Porque sí

Daniel Glattauer

Fragmento

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Índice

 

Portadilla

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Cita

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Veinticinco

Veintiséis

Veintisiete

Veintiocho

Veintinueve

Treinta

Treinta y uno

Nota

Sobre el autor

Créditos

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La explosión me ensordece. La plaza del mercado está en llamas. Los que siguen corriendo, es porque han sobrevivido. Me alegro por ellos. A menos de cinco metros de mí, rueda una señora mayor sobre el asfalto. Tiene en la cabeza restos rojos de metralla. Ya nadie puede ayudarla. Nadie puede ayudarme. Yo observo la mano que ha lanzado la granada. Mi mano. No puedo reconocer nada malo en ella.

XAVER LORENZ

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UNO

 

 

 

Yo no quería estropear el día antes de que llegara la noche y, en cuanto sentí que estaba despierto, me puse en pie. «Sobre todo, no pensar», pensé. La tira de pasta de dientes rosa se mantenía en el centro del cepillo. Los días malos solía resbalarse al presionar el tubo y se escurría por un lado del cepillo para caer después en el lavabo. Y allí se quedaba pegada, como un triste montoncito de percance. Normalmente lo enjuagaba. Por suerte, yo no era una persona depresiva.

Esta vez había acertado. Era un buen día. Más no pensé. Vi en el espejo mi rostro normal. A veces por la mañana me miraba la lengua. Ese día no. A veces me retiraba el flequillo de la frente. Ese día no. A veces me contaba las canas de las sienes. Hacía semanas que ya no. Ya en la cocina, puse agua a calentar y la vertí en la tosca taza amarilla en la que había puesto una bolsita de té negro con sabor a melocotón antes de acostarme. Lo hacía siempre así. Siempre la misma taza amarilla. Siempre té negro con sabor a melocotón. Y siempre dejaba preparada la bolsita en la taza la noche anterior. Así ya sabía algo de lo que sucedería al día siguiente. Ya no me sentía tan receloso.

El pequeño bolso de viaje se había hecho solo. Me llevaba únicamente ropa negra y azul, suave y abrigada. Mis jerseys favoritos, así como los pantalones bonitos que hacían pensar a las mujeres «pantalón bueno, hombre interesante», se quedaban en casa. Al salir, sentí que ese era uno de los momentos más difíciles del día, pero supe controlar la situación porque me prohibí pensar en ello. Cerré los ojos: dos seis cero ocho nueve ocho. Inolvidable. Di vuelta a la llave hasta que hizo tope: la puerta de mi piso quedaba bien cerrada y eso me dio seguridad. Metí el bolso en el coche y lo puse en marcha.

A las once estaba en casa de Alex, como le había prometido. Ella estaba apoyada en el marco de la puerta. Le puse las manos sobre las orejas, calientes, y le dije: «Deja que te vea», o alguna tontería por el estilo. Viéndola tuve la impresión de que ante mí se encontraba una mujer que solo necesitaba pegar un buen bufido para poder comenzar una nueva vida. Lo que más me habría gustado a mí habría sido besarla y empezar esa nueva vida con ella. No; lo que más me habría gustado a mí habría sido besarla.

—¿Ya han llegado los otros? —le pregunté.

—Malas noticias, Jan —respondió Alex.

—No viene nadie más —bromeé yo.

—¿Son muy malas? —me preguntó.

Con eso quedó claro que prefería hacerlo solamente con mi compañía. Cambiarse de casa. Abandonar la casa. Dejar plantado a Gregor. Era sábado. Cuando él regresara el domingo por la tarde de su seminario (ella se llamaba Uschi), el piso tenía que estar vacío. Eso significaba: cien metros cúbicos de madera maciza, metal pesado, porcelana de calidad y similares tenían que ser arrastrados escaleras abajo a lo largo de tres pisos para después ser transportados escaleras arriba hasta el segundo piso de alguna otra casa.

—¿Ya has desayunado? —preguntó Alex.

Yo sonreí. En mi interior pegué un gritó. Ella desayunó, yo la observé, ella me observó mientras yo la observaba.

—¿Te pasa algo? —preguntó.

—¿Qué me debería pasar? —pregunté yo.

A mí hasta el momento nunca me había pasado nada.

El traslado se prolongó hasta la oscuridad de ese día de octubre. Fuera caía una lluvia brutal, como siempre que había un cambio de estación en esa ciudad. Por suerte, yo no era una persona depresiva. Una vez que el trabajo ímprobo estuvo hecho, Alex me permitió que tomara un baño caliente en su nuevo piso. Me sentó bien, sin quererlo siquiera. Intenté aprovecharlo para distraerme y pensar en sexo. Pero la idea no evolucionó bien: enseguida dio un salto y se concentró en Delia, así es que tuve que acabar con ella de inmediato.

Alex me trajo una toalla. Se tapó con ella la vista para que yo no me sintiera avergonzado. Yo agarré la toalla y la puse a un lado para mostrarle que no me daba vergüenza. Por desgracia el sexo no funcionaba si no había algo de excitación; porque a los dos nos habría venido muy bien.<

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