Víctor Ros y el gran robo del oro español (Víctor Ros 5)

Jerónimo Tristante

Fragmento

cap-1

 

 

 

Madrid, otoño de 1883

Es un domingo frío y son las ocho de la tarde. Hace dos horas que oscureció y la gente busca ya el calor de sus hogares ante otro lunes que se avecina. Dos paseantes arrebujados bajo sus capas frenan el paso y contemplan con asombro cómo tres carruajes negros, recios e inmensos, surgen de la plazuela del Ángel para llegar a pararse frente al edificio del Banco de España, sito delante del teatro Romea. Por la plazuela de la Provincia aparecen otros tres coches y dos más se suman al conjunto desde la calle de Esparteros. Son todos iguales. Ocho. Enormes. Aquello llama la atención.

Algunos curiosos se acercan a echar un vistazo, pues la imagen impone. Más de media docena de carromatos fuertemente reforzados con placas de metal, pintados enteramente de negro, tirados por formidables caballos del mismo color y con dos tipos de gran estatura en el pescante: uno que lleva las riendas y otro que vigila con una escopeta recortada. Van embozados. Visten abrigo con elevadas solapas y una gran chistera negra. Ropas de calidad. No hablan ni dicen nada. Apenas si miran a los transeúntes, como el que sabe qué tiene que hacer.

Un paisano da un toquecito con el brazo a su esposa y dice:

—Aquí pasa algo, cariño.

Los dos guardias que vigilan la puerta del banco comienzan a sospechar que, en efecto, algo malo ocurre cuando, sin mediar aviso, empiezan a surgir individuos a toda prisa del interior de los carruajes. Todos visten igual, son fornidos, altos, van embozados y de negro. Uno de ellos se dirige hacia los dos guardias sin mediar palabra y, tras sacar un revólver, los elimina de sendos disparos en la cabeza. No les da tiempo a reaccionar. Los dos agentes caen desplomados ante los gritos de los pocos testigos que han presenciado el incidente.

Los curiosos huyen en todas las direcciones, una mujer grita presa del pánico y se inicia una loca desbandada que es aprovechada por la veintena de hombres para acercarse al inmenso portón. Todo parece estudiado de antemano y dos de ellos, que portan una suerte de inmensa bola, la dejan junto a la entrada y prenden una mecha que sale del artefacto. Todos se apartan diligentemente, sin miedo, como si fueran tipos bragados, quizá militares en un pasado no muy lejano, y esperan la tremenda explosión que sacude los cimientos del edificio. La deflagración hace temblar el suelo de medio Madrid. Hay ruido de cristales rotos, gritos y personas que tiran de la mano de sus hijos para perderse tras una esquina a toda prisa. Parece el fin del mundo.

Aquella bola de fuego ha sembrado el caos más absoluto. Un pilluelo, vestido apenas con andrajos, contempla la escena escondido tras un banco. Parece increíble. Mientras desaparece el humo, cuatro tipos han bajado un pequeño carro de uno de los inmensos carruajes y lo empujan en dirección al edificio donde tiene su sede el Banco de España. Lo tienen todo preparado, no hay duda. Se nota que el golpe está estudiado a la perfección.

El tipo que ha ejecutado a los guardias parece el jefe. Señala aquí y allá, ordena y dirige a los hombres. Lleva un reloj en la mano y grita:

—Tenemos cinco minutos desde ya… ¡Vamos!

Según entran en el edificio, que tiene la puerta hecha añicos, los embozados van disparando a quienes encuentran, tres guardias aturdidos por la explosión y uno que, sangrando por los oídos, con los tímpanos reventados, sube pistola en mano desde el sótano con aire desorientado. Caen sin tener la más mínima oportunidad.

—¡Rápido, rápido! —gritan los asaltantes, que se mueven como un ballet estudiado que es ejecutado a la perfección.

En apenas unos segundos están frente a la caja fuerte. Se oyen pasos por las escaleras y aparecen un teniente y dos soldados que caen abatidos por los disparos de más de ocho de los atacantes.

Afuera, en semicírculo, quedan siete embozados cubriendo la puerta del Banco de España. Llevan escopetas de caza, de gran calibre, y no hay nadie alrededor.

Abajo, siete de los bandidos llevan mochilas a la espalda. Tres individuos colocan junto a la caja fuerte un artefacto similar al que reventó el portón y ordenan a todo el mundo salir de allí. Los artificieros encienden la mecha al instante y se apartan rápidamente.

La deflagración hace temblar de nuevo el edificio.

No se ve nada entre humo y polvo, pero los asaltantes, que llevan la boca cubierta con inmensos pañuelos negros, acceden en unos momentos a la caja fuerte más segura de España.

Los tres artificieros comienzan a introducir paquetes y lingotes en las mochilas de sus compañeros, que suben a toda prisa para vaciarlas en el carro portátil que han introducido en el banco y que espera en la planta baja. A ese paso habrán desvalijado la caja en un santiamén.

—¡Vamos, vamos, dos minutos! —grita el jefe.

De pronto, se escuchan disparos. Se miran. No debería haber más tiros. Eso no entra dentro de lo esperado. Algo está pasando arriba.

El jefe ordena:

—Seguid. Tú, Patillas, conmigo. Nadie debería estar disparando ahí fuera.

Cuando llegan a la planta baja y acceden al recibidor, se encuentran con que cinco de sus compañeros están haciendo fuego hacia el exterior.

—¿Qué pasa? —pregunta el jefe intentando hacerse oír entre el estruendo.

—¡Son policías! —grita uno de los asaltantes, que ha perdido el pañuelo que cubría su rostro—. No sabemos de dónde han salido, han aparecido de pronto; son muchos.

—¡Imposible! No les ha podido dar tiempo —contesta el jefe—. Lo teníamos todo previsto.

—Urdiales, son más de diez —grita otro de los delincuentes que se aparta evitando las astillas que una bala perdida hace saltar del marco de la puerta.

—¡Nada de nombres, copón! Lo dejé perfectamente claro. ¡Nada de nombres! —exclama el jefe que, sin añadir nada más, apunta a la cabeza del díscolo con su revólver haciendo volar sus sesos. Uno menos.

Todos quedan parados mirando al que manda. No se atreven ni a rechistar. El mensaje ha quedado claro. Nada de nombres.

—No quiero más fallos —dice muy tranquilo; es evidente que tiene experiencia y que está acostumbrado a mandar a los soldados en situaciones de combate. Es un tipo despiadado que está allí para cumplir una misión—. Tenemos que salir de aquí, ¡ya! Avisad a los de abajo. ¡Nos vamos!

El teniente Olivares se presenta en el lugar acompañado por treinta guardias civiles del cuartel de Caballero de Gracia. Alguien avisó del golpe y, al parecer, han llegado a tiempo. Una veintena de agentes del Ministerio de la Gobernación de Sol han conseguido llegar antes y ya rodean el inmueble. Hay un par de guardias muertos junto a la puerta, otros cuerpos uniformados se adivinan en la entrada del banco y media docena de embozados yacen aquí y allá, entre charcos de sangre, inmóviles, y alrededor de la entrada principal.

Dentro, tras la oscuridad del portón reventado, se percibe movimiento.

—Gracias a Dios —le dice un agente de paisano—. Vienen efectivos de infantería también. Han ejecutado a los guardias. Me lo ha contado un paisano. ¡Hijos de puta! Ha habido explosiones, han reventado el banco, mi teniente.

—Pero ¿qué es esto? —pregunta Olivares, que no termina de entender qué está pasando.

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