La piel dorada

Carla Montero

Fragmento

cap-2

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Viena, marzo de 1904

En Viena todo el mundo la conocía y se preciaba de conocerla. Todos la llamaban Inés, desde las criadas hasta las damas de más alta alcurnia. A veces, se referían a ella como «la donna», pero únicamente porque creían que el acento que endulzaba su alemán era italiano. En realidad, nadie sabía nada de ella, ni quién era ni de dónde venía.

El inspector Karl Sehlackman estaba seguro de haberla visto por primera vez en un burdel; aunque por aquel entonces desconocía que se trataba de Inés y en ningún caso se hubiera esperado encontrarla en lugar semejante.

Si al menos se hubiera dejado ver en un prostíbulo de lujo en el centro de la ciudad, de esos que frecuentaban los caballeros nobles y adinerados... Pero no, aquello era un agujero del infierno escondido en un suburbio obrero, que estaba regentado por una tal madame Lamour. El inspector conocía bien a madame Lamour. Según su ficha policial, aquel nombre tan sugerente como poco imaginativo ocultaba la verdadera identidad de una mujerzuela tan vulgar como su nombre real: Gertrude Schmid. Frau Schmid era chabacana, granuja y una delincuente habitual, que acumulaba antecedentes por escándalo público, desacato a la autoridad, hurto y estafa, entre otros. Ella misma era reflejo fiel de su negocio: viejo, feo, sórdido, deshonesto, apolillado, barato... Y las chicas... Las chicas tampoco parecían diferentes: no eran en absoluto bonitas y la mayoría superaba la cuarentena.

Dadas las circunstancias, resultaba prácticamente imposible que la presencia de aquella mujer llamada Inés pasase inadvertida en semejante lugar, por antagónica con todo lo que la rodeaba. Como un atardecer púrpura en la cima de un basurero.

El inspector Sehlackman procuró abstraerse del ambiente mientras se empeñaba en descifrar el perfil de porcelana semioculto bajo la capucha de una amplia capa azul marino. Mas poco duró aquel instante a cámara lenta de imágenes rotas como los sueños confusos, sin tacto ni olfato ni oído, sin respiración. En cuanto madame Lamour advirtió la presencia del policía en el hall, corrió a su encuentro cortándole el paso con su envergadura, no sin antes hacer una señal rápida a sus chicas para que se ocultasen primero los pechos y después ellas mismas en el piso de arriba.

—Querido inspector Sehlackman, ¡cuánto me honra con su visita! —exclamó a viva voz madame Lamour mientras gesticulaba con exceso de teatralidad—. Permítame acompañarle a la salita e invitarle a tomar un té.

Karl oteó por encima del hombro de la madame ansioso por no perder de vista a la extraña mujer de la capa. Sin embargo, en el hall solamente quedaba un rastro ondeante de seda azul, como un telón que pone fin al espectáculo. Por un momento pensó que se había tratado de una visión mágica.

Parpadeó y trató de concentrarse en su desagradable interlocutora.

—Ahórrese las atenciones, Gertrude. —Colocó la voz por encima de la música de una pianola y las risotadas que provenían de dentro de la casa—. Para empezar, dudo de la salubridad de su té y, para continuar, no vengo por un asunto oficial, de modo que no es necesario que me dore la píldora.

Una vez aclaradas las intenciones del inspector, la actitud de madame Lamour cambió en un abrir y cerrar de ojos. Su rostro grotesco se torció con una sonrisa de picardía y, aproximándose al joven, adelantó el pecho como si quisiera hacer que topara con aquellos grandes senos que parecían a punto de escaparse de entre las puntillas ennegrecidas de su ropa interior.

—Ah, mi querido inspector, entonces es que por fin se ha decidido a probar a una de mis chicas... Por tratarse de usted, a la primera invita la casa —susurró cerca de su cara con voz ronca y aliento de anís.

Karl dio un paso atrás sin poder quitar la vista de una verruga peluda que brotaba junto a sus labios.

—Lo cierto es que no... gracias. Ya nos conocemos, Gertrude, y no sé qué me mataría antes, si su té o sus chicas.

La mujer se mostró ofendida en lo más profundo de su honor. Se cerró el chal sobre su escote casi desnudo, como si echara vengativa las cortinas sobre una ventana al paraíso.

—No sé de qué me habla. Yo soy una mujer temerosa de Dios, del emperador y de sus leyes. Todos mis papeles están en regla.

—No me obligue a pedírselos... Vayamos al grano, madame: estoy buscando a esta persona...

El inspector sacó una fotografía de su bolsillo y se la mostró a Gertrude, quien deslizó la mirada por encima de ella con escaso interés.

—No me suena. Por aquí pasan muchas personas, sobre todo hombres. No querrá que me fije en cada uno de ellos.

Consciente de que la madame no estaba dispuesta a colaborar, Karl no se anduvo por las ramas.

—Echaré un vistazo por el salón —afirmó, avanzando un paso hacia el interior de la casa.

Gertrude se interpuso en su camino con actitud más nerviosa que desafiante.

—Espere un momento... ¡Ese hombre podría estar en cualquier parte! ¿Y si ha alquilado una habitación y se encuentra descansando? ¿Con qué derecho quebranta usted la tranquilidad y la intimidad de mis clientes? No puedo permitirle entrar así como así.

Karl, que no estaba de humor para bromas ni para incordios, clavó la mirada en esa vieja ramera osada con la intención de recordarle quién tenía la sartén por el mango en aquella situación.

—Verá, madame Lamour —anunció con sorna—. Voy a entrar en su inmundo salón y, por su bien y por el mío, ruegue a Dios para que encuentre allí a quien busco o, de lo contrario, me veré obligado a echar abajo a patadas la puerta de cada uno de sus cuartuchos hasta que dé con él. Todo ello con el derecho que me otorga ser la persona que mañana mismo podría cerrarle este garito infesto.

Sin más contemplaciones, el inspector Sehlackman se dispuso a cumplir con su cometido dirigiéndose al salón, mientras madame Lamour se quedaba plantada en mitad del hall rumiando su impotencia.

El salón estaba envuelto en una nube de humo que le escoció en los ojos nada más entrar; un hedor a sudor y alcohol rancio le golpeó la nariz. En mitad del tumulto y el ruido —una música horrible de pianola desafinada, gritos y risas estridentes—, Karl empezó a escrutar los rostros demudados de vicio y lujuria que allí se congregaban, toda una galería de fealdad y depravación.

Nadie reparó en su presencia, tan absortos como estaban en su propio placer carnal: el de la bebida, el juego y el sexo. De modo que pudo pasearse por el lugar, esquivando putas y borrachos, sin ser importunado. Hasta que, finalmente, dio con él.

Encontró a Hugo en un rincón oscuro al fondo del local, sentado a una mesa sobre la que corrían las cartas y el alcohol. Su cabeza descansaba en los senos marchitos de una puta vieja, escasa de ropa y sobrada de maquillaje, mientras que otra no mucho más joven le marcaba el cuello con besos rojos de carmín y le recorría el pecho con caricias callosas por debajo de la camisa entreabierta. Bebía de una botella de vidrio verde, probablemente colonia pese a la engañosa etiqueta que rezaba VODKA. Estaba muy borracho, pero aún conservaba la consciencia suficiente como par

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