Los buenos suicidas (Inspector Salgado 2)

Toni Hill

Fragmento

1

Por segunda vez en un breve período de tiempo, el inspector Héctor Salgado vuelve la cabeza de repente, convencido de que alguien le observa, pero sólo ve caras anónimas e indiferentes, personas que andan como él por una Gran Via atestada y se detienen de vez en cuando ante alguno de los puestos tradicionales de juguetes y regalos que ocupan la acera. Es la víspera de Reyes, aunque nadie lo diría a juzgar por la agradable temperatura, ignorada por unos paseantes convenientemente vestidos con ropa de abrigo; algunos incluso con guantes y bufanda, tal como corresponde a la estación, contentos de participar en un simulacro de invierno al que le falta el ingrediente principal: el frío.

La cabalgata ha terminado hace un buen rato y el tráfico llena la calzada bajo las guirnaldas de luces brillantes. Gente, coches, olor a churros y a aceite caliente, todo aderezado con los villancicos, supuestamente alegres, cuyas letras rozan el surrealismo, que los altavoces lanzan contra los transeúntes sin el menor decoro. Según parece, nadie se ha molestado en componer canciones nuevas, así que un año más los peces siguen bebiendo en el mismo puto río. Debe de ser eso lo que jode de la Navidad, piensa Héctor: el hecho de que, en líneas generales, sea siempre igual, mientras nosotros cambiamos y envejecemos. Le parece de una desconsideración rayana en la crueldad que ese ambiente navideño sea lo único que se repita un año tras otro sin excepción y haga más evidente nuestra decadencia. Y por enésima vez en los últimos quince días desearía haber huido de todo este jolgorio a algún país budista o radicalmente ateo. El año que viene, se repite a continuación como si fuera un mantra. Y al cuerno con lo que diga su hijo.

Va tan absorto en sus cosas que no se percata de que la cola de peatones, que avanza casi con la misma lentitud que la de los coches, se ha detenido. Héctor se encuentra parado delante de un puesto que vende soldaditos de plástico en bolsas: indios y vaqueros, aliados vestidos de camuflaje listos para disparar desde una trinchera. Hace años que no los veía y recuerda habérselos comprado a Guillermo cuando era un crío. En cualquier caso, el vendedor, un anciano de manos artríticas, ha conseguido recrear al detalle una exquisita escena bélica, digna de una película de los años cincuenta. No es lo único que vende: otros soldados, los clásicos de plomo, más grandes y de brillantes uniformes rojos, desfilan a un lado, y una escuadra de gladiadores romanos, históricamente desubicada, al otro.

El viejo le hace una señal, animándolo a tocar el género, y Héctor obedece, más por educación que por verdadero interés. El soldado es más blando de lo que creía y su tacto, casi de carne humana, le repugna. De repente se percata de que la música ha cesado. Los transeúntes se han detenido. Los coches han apagado los faros y las luces de Navidad, que parpadean casi sin fuerza, constituyen el único alumbrado de la calle. Héctor cierra los ojos y los abre de nuevo. A su alrededor la multitud empieza a desvanecerse, los cuerpos desaparecen sin más, esfumándose sin dejar el menor rastro. Sólo el vendedor sigue en su puesto. Arrugado y sonriente, saca de debajo del mostrador una de esas bolas con nieve dentro.

«Para su mujer», le dice. Y Héctor está a punto de responderle que no, que Ruth detesta esas bolas de cristal, que la ponen nerviosa desde que era una niña, igual que los payasos. Entonces los copos que enturbian el interior caen al fondo y se ve a sí mismo, de pie ante un puesto de soldaditos de plástico, atrapado por las paredes de cristal.

—Papá. Papá…

Mierda.

La pantalla del televisor cubierta de niebla gris. La voz de su hijo. El dolor en el cuello por haberse quedado dormido en la peor postura posible. El sueño había sido tan real en la noche de Reyes.

—Estabas gritando.

Mierda. Cuando tu propio hijo te despierta de una pesadilla, ha llegado el momento de dimitir como padre, pensó Héctor mientras se sentaba en el sofá, dolorido y de mal humor.

—Me quedé dormido acá. ¿Y tú qué haces despierto a estas horas? —contraatacó, en un alarde absurdo de recuperar su dignidad paterna al tiempo que se masajeaba la parte izquierda del cuello.

Guillermo se encogió de hombros sin decir nada. Como habría hecho Ruth. Como había hecho Ruth tantas veces. En un gesto automático, Héctor buscó un cigarrillo y lo encendió. Las colillas rebosaban del cenicero.

—No te preocupes, no me dormiré aquí de nuevo. Vete a la cama. Y acuérdate de que salimos mañana temprano.

Su hijo asintió. Mientras lo veía caminar descalzo hacia su cuarto, pensó en lo duro que era ejercer de padre sin Ruth. Guillermo aún no tenía quince años, pero a veces, mirándolo a la cara, se diría que era mucho mayor. Había en sus rasgos una seriedad prematura que a Héctor le dolía más de lo que quería admitir. Dio una profunda calada al cigarrillo y, sin saber por qué, apretó el botón del mando a distancia. Ni siquiera recordaba qué había puesto esa noche. Con las primeras imágenes, esa foto fija en blanco y negro de Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg, reconoció y recordó. Al final de la escapada. La película favorita de Ruth. No se sintió con ánimos de volver a verla.

Aproximadamente diez horas antes, Héctor contemplaba las paredes blancas de la consulta del psicólogo, un espacio que conocía bien, con un punto de incomodidad. Como de costumbre, el chaval se tomaba su tiempo antes de empezar la sesión, y Héctor todavía no había llegado a determinar si esos minutos de silencio servían para que el otro calibrara su estado de ánimo o si simplemente el tipo era de arranque lento. En cualquier caso, esa mañana, seis meses después de su primera visita, el inspector Salgado no estaba de humor para esperas. Carraspeó, cruzó y descruzó las piernas hasta que, por fin, inclinó el cuerpo hacia delante y dijo:

—¿Le importa si comenzamos?
—Por supuesto. —Y levantó la vista de sus papeles aunque no añadió nada más.

Permaneció en silencio, interrogando al inspector con la mirada. Tenía un aire de despiste que, combinado con sus rasgos juveniles, hacían pensar en un niño prodigio de esos que resuelven ecuaciones complejas a los seis años pero que a la vez son incapaces de darle una patada a un balón de fútbol sin caerse. Una impresión falsa, Héctor lo sabía. El chaval disparaba poco, cierto; sin embargo, cuando tiraba tenía puntería. De hecho, la terapia, que había empezado como una imposición laboral, se había convertido en una rutina, primero semanal y luego quincenal, que Héctor había seguido por voluntad propia. Así que esa mañana respiró hondo, tal como había aprendido, antes de contestar:

—Disculpe. El día no arrancó muy bien. —Se echó hacia atrás y clavó la vista en un rincón del despacho—. Y no creo que acabe mejor.

—¿Dificultades en casa?
—Usted no tiene hijos adolescentes, ¿verdad? —Era una pregunta absurda, ya que su interlocutor habría tenido que ser padre con quince años para tener un vástago de la edad de Guillermo. Se calló un momento para reflexionar y, en tono fatigado, prosiguió—: Pero no es eso. Guillermo es un buen chico. Creo que el problema es que nunca dio problemas.

Era cierto. Y aunque muchos padres estarían satisfechos con esa aparente obediencia, a Héctor le preocupaba lo que no sabía: lo que su hijo tenía en la cabeza era un misterio. Jamás se quejaba, sus notas eran regulares, nunca excelentes pero tampoco malas, y su seriedad podía ponerse de ejemplo para chavales más locos, más irresponsables. Sin embargo, Héctor notaba, o mejor dicho intuía, que había algo triste detrás de esa absoluta norm

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos