Memento mori (Versos, canciones y trocitos de carne 1)

César Pérez Gellida

Fragmento

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PRELUDIO

Puede resultar sorprendente, pero no recuerdo el momento exacto en el que decidí sentarme a escribir. Mucho menos del día concreto en el que lo hice, allá por el mes de octubre del año 2011. Sí me acuerdo bien, sin embargo, del propósito que me empujó a hacerlo: atrapar en el papel una historia que crecía día a día —o, mejor dicho, noche tras noche— en mi cabeza. Hago este inciso porque en aquel momento de mi vida me costaba mucho conciliar el sueño y solía utilizar un método que me funcionaba, al menos, para no molestar a la persona que dormía a mi lado. Consistía en inventarme una trama con la que me entretenía hasta que me quedaba dormido y que retomaba la noche siguiente en el punto donde recordaba haberme quedado la anterior. Una de estas historias nació a raíz de un artículo que despertó mi curiosidad y en el cual se mencionaba que la OMS establece que en torno a un 2,5 % de la población mundial sufre algún tipo de trastorno antisocial de la personalidad. Me pareció una cifra muy muy alta y empecé a investigar sobre ello. En internet encontré mucha información sobre la psicopatía y la sociopatía, lo cual me derivó hacia el maravilloso mundo de los asesinos en serie, la investigación criminal y un largo etcétera que bien podrían convertirse en los ingredientes básicos de una novela que, en realidad, nunca me había planteado escribir.

Pero lo hice.

Por aquel entonces trabajaba como director comercial y de marketing en Canal Ocio Europa, una empresa de distribución de películas y videojuegos a nivel nacional, y lo cierto es que no tenía ningún motivo para cambiar de trabajo. Todo lo contrario. Me gustaba lo que hacía, tenía un buen salario y mi relación tanto con mis jefes como con mi equipo era excelente. El detonante fue el hecho de contar, por circunstancias personales, con más tiempo del que estaba acostumbrado a malgastar, y no me pareció mala idea intentarlo. Lo primero que hice fue acudir a un psicólogo con el propósito de comprender cómo funcionaba la mente de un sociópata narcisista, y lo siguiente consistió en buscar a otro experto que me ha acompañado desde entonces en este viaje de más de una década: un inspector de homicidios en activo al que llamaremos Urtzi, un tipo al que me fui ganando poco a poco y que me ayudó a conocer los procesos de investigación policial con la idea de plasmarlos en la ficción de la forma más realista posible. Sin su colaboración, nada de lo mucho o poco que he logrado habría sido posible. Llevaba seis capítulos escritos cuando se me ocurrió enseñárselos a Diego Zarzosa, mi socio en IRC —una empresa de representación de jugadores de rugby—, quien tenía relación directa con Michael Robinson. Este, entusiasmado tras su lectura, me dijo que, si era capaz de terminar la novela a la altura de lo que había leído, se encargaría de abrirme las puertas del mundo editorial. El problema, y no era uno menor, era que me resultaba muy complicado compatibilizar mis obligaciones profesionales con esto de aporrear el teclado, por lo que, tras valorarlo mucho, resolví dejar mi trabajo y dedicarme a tiempo completo a la escritura. Este cambio sustancial no habría sido posible sin la comprensión del que era el máximo responsable de mi empresa, Matías Fraile, al que estaré eternamente agradecido por ello.

Con todo a favor —o eso quería creer yo—, me dispuse a enfrentarme a un reto que para mí era nuevo: tejer una trama que fuera distinta a lo que venía leyendo en el ámbito de la novela negra española. Pero no porque no me gustara, sino por el mero hecho de diferenciarme. Ahí estaba la clave. Yo no contaba con ninguna formación en el arte de la escritura, por lo que no me quedó otro remedio que replicar el método que utilizaba en mis noches de insomnio: visualizar una y mil veces una escena antes de trasladarla al papel. Siempre hacia delante, sin mirar atrás. A lo loco, sí, pero dando especial importancia a la interpretación de los personajes. Cedí un espacio de mi cabeza para que entraran Augusto Ledesma, Ramiro Sancho, Carapocha y Erika Lopategui, entre otros. La narrativa audiovisual, por tanto, se transformó de un modo casual en lo que mejor definía mi estilo de escritura.

Aquella primera novela publicada por Suma de Letras —que es la que hoy sostienes en tus manos— terminó convirtiéndose en el éxito editorial de un escritor novel con muchas ganas de contar historias. Historias que, tengo que reconocer, siempre quise que algún día fueran adaptadas para vivir una segunda vida en la pantalla. Han transcurrido algo más de ocho años desde que firmé mi primer contrato de cesión de derechos audiovisuales. Ocho años de avances y retrocesos, idas y venidas, momentos ilusionantes o de profunda decepción al ver que el proyecto no terminaba de cuajar, un proyecto liderado por Jose y Sara Velasco, de Zebra Producciones, y del cual he sido siempre partícipe en la parte que me tocaba, es decir, de lo relacionado con el guion. Y para ello me preparé durante algo más de dos años en los que dediqué tiempo y esfuerzo a conocer un arte que muy poco o nada tiene que ver con escribir novelas. Porque lo narrativo y lo audiovisual son lenguajes diferentes y, por tanto, requieren técnicas distintas a la hora de construir un argumento, pero, más allá de eso, sobre todo estudié esta disciplina para poder entenderme con los guionistas. Desde el principio asumí que mi participación en el argumento solo sería productiva si lograba ser permeable a la hora de adaptar una historia que germinó en mi cabeza, sí, pero que ahora estaba en manos de terceros porque yo así lo había querido, personas desconocidas cuya obligación es hacer que la adaptación funcione de forma independiente. Por este motivo, hay partes de esta novela que no se han incluido en la serie, al igual que se han rodado secuencias que yo no escribí en la novela. Escenas fabulosas que, no me cuesta reconocerlo, me habría gustado parir a mí, pero que son hijas de Luis Arranz y su equipo de guionistas. Bravo, amigos. Algo más tarde se subió al barco Marco Castillo, un tipo con el que empaticé el mismo día que lo conocí en Valladolid. Un director con experiencia y mucho talento, pero sobre todo un valiente a la hora de plantear y defender sus ideas como realizador de una serie con la que quería huir de cualquier convencionalismo. Si algo aprendí durante las trece semanas que duró el rodaje de la serie es la importancia que tienen todos y cada uno de los intervinientes, que se dejan la piel en jornadas maratonianas marcadas por un cronómetro que se alza cual espada de Damocles sobre sus cabezas. Mi reconocimiento absoluto para la gente de dirección, fotografía, iluminación, sonido, maquillaje, vestuario, arte, producción, FX, montaje y edición.

Unos fieras.

Y qué decir del reparto. Yon González, Francisco Ortiz, Juan Echanove, Olivia Baglivi y el resto de las actrices y los actores que han dado vida a los personajes de Memento mori. Profesionales que han intoxicado mi mente hasta tal punto que ya no sería capaz de escribir sobre ellos sin ver sus caras, sin escuchar sus voces. Ojalá l

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