Prólogo
Podrían huir en busca de un lugar oculto en las montañas. Cazar pequeños conejitos inocentes y esperar que crezcan moras y champiñones. Vivir sin más reglas que las de la salvaje naturaleza. Podrían intentarlo, pero, en el fondo, Abigail sabe que las encontrarían. Vera desprende demasiada luz para unas mentes tan oscuras.
Por eso se detiene. La observa, sentada y abrazada a sus pálidas rodillas mientras clava su mirada transparente en la maltrecha puerta del granero. Es una niña, pero no es estúpida. Espera lo mismo que ella, que vengan a buscarlas. Entre lejanos ecos de gritos, Abigail se arrodilla en el suelo y garabatea en su maltrecho cuaderno. Las fibras de heno le arañan los muslos. Sus dedos sucios dejan surcos en el papel mientras imprimen trazos irregulares. Aun así, confía en que sirvan. No es el miedo el que la guía, sino la furia.
Que se vayan al Infierno, y allí donde nos envíen, nos encontraremos.
Nuestras almas y las suyas.
Compartiremos una condena impuesta, pero donde su espíritu perecerá, hasta el fin de los tiempos, el nuestro se hará más fuerte.
Con cada año. Con cada siglo.
Aguardaremos con paciencia infinita la mano que nos sacará de las profundidades.
Los inocentes no tienen cabida en el Inframundo.
No será nuestra tumba.
Tú, que lees mis palabras en este preciso instante, que llegas a nosotras a través de los velos del tiempo, tú nos encontrarás en la estancia reservada a los blasfemos.
Allí nos envían con su ceguera.
Pero tú nos salvarás.
La magia que te ha encontrado sabrá guiarte. A ti te invocamos. A ti te esperamos.
Ahora nuestras almas y la tuya regresan.
Y, juntas, nos alzaremos del Infierno para hacer justicia.
Tras rematar la última letra, corre hacia su hermana, que continúa agazapada, hecha un ovillo. Vera levanta un rostro ovalado lleno de dudas. Su largo cabello níveo permanece pegado a la piel de la frente, sucio por el sudor de la incertidumbre. Abigail la toma de la mano para que se incorpore. Ha cambiado la pluma por otro utensilio más afilado.
Primero se hace un corte en la palma de la mano, luego hace otro en el de la niña. No hay mueca de dolor por parte de ninguna.
—Tu alma y la mía —dice en voz alta.
—Tu alma y la mía —repite Vera.
Las manos de las hermanas se unen, al igual que la sangre que ya compartían.
Los ecos ya son clamores cuyas voces distinguen y se acercan a su guarida. Las pisadas envían vibraciones hacia el suelo sobre el que se yerguen.
Vera gimotea y sus ojos se humedecen. Abigail tira de ella hacia donde descansa el cuaderno. La sujeta de la barbilla y junta su frente contra la de su hermana en un juramento que no necesita palabras.
Las dos jóvenes asienten. Una lágrima dibuja un surco limpio en la mugrienta cara de Vera. Los gritos atraviesan las paredes de madera y paja.
—¡Bruja!
—¿Dónde estás, demonio?
Abigail inspira profundamente y, cuando la puerta del granero se abre para dejar entrar el odio, estampa ambas huellas de sangre en el texto.
—¡Nuestras almas y las suyas!
Lo recita en alto y entierra el cuaderno bajo el heno y la tierra sucia antes de que las agarren sin miramientos y las separen.
Todo sucede muy rápido. Tan solo hay resquicios de tiempo para consolar a Vera con una promesa y para advertir a los que les colocan la soga en el cuello:
—¡Nos alzaremos del Infierno!
1
24 de septiembre de 2023
El objetivo de llevar los auriculares puestos era precisamente evitar una conversación, aunque la señora mayor que le había tocado al lado en el autobús no lo considerara un obstáculo. Tampoco que Gara hubiera cerrado los ojos para fingir un descanso que no disfrutaba. Hacía tiempo que dormir era la entrada a un mundo de recuerdos y jugarretas del subconsciente, así que lo hacía mal y a deshoras.
Sobre su regazo descansaba un libro de tapas duras de color azul oscuro, sin título y con los bordes desgastados.
—Qué bonita es Granada, ¿verdad? Cómo no va a querer venirse todo el mundo aquí. Tu isla también debe ser preciosa, no te lo tomes a mal. Cuando veas la Alhambra desde lo alto, lo sabrás. Entiendo a mi hijo. Habría venido a visitarle antes, pero…
Jamás había logrado comprender por qué para algunos el silencio era tan amenazador. Ella lo ansiaba con todas sus fuerzas. Si al menos pudiera reinar en el exterior… Para caos de voces ya tenía las que le palpitaban en la cabeza. No quería ahondar más en su procedencia ni en la razón de haber regresado a la Península, menos aún con una extraña. Ya se había mostrado cordial cuando la señora se empeñó en charlar al comienzo del trayecto.
Se giró hacia la ventanilla, colocó las manos en posición de oración y apoyó la mejilla. Aguardó unos instantes de rigor y luego entornó los ojos a un atardecer apacible, como el cráter de un volcán dormido. Era la clase de imagen para postal de tienda de souvenirs que le habría enviado a Elena.
Imaginar las letras de su nombre le provocó un hormigueo en la garganta. Sin embargo, el zarandeo de la señora a su derecha lo ahuyentó y el llanto se quedó atrapado un rato más. Seguidamente, un toquecito en el hombro.
—Niña, la estación. Hemos llegado. —Esperó a que Gara reaccionara—. ¿Vas muy lejos?
—Al Albaicín.
La fina línea que separa la amabilidad del cotilleo era un asunto que siempre le había costado distinguir, pero su coraza reservada chocaba con unas ganas nulas de conflicto.
—Uf, eso está lejísimos. Coge un taxi, no seas tonta. Que por ahí tú sola te pierdes seguro.
La advertencia se le antojó una tentación. Esa era justamente la intención de la mudanza. Perderse. Sumergirse de tal forma en el caos de lo desconocido que acabara hundiéndose y el océano de recuerdos que había dejado atrás no la alcanzara.
No. Así no funcionaría. Forzarse a no rememorar era inútil, como la verdad del elefante que no paraba de ver en todas partes.
«No pienses en un elefante rosa». Y allí estaba. Todo su cerebro invadido por Elena.
El cansancio la instó a obedecer el consejo de la señora y se puso en la cola para tomar un taxi. Un conductor con gafas de sol, a pesar de que la noche ya diluía el rojizo atardecer, y un polo desgastado un par de tallas más pequeño de lo que debía cargó su maleta. Gara rezó en silencio por que no fuera un tipo hablador.
Tuvo suerte de que las noticias deportivas llenaran el habitáculo mientras el paisaje urbano cambiaba por otro arábigo, de caminos estrechos, edificios de piedra y cuestas infinitas. Las teterías dieron paso a casas blancas, pintadas por el azul nocturno. Todo estaba particularmente vacío para ser un domingo.
Cuando el coche se detuvo, respiró aliviada. La residencia de visitantes de la universidad estaba en la parte baja de la colina, vigilada por la Alhambra al otro lado.
—El Carmen de la Victoria —indicó el conductor—. Que no es el nombre de la dueña, no se vaya a confundir. Los cármenes son casas típicas de por aquí. Bonitas. Y muy viejas.
Gara pagó en efectivo la carrera y asintió, empujando hacia fuera una sonrisa. Ya sabía lo que eran los cármenes nazarís, la combinación de casa y huerto, pero si se lo hubiera dicho, habría iniciado un intercambio de preguntas y respuestas evidentes para las que no se encontraba de humor. Sí, estaba allí para estudiar e investigar, y no, no se había graduado en Historia. La gente se olvidaba de que la literatura era una disciplina transversal que permitía acceso a todo el conocimiento humano si se contaba con la suficiente curiosidad, y a Gara le sobraban dosis de tan adictiva droga.
Tocó el timbre y, tras dar sus datos, el zumbido le permitió abrir la puerta de reja. Atravesó el arco de medio punto que daba acceso al complejo, un viaje a tiempos pretéritos de jardines y senderos de piedra. El gorgoteo del agua de alguna fuente que no ubicaba componía una canción de bienvenida. Por un momento la calidez de la novedad se instaló en su pecho y sintió una tímida esperanza de que allí encontraría algo de paz.
Arrastró la maleta hasta unos escalones pedregosos que conducían a la recepción y, una vez hechos los trámites necesarios, recibió la llave de su habitación. Era la número nueve. No se detuvo demasiado en inspeccionarla. De un vistazo rápido comprobó que la cama era individual, había wifi y el baño estaba limpio. La televisión le serviría para lo que había quedado después de que se inventara internet: hacer ruido de fondo y disimular la soledad. Abrió su bandeja de correo y avisó al profesor Villar de que se pasaría por su despacho por la mañana para conocerlo, aunque lo que necesitaba era que la guiara y le dijera por dónde empezar a investigar para su tesis. El resto podía esperar a que amainara un poco la tormenta de su estómago antes de que la cocina del restaurante cerrara.
No estaba muy alejado. Azulejos blancos colocados estratégicamente mostraban con flechas el camino hacia cualquier estancia y sus nombres en letras azules. Entró y se sentó a una mesa en la que sobraban sillas. Los pocos comensales que había apuraban el postre de sus platos. Gara optó por una cena ligera para no alimentar su insomnio: sopa y un trozo de tarta de trufa. El teléfono móvil le vibró en el bolsillo; no había avisado a nadie de su llegada, ni siquiera a su padre, y tampoco iba a hacerlo. Todavía no. Se clavó los dedos de la mano derecha en el muslo, como si intentara sujetar un pensamiento, y resopló. No quiso ver de qué se trataba.
Cuando saboreó el último dulce bocado, se percató de que era la única que quedaba en la sala. Salió como un gato, casi de puntillas, como si no hubiera pagado la cuenta, a pesar de haber contratado media pensión. La noche se mostraba tan tranquila y silenciosa que ansiaba perderse en ella un instante. Vagó por los hermosos jardines, caminó más allá del edificio principal entre cipreses y otros árboles irreconocibles en las tinieblas. La oscuridad transformaba en un laberinto aquella joya árabe. El paraje se le antojaba romántico y con sabor a aventura, y a la vez sospechoso, como si algo se escondiera entre las hojas de las adelfas y las plantas trepadoras.
La leve brisa de principios del otoño transportaba un rumor, un susurro áspero que buscaba su oído, quizá.
Elena.
Se giró. El patio continuaba vacío, presidido por una fuente que derramaba agua plateada por sus negras piedras circulares. Las retorcidas ramas pintaban sobre ella un techo de venas verdes y conectaban con paredes hechas de filamentos vegetales. Si se tumbaba ahí, tal vez pudiera hibernar hasta que despertara a una realidad que no doliera tanto.
Elena.
Se sentó en uno de los bancos de piedra con la mirada ausente, sin tener muy claro si estaba asustada de los ecos o decepcionada por que fueran una simple alucinación. No sabía si desear que fuera cierto o un mal sueño. Porque Elena no podía llamarla, ya no.
El teléfono móvil volvió a vibrarle en el bolsillo; esta vez lo hizo furioso, igual que un abejorro atrapado en la boca de un gato. Metió la mano y lo sujetó un instante, aguantando la respiración, hasta que al fin se decidió a leer el mensaje que parpadeaba en la pantalla.
Te fuiste sin despedirte. Llámame y hablamos. Alberto.
Ese había sido el primero, el que había ignorado durante la cena, y tenía razón. Se marchó de la isla en cuanto todo estuvo preparado, sin mirar atrás ni dejar una nota lacrimógena. Se veía que era cosa de familia. Podría haber cambiado de número, pero tampoco quería causar más daño. Tan solo necesitaba… Quién sabía lo que Gara necesitaba en aquel momento.
No fue culpa tuya. Elena te diría lo mismo.
El siguiente mensaje la obligó a cerrar los ojos con fuerza y resistir la tentación de destrozar el teléfono contra el suelo. No importaba cuántas veces se lo repitieran si no lo decía ella, si Elena no la miraba a los ojos y la absolvía de una culpa cuya losa arrastraría, igual que Sísifo, hasta el fin de los tiempos.
Entonces el viento le volvió a acariciar el oído con su melodía.
Elena.
2
Se planteó comprar una bicicleta. Una que la obligara a hacer algo de ejercicio y la mantuviera concentrada, aunque solo fuera para no acabar atropellada. Mientras su cerebro se enfocara en un procedimiento, en descifrar señales o advertir el peligro, no rebuscaría entre el fango. Lo pensó, pero en cuanto el autobús subió la cuesta que conducía al campus universitario, desechó la idea. Desde ahí arriba, un rey alcanzaría a contemplar todo su reino.
Había un poco más de movimiento que en la residencia. Algunos estudiantes aligeraban el paso y otros andaban con parsimonia aislados por cascos como orejeras para la nieve. Observó el mapa de la entrada y localizó el edificio que buscaba. Otro laberinto, pero no preguntó a ninguno de los jóvenes, ni a los que pasaban por su lado sin apenas fijarse en lo perdida que andaba ni a quienes tomaban un café en las mesas exteriores de la cantina.
Prosiguió el camino rodeando el primer edificio por la derecha. El tímido sol calentaba con los últimos albores del verano, agonizante y deseoso de un descanso. Los pinos eran los únicos centinelas verdes, pues el otoño traía ya su equipaje para pintar de ocres y naranjas la vegetación. La brisa, que le había obligado a colocarse un ligero blazer de cuadros, no sabía a sal ni la humedad le ondulaba su largo cabello de bronce. Ya no estaba en Las Palmas de Gran Canaria y solo había que cerrar los ojos y prestar atención al viento para confirmarlo.
Llegó hasta unas escaleras grises, flanqueadas por abetos, frente a las cuales se alzaba la facultad de Filosofía y Letras. Era una construcción moderna, aunque lucía apagada, casi escondida por los árboles que marcaban el camino. Unas aves blancas sobrevolaban las tres banderas que la coronaban. Gara lo tomó como una guía. «Es aquí. Adelante».
Empujó las puertas acristaladas y se dirigió hacia la zona de la secretaría. La encontró desierta y suspiró, anticipando una discusión que probablemente no llegara a producirse. Gara no se desenvolvía bien en los conflictos espontáneos; necesitaba pensar bien sus respuestas. A menudo se le ocurría qué decir cuando ya era demasiado tarde. No esperó mucho. Una mujer con un traje de chaqueta burdeos y el pelo parcheado de mechones plateados se asomó por la ventanilla y la invitó a acercarse con una sonrisa carmín.
—¿El despacho del profesor Villar?
—Tienes que subir a la segunda planta. Por ahí. —Sacó la cabeza, le puso una mano en el hombro y señaló la dirección con la otra—. En el pasillo de la izquierda, es el penúltimo. ¿Sabe que vienes?
—Le envié un e-mail ayer.
—Eso no significa nada. Ese hombre busca las gafas mientras las tiene puestas. —Arqueó las cejas—. Paciencia, muchacha.
Gara dejó que el atisbo de decepción que pretendía colarse en su mañana pasara de largo. Sonrió a modo de agradecimiento y siguió las indicaciones. Los largos pasillos blancos alternaban luces y sombras formando una hilera de charcos iluminados y agujeros negros. Al fondo, como le habían dicho, encontró el despacho del profesor Villar, adecuadamente señalado con una placa. Llamó a la puerta varias veces, pero no hubo respuesta.
Sacó su teléfono y abrió el único e-mail que había recibido del profesor. Marcó el número de la firma y escuchó los tonos al otro lado de la pared. Llenó las mejillas de un aire que, al resoplar, le meció el pelo cerca de la cara. Vaciló un momento entre patalear como una niña pequeña y exagerar la mala suerte de su primer día oficial en Granada, o bien aprovechar la mañana para conocer el terreno. Antes de marcharse se había mirado al espejo en un ritual mientras se repetía «pon de tu parte, Gara», así que se decantó por la segunda opción.
Dio media vuelta. Todas las puertas de esa hilera eran despachos y, salvo un estudiante que salió de una de ellas masajeándose las sienes y cerrando de un portazo, no había nadie más. Probablemente estaban todos en clase. Gara no solía saltarse las lecciones, tenía un genuino interés por lo que había elegido estudiar. Elena, sin embargo, sopesaba otros parámetros de la ecuación, por ejemplo, cuánto importaría dentro de diez años si desaparecía una hora o si debía acudir a la llamada de un radiante sol. «Vamos, el día está bonito», decía. Ella sabía que la primera vez que la arrastró fuera de la clase de Teoría de la literatura obedecía más a su instinto protector que al tiempo atmosférico. Gara pasaba gran parte de sus horas enfrascada en un libro. En ellos encontraba más consuelo que en ejemplares de su propia especie, aunque en el fondo anhelara que los personajes pasaran del papel a la carne. Y Elena percibía su anhelo. Por eso la enganchaba del brazo por sorpresa en alguno de los pasillos y tiraba de ella antes de que cruzara el umbral de la puerta del aula.
—Te vienes con nosotros.
«Nosotros». Porque Elena ya estaba en el tercer año y había conformado varios grupos de amigos, aunque uno de ellos era la nave nodriza, el cuartel general de su vida social.
—Tengo clase. No puedo…
—De Teoría de la literatura. Lo sé. Conozco tu horario —le susurró al oído—. Hermanita, esa clase la podrías dar tú. Te puedes permitir un rato de… evasión.
A Gara le gustaba cuando su hermana usaba palabras que no correspondían con la jerga de gente de su edad. La hacía sentir menos bicho raro. Lo de engancharla del brazo de forma inesperada para rescatarla de sus oscuros pensamientos de no pertenencia acabó convirtiéndose en una de sus mejores costumbres.
El jaleo que salía de un aula la devolvió al presente. Sintió frío en la nuca y se frotó ligeramente los hombros en un abrazo de consuelo. Ya no tenía a Elena para disipar su oscuridad. En la clase, las protestas de los alumnos y los intentos del docente por acallarlas la empujaron a acercarse hasta la puerta entreabierta.
En el murmullo de los estudiantes, que subían la voz cada vez más desde sus pupitres, reconoció la etapa que había dejado atrás: un elevado entusiasmo por el futuro entre algunos y grandes dosis de pereza e inercia en la mayoría. El profesor apuntó con el mando al proyector para apagarlo. Las cejas grises a juego con una barba poblada y las tres líneas dibujadas en la frente lo situaban más allá de los cincuenta años, justo en la etapa donde la paciencia por una juventud desconsiderada mermaba de forma notable.
Luego se apoyó ligeramente sobre la mesa en el centro del entarimado frente a la pizarra, con los brazos cruzados, y esperó de pie.
—Señorita… No sé su apellido. Son demasiados en esta clase —se quejó con una voz grave e impasible—. ¿Piensa exponer su trabajo, sí o no? No tengo problema en suspenderla, pero háganos un favor a todos y decídase ya.
Gara localizó enseguida a la joven a la que se refería porque fue la única que sonrió y sacudió la cabeza, igual que si estuviera a punto de contestarle a un loco. En su camiseta, un majestuoso lobo aullaba a una perfecta luna llena. Se lamió sus finos labios y se puso de pie. Era una espiga de trigo en medio de un campo de hierbas comunes. El resto de los alumnos bajaron la voz.
—Ya se lo he dicho. No hay nadie de mi grupo.
Un bufido exasperado. El profesor chasqueó la lengua.
—¿Ha hecho el trabajo…?
—Elia. Me llamo Elia Ortega.
No había titubeo en su respuesta. Ningún temor a las consecuencias. Se cruzó de brazos, imitando el gesto del profesor. Si lo estaba retando, parecía hacerlo de forma inconsciente, casi como la alfa natural de una manada.
—Señorita Ortega, estoy dispuesto a hacer una excepción con usted y permitirle que haga su exposición sola. Ya me ocuparé de los compañeros que la han abandonado, no se preocupe.
—Me parece injusto que todos expongan en grupo menos yo.
—Podría no haber venido, como ellos —apuntó el profesor.
—Soy una alumna responsable. Eso debería tener su recompensa.
Gara se cubrió la boca para amortiguar una tímida risa. En cierto modo, le interesó la firmeza con la que aquella chica defendía su posición.
—¿De qué poeta de la generación del veintisiete iban a hablarnos? —El profesor se dio media vuelta, anticipando una respuesta vacía, y se sentó en la silla detrás de la mesa—. Es su última oportunidad.
Elia se mordió el labio inferior, como si no quisiera dejarse arrastrar por un impulso mal calculado. Soltó una respiración honda y ladeó la cabeza, cediendo ante su oponente.
—Elisabeth Mulder —dijo al fin.
—Señorita Ortega, sabe de sobra que Elisabeth Mulder no está incluida en el temario. Por favor, le ruego que no nos haga perder más el tiempo.
—Pero fue una poetisa de la generación del veintisiete.
Esa frase no había resonado en el pensamiento de Gara; la había pronunciado en voz alta. Tanto, que un rebaño de cabezas se alzó hacia ella, incluida la del profesor, que tuvo que girarse para verla.
—¿Y usted es…?
—Es de mi grupo —se adelantó Elia.
Si Gara hubiera tenido la habilidad de la telepatía, habría confirmado que la joven pretendía enviarle un mensaje a través de una mirada almendrada excesivamente perfilada de negro. «Di que sí y líbrame de esto». Había demasiados ojos observándola.
Esta vez nadie se enganchó a su brazo para sacarla de allí. Más bien juraría que sintió un pequeño empujón hacia delante. Asintió despacio, aún incrédula de su propia acción, y caminó hacia la tarima. Elia se abrió paso entre los compañeros de su fila y bajó las escaleras para reunirse con ella. El profesor resopló y se quitó las gafas para masajearse el puente de la nariz.
—Que sea rápido, por favor.
—No hacía falta que me invitaras a nada.
Pero ya estaban en una de las mesas de la cafetería en la hora punta, rodeadas de estudiantes hambrientos en busca de energía para afrontar el resto de la mañana. Gara jugueteaba con el anillo que adornaba su dedo corazón. Tres circunferencias unidas hechas en plata que su madre les regaló a ella y a su hermana cuando enfermó. Tragó saliva. No se había permitido reparar en su ausencia desde hacía años. Su hermana, en cierto modo, había llenado ese hueco.
Elia untaba mermelada de fresa sobre una tostada enorme, con unos dedos tan largos y finos como las patas de una araña, y sorbía de su taza de vez en cuando.
—¿Seguro que solo quieres un té? ¿No tienes hambre?
—No, gracias. El té está bien. El café me mantiene demasiado despierta.
—¿No es esa su finalidad? Aunque puedo entender que no quieras formar parte de este circo… —rio y dibujó un círculo a su alrededor, refiriéndose a la realidad que las ocupaba—, cuéntame, ¿de dónde has salido tú…, Gara?
Se detuvo en su nombre unos segundos y eso lo hizo sonar exótico, casi ajeno.
—Pasaba por aquí, me han dejado tirada y os escuché.
—Me refiero a tu procedencia, de dónde vienes —la interrumpió—. No consigo ubicar tu acento.
Gara esbozó una sonrisa. No era la primera vez que le tocaba explicarlo. Era una oración, una letanía que había tenido que recitar numerosas ocasiones.
—Acabo de llegar de Las Palmas.
—Uh, las Islas Afortunadas. ¿Son el paraíso del que hablaban los griegos?
Elia le dio un sorbo al café.
—Supongo que podrían serlo. Solo volví para estudiar. —Bajó la mirada hacia la humeante taza de té verde—. Nací allí, pero me crie en la Península, y el resultado es esta mezcla rara q