Proyecto Kraken (Wyman Ford 4)

Douglas Preston

Fragmento

cap-2

2

Melissa Shepherd se saltó su habitual desayuno compuesto por un café largo y un pedazo de tarta y lo sustituyó por dos vasos de agua mineral. Quería empezar el día con el estómago vacío. No quería vomitar como la última vez, cuando el Curiosity aterrizó en Marte. Los huevos fritos terminaron en su bata blanca de laboratorio y la convirtieron en la estrella de un vídeo viral de YouTube donde todos sus compañeros aparecían aplaudiendo cuando el Curiosity tocó tierra y a ella se la veía manchada por su propio desayuno.

Tenía por delante una mañana de más tensión aún que la del Curiosity. Entonces era solo técnica de nivel medio, pero ahora dirigía un equipo. Era el día de la primera prueba en directo del Explorer de Titán, que había costado cien millones de dólares, y de su pack de software.

Llegó a las siete. No estaba sola, un grupo de técnicos había estado toda la noche cargando la Botella para el ensayo, pero sí fue lo bastante madrugadora para encontrarse las gigantescas instalaciones de prueba casi vacías, pobladas por los ecos inquietantes que creaban cada uno de sus pasos en los amplios espacios. El Complejo de Simulación de Entorno era uno de los edificios más grandes del campus aeroespacial Goddard, una especie de nave industrial que ocupaba dos hectáreas, llena de máquinas raras y salas de ensayo. Era donde se congelaban, batían, calentaban, freían, irradiaban, centrifugaban y bombardeaban con sonido los satélites y sondas espaciales a fin de comprobar si eran capaces de sobrevivir a las fuerzas del despegue y a las condiciones extremas del espacio exterior. Si tenían que fallar, mejor que lo hicieran ahí, donde podían repararse y rediseñarse, no en el espacio, donde no existía esa posibilidad.

El primer ensayo del Explorer de Titán no se ajustaba al test Goddard habitual. No simularían el vacío y el frío del espacio. Iban a recrear la superficie de Titán, la mayor luna de Saturno, un entorno mucho más hostil.

Melissa Shepherd se paseó sin prisas por la zona de pruebas, respirando el olor a aparatos electrónicos calientes y a productos químicos, al tiempo que recorría con la mirada las gigantescas y mudas máquinas de ensayo. Finalmente llegó a la cámara central de pruebas, conocida como «la Botella». Instalada en una sala estéril de clase 1000, estaba hecha de paneles de plástico con un sistema laminar de filtrado de aire. Fue al vestuario y se puso la bata, los guantes, el gorro, la mascarilla y las botas. Después de tantas veces, lo hizo sin pensar.

Movió la pesada cortina de plástico y entró en la zona esterilizada. Dentro sonaba un ligero silbido. El aire era frío, seco e inodoro, filtrado hasta quedar prácticamente desprovisto de motas de polvo y partículas de vapor de agua.

La Botella, el tanque de acero inoxidable de doce metros de diámetro y casi treinta de alto, se erigía frente a ella. Estaba rodeado de abrazaderas metálicas, tuberías y conductos de todo tipo. En el interior, los ingenieros habían recreado una pequeña porción del mar de Kraken, el océano más largo de Titán, para probar el Explorer en condiciones reales. Hoy era el día elegido.

La mayor de las lunas de Saturno constituía una excepción en el sistema solar, porque era la única dotada de atmósfera. Tenía mares. Tenía lluvia, nubes y tormentas. Tenía lagos y ríos. Tenía estaciones. Tenía montañas, volcanes en erupción y desiertos con dunas esculpidas por el viento. Y todo ello a pesar de que en su superficie la temperatura oscilaba en torno a los 180 grados bajo cero.

En Titán el líquido no era agua, sino metano. Las montañas no estaban hechas de roca, sino de hielo. Los volcanes en erupción no escupían lava fundida, sino agua líquida. La atmósfera era densa y tóxica. Los desiertos eran acumulaciones de pequeños granos de alquitrán tan fríos que se comportaban como la arena agitada por el viento en la Tierra. Todo ello formaba un entorno extremo, pero también con posibilidades (remotas) de albergar vida; no como la de la Tierra, sino una forma basada en el hidrocarburo y capaz de existir a casi doscientos grados bajo cero. Se trataba de un mundo realmente extraterrestre.

El Explorer era una lancha motora diseñada para explorar el mar de Kraken.

Melissa Shepherd se detuvo frente a la Botella, cuya forma grotesca recordaba una cámara de torturas.

Aún no acababa de creerse que fuera una de las principales integrantes del proyecto Kraken, la primera tentativa de explorar Titán. Era un sueño hecho realidad. Su interés por Titán había empezado a los diez años, edad a la que leyó la novela de Kurt Vonnegut titulada Las sirenas de Titán. Seguía siendo su libro favorito, y lo releía sin descanso, pero ni siquiera un genio como Vonnegut podría haber imaginado un mundo tan extraño como el verdadero Titán.

Sacó la lista del día y empezó a repasarla visualizando las pruebas decisivas que tendrían que realizar. Mientras el reloj se acercaba a las ocho fueron llegando los demás, que la saludaron con un movimiento de cabeza o con una sonrisa. A las nueve empezaría la cuenta atrás de verdad. Al ver entrar a sus colegas, entre conversaciones y risas, volvió a sentirse una intrusa. Nunca se había sentido muy cómoda entre sus compañeros de la NASA, que eran casi todos unos megaempollones, gente de gran inteligencia y resultados muy por encima de la media salida de sitios como el MIT o Caltech. Ella no podía participar en sus anécdotas nostálgicas sobre el día en que habían ganado el concurso de ortografía, sus triunfos en el club de matemáticas o su participación en el concurso Intel de nuevos talentos científicos. Cuando ellos eran los preferidos del profesor, Melissa reventaba coches y robaba las radios para comprar droga. Había acabado el instituto de milagro, y a duras penas había entrado en una universidad de tercera. Su inteligencia no respondía al prototipo habitual, sino que era distinta, incontrolable, neurótica e hipersensible, llena de manías y obsesiones. Sus momentos de mayor felicidad eran cuando estaba a solas en una habitación oscura y sin ventanas, programando como loca y muy lejos de los seres humanos, tan descuidados e imprevisibles. Aun así, en la universidad había logrado controlar su conducta neurótica e hincar los codos. Al final habían reconocido su peculiar genialidad, y aquello le había permitido sacarse el máster en informática de la Universidad de Cornell.

El problema se veía agravado por otro, fuente a su vez de incesantes dificultades para ella: que era una rubia de metro ochenta, con las piernas largas, pecas y una nariz bonita y respingona. Se daba por hecho que las chicas así eran tontas. No entraba dentro de lo previsto que fueran ingenieras espaciales. Lo único que la salvaba de ser una copia de Barbie era un gran hueco entre sus dientes delanteros, lo que se llamaba un diastema. Durante su adolescencia se había negado tercamente a que se lo arreglasen, a pesar de los ruegos de su madre, y ahora se alegraba. ¿Quién se habría imaginado que una sonrisa de dientes separados sería una ventaja laboral dentro de la profesión que había escogido?

Aún le sorprendía que la hubieran puesto al frente del equipo que programaba todo el software del Explorer. La tarea le había provocado un grave síndrome del impostor, aunque mientras trabajaba en el problema, arduo como pocos —y a

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