Se lleva los dedos a la nariz y huele a la madre del niño mientras acostumbra la vista a la cocina a oscuras. En el reloj del horno dan las 23.56. El pecho. Lo nota muy tenso. ¿Le va a dar un infarto? ¿Es eso lo que se siente cuando te da un infarto? Tiene que moverse. Va de un lado para otro por la tarima de roble blanco y toca cosas: la palanca de la tostadora, el agarrador de acero inoxidable de la nevera, los plátanos en el frutero, maduros y fragantes. Objetos conocidos que lo bajen a tierra. Que lo traigan de vuelta.
Una ducha. Debería ducharse. Asciende por los escalones igual que un niño pequeño.
Evita mirarse en el espejo del baño.
Le pica la piel. Se la frota.
Cree que oye sirenas. ¿Serán sirenas?
Aferrado al mango de la ducha, aguza el oído. Nada.
En la cama. Tendría que estar en la cama. Y allí estaría si no hubiera pasado nada. Si esa hubiera sido otra noche cualquiera de junio. Se seca y deja la toalla en la percha detrás de la puerta, donde siempre. Toquetea el sesgo de la felpa, reconoce con los dedos el rizo del tejido como el que saca un muestrario en unos grandes almacenes, le tiemblan las manos presa de un miedo que no conoce.
El teléfono. Arrastra los pies por la casa a oscuras, busca dónde lo ha dejado: en el banco de la entrada, sobre la encimera de la cocina, en la mesita al pie de la escalera. El bolsillo del abrigo, ahí está, tirado en el suelo en la puerta de atrás, donde lo dejó cuando entró en casa. Sube con el teléfono a la primera planta, todavía le tiemblan las piernas, va hasta la puerta de la habitación de matrimonio.
No puede dormir ahí dentro.
Pasará la noche en el cuarto de invitados. Se echa despacio en la cama, nota el esmero con que han alisado las sábanas y remetido las mantas, y deja el teléfono a un lado. Lo consumen las ganas de llamarla.
¿Qué le diría? ¿Que la echa de menos? ¿Que la necesita?
Demasiado tarde.
Pero se queda mirando el teléfono de todas formas, imagina el tono continuo de llamada mientras espera a que ella descuelgue. Y cierra los ojos y ve de nuevo al niño.
Un poco más tarde nota un temblor en el colchón. Alguien se ha echado con él en la cama. Espera el tacto de una mano. Pero nadie lo toca. Es una vibración. Y otra. Un destello de luz anaranjada hiende el aire de la habitación. Pasa el pulgar por el reflejo de su cara borrosa en la pantalla del teléfono para contestar.
La voz de ella, con dolorido acento. Ya lo ha oído antes.
«Ha sucedido algo terrible», dice esta vez.
Septiembre
Jardín trasero de los Loverly
Hay algo animal en cómo se sopesan con la mirada los adultos de mediana edad mientras fingen camaradería en el jardín trasero de la casa más cara que hay en la calle. Los más atractivos acaparan a la multitud en su deriva. Han acudido para pasar la tarde con las familias vecinas, y por los niños, que juegan a algo paralelo, aunque los hombres se han puesto zapatos caros, las mujeres llevan accesorios con los que ni se acercan a los columpios y todos hablan engolando la voz.
Han encargado la comida y la bebida. Hay grandes cubos de acero llenos de cerveza helada, minihamburguesas en largas fuentes de madera y cucuruchos de papel repletos de patatas paja. Hay bolsas de chuches con galletas que tienen glaseado el nombre de cada niño en azúcar, y el celofán atado con gruesas cintas de satén.
Árboles ya crecidos jalonan la valla de atrás; están recién plantados, los han izado con grúa y han puesto cada uno en su sitio. No hay ni rastro de la desagradable calleja colindante ni de los yonquis realojados en un centro de rehabilitación a cuatro manzanas o las cloacas rebosantes de agua de lluvia. La hierba es de un color verde que llama la atención. Tienen riego artificial. La cocina da a un patio de hormigón pulido apuntalado con maceteros de boj estratégicamente dispuestos. Hay un cobertizo que en puridad no lo es: la puerta gira sobre su eje, tiene su propio sistema de iluminación.
Tres niños juegan siempre en ese jardín, son los de la casa imponente que han levantado en una parcela doble, lo nunca visto en un barrio del centro como aquel. Los mellizos de tres años, niño y niña, llevan un trajecito a juego a rayas y han dejado que la madre de tan atrevido hogar los peinara para atrás, con mimo, al agua. El hijo mayor, de diez años, insiste en ponerse el uniforme de gimnasia del año pasado, que lleva una mancha en la camiseta. ¿Chocolate o sangre?, pensarán los invitados. Pero a Whitney la convenció su marido para evitar batallas perdidas quince minutos antes de que empezara la fiesta.
A las tres de la tarde ya se le han pasado las ganas de arrancarle la camiseta a su hijo y embutirlo en el polo azul celeste comprado para la ocasión. Se le ha pasado el estrés de anfitriona y nota satisfecha la euforia de ver que todo el mundo lo está pasando bien. Los ha dejado impresionados. Se ve en sus miradas, en cómo los amigos, sin decir nada, no pasan por alto esos detalles que ella no querría desapercibidos. Piensa en las fotos esparcidas por las redes sociales esa noche. Salpican el fragor las risas, y se ve colmada por el aire de alegría y buen humor.
Por ese ruido es por lo que Mara, la vecina de al lado, no viene a la fiesta. Le llegó al buzón la invitación de cartulina gruesa, un mes antes como a todo el mundo, y la tiró en el acto al contenedor de reciclaje. Sabe que los vecinos no quieren allí a gente como Albert y ella. Piensan que ya no tiene nada que ofrecer. Su sabiduría acumulada en décadas no les importa lo más mínimo a esas mujeres que creen que lo saben todo. Pero es igual. Le vale con lo que ve y lo que oye entre los listones de la valla mientras pone en orden su jardín, arranca los brotes de malas hierbas hasta que no puede más por las lumbares y se acerca la silla mohosa del patio. Ve algo en los pétalos primorosos de las hortensias. Sacude la ramita. Un avión de papel cae de morro a tierra. Otro que se le ha escapado. Encontró unos cuantos en el jardín la mañana del jueves. Se agacha para recogerlo y oye la voz de Whitney que flota por encima de las de los invitados cuando saluda a la pareja de enfrente.
Esa pareja, Rebecca y Ben, va derecha a hablar con la anfitriona nada más llegar; le llevan de regalo veinte minutos de su tiempo y una orquídea en un tiesto. Rebecca tiene que irse a trabajar. Ben ha venido para tener contenta a Rebecca, por él se habría quedado en casa. Guarda silencio mientras Rebecca y Whitney intercambian los cumplidos de rigor. Whitney enlaza zalamerías y preguntas, acaricia a Rebecca en la mano y luego en el hombro, y Rebecca se deja tocar, encandilada como no suele estarlo nunca. Ojalá no las interrumpa nadie.
Ben tiene el pelo todavía mojado de la ducha, y huele igual que la mañana. Nota cómo lo mira Whitney mientras habla con su mujer. Con la mano en el bolsillo de atrás de los vaqueros blancos de Rebecca, Ben la atrae para sí. Rebecca cree que Ben no escucha lo que le está diciendo a una distraída Whitney, y ha dado en el clavo. Lo que hace es mirar el pañuelo de colores que el mago le pasa por el cuerpo a uno de los mellizos de Whitney, la niña, que suelta una risita nerviosa y tiene la mirada puesta en los simpáticos ojos de Ben. Su marido no se muestra muy sociable con los adultos, pero los niños están siempre encantados con él. Es el profe favorito. El tío juguetón. Es el entrenador de béisbol.
Desde la otra punta del jardín, Blair observa con qué sutileza se tocan Ben y Rebecca mientras escuchan la perorata de Whitney, como si hallaran todavía uno en el otro motivo de total contento. No tienen niños, y libres de esa carga, aún no les ha cambiado la vida para siempre como al resto de ellos. Se dirigen frases con sujeto, verbo y predicado y civilizada entonación. Puede que sigan follando una vez al día y lo disfruten. Se quedarán dormidos en la misma cama con brazos y piernas encajados en sus mutuas oquedades. Sin una almohada que haga de cuña para separar el lado de la cama de ella del de él y hacerse ilusiones de que el otro no está allí.
Blair ve que Whitney, su mejor amiga, termina con Rebecca y la va dejando atrás, en delicada búsqueda de la próxima conversación. Aiden, el hombre del vozarrón que duerme al otro lado de la almohada levantada a modo de barrera en la cama de Blair, se deja oír en una esquina del jardín. Tiene su audiencia, él siempre con su audiencia. Está a punto de rematar la anécdota que ella ya le ha oído antes, ha llamado la atención de Whitney al pasar, y Blair toma dolorosa conciencia de que a ella nadie la acompaña. Busca a Jacob, el marido de Whitney, pero ve que está con una pareja que no conoce. Una niña pequeña de apretadas trenzas se mete entre las piernas de la madre. Jacob señala el edificio, explica un detalle del tejado dibujando la forma con el dedo. Lleva la camiseta negra marca de la casa y pantalones negros de algodón con los bajos remangados, calza zapatillas blancas de diseño, sin calcetines, y el pelo, las cejas, la montura de las gafas de sol escandinavas, todo es a un tiempo intenso y a la última, aunque él sea tan amable. Alza una mano en dirección a Blair. Hola. Ella se pone roja, la han pillado mirando. Es fácil quedarse mirando a Jacob. Vuelve otra vez a buscar a Whitney con la vista.
Whitney habla con varias madres del curso de su hijo, Xavier. Tienen un grupo de WhatsApp en el que Whitney casi nunca escribe porque no sabe qué responder a las preguntas sobre el programa del primer trimestre ni el menú de platos de cuchara en la comida, o a la fecha tope para encargar fotos de la clase. Aun así, le gusta estar en el grupo de WhatsApp. A veces mete baza con un emoticono cuando llega a la oficina a primera hora, se toma el tercer café del día y experimenta el placer de poder pensar en silencio: envía los pulgares en ristre, un corazón rojo, las gracias por ponerla al día. Nada que valga, y todo un poco socarrón. Whitney nota que las mujeres no le quitan los ojos de encima cuando se acerca a recibir a sus maridos, quienes dejan de hablar, se ponen firmes y la saludan.
Pero quien repara en Blair es Rebecca, y ahora les toca a ellas intercambiar cumplidos. A Blair solo se le ocurre hablar del tiempo, como siempre, del frío que hace ya por las tardes, y luego del horario agotador de Rebecca en el hospital, donde tiene que estar sin falta dentro de cuarenta y cinco minutos. Aunque a Rebecca le encanta ese horario tan duro. Las dos mujeres no tienen más en común que lo cerca que viven la una de la otra. Rebecca se ofrece como vademécum en cuestiones médicas cuando hace falta, responde a todos los mensajes de texto que le manda Blair sobre el nuevo sarpullido de su hija, la tos del perro, el picor de oídos o la caquita grisácea. Blair se puede pasar días y días con esas cosas, maravillada de que alguien lo tenga todo tan claro. Como llevar vaqueros blancos a una barbacoa con los vecinos.
A Rebecca se le van los ojos cada pocos segundos a la hija de Blair, de siete años. No puede dejar de mirarla. Dejar de pensar cómo sería estar allí con su propia hija. Cede a la imaginación, y esa versión de su futuro crece y crece como el pañuelo que el mago se ha sacado del sombrero. La niña hace dibujos de tiza en el cemento del patio con los mellizos, que esperan turno para jugar con el conejo. Las dos mujeres se ponen a mirar a la hija de Blair, fingen las dos que les entusiasman los niños cuando no es cierto.
Se les une Whitney, que se ha servido otra copa, y Blair y Rebecca reviven. La anfitriona rodea con una mano el hombro de Blair y hace como que no le molestan las palmas de los mellizos, embadurnadas de tizas de colores. Qué monos están los tres juntos, ronronea Whitney, qué buena es Chloe con los pequeñines. Da un paso atrás apenas perceptible, temerosa de acabar con el vestido lleno de tiza.
Rebecca intenta imaginarse cómo será mostrar interés por ese tipo de cosas, ser la anfitriona, exhibirse ante la concurrencia. Le quedan tres minutos, y el cerebro no le va a parar en esos ciento ochenta segundos porque así se las gasta su cerebro. Comenta también el buen natural de Chloe mientras los segundos corren.
«Da gusto con ella» es la expresión que utiliza Rebecca. Blair sonríe y le quita importancia a la perfección de su hija, pero le levanta el ánimo como solo lo puede hacer ese tipo de cumplidos. Por muy a la ligera que se suelten.
El comentario lleva a Whitney a preguntar dónde andará el quebradero de cabeza que es su hijo. No lo localiza en el jardín. Blair dice que lo vio por última vez hará media hora, al pie de la valla de Mara, con la cara entre los listones. Nunca está donde tiene que estar. Whitney le ha advertido que tiene que portarse bien, jugar con los más pequeños, ser simpático. Solo por esta vez. Solo por ella. Debería estar ahí con todos. El mago ya casi ha acabado su número.
A lo mejor quiere estar a solas un momento. Blair lo pronuncia en voz baja, muy despacio, no sabe si ha hecho bien en decirlo o no.
Pues claro. Whitney dará con él.
¿Qué le cuesta hacer lo que le ha pedido? ¿No se puede parecer un poco a la niña de Blair? Piensa que siempre está de morros, que lo suyo raya en enfado crónico, que la gente le pregunta por el mal humor de su hijo cuando es que el chico es así. De caras largas. Huraño. Le hace falta un corte de pelo que él no consiente. Whitney recorre la casa a paso vivo llamándolo por su nombre. La despensa. El salón. El cuarto de juegos del sótano. No debería verse obligada a hacer eso en medio de una fiesta con más de cincuenta invitados en el jardín. ¿Se habrá escondido? ¿Habrá birlado el iPad otra vez? «¡Xavier!». ¿Es que tiene que sacarla de quicio siempre? Sube corriendo a la tercera planta, abre la puerta del cuarto del chico y allí está, tumbado en la cama, rodeado de las bolsas de chuches vacías de los niños. No falta ni una. Con toda la cara manchada de chocolate, y las sábanas también, está lamiendo el azúcar glasé pegado al envoltorio de una galleta con el nombre de otro niño.
—¡XAVIER! ¿QUÉ COJONES ESTÁS HACIENDO? —Se abalanza sobre él para arrancarle el celofán lamido de las manos, y el niño chilla y la rehúye—. ¿A TI QUÉ COÑO TE PASA?
Xavier arruga la cara, se le tuerce el labio de abajo como haría un niño mucho más pequeño que él. Lo que es ella no piensa consentir el berreo que viene a continuación y va en aumento, más bien le dan ganas de asestarle un bofetón.
—¡NO! —grita, y agarra del brazo al niño, que lloriquea y se deja caer al suelo, sin fuerza. No lo soporta cuando se pone así—. ¡LEVÁNTATE, CAPULLO!
Pero entonces le suelta el brazo. Porque se da cuenta de que ha cesado el jovial runrún abajo.
La fiesta ha quedado en silencio. Solo oye el feroz golpeteo de su corazón en los oídos. Y el retintín de sus propios gritos, venenosos, homicidas. El eco consabido de su ira. Enumera mentalmente los peores augurios. Y entonces se percata. La ventana abierta de par en par. La ha oído todo el mundo.
Cae de pura vergüenza al suelo. Al nido formado por las cintas de satén que envolvían los dulces, esparcidas, cortadas en las puntas como lengua de serpiente.
Entonces sabe lo que ha perdido.
Nueve meses más tarde
Capítulo 1
Blair
Jueves por la mañana
Son las cinco y media de la madrugada de un jueves de junio. Blair Parks se toma el café a sorbitos y piensa en su marido separando los muslos de otra mujer, abriéndolos como alas de mariposa.
Se lo imagina oliéndola. Y probando a qué sabe después, mientras le pasa una y otra vez la lengua y la chupetea.
Blair se tapa la boca con la mano. Deja la taza encima de la mesa.
No puede dormir. Aunque esto, el regodeo en pensamientos obscenos, es algo que viene haciendo por las mañanas. No tiene nada de gratificante empezar el día así, pero la ayuda a aplacar una preocupación obsesiva y pasar a otra cosa. De lo contrario le absorbería el seso, y no puede consentirlo. Se quedaría mirando en las estanterías de la tienda los quitamanchas cuyos anuncios convierten a mujeres de mediana edad como ella en seres asexuados que han dejado de trabajar mientras se imagina la boca de una mujer más joven llena del semen de su marido.
Se pone otro café que ya no le va a saber tan bien como el primero y piensa en las ganas que tiene de algo más. De qué, no sabría decirlo. El problema no es solo el aburrimiento. O un anhelo melancólico. Ni su matrimonio formal de diez años con el reloj biológico de fondo para hacerlo todavía más irrelevante. ¿Es normal sentirse así? ¿Les pasa a otras mujeres de su edad?
Se le tensa el diafragma solo de pensar en contárselo a alguien. Más tenso de lo que ya está. Mejor tener bien alta la cabeza y enfrentarse al desafío de la hora. De esta y de la siguiente, no vaya nadie a pensar que es infeliz. Sabe que es mejor para todos si cunde la indiferencia. Si sigue adelante con paso firme y no gasta energía en pararse a pensar qué quiere en realidad. O qué siente en el fondo cuando suena el despertador por la mañana.
La vulnerabilidad, lo sabe, es algo que se tiene que trabajar, algo que en teoría las mujeres tienen que ejercitar igual que un músculo. Eso les han contado los libros, los pódcast y los que dan charlas de motivación. Se esfuerza por admirar a las que admiten haberse equivocado y deciden, en voz alta, cambiar de rumbo. Pero ese tipo de catarsis no van con ella. No ve otra vida para sí misma. Y apechuga con la vergüenza de haberlo hecho todo tan mal.
Un café más tarde, chirrían los goznes de la puerta de la habitación de su hija en la planta de arriba. Oye pasitos en la tarima del pasillo. Al tirar de la cadena en el único baño que tienen, las tuberías zumban por toda la casa. Blair se pasa la mano por la cara cansada.
En un momento dado le vino bien echarle la culpa a Aiden por cómo se sentía. Ha sido un fiel receptor de su rabia. No hace más que echarle mierda encima y él no rebosa nunca. Pero para ella eso no cambia gran cosa: están casados y Blair no se plantea separarse. Desmantelarlo todo, ver cómo cambia. La percepción. El impacto en su hija, en el piso de arriba. No puede imaginárselo.
Corre el agua en el grifo del baño. Oye que Chloe abre el armario con espejo donde guardan los tres cepillos de dientes en un mismo vaso. Mete un panecillo en la tostadora para que desayune su hija. Antes ha sacado el queso de untar de la nevera, así estará a temperatura ambiente, como le gusta a la niña.
Para ir tirando, le vino bien echarle la culpa de su desdicha a un matrimonio que no funciona, hasta hace semana y media, cuando encontró un trocito de envoltorio en el bolsillo de los vaqueros de Aiden. Menos de un centímetro cuadrado. Basura, habría pensado cualquiera que tuviera que recogerlo del suelo del cuarto de lavar después de dar la vuelta a los pantalones para hacer la colada. Pero reconoció el borde ondulado del plástico. Y el color verde esmeralda. Idéntico al de los condones que ellos utilizaban hacía años. Desde que lo encontró, todas las mañanas abre el cajón donde lo guarda y se lo pone en la palma de la mano para darle vueltas a la cabeza.
Podría ser de muchas otras cosas. Una barrita de cereales. Un caramelo de menta después de una comida de trabajo.
Pero, más que una prueba, lo que tiene es una intuición.
Una vez oyó que llamaban susurros a esos momentos que te vienen a decir que algo no encaja. Lo malo es que hay mujeres que no prestan atención a lo que les está diciendo la vida. No oyen los susurros hasta que no echan la vista atrás, a toro pasado. Se ciegan. Por las propias ganas de ver la verdad como se la imaginan.
Aunque es posible que solo sean paranoias suyas. El no tener nada que hacer y ponerse a pensar.
Oye los pasos de Chloe en la escalera y unta el queso con cuidado. Le vuelven a la mente los muslos bien abiertos de la mujer. Los dedos de Aiden abriéndose paso entre los carnosos labios lubricados. Qué bien la tratará cuando acaben. Puede que se ría con ella. A Blair se le pone el vello de punta en los brazos. Vuelve a pensar que Aiden no eyaculó la única noche que tuvieron relaciones sexuales el mes pasado. Y que mira más a menudo el teléfono.
Chloe casi ha llegado al último escalón. Blair cierra los muslos imaginados y junta las dos mitades del panecillo. Y entonces se vuelve y pone una sonrisa forzada para que, como todas las mañanas en la vida de su hija, la cara resplandeciente de su madre sea lo primero que ve Chloe.
Capítulo 2
Rebecca
Horas antes
El médico residente la pone en antecedentes mientras atraviesan a toda velocidad la doble puerta que lleva a urgencias y van arrancando chasquidos al suelo de resina con las zapatillas de deporte. Nota el aire húmedo de la calle antes de que los de la ambulancia entreguen la camilla a su equipo médico. Varón de diez años hallado inconsciente a las 11.50 de la noche. Todo apunta a que sufre un traumatismo craneoencefálico de primer grado a causa de una caída. No hay contusiones a primera vista. La enfermera da un paso atrás, Rebecca se pone los guantes azules con un sonoro chasquido y se da la vuelta para levantarle los párpados al paciente.
Pero aparta las manos. La cara del niño. Alza los ojos y mira a la enfermera, al otro lado de la camilla.
—Lo conozco. Se llama Xavier. Vive enfrente de mí.
—¿Quieres que…?
—No. —Sacude las piernas para ponerse a tono. Está a punto de empezar la función—. No me pasa nada, estoy bien. ¿Constantes vitales? Venga, manos a la obra.
Sujeta con firmeza el pequeño cuerpo al dar las órdenes, y en unos segundos da paso a la coreografía que lleva años ejecutando. Intubación. Vía. Tac urgente. Nunca está mucho tiempo con un niño en la camilla, pero cada minuto es crucial y metódico, hay que exprimir al máximo cada segundo y, aun así, al final, cuando se ha hecho todo lo que se puede hacer, ve esos minutos como un amasijo de tiempo que conduce a un resultado o a otro.
—Los padres, ¿están aquí? ¿Dónde están? —Se quita los guantes y los encesta en la papelera. Vuelve a mirar la cara grisácea de Xavier, la boca abierta por el aparatoso tubo que ella le ha metido dentro. Le aparta un mechón de pelo húmedo. El suelo en el que cayó todavía estará mojado de las lluvias de ayer. Le toca la mejilla.
Cientos de padres la han esperado sentados en las sillas de plástico del hospital. Le preocupa a veces la facilidad que tiene para dar con las palabras. Pero nunca antes había conocido al paciente. Nunca lo había visto lavando el coche entre un montón de espuma ni había sabido que tenía una bicicleta azul cobalto con empuñaduras verde fosforito en el manillar. Jamás ha tenido que decirle a una amiga que es posible que su hijo no se recupere nunca.
En cuanto sale de la sala de reanimación le baja la adrenalina. Ve el reflejo del fluorescente en el suelo del pasillo y vuelve a ser dueña de sus sentidos: la llamada por megafonía al neumólogo, el chillido de un niño en la sala de espera, el antiséptico en el aire. Saca el teléfono del bolsillo. Quiere llamar a Ben, sentir la calma de su voz, pero ya estará dormido. Y Whitney la está esperando.
Rebecca llama a la puerta abierta del pequeño cuarto en el que han dejado a la madre. Sentada a una mesa redonda, mira la caja de ásperos pañuelos de papel cortesía del hospital. No alza los ojos.
—Lo siento mucho, Whitney.
Whitney niega despacio con la cabeza, como un robot bajo de batería. No dice nada. Rebecca toma asiento a su lado y le pone la mano encima. Lo hace, el tocar a los padres en la mano o en el hombro, para que las palabras que va a decir a continuación sean más personales, queden menos dentro de la rutina. Es parte del bagaje emocional que desde hace años ha ido creando para uso propio. No siempre le salió de dentro ser tan empática como ahora. Cuando era más joven, se le daban mejor otros aspectos del trabajo, cosas que podía evaluar a ciencia cierta, que daban la medida de su competencia. Cosas que podía demostrar.
Whitney cierra los ojos cuando va a abrir la boca, pero le sale un hilo de voz. Comienzos de palabras que ya no sabe cómo pronunciar.
—¿Me puedes contar qué ha pasado? —Rebecca espera que le repita las primeras informaciones: que fue a ver al niño antes de irse a dormir, que no estaba en la cama y encontró la ventana abierta. Cómo se asomó y lo vio abajo, tendido en la hierba. Que no tiene ni idea de qué pasó. «Venga, Whitney, cuéntame exactamente eso».
Piensa en el jardín, en el rectángulo de hierba cortada al rape del que lo habrán levantado los de la ambulancia. Rebecca estuvo allí por última vez en septiembre, el día de la fiesta.
No quiere pensar en el enfado de Whitney aquella tarde. En el llanto que salía del cuarto del niño cuando su madre se puso a gritarle.
—Quiero hablar contigo del estado de Xavier —le dice.
Whitney se lleva una mano a la cara.
—Tú dime solo si se va a morir. —El chirrido en la voz la hace casi inaudible.
Rebecca busca con la suya la otra mano de Whitney. Tiene los dedos fríos, apretados en un puño. Whitney la retira, pero Rebecca sujeta con fuerza hasta que cede. A Rebecca la intimidan pocas cosas, pero vio algo en Whitney nada más conocerla. El brío, el refinamiento, la sagacidad en las palabras al hablar.
Fue una impresión que acabó pasándose con el tiempo, cuando sus vidas empezaron a girar despacio en la misma órbita. Se siente una muy próxima a alguien con quien comparte una cercanía tan física, con la cantidad de posibles coordenadas que hay en el planeta. Whitney y ella respiran el mismo aire en un pequeño rincón. Ve los cubos de basura los miércoles y sabe que podrían reciclar más cosas. Sabe que tiene obsesión con las compras, ve las pilas de paquetes en precario equilibrio a su puerta, de buenas tiendas, bolsas que le traen los mensajeros y recoge la niñera. Sabe que uno de los dos, Whitney o Jacob, no duerme bien. Rebecca ve la luz de la cocina encendida cuando vuelve a casa en plena noche. Ve las botellas de vino vacías en las bolsas de reciclaje de plástico azul.
La fiesta en el jardín no fue la única vez que oyó los gritos de Whitney. Atraviesan la gran cristalera de la fachada de la casa con el tono inconfundible de una madre que no aguanta más. Ha sentido desasosiego siempre que los ha oído, como le pasó en la barbacoa, vergüenza ajena de haber estado presente. No está segura de qué más ocurre en esa casa, pero esas elucubraciones le resultan incómodas. Es médica y se ocupa de los hechos. Con los hechos sí que está cómoda.
—Xavier tiene una lesión importante; nos preocupa la cabeza. Está en la uci, en coma inducido para darle descanso al cerebro. Los de cuidados intensivos te van a ir contando cómo evoluciona, ¿vale? Las primeras setenta y dos horas nos aportan mucha información en situaciones como esta. Sé que es duro de oír, Whitney, pero tienes que entender que cabe la posibilidad de que no recupere la conciencia.
Whitney no se inmuta.
Rebecca toma aliento para suavizar el tono.
—¿Lo entiendes?
Nota que empieza a temblarle la mano a Whitney y se le queda mirando la cara impoluta. El lustroso brillo de la frente. Las cejas depiladas con láser. La aparente perfección.
—¿Jacob está con los mellizos?
Whitney cierra los ojos y niega con la cabeza.
—En Londres. Por trabajo. La niñera vino enseguida. Pero tuve que esperarla… —Se le quiebra la voz—. No pude ir con él en la ambulancia.
Rebecca le dice a Whitney que la llevará a verlo ahora, que está intubado e hinchado. Que puede que eso la asuste, pero que no tiene dolores. Será otro médico el que la acompañe a partir de ese punto. Se abre la puerta automática detrás de ellas y Rebecca ve al volverse a una enfermera con dos policías.
Querrán hablar con Whitney; es el protocolo. Rebecca es consciente de que eso la incomoda, aunque sobre el papel las preguntas que le harán no la conciernen. Rebecca les dice que no con la cabeza: «Ahora no, por favor, todavía no», y lo que hace la enfermera es llevar a los agentes pasillo adelante.
—Hay estudios que demuestran que, en este estado, los pacientes saben cuándo está con ellos alguien de la familia. Puedes cogerle la mano y hablarle, lo que harías si estuviera despierto, ¿vale?
Whitney se pone de pie y agarra el borde de la sudadera con ambas manos. Deja que Rebecca la rodee con el brazo a modo de apoyo mientras van por el pasillo. Hasta que se pone tensa. Vuelve la cara para mirar a Rebecca y es la primera vez que sus ojos se encuentran.
—¿Es por esto por lo que no tienes niños?
Rebecca se queda parada. Sin saber qué decir. ¿Por esto? ¿Por el trabajo? ¿Por el hospital? ¿Por el temor constante a que algo vaya mal? ¿Por el dolor insoportable cuando así pasa?
Piensa en las horas que ha pasado en el suelo del cuarto de baño. En el modo en que se hundían las espirales sangrientas en las entrañas del retrete, en el baile de los hilillos de mucosidad. En la presión de la toalla en el regazo de camino al hospital.
¿Que por qué no tiene niños? Porque se le mueren todos en el vientre.
Capítulo 3
Blair
—Buenos días, niñita mía. ¿Qué tal has dormido?
Chloe desliza los brazos por la blanda cintura de Blair y la aprieta. Amanece cada mañana como si hubiera hecho tábula rasa. Blair arranca un plátano del frutero y se lo pone en el plato, junto con una de las madalenas que hizo ayer cuando estuvo toda la tarde lloviendo. Porque era miércoles, y eso es lo que hace los miércoles. Las madalenas, la ropa de cama, lavar el tambor de la lavadora con vinagre de limpieza y bicarbonato. A veces le parece que no ha evolucionado y le da vergüenza.
Chloe lame el queso que sobresale del panecillo y da su visto bueno con un gemido.
A saber si Aiden es consciente de la lista de tareas que tiene que hacer cada mañana. O del plan de trabajo que anota en el calendario de la cocina. A saber si será consciente siquiera de que hay que limpiar el tambor de una lavadora de once años. A lo mejor deja los trapos sucios en el lado de su cama esa noche, para que sepa por lo menos cómo huele una lavadora vieja.
Pero hoy es jueves. El cuarto de baño. Hay que devolver a la biblioteca los libros de Chloe. Blair se los metió en la mochila anoche, junto con la fiambrera, la ropa limpia de gimnasia y una nota diciéndole que la quiere, todo después de vaciar en el fregadero las migas y el montón de arena del parque que traía la mochila. Luego se tomó dos pastillas para la jaqueca y se acostó temprano. Aiden dijo que tenía que quedarse en el trabajo a preparar una presentación.
Ya se había ido al gimnasio cuando ella se levantó; ha debido de madrugar esa mañana. No recuerda sentirlo a su lado en la cama durante la noche. Pero hay veces que duerme en la habitación de invitados para no despertarla cuando vuelve a casa.
Le está quitando el envoltorio de papel a la madalena integral cuando se para a preguntarse si realmente ha vuelto a casa esa noche.
Mete un pedazo entre los dientes. Imagina que Aiden entra sigilosamente y le va a dar un beso a su hija dormida, con la boca manchada del flujo de otra mujer. No puede tragar la madalena. La escupe en la basura.
—El abrigo y los zapatos, Chloe, ¡que es hora de irse!
Es una niña buena, una niña inteligente, una hija única a la que le gusta la rutina y el pelo limpio y lo pide todo siempre por favor, aunque a Blair la agota estar pendiente de ella. O quizá es Blair la que necesita a toda costa estar pendiente de alguien. Se dio cuenta un día de que era la única persona capaz de hacer lo que hace por su hija y de mil amores. Por eso es por lo que lleva ocho años sin trabajar, desde que nació Chloe. Y por eso ha acabado así: con la sensación de ser un cero a la izquierda. Tiene cuarenta años, y a los cuarenta lo posible se ve cada vez más como algo que una deja atrás.
Blair despide a Chloe en la puerta con un beso, se vuelve y encara la casa vacía. La mayor parte de los días, Chloe va andando al colegio con su amigo Xavier, son cuatro manzanas. Blair tiene que convencerse a sí misma cada mañana de que ha llegado bien. Que no está en la parte trasera de la furgoneta de un maniaco. Si llaman por teléfono a media mañana, la asalta siempre la misma idea: es del colegio y su hija no ha llegado. Preocupaciones de madre para desocupar la mente.
Sube a la primera planta y pega la nariz a la loza cóncava del lavabo. Busca el olor a hierbabuena del dentífrico que habrá escupido Aiden, si es que ha estado en casa esa mañana. Queda solo un resto del de Chloe, sin flúor, con aroma a frutos del bosque. La toalla blanca cuelga seca detrás de la puerta. Aunque eso no es raro. Se ducha fuera de casa los días que va al gimnasio.
Todo tiene explicación si ella así lo desea.
Todo pone el grito en el cielo si así lo consiente.
Busca el espray con lejía debajo del lavabo y rocía los baldosines. Le lloran los ojos por los vapores, pero ella no para. Las preguntas la anestesian. ¿A quién se estará follando? ¿Y cómo se la follará? ¿Y dónde quedan para follar? Bajan ríos de lejía por la pared. Parece que le diera más importancia a los detalles de la relación que a lo que la relación implica, y eso es irracional, ya lo sabe, pero el cerebro humano tiene el morbo de querer saber a toda costa lo peor de lo peor. No podemos aceptar la muerte de alguien hasta que no nos explican cómo, cuándo y dónde.
Aunque también es una forma de desviar la atención de la verdad, una verdad que da más miedo que la posible aventura y lo que esta implicaría: que no haría lo que se dice nada al respecto.
Que acallará los susurros y tirará el trozo de plástico. Se dirá a sí misma que Aiden está en el gimnasio y nada más, nada más que en una reunión cada vez que no coge el teléfono. Optará por vivir con ello, con el tintineo como un ruido de fondo que se escucha en sus vidas, porque no puede aceptar las consecuencias de la otra alternativa.
Y nadie tiene por qué saberlo.
Lo sola que se siente es humillante.
Tiene la mirada perdida en una mota de moho cuando Chloe le da un susto de muerte desde la planta baja.
—¡Mamá! ¡Xavi no está en casa!
—¿Cómo que no está en casa?
—No me abren la puerta, y he estado mucho rato llamando.
Blair vuela escaleras abajo, piensa en la hora, en que, si así están las cosas, Chloe llegará tarde al colegio.
Chloe hace poco que sabe leer las horas y arruga la cara al mirar el reloj de pulsera.
—¿Voy a llegar tarde al timbre?
—A lo mejor ha madrugado para ir a ajedrez y se ha olvidado de avisarte.
Pero no es normal. Whitney se habrá ido a trabajar a primera hora y Jacob está de viaje, aunque Louisa, la niñe