La joven se internó en la playa y miró al horizonte más allá de las marismas. Había estado inspeccionando los puestos de observación situados al final del sendero de la Reserva Natural de Snettisham, en la costa de Norfolk, para comprobar si todos habían resistido el temporal nocturno. De día, ornitólogos aficionados de varios kilómetros a la redonda los utilizaban para avistar gansos, gaviotas y aves zancudas. De noche, en cambio, servían para tomarse unas cervezas al abrigo de la fría brisa marina y hacer otras actividades... más íntimas. La última tormenta había arrancado varios de estos escondites y los había arrastrado hasta las albuferas del otro lado. Le había alegrado la mañana comprobar que esta vez los cerditos de la Sociedad Real para la Protección de las Aves habían construido sus casitas de sólida madera.
Aún en la playa, la joven seguía escudriñando el horizonte. Adoraba aquella zona del extremo de East Anglia, el punto más al este del Reino Unido, entre otras cosas porque estaba orientada al oeste. La playa se abría hacia el estuario del Wash, un entrante de mar con forma de mordisco entre Norfolk y Lincolnshire, desembocadura a su vez de varios ríos. Aquí no había amaneceres rosa pálido; el sol había salido a su espalda y asomaba sobre las albuferas. Bajo esa luz acuosa, la masa de nubes densas y bajas del horizonte se reflejaba en las marismas y adquiría un resplandeciente tono dorado. Era difícil adivinar dónde acababa la tierra y empezaba el cielo.
A poca distancia de las albuferas, un poco más allá de la orilla que quedaba a su izquierda, discurría el cenagoso límite de la finca de Sandringham. Normalmente la reina ya se había instalado allí en esa época del año, con la Navidad tan cerca, pero la joven aún no había tenido noticias de su llegada y le parecía extraño. La reina, como el sol y las mareas, era un fiel referente del paso del tiempo.
Miró al cielo. Una bandada de gansos de pata rosada regresaba a casa sobrevolando el mar en formación de punta de flecha. Más alto incluso, y más cerca, un aguilucho pálido describía círculos en el aire. Había algo salvaje y perturbador en la playa de Snettisham. El sendero de cemento y las esqueléticas estructuras de madera que se adentraban en las marismas más allá de los guijarros eran vestigios de la guerra de su bisabuelo. La extracción de guijarros para las pistas de aterrizaje de la base aérea había contribuido a crear las albuferas donde ahora se congregaban miles de patos, gansos y aves zancudas que llenaban el aire con sus gritos, graznidos y grajeos. Su padre decía que las gaviotas habían abandonado aquellas tierras durante décadas por los bombardeos de las maniobras de artillería en el mar. Su retorno suponía un triunfo de la naturaleza. Y sólo Dios sabe cuánto necesita la naturaleza esos pequeños triunfos con todo lo que debe afrontar.
Había pocas aves a la vista en ese momento, aunque antes habían estado muy atareadas. Las extensas marismas habían sido escenario de una masacre: miles de huellas de patas de todos los tamaños daban testimonio del punto en que una bandada de porrones osculados y zarapitos había aterrizado durante la bajamar para darse un festín con los habitantes de la arena.
De pronto, una bola de pelo blanco y negro que corría zigzagueando por el lodo llamó su atención. Lo reconoció: era un cachorro cruce de collie y cocker que había nacido de una camada del pueblo el año anterior y pertenecía a alguien a quien no consideraba un amigo. Sin que su dueño hubiera dado aún señales de vida, el perrito salió disparado hacia la estructura de madera más cercana, atraído por algo que se mecía en las aguas azul celeste arremolinadas en torno al poste podrido.
El temporal había alfombrado la playa con toda clase de deshechos, algunos naturales y otros producidos por los seres humanos. Peces muertos se mezclaban con botellas de plástico y con marañas densas y relucientes de redes de pesca deshilachadas. La chica pensó en las medusas. Ellas también acababan aquí. Aquel estúpido perrito podía intentar comerse una y recibir una picadura venenosa.
—¡Eh! ¡Ven aquí!
El cachorro la ignoró y ella echó a correr agitando los brazos. Cruzó a toda velocidad la enmarañada franja de líquenes y arbustillos de limbarda que daba paso a la playa de guijarros. Una vez en las marismas el agua subterránea llenaba de inmediato cada huella de sus Dr. Martens en la arena.
—¡Deja eso, tontorrón!
El perrito toqueteaba una cosa amorfa y empapada. Se volvió para mirarla cuando ella lo agarró del collar y lo apartó de un tirón.
El objeto flotante era una vieja bolsa de plástico de supermercado —medio rota, deformada y con las asas anudadas— de la que asomaban dos pálidos tentáculos. La joven agarró un palo que flotaba en el agua y, una vez fuera del alcance del perro, la levantó con la punta y miró con cierto nerviosismo en su interior. No era una medusa: más bien parecía otra clase de animal marino, pero estaba amarillento, hinchado y envuelto en algas. Se llevó la bolsa para tirarla a la basura, pero en el camino de vuelta a la playa, con el cachorro tironeando del collar, el contenido se deslizó por un desgarrón y cayó con un chasquido en la arena mojada y oscura.
Al principio la joven pensó que era el cadáver de una estrella de mar mutante, pero al apartar las algas con el palo y examinarla de cerca se dio cuenta de que se trataba de otra cosa. Por un instante se maravilló de que pareciera casi humana, con aquellos tentáculos que semejaban dedos en un extremo... Al ver un destello dorado se imaginó que uno de los tentáculos habría quedado enganchado en algo metálico, redondo y reluciente. Lo miró de cerca y contó aquellos «tentáculos» blandos y macilentos: uno, dos, tres, cuatro, cinco... El brillo dorado procedía de un anillo... en un dedo meñique. Los «tentáculos» tenían uñas humanas despellejadas...
Dejó caer la bolsa rota y sus gritos llenaron el cielo.
La reina se encontraba fatal tanto física como anímicamente. Miró con una mezcla de resentimiento y rabia contenida la espalda de sir Simon Holcroft alejándose, sacó un pañuelo limpio del bolso abierto junto al escritorio de su despacho y se sonó la congestionada nariz.
«El médico ha sido inflexible... Un trayecto en tren queda absolutamente descartado... El duque no debería viajar en realid