Lo que más quieres

Louise Doughty

Fragmento

cap-2

Prólogo

Los músculos tienen memoria. El cuerpo sabe cosas que la mente no reconoce. Había dos agentes de policía en mi puerta —uniformados, dispuestos—; y aun así, cuando la puerta se abrió ante ellos, en ese momento en que seguramente yo ya había empezado a comprender —incluso entonces—, mi mente buscaba ya otras explicaciones, dando vueltas y vueltas, como una rata en una jaula. La memoria de los músculos… no es lo mismo que el instinto, claro, pero están emparentados; los pianistas lo saben, y los bailarines de claqué, y cualquiera que haya dado a luz alguna vez. Lo saben incluso los que nunca han hecho un esfuerzo físico más intenso que atarse los cordones. El cuerpo es más rápido que la mente. En el cuerpo se puede confiar.

Han tardado más de lo debido en venir a casa a darme la noticia. Betty no llevaba documentación que la identificase. La agente de policía me lo explica con cortesía, con tono neutro, pero yo opto por tomármelo como una crítica. Estoy sentada en el sofá, justo en el borde. La chimenea de gas está encendida. En la alfombra, delante de mí en el suelo, hay un suplemento de algún periódico del fin de semana anterior, abierto por donde lo dejé. Lo estaba leyendo esta mañana, acurrucada junto al fuego. El agente más joven, delgado y pálido, está de pie en la puerta. La mujer al mando —mayor, rubia— se ha sentado a mi lado, aunque tiene el cuerpo vuelto a medias para así poder mirarme de frente. Les he hecho pasar. Les he pedido que me expliquen la noticia dentro de casa.

Intento comprender lo que me dicen, la situación en conjunto, pero me quedo en el detalle. Que no llevaban nada que las identificase.

Ellas. Iba con su amiga Willow. Willow y Betty.

—Tiene nueve años —digo.

La agente de policía capta mi mirada, la absorbe como si fuese agua. Lo noto por el modo en que me devuelve la mirada, tanteando. La han entrenado para no eludir mis ojos, si así lo exigen las circunstancias. No flaquea. Su colega masculino es el discreto, mira al suelo. Forman un equipo, aunque tengo la posibilidad de elegir a uno de los dos. La elijo a ella.

—Solo tiene nueve años —repito.

Los niños de nueve años no llevan encima tarjetas de crédito ni carnets de conducir. Mi niña de nueve años ni siquiera tiene móvil.

La agente no entiende qué quiero decir.

—Lo siento de veras —dice.

En ese momento Rees, el hermano pequeño de Betty, irrumpe en la habitación. Lleva agarrada una grapadora en la mano derecha. Se lanza sobre mí y hunde la cabeza en mi regazo; un gesto provocado, a partes iguales, por su enfado y su cariño; y una alusión sin palabras al hecho de que le he prometido un premio, en abstracto, si se ponía a colorear en la cocina mientras yo hablaba con esos señores en el salón. El sentimiento de amor hacia mi hijo me sobrepasa, consciente e irrefrenable. Lo agarro por los hombros, trayéndolo hacia mí, aunque con torpeza. Notando que mi necesidad es más acuciante que la suya, se suelta de mí y se queda mirándome, de pie, a la espera. La agente se me acerca, poniéndose entre Rees y yo, y alarga una mano que se cierne por encima de mi hombro. No llega a tocarme, pero el gesto me resulta improcedente.

—Señora Needham, Laura, disculpe, pero ¿puede decirnos cómo localizar al padre de Betty?

Nuestros cuerpos actúan a menudo por cuenta propia. Pasa siempre. Por ejemplo, yo tendría que haber suspendido el examen de conducir —el coche se me caló dos veces cuando intentaba salir del centro de exámenes—, pero según íbamos por Clarence Road, asiendo yo el volante con fuerza, el examinador me dijo:

—Cuando yo dé un golpecito con el periódico en el salpicadero, usted haga una parada de emergencia. Quiero que frene en seco como lo haría si le saliese un niño delante del vehículo.

Después de apartarse todo el pelo de delante de la cara, dijo:

—Gracias, señorita Dodgson. Ya no le voy a pedir que haga esa maniobra más veces.

El padre de Betty y yo nos separamos hace tres años, cuando Betty tenía seis años, al poco de nacer Rees. Él y su pareja, Chloe, viven con su bebé en una urbanización nueva, en dirección a West Runton, esa para la que desecaron el estuario del río. Polémica, la urbanización, pero los bungalows tienen mucha luz y son espaciosos, idóneos para gente que quiere empezar de cero. Les compré una tarjeta de felicitación cuando nació su hijo. «Que el recién nacido os traiga mucha alegría», ponía en la dedicatoria, en estilizada cursiva. «Con cariño, Laura, Betty y Rees», escribí yo debajo, con boli. Les pedí a Betty y a Rees que hicieran dibujos de su nuevo hermanito y los metí en el sobre con la tarjeta. Cuando vino su padre a recogerlos para ir a ver al niño, le di una cesta de productos de aseo que le había comprado a Chloe en la tienda de artículos de recién nacido del paseo marítimo. La cogió con cara de sorpresa. Todos los artículos de la cesta eran blancos: jabón blanco, loción corporal blanca, una esponjosa toallita blanca, con un ancho lazo blanco atado sobre el envoltorio de plástico. Echó un vistazo a los productos de baño y luego de nuevo a mí, con una mirada lenta, evaluativa.

No pude mirarlo a los ojos.

—Ahora la cuidarás, ¿no? —dije.

Después de que se llevara a Betty y a Rees, me preparé un café y me lo tomé sentada a la mesa de la cocina, con un paquete de galletas a mano. Me puse a mirar por la ventana. Un viento salino, proveniente de la costa, azotaba el jardín. El viento en esta zona es como una lija. Me quedé mirando fijamente a la nada, a las rachas del viento. Las ramas del cerezo que tenemos en la parte de atrás rozaban y raspaban la puerta, como un animal desamparado pidiendo que lo dejaran entrar. No deberían haber plantado ese árbol tan cerca de la casa. Cuatro kilos, seiscientos gramos, treinta y dos horas dando a luz, y al final un parto con ventosa. Sentí curiosidad por saber si le habían hecho una episiotomía o la habían dejado desgarrarse. Antes era habitual hacer una episiotomía en un parto con ventosa, pero los tiempos han cambiado. Con Betty yo me desgarré muchísimo; tanto, que con Rees me pasó otra vez, justo por donde estaba la cicatriz. Al contrario de lo que les sucede a los músculos, el tejido cicatrizado no recuerda lo que le ha pasado con anterioridad. Es necio y obtuso.

Ni mi exmarido ni su mujer contestan cuando los llamo. Me imagino a Chloe de pie, junto al teléfono, con el niño en brazos. Decide no descolgarlo al ver mi número en la pantalla. Eso pasa a veces. Cuelgo sin dejar ningún mensaje y llamo al móvil de David, pero sale directamente el buzón de voz.

El compañero de la agente de policía va a buscar a mi vecina Julie para que se quede al cuidado de Rees. Rees va a la guardería con el niño pequeño de Julie —Alfie— y por eso la conoce bien, pero en cuanto entra por la puerta el niño me mira, luego mira a los policías —como si se estuviera percatando ahora de que llevan uniforme— y se pone a llorar. Julie lo saca de casa entre gritos y pataleos. Aunque no me mira, me doy cuenta de que a ella también le caen lágrimas por las mejillas. Me preocupa que pueda andar inquieta por algo, y que sea una carga excesiva pedirle que se haga cargo de Rees justo ahora. Entonces me doy cuenta de por qué llora. Me doy cuenta, aunque aún no lo sé. Mi mente parece estar en una especie

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