanto que se hubiera ido solo. Le parecía muy cruel y grosero de su parte.

Cuando la señora Bloxby, la mujer del vicario, se presentó en su casa, la encontró rodeada de montones de ropa de verano de colores chillones.

—¿Se va a llevar todo esto? —le preguntó apartándose un mechón canoso de los ojos.

—No sé cuánto tiempo voy a estar allí. Mejor que sobre y no que falte —dijo Agatha.

La señora Bloxby la miró con escepticismo.

—¿Cree que está haciendo lo correcto? Quiero decir, a nadie le gusta que lo persigan.

—Y entonces, ¿cómo consigo que vuelva? —preguntó Agatha un tanto irritada.

Sacó del armario un bañador dorado y negro y lo miró con ojo crítico.

—Tengo mis dudas sobre James Lacey —dijo la señora Bloxby con su voz suave—. Siempre me ha parecido un hombre frío, demasiado reservado.

—Usted no lo conoce —dijo Agatha poniéndose a la defensiva; sin embargo, no pudo evitar recordar lo silenciosas que habían sido sus agitadas noches de pasión: James nunca había pronunciado una sola palabra de amor—. Y en cualquier caso necesito unas vacaciones.

—No esté fuera demasiado tiempo. ¡Seguro que nos echará de menos!

—¿Y qué podría echar de menos de Carsely? ¿La Asociación de Damas, las fiestas de la iglesia? Me dan ganas de bostezar sólo de pensarlo.

—Eso ha sido un poco cruel, Agatha. Creí que se lo pasaba bien.

Pero Carsely sin James se había convertido en un lugar vacío y desolado en el que se respiraba una atmósfera de tedio insoportable.

—¿De dónde sale su vuelo?

—Del aeropuerto de Stansted, en Essex.

—¿Cómo llegará hasta allí?

—Iré en mi coche y lo dejaré en el aparcamiento para largas estancias.

—Pero eso le costará una fortuna si va a estar fuera mucho tiempo. Déjeme que la lleve.

Pero Agatha negó con la cabeza. No sólo quería dejar atrás Carsely, el adormilado Carsely, con sus amables vecinos y sus cottages con tejados de paja, sino todo lo que tuviera que ver con el pueblo.

Llamaron al timbre. Agatha abrió la puerta y entró el sargento Bill Wong.

—¿Así que es verdad que te vas? —dijo mirando a su alrededor.

—Sí, y no intentes convencerme de lo contrario, Bill.

—No creo que Lacey se merezca tantos esfuerzos, Agatha.

—Estamos hablando de mi vida.

Bill sonrió. De veintitantos años, mitad chino y mitad inglés, se había convertido en el primer amigo de Agatha, que antes de mudarse a los Cotswolds llevaba una vida acelerada, sin espacio para la amistad.

—Vete si crees que debes hacerlo. ¿Me traerás una caja de pastelitos turcos para mi madre?

—Claro —dijo Agatha.

—Dice que cuando vuelvas tienes que venir un día a cenar a casa.

Agatha disimuló un estremecimiento. La señora Wong era una mujer horrible y una pésima cocinera.

Fue a preparar café y cortar un poco de tarta. Minutos después ya estaban sentados alrededor de la mesa y cotilleando sobre asuntos del pueblo. Sus ganas de irse flaqueaban por momentos: se imaginó la cara de James con un rictus de frialdad y dureza al verla aparecer en Chipre. Pero se la quitó rápidamente de la cabeza. Se iba y punto.

• • •

El aeropuerto de Stansted era una auténtica maravilla comparado con las espantosas multitudes de Heathrow. Agatha descubrió que no sólo podía fumar en la sala de espera sino también en la misma puerta de embarque. Había unos pocos turistas y unos cuantos expatriados británicos. Los expatriados se distinguían de los turistas porque llevaban los atuendos propios de su especie —vestidos estampados, las mujeres; trajes de verano o blazers, con sus inevitables corbatas, los hombres — y todos tenían esas voces estranguladas características de los hijos e hijas del Raj británico. La Gran Bretaña colonial parecía estar vivita y coleando a bordo de la Cyprus Turkish Airlines.

Agatha, sentada ante la puerta de embarque, sólo oía hablar en turco a su alrededor. Todos sus compañeros de viaje llevaban una ingente cantidad de equipaje de mano.

Se anunció la salida del vuelo. Primero llamaron a los que tenían plazas de fumador. Con un suspiro de alegría Agatha se encaminó hacia el avión. Había quemado las naves... Ya no había vuelta atrás.

El avión se elevó sobre los extensos campos de Essex bajo un cielo gris y lluvioso y todos los pasajeros aplaudieron animadamente. ¿Por qué están aplaudiendo? ¿Saben algo que yo no sé? ¿Les parece raro que uno de sus aviones despegue sin incidencias?, se preguntó Agatha.

En cuanto las ruedas se separaron del suelo, el rótulo luminoso de NO FUMAR se apagó con un clic y Agatha no tardó en verse envuelta por una neblina de humo de cigarrillo. Tenía un asiento de ventana y una corpulenta turcochipriota al otro lado. La mujer le sonreía, pero Agatha sacó un libro y se puso a leer.

Horas después, cuando el avión ya había iniciado el descenso sobre Esmirna, al oeste de Turquía, donde estaba previsto hacer una escala de una hora, una fortísima turbulencia golpeó el fuselaje. Las azafatas se aferraron a los carritos, que daban peligrosos bandazos. Agatha rezaba por lo bajo. Nadie más parecía haberse asustado lo más mínimo. Todos se abrocharon los cinturones y siguieron charlando en turco. Los expatriados parecían estar acostumbrados y el resto de los turistas, como Agatha, prefería no perder la flema británica a exteriorizar su miedo.

Justo cuando creía que el avión estaba a punto de romperse en pedazos, aparecieron las luces de Esmirna y poco después aterrizaron. De nuevo todos aplaudieron y esta vez Agatha se les unió.

—Ha sido escalofriante —le dijo a su vecina de asiento.

—Ha sido divertido, querida —repl

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