El pintor de Flandes

Rosa Ribas

Fragmento

cap-1

La cabeza de la gallina

La cabeza de la gallina cayó rodando en el barreño. Tras los agónicos cacareos del animal, se hizo un súbito silencio truncado sólo por el golpeteo de los borbotones de sangre en las paredes del recipiente de metal. La criada, sentada esparrancada en un poyo, sostenía el cuerpo en el aire. Las patas se agitaron aún unos segundos en un intento inútil de huida. Después cayeron inertes con las largas uñas apuntando al suelo. Mientras las miraba fijamente, Paul se preguntó si Carlos también habría pataleado cuando cayó su cabeza. ¿Se deja caer una testa coronada en un cubo o la recoge un cojín de seda?

—¡Hopla! ¡Cuánta sangre, majestad!

La criada levantó la vista con sorpresa. No lo había oído acercarse. Al verlo ensimismado contemplándola, le dirigió una mirada burlona.

—¿Ya tan temprano se ha servido el señor un vino? —Mantenía la gallina en alto, como una ofrenda, mientras el chorro de sangre se iba convirtiendo en un hilo y después en un goteo cada vez más espaciado. Sólo entonces dejó reposar el cuerpo sobre la falda.

—Ya estaba vieja y apenas ponía. Si se espera demasiado, la carne se vuelve tan dura que ni para comerla sirve. Con ésta aún saldrá un buen guiso.

La criada apretó los muslos y la pechuga de la gallina, tentando la consistencia de la carne. Un último chorro de sangre salió exhausto entre los jirones del cuello.

Paul le volvió la espalda y se encaminó hacia la puerta de la verja que rodeaba el patio anterior de la casa.

—Tú también te vas haciendo vieja, Alegranza, pero las carnes no se te ponen más duras.

La criada murmuró algo entre dientes, que él no pudo ni quiso entender. Cerró la cancela de un golpe y se alejó de la casa.

Decidió bajar otra vez al puerto. Quizás podría escuchar alguna noticia nueva sobre lo sucedido en Inglaterra. Cada día iba al puerto, en ocasiones incluso dos veces. Era el único lugar para saber qué ocurría en el mundo, fuera de la isla.

Carlos I había sido decapitado el 30 de enero, pero la noticia de su muerte le había llegado en esos días, a finales de marzo. Dos meses podía tardar en llegar una noticia a esa maldita isla. Dos largos meses más de exilio. ¿Por qué no se resignaba? ¿No habían bastado veintiséis años para convencerlo de que nunca abandonaría esa mancha en el Atlántico? Mientras bajaba hacia el puerto por una calle empinada y polvorienta, levantó la vista y se dijo que ya hacía demasiado tiempo que había empezado a odiar ese cielo siempre condenadamente azul, casi tanto como odiaba el verde aceitoso de las palmeras.

Al tomar la calle que desembocaba en el puerto, tuvo que dejar pasar un coche tirado por cuatro caballos sudorosos. En su interior vislumbró dos señoras, que, con fingida indiferencia, saludaron a los ocupantes de un coche similar con el que se cruzaron, como simulando una rúa. Era desoladora la ostentación de los gobernantes y sus esposas, empeñados en hacer de la isla un reflejo, cuanto más brillante, más patético, de la corte madrileña. Los veía pasar a diario en carruajes que se habían hecho traer de la Península y que llegaban con los ejes enmohecidos y los cojines de los asientos oliendo al salitre del viaje o a la ropa de algún marinero que se había echado a dormir en los bancos. Los mismos bancos sobre los cuales ahora se posaban los traseros de las damas, cubiertos por varias capas de paños y rasos. Sofocadas y malolientes, como todo y como todos en la isla, a pesar de la nube de perfume, traído también de la Península, con que procuraban envolverse. La isla entera estaba sumergida en un hedor agrio y salado, como si la cubriera una campana de vidrio invisible que aprisionara el sudor de sus habitantes y lo mezclara con la pestilencia que se desprendía de los miles de cuerpos hacinados en las bodegas de los barcos que venían de África. Las costas del continente no quedaban lejos y los barcos negreros hacían escala con frecuencia en las islas antes de llevar su carga oscura al Nuevo Mundo.

Y el puerto no era más que un reflejo de la ciudad completa; sucio, bañado en la fetidez de miles de pescados muertos, del olor dulzón de cientos de cajas de frutos, de las heces de decenas de animales transportados en las naves; lleno de marineros camino o de vuelta de las Indias buscando la última o la primera puta antes de seguir el viaje. Pero era también su mejor fuente de información. Los recién llegados traían siempre novedades; uno podía escucharlas en cualquier taberna o comprar hojas y pasquines con relatos de los sucesos más notables.

Se acercó como siempre a la tienda del cambista. Era una especie de semisótano al que se accedía bajando cinco escalones de humedad perenne. El mar quedaba a pocos metros. El cambista era un sevillano que ya vivía en la isla a su llegada al destierro. Cuando el capitán del barco que lo había traído lo dejó en tierra, hizo que uno de sus hombres acompañara a Paul hasta ese sótano. Allí se encontró por primera vez con el cambista, que tras leer el pliego que el marinero le había entregado, le dijo:

—Según estas cartas, cada tres meses recibiréis una renta de la Corona española que podréis recoger aquí. La primera os la abonaré de inmediato.

Despidió al marinero y le ofreció asiento y un vino.

Tras este encuentro, las visitas del pintor no se limitaron a acudir varias veces al año para recoger su renta, sino que pronto se aficionó a la hospitalidad del cambista, que no sólo era un buen conversador, sino que se descubrió como una de las personas mejor informadas de la isla: se enteraba de todo lo que sucedía allí, sabía todo lo que pasaba fuera. A las pocas horas de que arribara un barco, el cambista ya se había puesto al día de las novedades y había comprado copias de los pliegues o panfletos que trajeran los marineros.

Al verlo entrar esta vez, el cambista lo saludó con su afabilidad habitual. Parecía haber estado esperándolo, porque sacó de un cajón unas hojas de papel basto que le tendió sin decir palabra. Paul leyó la primera de las hojas. Era un relato del «sangriento y atroz crimen sucedido en Inglaterra». En el texto se contaba con detalle la prisión y la muerte de Carlos I a manos de Cronwell. El relato iba acompañado de grabados que mostraban el momento de la decapitación, la espada del verdugo en alto, ante él, el rey arrodillado, la cabeza apoyada sobre un bloque de madera, mostrando el cuello desnudo, la camisa desgarrada por la nuca y las manos atadas a la espalda. El rostro no expresaba nada, como si ya estuviera muerto antes de la ejecución. En cambio, la cara de Cronwell reflejaba su momento de triunfo. No podía apartar los ojos de la escena.

—¿Vino?

Aceptó la invitación del cambista y se sentó en la mesita que éste tenía al lado de una ventana que quedaba a la misma altura que la calle. Mientras bebían, fue leyendo el panfleto. El cambista observaba distraído las piernas de las personas que pasaban sin cesar ante la ventana. Cuando se cansó, se volvió hacia Paul.

—Si quieres saber más de la historia, creo que por el puerto rondan varios ingleses. Los puedes encontrar en la taberna del Catalán. He oído que se quedan una semana y después parten para Dover y Brujas.

—No. Creo que ya tengo bastante. Además, no quiero que me vean hablando con ingleses.

—No hay peligro, se hacen pasar por alemanes.

Pa

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