PRÓLOGO
Correccional de Holman, condado de Escambia, Alabama
Randal Korn llevaba cuatro largos años esperando este momento.
Estaba en la cámara de la muerte, contemplando la silla con los brazos cruzados. Era casi centenaria. Hecha de madera de caoba, llevaba una mano de pintura amarillo chillón que les había prestado la Oficina del Departamento Estatal de Carreteras, que estaba al lado de la cárcel. La llamaban Yellow Mama.
Ciento cuarenta y nueve personas se habían sentado en ella para nunca volver a levantarse.
El reloj digital de la pared marcaba las 23.45.
Casi era la hora. Salió de la habitación de ladrillo a un pasillo de hormigón sin pintar. Una puerta a su izquierda conducía a la sala de control de la silla, la caja caliente. Pasó por delante y fue directamente hacia el fondo del pasillo. Había dos sofás dispuestos uno enfrente del otro. En uno estaba un cura, y en el otro, el equipo de ejecuciones; cuatro funcionarios de prisiones formados para llevar al reo de su celda de ejecución a la silla y ponerle las correas, todo en menos de dos minutos.
Korn los saludó con la mano, y el jefe del equipo asintió. Al cura lo ignoró. Al otro lado de los sofás, un estrecho pasillo llevaba hacia la izquierda. Al final de este, pasada una pequeña celda con barrotes, estaba Darius Robinson sentado en el catre, viendo la televisión. Había terminado su última cena: filete de pollo frito, pan de maíz y una Pepsi. El cura ya le había administrado los últimos sacramentos. Tenía la cabeza y el gemelo izquierdo afeitados. Un hombre estaba de pie entre Darius y Yellow Mama.
Se llamaba Cody Warren.
Cody estaba fuera de la celda, pegado al teléfono de la pared. Korn sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Hablaba con la oficina del gobernador, a la espera de que el gobernador Chris Patchett revisara los documentos que Cody había enviado solicitando que parase la ejecución. Como abogado defensor con experiencia en casos de asesinato punibles con la pena capital en Alabama, era el único capaz de convencer al gobernador de salvar la vida de su cliente.
Korn se quedó muy quieto. Era un hombre alto y delgado, sin apenas músculo y ni un gramo de grasa. Pero no porque intentara mantenerse en forma. Comía poco y era evidente. Sus altos pómulos podrían cortar un chuletón de carne. No se le veía ni una arruga. Algunos decían que tenía cara de muñeca de porcelana rara. Con la raya hecha a un lado y sus gafas de metal cuidadosamente colocadas sobra la punta de la nariz, parecía un hombre mucho mayor alojado en un cuerpo más joven. Sus ojos pequeños y oscuros siempre estaban cubiertos por el entrecejo, que ocultaba su mirada. Y la boca era como un tajo oscuro. Con sus dos metros de altura podría haberse dedicado a algún deporte, pero Korn prefería quedarse en interiores, en la sombra, leyendo, aprendiendo, pensando. Como una vieja araña, tejiendo una tela que solo ella puede ver.
Darius Robinson tenía veinticinco años y lo habían acusado de asesinato y condenado a muerte hacía cuatro. Las apelaciones no habían prosperado. La víctima fue un vendedor de coches usados que recibió un disparo en el pecho durante un robo. Un hombre llamado Porter lo mató mientras le robaba cinco mil dólares en efectivo. Robinson había llevado a Porter hasta el aparcamiento y lo ayudó a huir después del robo. Él aseguraba que no tenía conocimiento de que Porter fuera armado, que lo único que hizo fue llevarlo a recoger un coche nuevo. Porter fue abatido por la policía veinticuatro horas después del atraco. Robinson declaró ante el jurado que él no iba armado, que ni siquiera pisó el aparcamiento, que se quedó en el coche durante todo el suceso y que no sabía que Porter tuviera intención de robar a nadie hasta que oyó el disparo. También decía que, después del robo, Porter amenazó con matarlo si no se lo llevaba de la escena del crimen.
Nada de eso importó en el condado de Sunville. Randal Korn, fiscal del distrito, convenció al jurado de que Robinson era cómplice en el robo y sabía que Porter iba armado. De acuerdo con la ley de cooperación necesaria, eso bastó para enviar a Robinson al corredor de la muerte y tratarlo como si él hubiera disparado el arma. En Alabama, todas las ejecuciones se llevan a cabo en la cárcel de Holman, en Escambia, el condado vecino a Sunville.
Korn sabía que, siendo Porter el autor del disparo, era bastante probable que conmutaran la pena a Darius.
Cody era mayor que Korn y su rostro daba fe de cada uno de sus sesenta y tres años. Tenía la frente surcada por profundas arrugas y los ojos rodeados de patas de gallo, aunque llenos de luz y esperanza. Su chaqueta y su corbata estaban tiradas en el suelo de hormigón pintado. Se quitó el sudor de la frente y, pasándose la mano por el pelo cano, volvió a acercarse el teléfono a la oreja. Era un buen abogado, y creía que aún podía salvar la vida de Darius, aunque no darle la libertad.
—¿Alguna noticia de la oficina del gobernador? —preguntó Korn.
Cody se volvió, sacudió la cabeza y miró su reloj. Las doce menos diez. Solo diez minutos para que Darius Robinson diera sus últimos pasos hasta la silla. El teléfono de la pared tenía línea directa con el despacho del gobernador, pero la mayoría de los abogados debían esperar. Como Cody. Escuchando el angustioso silencio, mientras esperaba un gesto de clemencia.
—Me va a indultar, lo sé. Soy inocente —dijo una voz.
Korn se giró para mirar a Darius en su celda de ejecución. Estaba agarrado a los barrotes de hierro, bailando nervioso de un pie a otro, mordiéndose el labio inferior. Hacía frío en el pasillo, pero tenía el rostro cubierto de sudor. Esperar a que una llamada decida si vas a vivir o a morir puede destrozar a un hombre, y el desgaste mental era notorio.
Korn sacó el móvil de su chaqueta, pasó el dedo por la pantalla, le dio un golpecito y se lo llevó al oído.
—Vicegobernador Patchett —dijo Korn—, estoy aquí con Cody Warren y el hombre del momento, el señor Robinson. Creo que el señor Warren lleva un buen rato intentando hablar con su oficina.
El gobernador de Alabama se encontraba inmerso en un proceso de destitución, que se había tenido que posponer a causa de su enfermedad. Mientras se recuperaba en un hospital en Arkansas, fuera del estado, el vicegobernador había asumido el cargo.
Korn dio otro ligero toque en la pantalla para activar el altavoz, y que Cody y Darius pudieran oír la conversación.
—Aún estoy valorando la decisión. Quería pedirle su opinión —dijo Patchett.
—Por supuesto, deje que lo hable con el señor Warren. Lo pongo en espera.
Warren colgó el teléfono de la pared, indignado. Llevaba casi una hora esperando a que le contestaran, y Korn gozaba mostrándole que él podía hablar al instante con el gobernador. Esas pequeñas demostraciones de fuerza le ponían.
—Mire, Korn, diga lo que diga, Darius tuvo un papel menor en ese robo. No merece morir, y usted lo sabe. Es joven. Aún puede tener una vida y estoy convencido de que hay pruebas ahí fuera que limpiarán su nombre algún día. Por favor, dele una oportunidad —dijo Warren, con la voz rasgada y estridente. Llevaba cinco días trabajando a destajo para salvar a Darius de la silla eléctrica.
Korn seguía impasible, con esa inexpresiva cara de muñeca. No dijo una sola palabra mientras Warren lo miraba intensamente, en busca de una respuesta, algo de esperanza, conteniendo la respiración.
Nadie dijo nada. Nadie se atrevía a respirar. Korn era capaz de quedarse completamente inmóvil, era una de esas poses que a veces le hacían parecer inanimado. Lo envolvía un silencio portentoso, lleno de incertidumbre y miedo. Y él se regodeaba en esa ominosa tranquilidad como si estuviera bañándose mar adentro.
Y entonces se rompió el silencio. Darius respiró hondo. Inhaló profundamente. Como ese vacío momentáneo que se produce en el espacio cuando el núcleo de una estrella colapsa, arrastrándolo todo hacia su corazón roto, justo antes de estallar.
—¡Porter me apuntó con una pistola después del atraco! Si no llego a sacarlo de allí, me habría matado. Yo no sabía que iba a robar a alguien y menos aún matarlo. ¡Se lo juro! —exclamó Darius, colmando cada palabra de miedo y desesperación.
—Te creo —dijo Korn.
—¿Cómo? —balbució Warren.
—Le creo. Y el gobernador en funciones hará lo que yo le diga. Hablaré con él. Denme un segundo, todo acabará pronto —dijo Korn.
Las lágrimas empezaron a caer por las mejillas de Darius Robinson.
Cody Warren hundió los hombros, como si acabaran de quitarle de encima un peso de doscientos kilos. Miró al techo, susurró gracias al cielo y cerró los ojos. Había salvado la vida a un joven. En ese momento no había nada mejor que aquella sensación de alivio.
Fue hacia la celda de ejecución, metió los brazos entre los barrotes y cogió el rostro de su cliente.
—Todo va a ir bien —dijo.
Korn apretó el pulgar sobre la pantalla del móvil.
—Gobernador, ¿sigue ahí?
—Sí. Tenemos poco tiempo, Randal. Estoy dispuesto a conmutar la pena, vista la sumisión del señor Warren, pero tampoco quiero contradecir a mi fiscal. ¿Qué opinas?
Korn dio un paso atrás, contemplando la escena que tenía delante. Warren y Robinson estaban abrazados a través de los barrotes de la celda. Ambos estaban llorando.
—He hablado con el señor Warren. Es muy convincente. Sus argumentos para conmutar la pena de Robinson son sólidos. Y entiendo que usted también lo prefiere. No es fácil quitar una vida en nombre de la justicia —dijo Korn.
Warren y Robinson estaban sonriendo a pesar de las lágrimas, y reían. El inmenso e insoportable miedo que los había atenazado durante semanas había desaparecido, y el alivio era total.
—Y precisamente por eso tenemos que ejecutar la sentencia —dijo Korn.
Warren fue el primero en reaccionar a las palabras de Korn. Giró la cabeza al instante, y clavó los ojos en el fiscal.
—Un jurado condenó al señor Robinson a muerte por cometer un asesinato. Si dejamos que viva, estaremos deshonrando a ese jurado, y también a la víctima del señor Robinson. No, en mi opinión, Robinson debe morir esta noche.
Warren se abalanzó hacia Korn, pero dos guardias se interpusieron entre ellos. Agarraron a Warren y lo hicieron retroceder.
—Pues como he dicho, Randal, no pienso ir contra tus deseos. La ejecución sigue adelante, como estaba previsto. Apelación denegada —dijo Patchett.
Los empleados del Departamento Penitenciario habían ensayado durante varias semanas para este día, cerciorándose de que las correas estaban tensadas, que la esponja para la cabeza tenía suficiente solución salina y que los electrodos estaban bien fijados. En menos de dos minutos lo prepararon todo y salieron de la cámara de ejecución, dejando a Robinson atado a Yellow Mama con los ojos vendados.
La cámara era relativamente pequeña. La silla estaba en el centro de la habitación de ladrillo, mirando hacia una ventana de observación. Los controles de la corriente eléctrica se encontraban en otra sala. Korn vería la ejecución a través del cristal de la sala de control.
El uniforme azul de Robinson estaba distinto. Le habían recortado la pernera del pantalón por encima de la rodilla para colocarle un electrodo con gel conductor en el gemelo. Tenía ambas piernas atadas a la silla con gruesas correas de cuero y hebillas plateadas a la altura de los tobillos, y también en el estómago, el pecho, los brazos y la frente. La esponja con treinta mililitros exactos de solución salina estaba dispuesta en el electrodo que salía de lo que llamaban el «casco», y que transmitiría gran parte de la corriente al cuerpo de Robinson. Si la esponja tenía demasiada solución salina, el electrodo no pasaría suficiente corriente. Si tenía demasiado poca, la cabeza de Darius ardería.
El uniforme del reo tenía manchas de humedad bajo los brazos y en el pecho. Robinson estaba calándolo de sudor. A pesar de encontrarse bien atado, seguía temblando como una pistola en la mano de un niño.
Una palanca en la sala de control abrió la cortina en la cámara de ejecuciones, revelando el vidrio y la gente sentada en la sala de observación. Habría media docena de testigos. Ninguno de ellos conocía al vendedor de coches asesinado por Porter. No, todos era testigos profesionales y periodistas. Cody Warren no estaba entre ellos. Se lo habían llevado del edificio. Korn podía ver a los testigos, pero ellos a él, no. Su ventana de visualización era un vidrio espejo.
El reo dijo sus últimas palabras.
—Soy inocente y todo el mundo lo sabe.
Korn lo sabía. Y le daba igual. No se había hecho fiscal en un estado con pena capital para preocuparse por la culpabilidad o la inocencia de la gente. Lo que lo atraía era el sistema. La justicia no era más que una toga que se ponía para ocultar su verdadera naturaleza.
Todo estaba en silencio. Entonces oyó el ruido de la máquina encendiéndose.
Se oyó un suave zumbido, que se hizo más fuerte mientras el hombro izquierdo de Robinson daba una sacudida y golpeaba contra la silla.
Yellow Mama había empezado su primer ciclo.
Casi dos mil quinientos vatios estaban recorriendo el cuerpo de Robinson. Los ojos de Korn se abrieron de par en par, sus labios se separaron. Notaba un sabor metálico en la boca. El aire estaba cargado de electricidad estática.
Durante los primeros dos segundos fue como si una fuerza invisible clavara el hombro de Robinson contra el respaldo de la silla. Luego hubo un par de segundos en los que todo su cuerpo empezó a dar fuertes sacudidas, como si tuviera un martillo mecánico en el estómago. La primera descarga debía dejarlo inconsciente, pararle el corazón.
Pero no hizo ninguna de las dos cosas. El cráneo humano no es buen conductor.
Después de otros cinco segundos se apagó la corriente. Cuando volvió a encenderse, era mucho más suave, de solo setecientos voltios. Duraría treinta segundos y entonces la máquina se apagaría de forma automática. Si para entonces Robinson no estaba muerto, se repetiría el proceso desde el principio.
Korn se quedó de pie junto a la ventana, observando, sin quitar ojo a Robinson.
No apartó la mirada de él ni un segundo.
Ni siquiera cuando su piel empezó a humear. Ni cuando la corriente le fracturó la tibia de la pierna izquierda. Ni cuando comenzó a salir espuma con sangre de su boca.
Mientras lo contemplaba, Korn sentía como si la electricidad fluyera por sus venas. Una fuerza elemental lo recorría. Como fiscal del distrito tenía poder sobre la vida y la muerte en sus largas y retorcidas manos. Y eso le encantaba. Había ejecutado a este hombre con la misma certeza con la que le hubiera metido una bala en la cabeza, y la simple idea era embriagadora. Disparar o apuñalar a alguien no le producía la misma sensación. Era demasiado animal. Él usaba el poder de su cargo, de su mente, de su habilidad. Y eso le daba más placer del que pudiera haber imaginado nunca. Y mientras moría, deseaba que Robinson siguiera vivo, solo un poco más.
Que durara el sufrimiento.
Una vez concluida la ejecución, se formó una nube de humo sobre Yellow Mama, y Korn se quedó sin respiración.
Darius Robinson tardó nueve minutos en morir.
Y en esos nueve atroces minutos, Randal Korn se sintió verdaderamente vivo.
CINCO MESES DESPUÉS
SKYLAR EDWARDS
Skylar Edwards se refugió en un rincón de la cocina del Hogg’s Bar para escribir un mensaje en su móvil. El ruido que oía cada vez que sus pulgares apretaban una letra no era más que un efecto del móvil que recordaba a un teclado viejo, pero incluso en ellos volcaba la rabia que llevaban sus palabras. Terminó de redactarlo, apretó a ENVIAR y se metió el teléfono en el bolsillo de los vaqueros antes de que el dueño viniera buscándola.
Era casi medianoche, la cocina llevaba horas cerrada y el cocinero, si es que así podía llamarse, se había marchado poco después de limpiar la parrilla con un trapo sucio. No había motivo para seguir allí, más allá de tener diez minutos de intimidad con su teléfono. La respuesta no se haría esperar. Su novio, Gary Stroud, nunca mandaba mensajes largos. Usaba emoticonos, o los GIF, para disfrazar su pésima ortografía. Pero ella tampoco podía esperar. Salió al pasillo empujando las puertas dobles, pasó por delante de los aseos y entró en el bar.
Solo quedaban tres clientes, todos vecinos de Buckstown. Seguía sonando rock suave por el altavoz en una esquina de la sala, pero ninguno lo escuchaba, sino que estaban viendo la televisión.
—Eh, Ryan, ¿puedes subirlo un poco? —dijo un hombre corpulento sentado al fondo de la barra. Después de cenar se había quedado casi toda la noche allí, trabajando y bebiendo refrescos y cerveza de jengibre. Ya lo había visto antes. Casi siempre venía cuando la cosa estaba tranquila a hacer papeleo mientras veía algún partido. No era un tipo guapo, pero tenía buena constitución y siempre dejaba buena propina.
—Claro, Tom —contestó Ryan mientras dejaba dos jarras de cerveza delante de los otros clientes.
Tom. Ese era su nombre. Skylar sabía que trabajaba en la oficina del fiscal del distrito. Lo había visto por la tele, e incluso habían hablado de uno de sus casos, hacía unos meses. El del hombre al que ejecutaron en el condado de Escambia. Tom era uno de los que habían conseguido que lo condenaran. Le habló un poco del caso, aunque tampoco es que hablase mucho. Ryan Hogg, el dueño del bar, siempre se mostraba especialmente amable con él.
Skylar miró la televisión mientras Ryan bajaba la música y subía el volumen de la pantalla plana que había sobre la barra. El nuevo gobernador, Patchett, salía en las noticias, hablando otra vez sobre la planta química:
«Haré lo que sea necesario para salvar esos empleos en Solant Chemicals…».
—¿Van a cerrar la planta? —preguntó Ryan.
—Llevan años diciendo que la cierran —contestó Tom—. Pero ahora que está metido el gobernador, parece que va en serio.
Skylar empezó a recoger vasos de las mesas, sin quitar la mirada de la televisión. Su padre, Francis, trabajaba en esa planta. Conducía camiones. Llevaba veinte años en el puesto y ganaba suficiente dinero como para ayudarla a costearse la universidad. Ella era inteligente, pero no había conseguido que le concedieran una beca, y su padre le pagaba la matrícula. Si perdía el empleo, tal vez tuviera que dejar de estudiar. Otra preocupación.
El teléfono vibró en su bolsillo. Lo sacó procurando que Ryan no la viera. Tampoco era mal jefe. Pagaba un poco mejor que la mayoría, y no racaneaba sus propinas. Sin embargo, aunque jamás le había dicho nada fuera de lugar ni le había puesto una mano encima, a veces lo sorprendía mirándola. Y no como lo hace un jefe que vigila a sus empleados para que no se pasen el tiempo escribiendo al novio. Solo eran miradas, pero le revolvían el estómago.
Skylar abrió el mensaje. Un emoticono de corazón y: «Ven pronto, porfa». La hermana de Gary, Tori, daba una fiesta esa noche y Gary le había pedido que llamara al trabajo para decir que estaba enferma y no podía ir. Se negó, y él se lo tomó mal, insistiendo en que saliera pronto y se uniera a ellos. Ahora no quería darle falsas esperanzas. Estaba cansada y no le apetecía salir. Pero Gary llevaba días hablando de la fiesta, así que escribió a Tori para preguntarle si la fiesta seguiría cuando terminara el turno.
—¿Es una conversación a dos pulgares? —dijo Andy.
Skylar conocía su voz y se volvió sonriendo. Andy tenía las manos llenas de jarras de cerveza vacías. Había limpiado el resto de las mesas mientras ella estaba distraída.
—¿Cómo que conversación a dos pulgares? —preguntó.
—Cuando Gary y tú reñís, escribes con los dos pulgares. A veces parece que vas a romper la pantalla de lo rápido que escribes —dijo él.
Skylar sonrió cariñosamente. Andy Dubois hacía que el trabajo en el Hogg’s Bar fuera mucho más fácil de soportar. Era un poco más joven que ella. En septiembre empezaría la universidad. Un chico listo, de buen corazón. Más listo que Skylar, porque él sí había conseguido una beca completa. Tampoco le guardaba rencor, porque esa era la única forma de que Andy pudiera ir a la universidad. Solo tenía a su madre, y en Buckstown había gente blanca de clase media, como los padres de Skylar, que salían adelante y conseguían ahorrar algo de dinero, y luego las familias pobres negras e inmigrantes que vivían al otro lado del pueblo y parecían tenerlo más difícil que la mayoría. En cuanto se graduara, Skylar tenía intención de marcharse. Y sabía que Andy haría lo mismo, y se llevaría consigo a su madre.
Andy se volvió sonriendo y dejó los vasos sucios sobre la barra. Skylar vio que llevaba una novela de tapa blanda asomando por el bolsillo trasero de los vaqueros. En cuanto tenía un momento libre en el trabajo, se ponía a leer. No tenía móvil. Skylar pensaba que, si ella pasara tanto tiempo como él leyendo, tal vez hubiera conseguido la beca. Eso le recordó que el mes siguiente podía cambiar de móvil y quería darle el viejo a Andy, con un poco de crédito por gastar.
Skylar recogió el resto de los vasos y Ryan sugirió discretamente a los dos clientes aún sentados en sus taburetes que ya iba siendo hora de cerrar.
Eran tipos grandes. Uno alto, otro de estatura mediana, pero ambos tenían los brazos y las piernas bien musculados.
Eran policías, aunque los dos iban de paisano. Estaban fuera de servicio.
El más alto era el agente Leonard. Era pelirrojo, llevaba bigote y tenía una actitud hostil, especialmente hacia Andy. El otro era el agente Shipley. Tenía unos ojos pequeños y oscuros que parecían reflejar la luz en ángulos extraños, como si tuviera fueguecitos ardiendo detrás y pudieran verse de vez en cuando. No era tan impulsivo como Leonard, pero a ella le parecía más peligroso.
Eran clientes habituales y siempre se sentaban en los taburetes junto a la barra para no tener que dar propina a los camareros. Ryan no repartía las propinas de la barra. Lo que dejaban en las mesas era para Skylar y Andy, pero cualquier dólar que caía sobre la barra era suyo.
—Oye, Sky, ¿sigue trabajando tu padre en la planta? —pregunto Leonard.
La llamaba Sky. Nadie más lo hacía, pero ella sonrió y contestó, como siempre.
—Sí —dijo.
—Tiempos duros para mucha gente —dijo Shipley, y volvieron a su conversación.
Skylar cargó el lavaplatos mientras Tom recogía sus papeles, pagaba la cuenta y salía por la puerta del bar. Ryan empezó a apagar las luces, y Shipley y Leonard por fin captaron la indirecta y se marcharon. Limpiaron el bar, y Ryan dijo a Skylar y Andy que podían irse.
Sobre las doce y cuarto, salieron juntos. Hacía una noche cálida. Skylar se despidió de Andy y emprendió el largo paseo a casa. Su teléfono vibró. Un mensaje de texto.
Era la respuesta de Tori, diciendo: «¿Qué fiesta?».
Skylar se pasó los dedos por el pelo y maldijo. Hizo una captura de pantalla con el mensaje de Tori y estaba a punto de mandárselo a Gary, añadiendo «¿Y esto? ¿Me has mentido sobre la fiesta?», cuando su móvil sonó. Contestó.
—Ay, Dios, lo siento. Porfa, ven, la he cagado —dijo Tori, con música de rock muy alta sonando de fondo.
—¿Qué coño pasa? Gary lleva semanas pidiéndome que vaya a un fiestón en tu casa.
—Sí, tú ven —dijo Tori, con tono vacilante.
Skylar era amiga de Tori antes de que apareciera Gary. La conocía bien y sabía cuándo ocultaba algo.
—¿Qué está pasando? Dímelo ya o llamo a Gary y…
Tori la interrumpió.
—Estoy en el coche de Buddy. Gary está en mi casa. Solo. Tienes que ir…
—Dime qué demonios está pasando o…
—Ha comprado un anillo —dijo Tori.
Skylar se cubrió la boca con la mano mientras cogía una bocanada de aire y se la cerró con fuerza, como si no se atreviera a dejarlo escapar. Se quedó así un momento.
—Lo siento. La he cagado. Porfa, ve ahora mismo. Te está esperando para darte una sorpresa. Así que tú hazte la sorprendida y no le digas que te lo he contado.
—No me lo puedo creer…
—Lleva semanas planeándolo. Hace cinco años que lo conociste. En mi casa. Quería que fuera especial.
La voz de Tori se enterneció y Skylar notó que los ojos se le llenaban de lágrimas mientras la emoción subía por su estómago hasta casi atragantarla. Gary y ella celebraban su aniversario coincidiendo con su primera cita. Ella ni siquiera recordaba cuándo se conocieron, pero era un detallazo que él lo hiciera, y que se hubiera molestado tanto.
—Vamos a ser hermanas —dijo Skylar—. Hermanas de verdad.
—¡Eso significa que vas a decir que sí! —contestó Tori.
—Claro que lo voy a decir.
Siguieron hablando, y Skylar colgó. Tenía que ir a buscar a Gary y le costaba contener la emoción.
El Hogg’s Bar estaba en Union Highway, junto a una gasolinera, a tres kilómetros de Buckstown.
Skylar se quedó parada junto a la carretera, pensando qué hacer.
Podía ir andando hasta el pueblo. No sería la primera vez. Pero esta noche hacía calor, y llevaba diez horas seguidas de pie. Por aquella carretera siempre pasaban coches y, al aproximarse a Buckstown, no iban a más de cincuenta. Seguro que alguien la acercaba. Ya lo había hecho antes. En el pueblo solo había una compañía de taxis. Las plataformas digitales de transporte aún no habían llegado a ese rincón de Alabama. Por allí la gente conducía aun cuando iba borracha.
Skylar se quedó en el arcén, esperando a que apareciera algún conductor amable y sobrio.
Empezó a escribir un mensaje de texto a su padre, para decirle que no la esperara despierto, cuando un camión pequeño frenó al llegar a su altura. Le dio una ráfaga de luces, se detuvo junto a ella y la puerta del copiloto se abrió. Skylar cogió el mango de la puerta y subió los escalones para asomarse a la oscura cabina.
El conductor llevaba gorra, y costaba verle la cara. Tenía una mano sobre el volante, la otra en el muslo.
—¿La llevo, señorita? —dijo.
Había algo raro en aquel hombre. Y un olor extraño en la cabina. El padre de Skylar era camionero, así que estaba acostumbrada al olor a sudor, tabaco de mascar y café. Pero esto era distinto. Apestaba.
Su padre odiaba que hiciera autostop. Se preocupaba mucho por Skylar. Decía que era demasiado confiada. Que tenía que ser más dura o los tíos la pisotearían, o algo peor. Skylar no le hacía caso, claro, pero en esos momentos pensó en que tal vez su padre tenía algo de razón. Se imaginó subiéndose al camión y que, en los pocos minutos de camino hasta el pueblo, una mano se deslizaba sobre el asiento hacia ella. Luego pensó que el camión no pararía en el pueblo, que no vería a Gary, nunca se prometería, y su cara aparecería en un cartón de leche. Aunque no estaba segura de si la gente de su edad acababa apareciendo en los cartones de leche. Quizá ya no hacían esas cosas, o solo lo hacían con niños.
Entonces le entró la vena analítica. Había pocas probabilidades de que le ocurriera algo en el corto trayecto con un desconocido. Muy pocas. Como una entre un millón. Tenía que dejar de preocuparse y subir a la maldita cabina.
El conductor estiró una mano para ayudarla a subir.
Tenía mugre incrustada en la piel, la palma de la mano sudorosa, y un ligero temblor, tal vez por la emoción de tener a una joven en su cabina. Y una joven guapa.
Algo en su interior gritó ¡NO!
—¿Sabe qué? No hace falta. Perdone. Me acaba de escribir mi novio, viene a buscarme —dijo, bajándose de nuevo sobre el tartán a un lado de la carretera.
El camionero soltó un taco, pero Skylar no lo oyó bien y cerró la puerta de la cabina. Aceleró y siguió la marcha mientras ella intentaba calmar su respiración.
Entonces vio que otro vehículo se detenía en el mismo sitio donde se había parado el camión. Se asomó al interior y vio al conductor.
Esto era distinto. No era un desconocido. Probablemente era la última persona que esperaba ver allí. Y no le daba ningún miedo subirse a su coche. Sabía quién era. Lo había oído hablando en el Hogg’s Bar hacía menos de veinte minutos, mientras recogía los vasos sucios.
Y, por supuesto, él se ofreció a acercarla.
Skylar se subió al asiento del copiloto, dijo que solo iba hasta el pueblo, y empezó a escribir a su padre: «No me esperes despierto. Me acercará».
No terminó de escribir el mensaje.
El conductor le dio un puñetazo en la cara, el teléfono cayó en el hueco entre el asiento del copiloto y la consola central, y allí se quedó.
No tuvo tiempo de gritar ni de pensar ni de sentir nada.
Nunca llegaría a casa de Tori. Tampoco volvería a besar a Gary, ni escucharía su proposición de matrimonio, ni le ofrecería una respuesta y su corazón.
TRES MESES DESPUÉS
1
EDDIE
Yo no busco problemas. No me hace falta.
Ellos me encuentran solitos.
Si al menos trajeran dinero consigo, no estaría tan mal. Hay gente que se mete en la abogacía con la esperanza de hacerse rico. A ver, que no se me malinterprete: el dinero está bien. A mí me gusta tanto como a cualquiera tener un fajo de billetes en el bolsillo, pero también me gusta poder dormir por las noches. Cuanto más dinero tienes, y cuantos más cabrones devuelves a la calle, más cuesta dormir. La riqueza de un abogado penal puede medirse por su cuenta bancaria y por el peso que lleva sobre su alma. Hasta ese día, ese mágico día en que deja de importarte una mierda. A partir de ahí, solo existe el dinero y puedes disfrutarlo sin que tu conciencia interfiera.
Yo nunca he cogido ese camino. Conseguir la libertad para un cliente culpable iba contra las reglas. Contra mis reglas. Eso me convierte o bien en el peor abogado defensor del mundo o en el mejor, según cómo se mire. Aunque alguna vez me lo planteaba, si estaba muy mal de fondos, siempre podía irme un fin de semana a las mesas de Las Vegas para recuperarme. Mi antigua vida como timador resulta bastante útil cuando escasea el trabajo de abogado. Pero por ahora me iba bien. Mi nueva socia, Kate Brooks, estaba obrando milagros, especialmente contra bufetes y empresas importantes, con demandas colectivas por acoso sexual. Se le daba de maravilla. Nuestra investigadora, Bloch, que entró en el negocio con Kate, era la investigadora privada con más recursos que había conocido. Ella y Kate eran amigas desde crías y eso nos ayudó a romper el hielo. No hablaba mucho. Casi siempre lo hacía con Kate. Eso no quiere decir que fuera antipática, sino que solo abría la boca cuando tenía algo que decir, y merecía la pena escucharla.
Mi trabajo como abogado iba viento en popa. Harry Ford, juez de Nueva York ya jubilado, y ahora asesor mío, se reunía con clientes en el despacho mientras yo gastaba la suela de mis zapatos de cuero en Center Street y en el juzgado de Brooklyn. Harry prefería quedarse en la oficina para estar con su perro, Clarence, que se había convertido en la mascota del despacho.
Lo único que faltaba en nuestra nueva compañía era un buen secretario para coger el teléfono, redactar mensajes y organizarnos la vida. Tanto vale un abogado como su equipo administrativo, y casi siempre es la mitad de inteligente que ellos.
Kate había publicado un anuncio en internet en busca de un secretario y se estaba encargando de las solicitudes. Esta mañana entrevistaría a una candidata, y quería que estuviera presente. Éramos socios al cincuenta por ciento en todo, incluidas las decisiones, ya fueran buenas o malas. Eran casi las nueve y cuarto. Nuestra oficina estaba en Tribeca, encima de una tienda de tatuajes. Kate quería que nos instaláramos en una torre impresionante cerca de Wall Street, toda de vidrio, pino y cuero. Pero yo no podía trabajar en un sitio así, y al final se apiadó de mí y nos dejó alquilar este antro encima de un estudio llamado Tinta Apestosa.
Kate y Bloch estaban liadas con papeles en la fotocopiadora, y Harry, sentado en el sofá del recibidor con Clarence. Le había comprado un collar moderno con GPS. Llevaba diez minutos esforzándose por activar el chisme, sin éxito. Yo estaba intentando que la máquina de café hiciera algo que no me arrancara tres capas de piel del paladar, cuando sonó el telefonillo.
—¿Puedes ir tú, Eddie? Seguro que es Denise —dijo Kate.
—¿Quién?
—Denise Brown, para el puesto de secretaria. ¿No te has mirado su currículum?
—¿Me lo has dado?
—La semana pasada. Probablemente siga sobre tu mesa.
No recordaba haberlo mirado. Eso no quería decir que no me lo hubiera dado. La burocracia es mi punto débil.
Apreté el botón para abrir la puerta de abajo y esperé en lo alto de las escaleras.
Las fuertes pisadas me hicieron pensar que Denise llevaba botas. Me asomé por la barandilla. Y allí, subiendo las escaleras, estaba el último hombre al que querría ver en este mundo.
Se había calado un sombrero de fieltro y su gabardina gris vieja debía de ser regalo de su difunta esposa porque, de lo contrario, a nadie se le habría ocurrido ponérsela. Debajo llevaba un traje hecho a medida, y bajo el traje, ochenta y cinco kilos de problemas.
—A no ser que vengas por un curro de secretario, me temo que vas a tener que irte —dije.
Llegó al rellano, inclinó el sombrero y sonrió de un modo que me hizo pensar en un cocodrilo a punto de morderme el culo.
—Mis habilidades como secretario no son lo que eran —contestó.
—¿Sabes mecanografiar y hacer café? Si la respuesta es sí, el puesto es tuyo. El sueldo es una mierda, pero el trabajo es peor aún.
—Vengo por trabajo, Eddie. Pero no tiene nada que ver con mecanografiar. ¿Puedo pasar?
Se llamaba Alexander Berlin. La última vez que lo había visto trabajaba para el Departamento de Estado. Había oído que desde entonces había pasado por la CIA, la Agencia de Seguridad Nacional y el Departamento de Justicia. Se dedicaba a solucionar problemas, y estaba especializado en operaciones oscuras y en sortear las leyes para conseguir resultados para la rama del gobierno federal que lo tuviera contratado. Berlin sabía perfectamente dónde estaban escondidos todos los cadáveres del gobierno. Y si tenía un trabajo para mí, no me interesaba.
—No necesito trabajo. Sea lo que sea, la respuesta es no.
—Aún no te he dicho qué es. Déjame pasar diez minutos y dame una taza de café caliente. ¿Que no lo quieres? Vale, me iré sin problemas. Nada de resentimientos ni de rencor.
—Es demasiado pronto para decir que no me vas a guardar rencor: aún no has probado mi café y no te va a gustar mi respuesta. No me interesa, Berlin.
Había estado lloviendo. Tenía la gabardina empapada y estaba goteando sobre la moqueta. No habíamos tenido tiempo para que la limpiaran, y su impermeable empezaba a dejar un cerco limpio entre las manchas.
—Tú escucha lo que tengo que decir, Eddie. Por favor —dijo.
—Dame una buena razón para que te escuche.
Berlin se quitó el sombrero, me miró con ojos húmedos y cansados, y dijo:
—Porque, si no lo haces, van a matar a un chaval de diecinueve años.
—¿A matarlo? ¿Quién?
—Técnicamente, yo.
2
EDDIE
La gabardina de Berlin seguía goteando sobre el suelo de mi oficina mientras colgaba del perchero del rincón.
Sacó unas gafas del bolsillo y empezó a limpiarlas con la parte inferior de su corbata. Si la gabardina era un regalo que atesoraba de un ser querido, la corbata parecía el regalo de un enemigo a muerte. Dejé que se pusiera cómodo, cerré la carpeta que tenía abierta sobre la mesa y le presté toda mi atención.
—¿Quién es el chico y por qué vas a ser tú responsable de su muerte?
—Es una larga historia. ¿Sabes lo que estoy haciendo en el gobierno? —preguntó.
—No, la verdad es que no.
—Yo tampoco. No sin divulgar información clasificada y cometer un acto de traición. Lo único que puedo decirte es que voy de un ministerio a otro resolviendo problemas.
—Sabía que solucionabas problemas. Pero ¿qué tipo de problemas?
—Problemas como los que tienen las empresas de la lista de Fortune 500 con las políticas del gobierno. Como los de las fuerzas de seguridad cuando están maniatadas. Y como los que tuvimos hace un par de años.
Conocí a Berlin en el norte del estado de Nueva York, después de que mataran a un agente federal. Berlin nos ayudó a arreglar el desaguisado.
—¿Se os ha vuelto a ir de las manos un perro? —pregunté.
Berlin negó con la cabeza y contestó:
—Digamos que parte de mi papel es mantener el statu quo. Al gobierno no le gustan los cambios. Da igual quién esté en la Casa Blanca, el trabajo diario de la policía y la justicia necesita orden y consistencia. Esto es a nivel estatal y federal. Lo abarca todo. Hay un fiscal llamado Randal Korn en el condado de Sunville, Alabama, y me dejaron claro que tenía que salir reelegido.
—¿Amañaste unas elecciones locales a la fiscalía del distrito?
Berlin puso los ojos en blanco.
—Por favor, Eddie. Hemos amañado elecciones generales en más países de los que puedo contar. Esto no fue nada. Hay empresas que financian a nuestros políticos, y siempre tienen mano en las elecciones locales. Alguien con credibilidad y dinero se presentaba contra Korn, y yo hice varias llamadas a los patrocinadores para que se guardasen la chequera. No hizo falta nada más. En Estados Unidos, las elecciones se ganan a base de dinero. Casi siempre gana el que más gasta.
—Vale, y entonces ¿qué?
—Pues me entró la curiosidad. Korn lleva diecisiete años de fiscal en Sunville. En ese tiempo ha conseguido bajar las estadísticas de delitos en el condado a niveles de récord. Por eso nos gustaba. Es bueno para los negocios, bueno para los precios inmobiliarios en la zona, bueno para los inversores. Hay que mantener el statu quo. Debería haberme olvidado después de las elecciones, pero había algo raro en ese tío. Indagué un poco, y lo que encontré era espantoso.
—¿Qué?
Antes de contestar, Berlin vaciló, distraído por el ruido fuera del despacho. Era el típico ajetreo de la oficina. Me levanté y abrí la puerta un poco para ver qué pasaba. Harry estaba insultando al nuevo collar digital que le había comprado a Clarence, porque no podía activar el GPS a través de su móvil, y su nerviosismo estaba alterando al perro, que ladraba cada vez que Harry soltaba un improperio. La fotocopiadora se había vuelto a atascar, y Bloch le daba golpes con el puño. El teléfono estaba sonando y Kate contestó, con un portátil en la otra mano y el móvil acunado entre la cara y el hombro. Un caos organizado. Cerré la puerta y me senté de nuevo. Hice un gesto a Berlin para que continuara.
—Estáis ocupados, ¿eh? —dijo.
Le costaba arrancar. Quería decir algo, pero era incapaz de hacerlo. Aún no.
—Va, cuéntamelo todo. Aquí estás protegido por la confidencialidad abogado-cliente. Es un lugar seguro.
Berlin miró rápidamente las fotos que tenía sobre la mesa. Mi hija, Amy, en un campamento de verano, remando en una canoa. Desde entonces había dejado de poner fotos de mi exmujer; ella estaba con otro hombre.
—Muy mona —dijo Berlin—. ¿Qué años tiene?
—Quince. Venga, ¿tienes ya bastante saliva para escupirlo?
Volvió a mirarme. Tenía los ojos rojos y cargados de preocupación. Sus ojeras parecían más pesadas de pronto.
—El condado de Sunville tiene la mayor tasa de penas de muerte del país. Hay varios pueblos grandes, pero ninguna ciudad. Randal Korn ha mandado al corredor de la muerte a más gente que ningún fiscal de la historia. Ahora mismo, uno de cada veinte condenados a muerte en todo Estados Unidos está ahí por Korn. Ciento quince condenas en diecisiete años.
No dije nada. Había oído hablar de los celosos fiscales del sur, que por encima de todo valoraban el matrimonio, la Iglesia, la familia, las armas de asalto y la pena de muerte. Aun así, esa cifra me parecía descabalada.
—La mayoría de las condenas a la pena capital se dictan entre el dos y el tres por ciento de los condados de Estados Unidos. Y Sunville está a la cabeza de todos. Cuando lo descubrí, pensé lo mismo que tú estás pensando en este instante: y una mierda. No puede ser. Eddie, la cifra es tal cual. Yo mismo comprobé los expedientes.
—Tiene que haber algún error.
—Mira, sabes perfectamente que los fiscales tienen una potestad enorme para convertir un delito grave en pena de muerte. Nunca se ha ganado una apelación contra Korn, y jamás ha perdido un caso.
—Pero ¿por qué va a por la pena de muerte en todos los casos? ¿Y por qué no se ha dado cuenta nadie hasta ahora?
—Uy, sí se han dado cuenta. Cuando estaba investigando a Korn, encontré miguitas que habían dejado investigaciones anteriores. Ninguna sacó nada en claro, porque Korn sigue siendo fiscal del distrito, gracias a mí. Me preguntas por qué este tipo quiere siempre la pena de muerte. ¿No te parece evidente?
—A mí no —dije.
—¿Por qué se alista la gente en el ejército? La mayoría dice que quiere servir a su país, muchos lo hacen por la familia, y más aún por el sueldo o el entrenamiento, pero luego hay un porcentaje mínimo, el dos por ciento, que se alista por una única razón: porque quieren matar a alguien.
—¿Me quieres decir que este tipo se hizo fiscal para poder matar?
—No, eso no es lo que digo yo, es lo que dice él constantemente. Es el rey del corredor de la muerte. Lo luce como si fuera una medalla. Mira, he tratado con gente mala. Pasado un tiempo, lo puedes ver en sus ojos.