Dos días de mayo (Inspector Mascarell 4)

Jordi Sierra i Fabra

Fragmento

Día 1

Lunes, 30 de mayo de 1949

1

Despertar solo en la cama, después de acostumbrarse a hacerlo de nuevo acompañado, era extraño.

Inquietante.

Cuando sus ojos recién abiertos se habituaron a la penumbra, movió la mano por el espacio que ocupaba Patro, a su izquierda. Si se levantaba antes que él, la huella de su cuerpo seguía impresa en las sábanas. Huella y calor. La almohada solía estar hecha un guiñapo, porque ella la estrujaba con las manos cuando daba vueltas en mitad de algún sueño.

Ahora la sábana estaba fría, no había ninguna huella y la almohada de una pieza, tal cual.

Miquel Mascarell sonrió cansinamente.

La primera separación.

La primera desde que vivían juntos y la primera desde el día de la boda.

No quiso mirar aquel espacio vacío y se puso boca arriba. No eran más que cuatro días. Le quedaban dos, y únicamente una noche. Aunque tarde, Patro regresaba al día siguiente.

La sonrisa se hizo mayor, y también el tono de nostalgia.

Sí, Patro solía levantarse casi siempre la primera, pero no sin antes seguir su ritual, tan niña, tan mujer: acariciarlo, besarlo, jugar con sus pies, cabalgar una pierna sobre su abdomen, susurrar en su oído, desearle los buenos días, apoyar la cabeza en su hombro y acurrucarse unos minutos a su lado, rodeada por sus brazos, hiciera frío o calor.

La compañía era eso.

Él entonces tocaba aquella piel desnuda; siempre desnuda, aun en invierno.

La piel de la vida.

—¿Y hoy qué? —se preguntó en voz alta.

La respuesta era simple.

Nada.

Un puro ocio envuelto en soledad.

Podía quedarse en la cama, perezosamente, o levantarse y no salir de casa, poner la radio, leer, tratar de seguir escribiendo sus recuerdos. Había muchas formas de aburrirse sin Patro. Si el primer día, el sábado, resultó horrible, el domingo había sido bastante peor.

—Lunes —murmuró sin entusiasmo.

A Patro no le gustaría que se quedara en la cama, ni siquiera en casa, melancólico.

Se incorporó con gestos medidos, para no sentir los pinchazos en las piernas, y se puso en pie resoplando por el dichoso esfuerzo. A sus años, hacer el amor le liberaba, le proporcionaba vitalidad y energía, entusiasmo y optimismo. El cansancio de no hacer nada era mayor y más duro.

A veces incluso le hacía volver atrás.

Y reaparecían los fantasmas del pasado.

¿Cuánto quedaba del viejo resistente que había sobrevivido a la pena de muerte y a las cárceles franquistas?

Caminó hasta el lavadero, abrió el grifo y se inclinó sobre el hueco para lavarse el torso, especialmente las axilas. Ya hacía calor, pero se arrepintió de no haber calentado un poco de agua en una olla. El frío le hizo tiritar unos segundos. Se secó y fue a vestirse. No se puso corbata. Dejó el cuello de la camisa abierto. Un lujo. Poco elegante, pero un lujo. Como mucho iría a desayunar al bar de Ramón, así estiraría las piernas.

—Hala, a cumplir. Un paseo no te vendrá mal —se dio ánimos a sí mismo.

Cogió la chaqueta, se la puso y bajó la escalera sin prisa, peldaño a peldaño. La portera estaba al pie del cañón, en su acristalada garita. Levantó la cabeza de su eterna labor pero sus manos no dejaron ni por un instante de mover las agujas de la calceta a toda velocidad. Toda su familia, la que fuera y donde estuviera, debía de lucir cosas hechas por ella. O eso o tenía un negocio clandestino.

—Buenos días, señora Gabriela.

—Buenos días, señor Mascarell.

Señor Mascarell.

Había ganado enteros en la escalera. Ya no era «el hombre que vivía con la chica del tercero».

Amancebados.

Ahora eran marido y mujer. La Iglesia así lo había determinado.

La primera vez que, sin contar funerales o celebraciones ajenas, pisaba una en más de treinta años, desde el bautizo de Roger.

Salió a la calle y dirigió tranquilamente sus pasos al bar de Ramón. Nada más cruzar el umbral se encontró con él.

—¡Buenos días, maestro! —le saludó al verle—. Hoy ha madrugado.

Ya había desistido de que no le llamara maestro.

—Buenos días.

—¿Calorcito ya, eh? En dos días, verano-veranito.

—No corras tanto. —Se sentó a su mesa, o por lo menos su favorita, que estaba milagrosamente vacía.

—¿Y la señora?

La señora.

Gabriela le llamaba «señor» y Ramón «señora» a Patro.

Todavía no se había acostumbrado a tanto.

A veces tenía que mirar el anillo, en el dedo anular de su mano izquierda.

—Ha ido con su hermana a Tortosa, a ver a una prima lejana que no anda bien de salud.

—¿Muchos días?

—Regresa mañana por la noche.

—Así que solito, vaya, vaya.

—Ya ves.

—No se me ponga a hacer el crápula.

—Ramón... —Le atravesó con una mirada asesina.

—Que era broma, hombre —dijo, y gesticuló lleno de energía—. Teniendo usted una mujer tan guapa... Va, ¿qué le pongo, lo de siempre?

—Sí.

—Hoy la tortilla le ha salido a mi parienta...

—Venga, va.

—¿Y de ayer qué me dice? ¿Tenía yo razón o no?

Era lunes. Los lunes tocaba hablar de fútbol. Le gustase o no, Ramón le daba el parte. El día anterior se había jugado la final de la Copa del Generalísimo. Ni siquiera sabía quién había ganado.

—Dijiste que ganaría...

—¡El Valencia! Por la mínima, pero... Esta vez el Bilbao no tenía nada que hacer, aunque fueran de favoritos y los chés de víctimas. Si es que basta con sumar dos y dos, hombre. La pena es que nos eliminaran, porque de haberla jugado el Barça hubiera sido distinto, seguro.

—Por supuesto.

—No se puede ganar siempre. Ya ve, nos llevamos la liga otra vez, que estaba cantado. Conseguir la copa habría sido demasiado. Hay que dejar algo a los demás.

—Completamente de acuerdo. —Siempre optaba por el pragmatismo—. ¿Me traes lo mío y luego me lo cuentas?

—¡Cómo es, maestro! —Se puso brazos en jarras y dio media vuelta.

Maestro.

Sólo le llamaba «señor Miquel» cuando le preguntaba algo en serio.

Esperó tranquilamente. A través de los ventanales y los reclamos escritos en ellos con pintura blanca, anunciando tapas y bocadillos, vio la calle con su trajín de coches y las personas que caminaban de un lado a otro, siempre con prisas. El signo de los nuevos tiempos eran las prisas. Al día le faltaban horas. La guerra había acabado hacía diez años y cuatro meses y era como si nadie se acordara de ella.

Al menos de puertas afuera.

Por dentro, cada cual llevaba su procesión.

¿Qué harían Patro y él cuando se terminara el dinero de julio del 47, el que se llevó inesperadamente de la casa de Rodrigo Casamajor tras su muerte?

Podían hacerlo durar algunos años más, viviendo siempre sin alardes, con discreción, pero no eternamente.

¿Por qué se sentía deprimido?

«Volverá mañana, burro», se dijo a sí mismo.

¿Tan solo se sentía?

¿Por qué no se había ido con ellas?

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