El nadador

Joakim Zander

Fragmento

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Julio de 1980

Damasco, Siria

 

 

 

Cada vez que te tengo en mis brazos es la última vez. Lo he sabido desde el primer día. Y cuando volviste, y yo cogí al bebé con manos insomnes, en lo único en lo que podía pensar era en que esa sería la última vez que lo tenía en mi regazo.

Me miras, ojos purificantes como una promesa de lluvia, y yo sé que tú sabes. Que lo llevas sabiendo el mismo tiempo que yo. Mi traición, ahora, en este mismo instante, tan próxima que ambos percibimos su aliento hediondo, sus latidos, el ritmo irregular de su corazón.

El bebé jadea en la cuna y tú te levantas, pero yo me anticipo y lo cojo en brazos. Lo recuesto sobre mi pecho. Siento su respiración, sus latidos acelerados, a través de la mantita de punto azul celeste que tu madre nos hizo. Su corazón es mi corazón. No hay nada que pueda justificar el abandono de tu propia sangre. No hay excusas ni motivos. Solo un puñado de pretextos, solo mentiras de distintos niveles. Cosas que yo, más que nadie, domino a la perfección.

 

 

La ciudad está más que caliente. Después de dos meses de sequía mortal la urbe parece lava incandescente. Cuando por fin cae la noche, sus calles ya no son grises ni beis, sino transparentes, están extenuadas, deshidratadas, temblorosas como la gelatina. Aquí nadie piensa con claridad. Todo huele a basura. Basura, humo de tráfico, ajo y comino. Pero yo solo noto el olor de la criatura. Cierro los ojos y respiro hondo varias veces con la nariz pegada a su coronilla casi calva. Y el bebé todavía está caliente. Demasiado caliente. La fiebre no cede.

Tú remarcas que es el tercer día. Te oigo hurgar en los cajones en busca de una aspirina o cualquier cosa. Es el calor. Nos vuelve locos. Los dos sabemos que aquí no tengo nada de eso, en mi piso, mi espejismo. ¿Por qué estamos aquí?

—Dame las llaves —dices tú.

Agitas la mano como los vendedores de los bazares cuando piden el dinero. Y cuando yo titubeo:

—Dame las puñeteras llaves, maldita sea.

Tu voz una octava más aguda, un matiz de desesperación.

—Pero oye, espera. ¿No es mejor si yo...? —empiezo.

El bebé inmóvil sobre mi hombro. La respiración tan leve que es casi imposible de discernir.

—¿Y cómo coño vas a entrar tú en la embajada? ¿Eh? Tú mismo puedes ver que necesitamos un antifebril.

A regañadientes saco el manojo de llaves del bolsillo. Mientras hago equilibrios con el bebé en mi pecho las llaves se me escurren de los dedos y aterrizan con un tintineo apagado en el suelo de mármol del recibidor. «El calor apaga hasta los ruidos», pienso. Los retrasa, los frena. Nos agachamos al mismo tiempo para recogerlas. Por un instante nuestros dedos se rozan, nuestros ojos. Luego tú te haces con el manojo de un tirón y te levantas, desapareces entre los ecos de la escalera, dejando atrás el sonido amortiguado de la puerta al cerrarse.

 

 

Estoy con el bebé en la minúscula sombra del balcón que da a la calle. El recuerdo de una brisa me acaricia la cara. El calor hace que sea difícil respirar. En el aire solo flota el mal olor de la ardiente ciudad. ¿Qué pasó con el jazmín? Hubo una vez en que toda la ciudad olía a esa flor.

El colgante que me diste antes de que todo se volviera calor, fiebre y huida me quema la piel del pecho. El que una vez fue de tu abuela y luego de tu madre. Pienso que lo dejaré aquí, que lo pondré en la mesita de pared del recibidor, la de taracea de nácar y palisandro que compramos juntos en el bazar cuando hacía menos de una semana que los lazos habían empezado a crecer. Pienso que no tengo derecho a llevarme el colgante. Que ya no me pertenece. Si es que alguna vez lo ha hecho.

Sé todo lo que hay que saber para sobrevivir. Me sé todas las calles de la ciudad, todas las cafeterías. Conozco hasta al último anticuario con bigote y dudosos contactos, a los bocazas de los vendedores de alfombras, al chico que vende té hecho en el samovar de un metro de alto que carga a la espalda. He bebido whisky importado con el presidente en salas llenas de humo, junto con dirigentes de organizaciones a las que él oficialmente desprecia. El presidente sabe mi nombre. Uno de ellos. He invertido bien el dinero. He procurado que caiga siempre en las manos que más beneficio me pueden proporcionar para conseguir los intereses que me han puesto como objetivo. Si os cruzáis conmigo hablaré vuestros idiomas mejor que vosotros mismos. Al mismo tiempo: llévame a otro sitio, suéltame en la jungla, en la estepa, en el vestíbulo del Savoy. Dame un minuto. Me convierto en una lagartija, una brizna de hierba seca, un joven banquero en traje de rayas, con el pelo un poco demasiado largo y un pasado variopinto pero privilegiado. Conozco ligeramente a vuestros amigos de la universidad a través de terceros. Ellos nunca se acuerdan de mí.

No lo sabéis, pero soy infinitamente mejor que vosotros. Cambio mucho más deprisa. Me adapto mejor. Tengo un contorno más incierto y un núcleo más sólido. Llevo las riendas más cortas. Si se alargan, las corto. ¿Y ahora? Ahora me he desconcentrado y las he dejado crecer, las he dejado endurecerse. Lazos de sangre.

 

 

El juego es eterno, pero esta partida ha terminado. Abrazo más fuerte al bebé contra mi pecho, zapateo impaciente en las baldosas. Cuando las imágenes de muerte se filtran en mi sinapsis cierro los ojos y sacudo la cabeza. Sin darme cuenta me digo a mí mismo con un susurro:

—No, no, no…

La cara hinchada en el sumidero abierto junto a la autovía hacia el aeropuerto. Los ojos abiertos. Las moscas en el calor. Las moscas.

—No, no, no…

¿Por qué no lo dejé en paz? Yo ya lo sabía todo. ¿Por qué convencí a Firas para tener otra reunión cuando la pista ya estaba al rojo vivo? Pero era demasiado contradictoria, demasiado difícil de creer. Necesitaba oírlo una vez más. Mirar una vez más a los ojos nerviosos de Firas para ver si había algo escondido allí dentro. Ver si una sombra se posaba en su cara cuando repetía a despecho los detalles por última vez. Ver si sus tics nerviosos se habían acentuado o desaparecido del todo. Todas esas señales. Todos los matices. Todo aquello que constituye la casi imperceptible línea divisoria entre verdad y mentira, vida y muerte. Cierro los ojos, niego con la cabeza mientras la angustia, la culpa, me atraviesan. Tendría qu

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