El novio de la muerte

Ramón Palomar

Fragmento

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Sus articulaciones chirrían como los oxidados goznes de la puerta del castillo del conde Drácula.

Está mayor, muy mayor.

Y lo sabe.

Hace tiempo que se embarcó en la última curva del camino.

Y lo sabe.

Los arrebatos de nostalgia le arrinconan contra las cuerdas hasta noquearlo con demasiada frecuencia.

Y lo sabe.

Trata de luchar contra la sensiblera y reputa y jodida y asquerosa nostalgia. Pero empieza a ser un combate perdido por aquello de la picajosa fatiga mordisqueando sus articulaciones.

Y lo sabe.

Ventura Borrás se sienta frente al mar. Unos cuantos kilómetros a su izquierda asoma la punta del cabo Espartel, justo donde Hércules separó Europa de África. Ahí se siente seguro, reconfortado, poderoso, dominador. Esa es su tierra, su zona, su hábitat de fauno prejubilado a la espera de un último zarpazo.

Esa es la tierra que ama, la tierra de nadie tan fronteriza y montaraz: todo lo que existe entre Tánger, Ceuta y Melilla. Ahí, entre esas tres ciudades extravagantes propensas al delirio y al delito, se siente satisfecho como un pequeño dios que mueve los hilos.

Arriba, la morería y el fulgor africano. A la Península solo viajaba de maniobras, para concursos de tiro al blanco entre militronchos o de negocios homicidas, aunque solapaba esos asuntos. Siempre fue un tipo práctico.

Disfruta del sosiego de la vejez en su refugio íntimo y sobre la mesa yace su pacharán de media tarde. Le encanta ese momento. Los ojos semicerrados indican modorra, pero su sesera bulle. El hielo se funde y llama a Fátima para que tenga la amabilidad de reponerlos. Fátima es nueva. Su mujer de toda la vida, su amiga fiel, su verdadero amor, Sodia, ha sufrido un achuchón por culpa de la edad y la cuidan en el hospital como a una reina. Ventura se encarga de que la mimen, la arrullen, la tonifiquen. Le dedican las mejores asistencias. Suelta pasta gansa para que no le falte de nada.

De nada.

Y reparte el flus sin recato porque sin Sodia no habría conseguido ni una décima parte de lo que consiguió. Siempre la tiene en sus pensamientos.

Fátima, la sobrina de Sodia, parece diligente y lista, pero no es lo mismo. Sodia le leía el pensamiento y atendía sus necesidades sin que él tuviese que pedirlo. El transcurrir de los años nos desgasta, maldita sea. Los pronósticos de los médicos no rezuman optimismo, pero Ventura apoquinará lo que sea menester con tal de que Sodia se recupere.

Ha amasado una fortuna durante todos estos años y no piensa escamotear ni un cochino dírham. Le sobra el dinero. Ya ha reclamado a un doctor célebre que llegará pasado mañana desde Madrid, de la clínica Ruber, nada menos. Le ha puesto un jet privado porque él es así. Le sobran cojones, que para eso fue sargento en la Legión y príncipe del mal más allá de los dominios fundados por Millán Astray.

Lealtad.

Sin la lealtad, un hombre no merece recibir tratamiento de hombre. La lealtad es fundamental. Es la argamasa que permite realizar negocios longevos, el pegamento que solidifica un entramado provechoso de lucrativos chanchullos. La palabra de un hombre, de uno de verdad, asegura la posición en los terrenos oscuros.

Sigue llevando la Astra en la trasera del pantalón. Sin la cacharra se siente desnudo incluso en la burbuja de su hogar. Experimenta bienestar gracias a ese peso ahí atrás. Vuelan las descaradas gaviotas graznando histéricas. No hace mucho, si se acercaban lo suficiente, todavía era capaz de acertarle a alguna en pleno vuelo. Un prodigio digno de su legendaria puntería. Ahora no siempre acierta y, cuando yerra, el fallo le duele, le apena, le sume en una melancolía tontorrona de la que trata de escapar sin éxito.

«Cuando seas capaz de matar a una gaviota volando de un disparo, eso querrá decir, hijo mío, que por fin te he educado como yo quería…», le dijo una vez su padre.

Su padre, la de cosas bestias que le dijo… Vaya tipo. Las conversaciones con él estaban agujereadas de vacíos desagradables, pero tiene que reconocer que ya no existen hombres como su padre ni como el mejor amigo de su padre, su añorado Luis de Santa Bárbara.

«Llámame Santa, pues de esa guisa me sentiré santificado, imbuido de misticismo, cada vez que me llames…», le dijo una vez Luis de Santa Bárbara empleando su parla añeja de clásico entre majadero y decadente.

Coño. Otra vez la reputa y la rejodida nostalgia… Vigila, Ventura, vigila, que te pierdes…

A Ventura Borrás le respetan, le temen, le odian, le aman, le veneran, le desprecian. Don Ventura es una leyenda. Ha roto cabezas, corazones, almas, sentimientos y vajillas. Acumula tantos pecados que el mismísimo Belcebú le escogería de pareja de baile.

A Ventura Borrás solo le conocen los que le tienen que conocer.

A Ventura Borrás le alimentó y enamoró la Legión, todos esos años fructíferos y broncos bajo la sombra del parche en el ojo de Millán Astray, el divino mutilado.

Sargento valeroso y emperador del crimen. Lo suyo sí fue un genuino dos por uno.

Siempre fue un hombre práctico, desde luego.

A Ventura Borrás le atrapan todas y cada una de sus pasadas andanzas. Y las añora. Qué bien se lo pasó. En el fondo y en la forma. Bueno, salvo al principio, cuando le educaban su padre y Santa. Pero incluso ahora sonríe recordando aquellos tiempos.

Puta nostalgia. ¿Es esto la vejez?

Embarranca en los recuerdos.

Rememora las primeras salidas con su padre y el mejor amigo de su padre.

Ajustes de cuentas de justicieros chalados atravesados por un idealismo absurdo.

Y él, con diez, once o doce años, que no lo tiene claro, de testigo.

«Te estoy dando una educación», le decía su padre.

«A lo mejor te precipitas en una hipérbole alambicada», contestaba Santa.

Aquella educación vino preñada de sangre y palabras grandilocuentes que justificaban los actos. Violencia y mensaje redentor.

Violencia por una cuestión de honor antañón y algo rancio.

Violencia ritual y restos de materia cerebral bajo la danza de los negros nubarrones a la vera de la luna llena que iluminaba las sierras de la meseta.

¿Y cómo fue tu infancia, Venturita?

Pues un jodido baño de sangre, ¿para qué te voy a mentir?

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1

Su padre, Genaro Borrás, le ha expulsado del lecho sin miramientos y pasa de la medianoche. Ventura no recuerda bien si tiene diez, once o doce años. Tampoco recuerda celebrar algún cumpleaños. Su padre no es persona propensa a la mojigatería, y un cumpleaños, para el rudo talante de su progenitor, supone una conmemoración banal, pacata y sensiblera que solo contribuye al amariconamiento de los futuros varones españoles, esa raza de hombres que ni lloran, ni perdonan ni suplican. Digamos que su padre no es una persona sentimental, sino un hombre de acción.

Ventura se frota los ojos. La voz paterna suena a lija que masajea el espinazo de una madera.

—Vístete, que ya eres mayorcito y esta noche te voy a ofrecer tu primer bautismo de sangre. Te voy a explicar cómo es la vida de los adultos que todavía creen en sus ideales y en que no todo está perdido…

Ventura piensa que su padre es bastante áspero. Salvo «vístete», nada entiende. ¿Qué es eso del «bautismo de sangre»? ¿Será algo de ir a misa? No lo cree, nunca van a misa, no como el resto de los vecinos. En cualquier caso, obedece. No conviene despertar la furia paterna. Jamás le ha puesto la mano encima, nunca le ha gritado. No lo necesita. Basta una mirada suya cargada de fiereza para que el chaval sienta unas flechas clavándose en su corazón.

No quiere defraudar a su padre, un tipo serio, seco, de raza numantina y enorme, de casi dos metros y unos ciento cuarenta kilos. Añádele un parche en el ojo, como el de Millán Astray, y un pelo grasiento por aquello del fijativo que utiliza sin remilgos. Los brazos son dos torres y sus piernas, dos columnas. Algo de panza, la justa. Y un vozarrón de esos que indican bebercio sin recato durante largas noches.

No, no quiere defraudar a su padre. Eso lo tiene claro. Y menos ahora: es la primera vez que le habla mascullando más de tres palabras seguidas, y algo en él, una cierta mirada bañada en una suerte de fiebre, cree adivinar, le remueve las entrañas. Presiente que algo importante va a suceder.

Su madre murió en el parto y, hasta ese momento, la presencia paterna es fugaz. Sabe de él lo que le cuentan las vecinas que le cuidan en el barrio de Chamberí, bajo las entrañas de un edificio cutre cuyas paredes emanan ese eterno perfume a guisopo de coliflor junto a ese aroma reconcentrado a desinfectante que, a su vez, marida con la terrible y depredadora loción contra los piojos. No moran en una zahúrda porque el padre es maniático de la limpieza, pero algo improvisado y carcelero sí hay en la vivienda.

Ventura está libre de liendres porque su padre le rapa la cabeza al cero. Ese es uno de los escasos contactos físicos que le dedica, con lo cual, de alguna agrietada manera, agradece esa singular muestra de afecto. Pero siente que le falta algo. Cuando mira desde la ventana el trasiego callejero, ve a los críos caminando de la mano de sus madres y a veces ve caricias de afecto contra sus coronillas.

La madre. Piensa en esa madre suya que jamás conoció y de la que su padre nada cuenta. «¿Cómo será eso de tener una madre? ¿Te habla y tú respondes?». Sin madre percibe una desdicha extraña, una soledad eterna, un naufragio constante. La vida sin madre es menos vida, y por eso su carácter sufre una maceración que le traslada hacia la rabia.

Le gustaría que nadie en el mundo tuviese madre, así él no sería tan diferente. Cavila mucho, sobre la madre ausente y sobre el motivo por el cual el destino le castigó.

Y la rabia no cesa, y aumenta, y se la tiene que comer porque no hay otra y debe sobrevivir. Pero la rabia, y él lo sabe, crece un poco más cada día.

Su camita la preside un crucifijo de latón y un escudo con el yugo y las flechas. Del buen Dios no se fía porque permitió que su madre muriese cuando él nació. Intuye que por eso no van a misa. Pero el padre entiende que nada malo puede manar de ese crucifijo, aunque algunas veces le ha escuchado hablar con su mejor amigo, Luis de Santa Bárbara, y lo considera como «una superstición». De lo otro, de ese yugo y de esas flechas, ignora lo que representa, aunque tampoco le preocupa. Es un niño taciturno. Habla poco, pero lo absorbe todo con notable facilidad. Las cuencas de sus ojos son dos simas negras que atrapan lo cercano, pero también lo infinito.

El mejor amigo de su padre, Santa, gasta una delgadez de perro abandonado al que se le marca el costillar; a veces, de tan escuálido parece transparente. Mide algo así como un metro sesenta, sus brazos son dos alambres y sus piernas recuerdan a las de un pollito recién nacido. También emplea con fruición el fijador. Ventura supone que es una moda porque desconoce el corte de pelo de José Antonio, el ausente, otro ausente como su madre, aunque a él esa ausencia le importa un bledo. Los ojos de Santa, negros, van y vienen; a veces sus pupilas son grandes y otras, minúsculas. Un misterio. Pero todo en ese hombre emana misterio, confusión, ambivalencia. Sin embargo, el pequeño detecta la ternura que le dedica cuando le mira. Eso le conmueve. Sin embargo, también detecta que su rabia no mengua, y esa se acumula.

Hablan y hablan y hablan su padre y Santa. También suelen beber brandy. A veces Santa desaparece un rato largo en el cuarto de baño y, al regresar, muestra una calma entre extraña y dulzona, una tranquilidad propia del que se acaba de despertar tras una reparadora siesta. Es un señor que dispara un lenguaje rebuscado, como de hidalgo sin hacienda que cuida las formas. Le cae bien, Santa, porque suele derramar cariño sobre su raquítico y solitario universo. En alguna ocasión le ha regalado coches de hojalata y bagatelas por el estilo. Su padre nunca le ha regalado nada. Su carácter espartano le indica que a los críos, hasta que cumplen cierta edad, solo se les debe tratar con indiferencia, desdén y algo de látigo. Nunca le ha pegado, se repite por las noches, acaso porque es el vivo retrato de la madre, y su padre la amaba desde una hondura homérica.

El pequeño Ventura desprende un semblante alargado, nariz chata, frente rectangular y halo trágico. Parece que por fin ha alcanzado la edad en la que su padre le empieza a considerar un poco persona, algo persona, quizá medio persona, acaso proyecto de personita.

Santa cabecea.

—A lo mejor te precipitas, Genaro, con ese ímpetu tuyo tan propenso al exceso, a la baladronada, a la apoteosis que linda en la astracanada… —dice—. Eres un hombre forjado por un torbellino caótico y febricitante, te lo digo siempre. La bravura se precisa en el campo de batalla, no en el breve relámpago cotidiano. Barrunto que el chaval estaría mejor dormitando plácido tumbado sobre su camastro jibarizado…

—Coño, Santa, si fuese por ti, me lo ablandabas sin remedio, me lo amariconabas seguro… Entre tu jodida manera de hablar y el cariño que le dedicas me lo malcrías. El muchacho ya tiene edad para venir a nuestros asuntos… Total, seguro que ya le están saliendo pelos en los huevos.

—No es muchacho, sino doncel. En fin, tú eres su padre y eso te concede derechos sacrosantos, pero…

—Ni peros ni pollas en vinagre, se viene esta noche y se viene ya.

Apuran el líquido que contienen sus esmeriladas copas de balón y chascan la lengua como dragones a punto de expulsar llamaradas. Proyectan una virilidad desquiciada de hombres fuera de su tiempo, de hombres leales, de hombres equivocados, pero esto último les importa un bledo porque sus actos están presididos por una especie de energumenismo romántico.

Bajan los tres por la escalera y montan en un coche negro que luce joroba en la trasera. Desde el maletero se filtran unos murmullos grimosos, zumbidos de jauría de insectos en trance mortal. Genaro abre el maletero, extrae un tubo macizo de plomo del bolsillo interior de la chaqueta y golpea una, dos, tres, cuatro veces contra un bulto que su hijo no puede identificar. El bulto emite un gruñido sordo y el silencio domina la noche. Ventura no pregunta. Prefiere callar. Todavía no sabe si está enfrascado en una pesadilla o si todo es real. Su padre, de un ligero empellón, le urge a subir al vehículo.

El coche arranca y su motor asmático retumba en la noche cerrada.

Un rato después descubre que están en el monte. Desconoce cuánto ha durado el trayecto porque se ha deslizado en un suave duermevela. Una vez está fuera del vehículo, siente el frío contra sus mejillas.

De momento parece que todo es real.

Genaro, ese hombre que gasta ademanes marciales y tiene un parche de viejo pirata, que perdió el ojo en la guerra por culpa de la metralla de una granada, según le susurraron las vecinas con un punto de pudorosa vergüenza, ese hombre al que Santa llama «mi gran amigo, mi verdadero hermano el Cíclope» cuando aparece por casa, aunque Ventura no sabe qué es un «cíclope», ese hombre destapa el maletero y allí, como una salchicha, yace amordazado un hombre. Genaro el Cíclope, componiendo un mohín de asco, agarra el bulto y lo arroja contra el suelo de guijarros, que rechinan al acusar el golpe.

—Mira, hijo mío, y míralo bien —dice—. Este señor es un cabrón y un traidor. Lo peor de lo peor. Renunció a sus ideales y traicionó a sus compañeros. Es una rata. Pura escoria. Creía que con el nuevo régimen de Franco, ese traidor a la causa de José Antonio, ese beato culón de voz mequetrefe, había encontrado hueco a base de mentir…

Santa toma el relevo:

—Venturita, algunas personas, motivadas por un ansia de lucro descomunal, cometen las más abyectas trapacerías, y tu querido padre y yo, que soy tu padrino, o tu tío, o tu mentor espiritual, lo que prefieras, nos encargamos de expender justicia. Ignoro si asimilarás las nociones que te brindo en esta gélida noche negra, pero te lo cuento para que, en lo sucesivo, apacigües tu tierna conciencia de infante. ¿Ves a esa piltrafa, a ese infrahumano de semblante paleocristiano? Comerciaba con mujeres. Sí. Y dejó embarazada a una de esas infelices. Y cuando ella alumbró una pequeña, nueva vida, asesinó al bebé estampándolo contra un vertedero… Pero excombatientes de nuestra causa de camisa azul que por allí bucean, por culpa de la miseria, ya imaginas, para encontrar tesoros con los cuales nutrir o malnutrir la panza, nos advirtieron de la maldad de este malnacido, y por eso actuamos con rigor y severidad.

—Coño, Santa, cómo hablas, hasta me has dejado un poco mareado, y mira que te conozco…

Santa mira a Genaro con afecto porque sabe que esas bravatas son pura camaradería, y no tarda en recuperar el hilo de su sermón:

—Como te decía, Ventura, ese hijo de Satanás posee amistades, jerarcas lamerrabos y correlindes de seriedad estólida que ocultarían sus crímenes porque se benefician de sus mercadeos libidinosos. Pero nosotros aplicamos justicia porque somos hombres… En fin, que menudo chaparrón te he enchufado, mi pequeño amigo de incipiente despertar a la vida. Acaso tu padre, por una vez, tenga razón…

Ventura, salvo algunas palabras («mujeres», «bebé» y «tesoros»), nada ha entendido.

Sí, seguramente naufraga en una pesadilla.

—Coño, Santa, si le hablas así al crío, no va a comprender una mierda… Mira, Ventura, a este cabrón lo vamos a matar porque por su culpa sufre y muere gente inocente. Ya está. Y eso no lo perdonamos. Es muy sencillo, hijo: el que la hace la paga. Así debería ser la nueva España por la que derramamos nuestra sangre… Pero Franco, Paca la Culona, como le llama el general Queipo de Llano, nos traicionó… Qué asco por un tipo así derramar sangre.

—Y además de la gloriosa sangre, algunos hasta perdieron un ojo en mitad de aquel frenesí —apunta Santa modulando un timbre frailuno no exento de cierta ironía.

El pobre diablo tiembla en el suelo y sus párpados edematosos parecen desbocarse.

Intenta reptar como un gusano.

Llora, gimotea, la saliva escapa desde los laterales de la mordaza.

Genaro le propina una patada en los riñones y la salchicha humana encaja el golpe emitiendo un ruido ronco como de colchón que cae desde un octavo piso.

El ojo rojo de furia de Genaro taladra a su compañero.

—¿Tú o yo?

—A ver… —empieza Santa—. Según mis cálculos, este es nuestro noveno ajusticiamiento. Por lo tanto, mi querido Cíclope, es mi turno, pues yo voy a nones…

—Pues dale matarile ya, que hace un frío de cojones. Y mejor tú que yo, así estoy con Ventura y me ocupo de que no se pierda nada.

—Genaro, contención, que el impacto recibido por una mente infantil puede ocasionar traumas irreparables…

—Ni traumas, ni traumos ni Cristo que lo fundó. Mi hijo, o sale fuerte, o no sale. Y desde ya.

—Tú eres el padre y contra tu obstinación choco como colisionó esa chapuza sajona trocada en leyenda por mor de su falaz propaganda, el Titanic, contra el sublime y justiciero iceberg de hielo y acero.

Luis de Santa Bárbara, Santa para los íntimos, extrae un revólver de la axila y eleva al cielo esas pupilas suyas que son cabezas de alfiler recordando sus sucesivos cautiverios mientras esperaba el último paseo hacia el paredón, cuando solo contemplando las estrellas encontraba cierta paz.

Susurra latinajos.

Parece rezar.

Genaro se impacienta y Santa lo tranquiliza:

—Mi buen amigo, mi querido camarada Cíclope, no somos bestias… Pasaportamos a los siniestros que abusan de su poder y jamás obtienen nuestro perdón, pero un breve parlamento con el Ser superior nos concede gracia para ejecutar nuestra misión. De acuerdo, algo de superchería hay en ello, te lo concedo, pero no hace daño creer en una fuerza cósmica, sideral…

—Hostia, Santa, acaba con él de una puta vez, que tu palabrería me va a matar a mí.

—Ya voy, ya voy, Cíclope impaciente, no abusaré más de tu paciencia, que diría el inmortal Cicerón.

Santa avanza sujetando el hierro con los ademanes del sumo sacerdote que esgrime su cáliz. Mira de nuevo las estrellas y murmura otra tanda de letanías laicas o beatas que solo él conoce y que solo a él confortan.

Genaro ha colocado a la salchicha humana en posición genuflexa, de cuya mordaza escapan los sollozos. El pequeño Ventura mantiene la misma tensión de un poste telefónico y tiene ojos de búho ciego de benzedrinas. El chaval resopla. Su respiración suena a locomotora. No quiere ver, pero sí quiere ver. No quiere estar ahí, pero sí quiere estar ahí. No quiere participar, pero sí quiere participar. Algo le dice que habrá un antes y un después en su vida tras ese episodio. Algo le dice que quizá es demasiado joven para esas andanzas de sangre. Algo le dice que todo es una broma.

¿Está en una pesadilla o lo que sucede es real?

Santa acerca la boca del cañón hasta casi besar la nuca del que va a morir y mira al crío.

—Esto, querido Venturita, que hoy escalas hacia la hombría por las absurdas urgencias de tu progenitor, no es sino un sacrificio crístico. Algún día lo entenderás.

La reverberación del disparo atraviesa los farallones de la sierra.

Un torrente de lágrimas se precipita por las mejillas de Ventura. Sin embargo, no gime.

El silencio de esas lágrimas impresiona a Genaro, que abraza a su hijo.

—Eres digno de mí —dice—. No te preocupes por esto, así es nuestra vida… Y que sepas que yo muchas veces los mato con mis manos porque creo que no merecen ni el gasto de una bala. Tranquilo, hijo mío, tranquilo, ya podemos volver a casa.

Ventura sabe que no sueña y que todo es real.

Demasiado real.

En definitiva, Ventura sabe que acaba de despertar a la vida.

¿Y qué tal tu infancia, Venturita?

Rara, no tener madre enrabietó mi carácter, para qué te voy a mentir.

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2

Ha crecido, pero no demasiado. En cualquier caso, su estatura no aumenta tanto como su rabia, una rabia reconcentrada y pegajosa que macera lentamente en sus entrañas.

Ventura no ha heredado la genética del padre, sino la de la madre, y no parece que un súbito estirón le catapulte para sobrepasar las cabezas de sus congéneres y así contemplarlos con esa mezcla de condescendencia, perdonavidismo y decadente dandismo que provoca el mirar al prójimo por encima del hombro.

Han pasado algunos años, casi un lustro, pero él no cuenta el transcurrir del tiempo por meses o años, sino por cadáveres, por ajusticiamientos brutales con la complicidad de las rapaces nocturnas que desde sus inmensos ojos observan esas venganzas implacables. Si no le fallan las cuentas, ya van diecinueve fiambres, siempre, y según su padre y Santa, de traidores a la causa, que él ahí ni entra ni sale.

Obedece y calla.

Ha crecido a lo ancho, eso sí. Su espalda impone, sus músculos se han robustecido. Se ha fortalecido en líneas generales, también mentalmente.

A todo se acostumbra uno y por eso ahora un fulgor de peligro ilumina sus pupilas. Dos veces por semana su padre le arrastra hasta una corrala que hace las veces de gimnasio, y allí, injertados en un cuadrilátero de fortuna, le enseña los rudimentos del noble arte del boxeo. En realidad, su padre le aplica cirugía drástica en la cara y le propina unos golpes que «te ayudarán a soportar el dolor si una pandilla de hijos de puta te dan una paliza».

Ventura recibe la ración de hostias con paciencia porque piensa que se trata de una penitencia que amortigua su rabia. Mejora como púgil, pero no puede compararse con la pericia de su padre. Si logra colocarle un jab o un upper al progenitor, solo consigue redoblar la mítica furia del cíclope y este le devasta con una tanda de precisos guantazos que le obligan a besar la lona.

Tras ese aprendizaje, el rostro de Ventura adquiere un tono morado de cadáver ahogado en el Jarama. Pero aprende.

Y se endurece.

Y se robustece.

Y se muscula.

Y aprende a sufrir sin quejarse.

No se relaciona con otros chicos, apenas lo justo. Abandonó los estudios sin que a Genaro le preocupase.

—Padre, he dejado de ir a las clases, me aburren, no me interesan…

—Mejor, Venturita, que tantas horas ahí sentado te pueden amariconar. Santa se ocupará de formar tu espíritu y yo, de fortalecer tu cuerpo. Tú tranquilo, que seguiremos con el boxeo y también te enseñaré otros trucos para que no hagas el imbécil por ahí… Alto no serás, pero de una buena hostia serás capaz de tumbar al primer mamón que te mire mal, eso seguro, qué coño.

Y Genaro se descojona ante la educación que va a recibir su vástago.

Armas y guantes de boxeo. Correrías campestres y tiro al blanco. Montar y desmontar las cacharras hasta que lo haga con los ojos cerrados. Y pelear contra su padre con los guantes puestos. Y recibir hostiones porque al padre le gusta la disciplina espartana y se aprende a base de puñetazos. Mejor que te los dé tu padre que otro, ¿verdad? Y la rabia que va y viene, que jamás desaparece y que algunas noches le provoca extrañas pesadillas en las cuales cree que su madre se le aparece.

«Madre, ¿por qué tuviste que morir?, ¿fue por mi culpa?».

Y además de las hostias, las técnicas de observación… Su padre se lo lleva a veces hasta el centro para que, solo observando cómo discurre la riada peatónica, averigüe quién va armado y quién no. «Fíjate en ese del sombrero marrón, ¿crees que porta un arma bajo el sobaco?», le dice. Y Ventura no tiene ni idea porque se despista mirando a los críos que van con sus madres. Los detesta. Los odia. Percibe que son felices y que él desconoce esa clase de felicidad. Pero, poco a poco, se centra en las enseñanzas paternas y alguna que otra vez acierta quién va con el hierro encima y quién no. Y le toma el gusto a esa práctica. Hay que detectar los bultos sospechosos bajo la ropa y esa manera de andar ligeramente escorada como si ocultasen algo. «Los detalles, hijo mío, siempre la importancia de los detalles. Si sabes que alguien lleva una pipa, ya juegas con ventaja, no lo olvides». Y el chaval aprende. Qué remedio.

Su vida no es una pesadilla. Es real. Las hostias que recibe así lo certifican.

A veces siente que el padre le desprecia por su chaparra condición. Otras cree comprender a ese titán tuerto porque Santa se encarga de recordarle sutilmente las penurias que soportaron durante la guerra: torturas, sevicias, hambre, cárcel, miedo, una fuga desde el penal con su padre saltando muros y derribando enemigos y sintiendo el aliento del plomo silbando sobre su cabeza… En fin. Santa lo narra entre bisbiseos misteriosos porque entiende que algunas cosas no se comentan entre hombres, entre verdaderos hombres. La Guerra Civil. «La Santa Cruzada», apostilla Santa, para luego recalcar que lo de Santa nada tiene que ver con él, sino con el carácter sagrado del drama bélico entre hermanos. «Eran ellos o nosotros en una fratricida lucha», le suele comentar el mejor amigo de su padre.

Ventura comienza a desarrollar conchas de galápago y blindaje de Panzer. Aísla su rabia en una burbuja de acero. Se entera de cosas como por casualidad y completa el mapa de sus dos tutores a tumba abierta. Santa y su padre no marcharon a la División Azul porque en ese momento ya consideraban a Franco como a un enemigo y aseguran que Serrano Súñer es un roedor de dientes emponzoñados y pelo ralo donde brilla la astucia. «¿Rusia es culpable? No me jodas. España hecha unos zorros y nosotros sin hacer la revolución

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