No lo olvides jamás

Michel Bussi

Fragmento

cap-1

 

Gendarmería Nacional, Brigada Territorial de Proximidad de Etretat, Seine-Maritime, 13 de julio de 2014

Del teniente Bertrand Donnadieu

Para el señor Gérard Calmette, director de la Unidad de Gendarmería de Identificación de Víctimas de Catástrofes (UGIVC), Instituto de Investigación Criminal de la Gendarmería Nacional (IRCGN), Rosny-sous-Bois

Señor director:

La pasada noche del 12 de julio de 2014, hacia las 2.45, se derrumbó la pared de un acantilado sobre el valle costero de Etigues, tres kilómetros al oeste de la localidad de Yport. Este tipo de desprendimiento no es infrecuente en nuestra costa. Los equipos de salvamento trasladados al lugar de los hechos apenas una hora más tarde pudieron determinar con certeza que el accidente no había causado ninguna víctima.

No obstante, y este es el motivo de este correo, si bien no se encontró el cuerpo de ningún paseante entre los escombros, los socorristas hicieron un extraño descubrimiento. Los huesos de tres esqueletos yacían entre los bloques de creta diseminados por la playa.

Las fuerzas de seguridad enviadas al lugar no han encontrado ninguna prenda de vestir cerca de dichas osamentas, ni ningún otro efecto personal que permita identificarlas. Podríamos formular la hipótesis de que se trata de espeleólogos atrapados en el acantilado, dado que el relieve kárstico de estas costas atrae a los amantes de las expediciones subterráneas. Sin embargo, no se nos ha comunicado la desaparición de ningún espeleólogo en los últimos meses, ni siquiera en los últimos años. Es posible que los esqueletos sean más antiguos aún, pero, a juzgar por los análisis que se han podido realizar a falta de material adecuado, no lo parecen.

Deseo hacer hincapié en que los huesos quedaron diseminados por unos cuarenta metros de playa tras el derrumbe. La Brigada Departamental de Información e Investigaciones Judiciales, dirigida por el coronel Bredin, ha procedido al levantamiento de las diferentes partes de los esqueletos. Su primer análisis confirma el nuestro: todos los huesos no parecen haber alcanzado el mismo grado de descomposición, como si, por sorprendente que pueda parecer, los individuos hubieran hallado la muerte en esa cavidad del acantilado en fechas distintas, seguramente separadas por varios años. También desconocemos la causa de su fallecimiento: la observación superficial de los huesos y los cráneos no revela ningún golpe mortal que hubiera podido ocasionar la muerte.

A falta del menor indicio probatorio o de un punto de partida para orientar la investigación, nos es imposible seguir una pista de identificación ante o post mórtem. Los interrogantes, por tanto, siguen abiertos: ¿quiénes son esos tres individuos?, ¿cuándo murieron?, ¿cuál es la causa de su fallecimiento?

Ni que decir tiene que este hallazgo espolea sobremanera la curiosidad de los habitantes de la región, ya avivada estos últimos meses por un suceso macabro, aunque a priori sin relación con la exhumación de estos tres cuerpos desconocidos.

Por ello, señor director, pese a ser consciente del volumen de casos más urgentes que tiene a su cargo y del dolor de las familias que aguardan la identificación formal de allegados recientemente fallecidos, me permito insistir para que, a título excepcional, sus servicios se ocupen de este expediente de forma prioritaria, a fin de proceder con la mayor diligencia a identificar estos tres esqueletos.

Le saluda atentamente,

TENIENTE BERTRAND DONNADIEU,

Brigada Territorial de Proximidad de Etretat

cap-2

 

CINCO MESES ANTES, EL 19 DE FEBRERO DE 2014

—Cuidado, Jamal, en el acantilado la hierba estará resbaladiza.

André Jozwiak, el propietario de La Sirène, se arrepintió inmediatamente de haber dado ese consejo de prudencia. Se había puesto una gabardina y estaba delante de la puerta de su hotel-restaurante. En el termómetro colgado encima de la carta, al mercurio le costaba cruzar la línea azul que indicaba el cero. Casi no soplaba viento. La veleta clavada en una de las vigas de la fachada, un velero de hierro forjado, parecía helada por la noche.

André Jozwiak observó frente a él el amanecer en la playa, la ligera capa de hielo en los coches aparcados delante del casino, los guijarros apretados unos contra otros como huevos ateridos que una rapaz gigante hubiera abandonado, el sol medio dormido que se elevaba fatigosamente sobre el mar, más allá del acantilado muerto, cien kilómetros al este, en Picardía.

Jamal se alejaba dando pequeñas zancadas. André lo vio pasar por delante del casino y emprender la cuesta de la calle Jean-Hélie. El hostelero se echó el aliento en las manos para calentárselas. No había más remedio que servirles el desayuno a los escasos clientes que pasaban las vacaciones de invierno frente a la Mancha. Al principio, aquello le había parecido extraño, aquel joven moro discapacitado que salía a correr todas las mañanas por el sendero señalizado, con una pierna musculosa y la otra rematada por un pie de carbono metido en una zapatilla deportiva. Ahora sentía una gran ternura por ese chico. Cuando aún no tenía treinta años, a la edad de Jamal, André recorría más de cien kilómetros en bicicleta todos los domingos por la mañana, Yport-Yvetot-Yport, sin nadie que le calentara los cascos durante tres horas. Por eso, en el fondo, entendía que el chaval de París con su pata inútil necesitara dejarse la piel en los valles al amanecer.

La sombra furtiva de Jamal reapareció en el ángulo de la escalera que subía hacia los acantilados, para desaparecer de inmediato detrás de los contenedores de basura del casino. El propietario de La Sirène dio un paso adelante y encendió un Winston. No era el único lugareño levantado que desafiaba al frío; dos siluetas se recortaban a lo lejos, en la arena mojada. Una anciana llevaba atado en el extremo de una correa interminable a un perrito ridículo, tipo juguete de los que funcionan con pilas y mando a distancia, pretencioso hasta el punto de insultar a las gaviotas con sus ladridos histéricos. Doscientos metros más lejos, un tipo bastante alto, con las manos metidas en los bolsillos de una cazadora de piel marrón, gastada, estaba plantado frente al mar, provocando a las olas con la mirada como si tuviera una venganza pendiente con el horizonte.

André tiró la colilla y entró en el hotel. No quería que lo vieran así, sin afeitar, mal vestido, despeinado, con ese aspecto de hombre prehistórico saliendo de su caverna, abandonada hacía lunas por la señora Cro-Magnon.

Jamal Salaoui subía con una regularidad de metrónomo el acantilado más alto de Europa. Ciento veinte metros. Una vez dejadas atrás las últimas villas, la carretera quedaba reducida a un sendero señalizado. La vista se abría hasta Etretat, a diez kilómetros de distancia. Jamal vio recortarse las dos siluetas al final de la playa, la vieja del perrito y el tipo frente al mar. Tres gaviotas, asustadas quizá por los ladridos penetrantes del caniche, surgieron del acantilado y se interpusieron en su camino antes de alzar el vuelo una decena de metros por encima de él.

Lo primero que Jamal vio, poco después del cartel que indicaba el camping Le Rivage, fue la bufanda roja. Estaba enganchada en la cerca del camping como si quisiera señalar un peligro. Eso fue lo primero que pensó Jamal.

Un peligro.

La advertencia de un desprendimiento, de una inundación, de un animal muerto.

Pero la idea se diluyó enseguida. No era más que una bufanda enganchada en un alambre de espino, perdida por un paseante y transportada por el viento marino.

Dudó en romper el ritmo de la carrera, en volver la cabeza para observar ese trozo de tela que colgaba; en realidad faltó muy poco para que siguiera adelante sin detenerse. Todo habría sido muy diferente en ese caso, las cosas habrían dado un giro totalmente distinto.

Pero Jamal aminoró la marcha hasta parar del todo.

La bufanda parecía nueva. Era de un rojo vivo resplandeciente. Jamal la tocó, miró la etiqueta.

Cachemira. Una Burberry... ¡Aquel trozo de tela valía una pequeña fortuna! Mientras desenganchaba con delicadeza la bufanda de la cerca, Jamal pensó que la llevaría después a La Sirène. André Jozwiak conocía a todo el mundo en Yport; seguro que sabría si alguien la había perdido. Si no, se la quedaría él. Empezó de nuevo a correr acariciando la tela. No tenía claro que, una vez de vuelta en casa, en la Cité des 4.000, se la fuera a poner encima del chándal. ¡Nada menos que cachemira de quinientos euros! ¡Sería una invitación a que le cortaran la cabeza! Pero encontraría en su barrio a una chica mona que aceptaría ponérsela alrededor del cuello.

Junto al búnker, a su derecha, una decena de corderos volvieron la cabeza hacia él. Esperaban a que la hierba se descongelara con la misma mirada lobotomizada que los cretinos de su trabajo a mediodía, delante del microondas.

Justo después de pasar el búnker, Jamal vio a la chica.

Inmediatamente calculó la distancia entre ella y el acantilado. ¡Menos de un metro! ¡Estaba al borde de un precipicio de más de cien metros! Su cerebro se alarmó. Añadió otros parámetros a la inconsciencia de la joven: la ligera pendiente hasta el vacío, la escarcha sobre la hierba... Esa chica corría más peligro estando allí arriba que en el borde de la ventana más alta de un edificio de treinta pisos.

—Hola, ¿se encuentra bien?

Las cuatro palabras de Jamal volaron por el aire frío. Ninguna respuesta.

Jamal todavía estaba a ciento cincuenta metros de la chica.

Pese al frío intenso, llevaba solo un amplio vestido de color rojo rasgado en dos jirones, uno que flotaba sobre su ombligo y sus muslos, y otro que, abierto desde el cuello hasta la base del pecho, mostraba las copas del sujetador.

La chica tiritaba.

Era guapa. No obstante, en aquel momento a Jamal la imagen no le pareció erótica, sino sorprendente, conmovedora, turbadora; no había nada de sexual en aquella figura femenina. Cuando volvió a pensar en ello más tarde, para explicarlo, lo mejor que se le ocurrió fue compararla con una obra de arte dañada. Un sacrilegio, un desprecio injustificable por la belleza.

—¿Se encuentra bien? —repitió.

Ella se volvió. Jamal avanzó.

Las hierbas le llegaban hasta las rodillas y pensó que quizá la chica no había visto la prótesis encajada en su pierna izquierda. Se encontraba ahora frente a ella. A diez metros. La chica se había acercado más al precipicio, de espaldas al vacío.

Había llorado mucho, pero el manantial parecía haberse secado. Se le había corrido el rímel y le había dejado marcas alrededor de los ojos. A Jamal le costó ordenar las señales contradictorias que se agolpaban en su mente.

El peligro.

La urgencia.

La emoción, sobre todo. La emoción que lo embargaba. Nunca había visto a una mujer tan guapa. Su memoria registró para siempre el óvalo perfecto del rostro que tenía frente a él, como redondeado por la caricia de dos cascadas de cabellos de color azabache, los ojos negro carbón en una piel de nieve, el dibujo de las cejas y de la boca, fino y vivo, como tres rayas guerreras trazadas por un dedo sumergido en sangre y hollín. Más tarde intentó evaluar, sin encontrar respuesta, si la sorpresa había influido en su juicio, y la situación también: el desamparo de aquella desconocida, la necesidad de asirle la mano.

—Oiga...

Jamal alargó la mano.

—No se acerque —dijo la chica.

Era más una súplica que una orden. Las brasas parecían haberse apagado definitivamente en sus iris negro carbón.

—De acuerdo —balbució Jamal—. De acuerdo. No se mueva usted tampoco, tenemos tiempo.

La mirada de Jamal se deslizó por el vestido impúdico. Imaginó que la chica acababa de salir del casino, cien metros más abajo. Por la noche convertían la sala de espectáculos del Sea View en discoteca.

¿Habría tenido un mal encuentro a la salida del local? Alta, fina, sexy, la chica lo tenía todo para excitar la lascivia. Los clubes nocturnos estaban llenos de jóvenes que solo iban a eso, a mirar a mujeres despampanantes.

Jamal se expresó con la voz más serena que pudo:

—Voy a avanzar despacio y a darle la mano.

La chica bajó la mirada por primera vez y se detuvo un instante en la prótesis de carbono. No pudo reprimir un ademán de sorpresa que controló casi de inmediato.

—Si da un solo paso, salto...

—Vale, vale, no me muevo...

Jamal se quedó petrificado, incluso contuvo la respiración. Solo sus ojos se movían desde aquella chica que había aparecido como por arte de magia a diez pasos de él hasta el amanecer naranja al fondo del horizonte.

Tipos borrachos que se recreaban siguiendo los movimientos de la reina de la pista de baile, pensó de nuevo Jamal. Y entre ellos, al menos un enfermo, quizá varios, suficientemente vicioso para seguir a la chica hasta la salida. Acorralarla. Violarla.

—¿Le... le han hecho daño?

Las bolas de carbón se fundieron en lágrimas de hielo.

—Usted no puede entenderlo. Siga su camino. ¡Váyase! ¡Rápido, váyase!

Una idea...

Jamal se acercó las manos al cuello. Lentamente. Aunque no lo suficiente. La chica retrocedió de golpe, con un pie casi en el vacío.

Jamal se quedó inmóvil. Aquella chica era un gorrión asustado al que había que acoger en el hueco de la mano; un pájaro caído del nido, incapaz de volar.

—No voy a moverme. Solo voy a lanzarle la bufanda. Yo sujetaré una punta. Coja la otra, nada más. Usted decidirá si la suelta o no.

La chica titubeó, sorprendida de nuevo. Jamal aprovechó la circunstancia para arrojar la banda roja de cachemira. Dos metros lo separaban de la joven suicida.

La tela cayó a sus pies.

Ella se inclinó con delicadeza, sujetó, movida por un pudor ridículo, un jirón de vestido contra su pecho desnudo y se incorporó agarrada a la bufanda que le ofrecía Jamal.

—Despacio —dijo este—. Voy a tirar de la tela, a enrollarla alrededor de mi mano. Déjese atraer hacia mí, dos metros, solo dos metros más lejos del vacío.

La chica apretó más fuerte la tela.

Jamal comprendió entonces que había ganado, que había hecho el gesto correcto: lanzar aquella bufanda como un marino lanza un salvavidas al náufrago, sacarla a la superficie poco a poco, centímetro a centímetro, con una precaución infinita para no romper el hilo.

—Despacio —repitió—. Venga hacia mí.

Por un breve instante fue consciente de que acababa de conocer a la chica más guapa que había visto nunca. Y de que acababa de salvarle la vida.

Eso bastó para desconcentrarlo, un ínfimo segundo.

De pronto, la chica tiró de la bufanda. Jamal se esperaba cualquier reacción menos esa. Un movimiento seco, rápido.

La bufanda se le escapó de las manos.

Lo que sucedió a continuación duró menos de un segundo.

La mirada de la chica se clavó en él, indeleble: la de una chica en la ventanilla de un tren que se pone en marcha, la de la fatalidad.

—¡Nooo! —gritó Jamal.

Lo último que vio fue la bufanda roja de cachemira flotando entre los dedos de la chica. Un instante después esta cayó al vacío.

La vida de Jamal también, pero eso él aún no lo sabía.

cap-1

I

Instrucción

cap-3

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DIARIO DE JAMAL SALAOUI

Durante mucho tiempo no tuve suerte.

A fuerza de que el azar se inclinara siempre hacia el mismo lado, nunca el mío, llegué a imaginar la vida como una especie de gigantesca conspiración, compuesta únicamente por miembros que habían prestado juramento de aliarse contra mí, y encabezada por una especie de dios semejante a un profesor sádico que se ensaña con el más débil de la clase. Y el resto de los compañeros, contentísimos de que los golpes no cayeran sobre ellos, haciendo también de afanosos torturadores. A distancia. Para que no los salpicara. Como si la desdicha fuese contagiosa.

Más tarde, con los años, comprendí.

Es una ilusión.

En la vida no te encuentras a ningún dios vicioso, ni tampoco a ningún profesor que te tome como chivo expiatorio.

Tanto los dioses como los profesores pasan de ti. Tú no existes para ellos.

Estás completamente solo.

Para que un día la moneda caiga de tu lado, simplemente hay que jugar, con frecuencia, mucho, repetir, siempre.

Insistir.

No es más que una cuestión de probabilidad. Y quizá también, a fin de cuentas, de suerte.

Me llamo Jamal.

Jamal Salaoui.

No es el tipo de nombre que, a priori, da suerte.

Aunque...

Mi nombre de pila, si se han fijado, es el mismo que el de Jamal Malik, el chico de Slumdog Millionaire. Y, todo sea dicho, no es lo único que tenemos en común. Los dos somos musulmanes en un país que no lo es y nos trae un poco sin cuidado. Él creció en Dharavi, el slum de Bombay; yo, en el bloque Balzac de la Cité des 4.000, en La Courneuve. No sé si es realmente comparable. En el aspecto físico, tampoco sé si lo somos. Él no es muy guapo, con sus orejas de soplillo y su aire de gorrión asustado. Yo tampoco. Peor aún, solo tengo una pierna, bueno, una y media; la segunda llega hasta la rodilla y continúa con una prótesis de plástico de color carne. Algún día se lo contaré.

Fue una de esas veces en las que la moneda no cayó hacia el lado bueno.

Pero el principal punto en común lo tengo delante. Porque el secreto de Jamal Malik no son los millones de rupias, sino Latika, su amada, guapa como un sol, sobre todo al final, con su velo de color amarillo, cuando se reúnen en la estación de Bombay. Ella es su jackpot.

Y en mi caso es lo mismo.

Estoy frente a una chica increíblemente atractiva. Acaba de ponerse un vestido tulipán azul. Sus pechos danzan bajo la seda de un escote que tengo derecho a mirar tanto tiempo como quiera. ¿Cómo explicarlo para que lo entiendan? Es mi ideal femenino, algo así como si me hubiera seducido en mis sueños durante miles de noches antes de aparecer un buen día ante mí.

Estoy cenando con ella.

En su casa.

Las llamas de la chimenea parece que acariciaran la piel blanca de su rostro. Hasta hay champán. Piper-Heidsieck 2005. Haremos el amor dentro de unas horas, quizá incluso antes de terminar de cenar.

Nos amaremos al menos una noche.

Tal vez varias.

Tal vez todas las noches de mi vida, como un sueño que no se desvaneciera por la mañana, que me acompañase a la ducha, luego al ascensor cutre del último bloque de los 4.000 que no ha sido dinamitado y luego a la estación Courneuve-Aubervilliers del cercanías.

Me sonríe. Se acerca la copa de champán a los labios; imagino las burbujas bajando por su cuerpo, chispeando en su interior. Pongo los labios sobre los suyos. Húmedos de Piper-Heidsieck como un caramelo efervescente.

Ha preferido la intimidad de su casa al ambiente selecto de un restaurante de la costa. Quizá, en el fondo, le avergonzaba un poco exhibirse conmigo, notar la mirada de los vecinos de mesa puesta en el árabe minusválido que sale con la chica más guapa de la región. La comprendo, aunque a mí me trae sin cuidado esa envidia mezquina. Me merezco este momento más que nadie. Lo he apostado todo. He seguido jugando todas las veces que la moneda ha caído hacia el lado malo. Sin dejar nunca de creer en ella.

Y he ganado.

Vi a esta chica por primera vez hace seis días, en el lugar más insospechado para encontrarse a un hada. Yport.

Durante estos seis días, he estado varias veces a punto de morir.

Estoy vivo.

Durante estos seis días, he sido acusado de asesinato. De varios asesinatos. Los más sórdidos que quepa imaginar. Yo mismo llegué a creerlo.

Soy inocente.

He sido perseguido. Juzgado. Condenado.

Soy libre.

Ya verán, a ustedes también les costará creer los delirios de un pobre moro lisiado. El milagro les parecerá demasiado inverosímil. La versión de la policía les resultará mucho más aceptable. Ya verán como ustedes también dudan. Hasta el final.

Volverán al comienzo de este relato, releerán estas líneas y pensarán que estoy loco, que estoy tendiéndoles una trampa o que me lo he inventado todo.

Pero no me he inventado nada. No estoy loco. No hay trampa alguna. Les pido simplemente una cosa: que confíen en mí. Hasta el final.

Todo acabará bien, ya lo verán.

Hoy es 24 de febrero de 2014. Todo empezó hace diez días, un viernes por la tarde, el 14, a la hora en que los niños del Instituto Terapéutico Saint-Antoine regresan a su casa.

cap-4

2

¿CONFIAR EN MÍ HASTA EL FINAL?

La lluvia fría empezó a caer sin avisar sobre los tres edificios color rojo ladrillo del Instituto Terapéutico Saint-Antoine de Bagnolet, sobre el jardín de tres hectáreas y sobre las estatuas blancas de los generosos, ilustres y olvidados donantes de los últimos siglos. De pronto, una decena de siluetas se pusieron en movimiento produciendo la ilusión de que el chaparrón hacía cobrar vida a las esculturas. Médicos, enfermeros y camilleros en bata blanca corrieron a protegerse como si fueran fantasmas temerosos de mojarse el sudario.

Algunos encontraron refugio bajo el porche, otros, en la veintena de automóviles, monovolúmenes y minibuses aparcados unos detrás de otros en la alameda de grava, con las puertas todavía abiertas y los niños amontonados en el interior.

Como todos los viernes por la tarde, los adolescentes más autónomos iban a pasar el fin de semana con su familia; el fin de semana más quince días de vacaciones de invierno ese viernes en concreto.

Al igual que los demás, corrí para ponerme a resguardo después de haber metido a Grégory en la parte trasera del Scenic y abandonado bajo el diluvio su silla de ruedas vacía. Eché simplemente un vistazo tres coches más allá, en dirección a la ambulancia cuya luz giratoria era barrida por la lluvia, en busca de Ophélie, y después entré en la sala del personal sanitario.

Allí reinaba un ambiente de refugio de montaña a la vuelta de una salida para practicar esquí de fondo. Los compañeros del Instituto Terapéutico Saint-Antoine, casi exclusivamente mujeres —enfermeras, educadoras y psicoterapeutas—, apretaban sus dedos helados contra vasos de plástico con té o café. Algunas ni siquiera volvieron la vista en mi dirección; otras hicieron caso omiso de mi presencia; Sarah y Fanny, las maestras más jóvenes, me sonrieron; Nicole, la psicóloga jefa, detuvo la mirada un poco más de la cuenta, como siempre, en mi pierna rígida. En el fondo, la mayoría de las chicas del instituto me tenían simpatía, en diferentes grados según su edad, su disponibilidad sentimental y su conciencia profesional. Las Madre Teresa más que las Marilyn.

El capullo de Jérôme Pinelli, el jefe de servicio, entró justo detrás de mí. Echó un vistazo a los presentes y luego me miró de arriba abajo en actitud policial.

—Se llevan a Ophélie. Espero que te sientas orgulloso.

La verdad era que no.

Imaginé la luz giratoria de la ambulancia en el patio. Y a Ophélie gritando para que la dejaran en paz. Durante unos segundos intenté que se me ocurrieran unas palabras de explicación, de disculpa al menos, para quedarme tranquilo. Esperaba, aunque sin mucha esperanza, que alguien de la sala me ayudase. Nadie. Las chicas agachaban la cabeza.

—Resolveremos esto después de las vacaciones —dijo Pinelli.

En la lista de los torturadores de la cotidianeidad que buscan una víctima, a los dioses viciosos y a los profesores sádicos hay que añadir a los jefecillos fachas: Jérôme Pinelli, cincuenta y tres años, jefe de Recursos Humanos, responsable, en menos de seis meses, de un adulterio, dos depresiones y tres despidos.

Se plantó delante del gran póster del Mont Blanc que yo había pegado en la pared de la sala del personal. Un metro por dos. Todas las crestas del macizo: Mont Blanc, Mont Maudit, Aiguille du Midi, Dente del Gigante, Aiguille Verte...

—Joder —dijo Pinelli—, no voy a echar de menos a esos retrasados mentales. Ya está... En menos de diez horas estaré en Courchevel...

Giró lentamente sobre sí mismo como si quisiera que la corte femenina admirase su perfil, se plantó delante de mí y miró ostensiblemente mi prótesis.

—¿Y tú? ¿Te vas a la nieve, Salaoui? Es genial, ¿no? ¡Con un pie de carbono, solo necesitas alquilar un esquí!

Rompió a reír. Terreno resbaladizo... El círculo de enfermeras no se decidió a secundarlo. Las Marilyn soltaron unas exclamaciones sofocadas; las Madre Teresa se indignaron en silencio.

Pinelli no tuvo tiempo de ir más lejos, o de entrar a matar; los primeros acordes de I Gotta Feeling sonaron en su bolsillo. Sacó el móvil mascullando un «joder» y salió sin apresurarse de la sala después de mirarme de nuevo.

—A la vuelta tendremos que ajustar cuentas, Salaoui. La chiquilla es menor, no siempre podré cubrirte.

¡Capullo!

Ibou entró en ese momento y le dio con la puerta en las narices.

Ibou era mi único verdadero aliado allí. Además de camillero del instituto, era el encargado de poner la camisa de fuerza y aplicar la contención física cuando dos jóvenes llegaban a las manos. A veces me ayudaba también con el mantenimiento: a montar andamios, trasladar muebles o cambiar la rueda de una Jumper. Ibou era un armario de luna tallado en un baobab. Tipo Omar Sy. Ese cabroncete reconciliaba a las Marilyn y a las Teresa; guapo, flemático, divertido, deportista.

Bueno, deportista... Ellas no sabían que, aunque corría conmigo quince kilómetros todos los jueves desde el parque de La Courneuve hasta el bosque de Montmorency, yo le sacaba siempre media vuelta a la pista en el sprint final.

Me chocó la mano.

—He oído la pulla de ese gilipollas sobre el esquí. En serio, Jam, ¿te vas de vacaciones?

Se volvió hacia el cartel de los Alpes. A él también le deslumbraron las nieves perpetuas de los glaciares colgadas en la pared de la sala.

—A Yport. ¡Gracias a ti, además!

—¿A Yport? ¡Uau! ¿Hay pistas?

—Es un pueblo normando, tío. Junto a Etretat. Mil metros de desnivel en diez kilómetros. Pero ni nieve ni remontes...

Ibou silbó, sin hacer ningún comentario, y a continuación se dirigió al auditorio femenino.

—¡Vosotras no lo sabéis porque lo lleva muy en secreto, pero este Jamal es un deportista de alto nivel! El muy cabezota se niega a participar en las disciplinas paralímpicas que podrían reportar al Instituto Saint-Antoine honor, gloria y medallas, pero se le ha metido en la cabeza ser el primero con una sola pierna en cruzar la línea de llegada del Ultra-Trail del Mont Blanc... —De pronto noté que todas las miradas se clavaban en mí. Ibou, como colega considerado que era, insistió—: La carrera más dura del mundo. Lo tiene claro el chaval, ¿eh?

Los ojos de las chicas, estrábicos, se posaron alternativamente en mí y en el cartel blanco y azul. Por mi parte, yo perdí la mirada a más de tres mil metros: Mer de Glace, Vallorcine, Teleférico de la Aiguille du Midi. El UTMB suponía ciento sesenta y ocho kilómetros de recorrido, nueve mil seiscientos metros de desnivel, cuarenta y seis horas de carrera... Con una sola pierna. ¿Sería capaz de una hazaña semejante? ¿De llegar al límite de mí mismo hasta olvidar el dolor? Las enfermeras, con lágrimas en los ojos, ya me compadecían. Tenía la impresión de estar sonrojándome como un adolescente. Mi mirada acorraló detalles invisibles, la pared con revoque blanco y sucio, las huellas de moho y herrumbre que goteaban del techo.

—Jam, además, está soltero —continuó Ibou—. ¿No hay ni una sola que quiera ir con él? ¡Yport, joder! —Me guiñó un ojo. Yo estaba preparado—. Vamos, chicas... —insistió—, ¡solo una voluntaria! Pasar una semana de ensueño con un campeón olímpico. Ya que os da pie a que disfrutéis de su compañía, ¡aprovechad la ocasión!

Gracias, Ibou. Devolví la pelota como en los entrenamientos.

—Eso sí, nada de bromas, chicas. Yo el pie os lo doy, pero luego tenéis que devolvérmelo.

cap-5

3

¿HASTA OLVIDAR EL DOLOR?

Tendido a mis pies, el cadáver dormía sobre un lecho de cantos rodados.

La sangre corría despacio bajo su cabeza formando una sábana de seda roja extendida por una mano invisible, un ola escarlata que se dirigía, en suave pendiente, hacia el mar.

Incluso muerta, la desconocida seguía siendo increíblemente guapa. Su pelo de color azabache cubría su rostro frío y blanco, como algas enredadas en una roca pulida por las mareas sucesivas. El cuerpo de la chica ya no era más que un trozo de acantilado encallado que el mar se encargaría de esculpir para que se fundiera con el decorado, para el resto de la eternidad.

Mis ojos se apartaron del cuerpo para subir por la pared calcárea. Justo enfrente de mí. Desde que me había instalado en Yport, tres días antes, en ningún momento esos acantilados me habían parecido tan impresionantes. Ríos de arcilla resbalaban desde las superficies herbosas que se adivinaba en lo alto, como regueros de herrumbre, de humedad y de mugre. Tenía la sensación de encontrarme ante un gigantesco muro de una prisión imaginada por los dioses para encerrar a los hombres. Tratar de escapar, saltar por encima, significaba la muerte.

Miré el reloj.

Las 8.28.

Había transcurrido menos de un cuarto de hora desde que había salido de La Sirène para mi entrenamiento diario. Pensé en los consejos del propietario.

«Cuidado, Jamal, en el acantilado la hierba estará resbaladiza.»

Luego en aquella bufanda enganchada en la cerca, en los corderos, en el búnker... Las imágenes afluían. Obsesivas. Veía a la chica al borde del abismo, su vestido desgarrado, sus últimas palabras —«No se acerque. Usted no puede entenderlo»—, la insondable desolación en su mirada antes de que cayera al vacío, la bufanda Burberry de cachemira que yo le había tendido, apretada en su mano.

El corazón continuaba marcando a martillazos mi carrera desenfrenada hasta la playa, justo después de que ella hubiera saltado, como si pudiese llegar abajo antes que ella, cogerla en brazos. Salvarla.

Ridículo.

—La he visto caer —murmuró la voz grave a mi espalda.

Era el tipo de la cazadora de piel marrón. Se había acercado lentamente al cuerpo arrastrando los pies por la playa, como si aquel incidente lo fastidiara sobremanera.

—Le he oído gritar —continuó en el mismo tono cansado—. Me he vuelto y entonces he visto caer a la chica como una piedra.

Una mueca de repugnancia deformó su cara para expresar con claridad que había visto en directo descoyuntarse el cuerpo a consecuencia del impacto. Tenía razón: yo había gritado ante el cielo vacío cuando la chica había caído. Todo Yport debía de haberme oído.

—No se ha caído —me pareció oportuno precisar—. Ha saltado.

El tipo no añadió nada más. ¿Había entendido al menos el matiz?

—¡Pobre criatura! —exclamó la anciana que estaba a mi derecha.

Era el tercer testigo del drama. Me enteré un poco después de que se llamaba Denise. Denise Joubain. Ella también, como el hombre de la cazadora marrón, estaba en la playa antes de que yo llegara, aunque a una distancia de más de cien metros del punto de caída. Tras mi sprint desenfrenado, había llegado junto al cuerpo unos segundos antes que ellos. Denise llevaba unos grandes calcetines amarillos que sobresalían de sus botas de pescar de plástico y se perdían bajo un vestido de lona de color crudo y un abrigo gris. Estrechaba a un perro contra sí, un shih tzu, vestido con un jersey de rayas beis y rojas que me recordó los que llevan los personajes de ¿Dónde está Wally?

—Despacito, Arnold —le susurró al oído antes de insistir—: Una chica tan guapa... ¿Está totalmente seguro de que ha saltado ella?

La pregunta de Denise me pareció tonta.

Por supuesto que había saltado ella.

Después me di cuenta de que yo era el único testigo de aquel suicidio. Los otros dos paseaban por la playa, frente al mar, y habían vuelto la cabeza al oír mi grito.

¿Qué insinuaba Denise? ¿Que se trataba de un accidente?

La inmensa angustia grabada en el rostro de ángel el instante anterior a su salto desesperado me perturbó de nuevo.

—¡Segurísimo! —contesté—. He hablado con ella allá arriba, junto al búnker. He intentado hacerla entrar en razón...

Denise Joubain me lanzaba una mirada inquisitiva, como si mi piel, mi acento y mi pierna rígida representaran para ella tres motivos acumulados de desconfianza.

¿Qué creía? ¿Que no se trataba de un accidente? ¿Que alguien la había empujado?

Levanté de nuevo la cabeza como un idiota para mirar la cima del acantilado y continué, como si necesitara justificarme:

—Todo ha sucedido muy deprisa. Me he acercado todo lo que he podido. He intentado tenderle la mano. Lanzarle una...

Las palabras se atascaron de pronto en mi garganta.

Por primera vez me llamó la atención un detalle en el cuerpo tumbado a un metro de mí. Un detalle surrealista...

¡Imposible!

Las imágenes del drama desfilaban en un continuo sin fin.

La mirada desolada de la bella suicida.

La bufanda Burberry flotando en su mano.

El horizonte vacío.

¡Mierda! Algo se me escapaba.

Mis ojos estaban clavados en la tela roja, justo a mis pies...

Tenía que haber forzosamente una explicación racional...

Tenía...

—¡Hay que hacer algo!

Me volví. Era Denise quien había hablado. Me pregunté por un instante si se dirigía a mí o a su perro, que seguía pegado a su pecho.

—Tiene razón —dijo el hombre de la cazadora de piel—. Hay que llamar a la policía...

Tenía voz de fumador. Además de llevar una cazadora gastada, había aprisionado sus escasos y largos cabellos grises bajo un gorro de lana verde botella que cubría parcialmente unas orejas enrojecidas por el frío. Instintivamente, lo imaginé solo, divorciado y en paro. Al menos, alguien con una vida de mierda, que tenía ganas de comentar lo sucedido allí y a aquella hora, sin nadie que le pidiera explicaciones. Enseguida me recordó a Lanoël, el profe de mates depresivo que teníamos en 1.º de la ESO en el colegio Jean-Vilar y al que todos los alumnos, desde hacía tres generaciones, llamaban Atarax. Así es como había bautizado ya mentalmente a aquel tío de la playa. Atarax. En realidad, lo supe justo después: se llamaba Christian Le Medef... Entonces no sabía que volvería a verlo en esa misma playa al día siguiente, casi a la misma hora, más deprimido aún, y que en esa ocasión compartiría conmigo unas informaciones que nos convertirían en cómplices unidos por la misma paranoia.

Arnold ladró entre los pechos de su ama.

¿Llamar a la policía?

Un estremecimiento me recorrió la palma de la mano derecha, como si, cual serpiente sinuosa, la bufanda de cachemira se me escapara de nuevo de ella. Los ojos no me obedecían; se fijaron una vez más en el trozo de tela roja que tenía delante. Debía de parecer incómodo; Denise y Atarax me miraban de un modo raro.

O bien esperaban que tomara la iniciativa...

¿Llamar a la policía?

Por fin caí en la cuenta de que ninguno de los dos debía de tener teléfono móvil. Saqué mi iPhone y marqué el 17.

—Gendarmería de Fécamp —me respondió una voz masculina al cabo de unos segundos.

Le expliqué la situación. El suicidio. El lugar. Sí, la chica estaba muerta, no cabía duda, una caída de ciento veinte metros sobre los guijarros. Un testigo la había visto saltar, otros dos la habían visto estrellarse contra el suelo.

Al otro lado de la línea tomaban nota de todo. Cundía la alarma. Me pidieron que repitiera otra vez el lugar exacto, después colgaron.

Les dirigí una sonrisa a Denise y a Atarax.

—Ya viene la policía... Estarán aquí dentro de diez minutos.

Ellos se limitaron a asentir con la cabeza. Durante un rato, solo el ruido de los guijarros arrastrados por el mar turbó el silencio. Atarax miraba el reloj casi cada vez que rompía una ola. Si uno lo observaba con atención, no habría dicho que estaba realmente apenado por la chica muerta a sus pies, sino simplemente fastidiado, como cuando un choque en cadena ocasiona delante de ti un embotellamiento monstruoso y te sorprendes estando menos afligido por las personas atrapadas bajo la chapa que por el retraso provocado. Atarax, sin embargo, no parecía que fuera precisamente una persona agobiada, si estaba matando el tiempo en la playa a las ocho de la mañana...

De pronto, Denise dejó caer a Arnold al suelo. El shih tzu se refugió entre las botas de su ama mientras esta me agarraba un brazo.

—¡Esos policías no acaban de llegar! Vamos, dame tu chaqueta, hijo.

No entendí enseguida lo que quería de mí. ¿Que me desnudara? Estábamos a cinco grados como mucho... Denise repitió con autoridad:

—¡Dame tu chaqueta de footing!

¿De footing? ¿Así era como llamaba mi cortavientos WindWall de North Face?

No lo pensé y obedecí. Denise se inclinó sobre el cadáver para cubrir con mi cortavientos violeta el rostro y la parte superior del cuerpo de la chica.

¿Una cuestión religiosa? ¿De superstición? ¿El deseo de preservar a su pobre Arnold de un trauma psicológico?

Daba igual, en el fondo, yo le agradecía la iniciativa.

Miré por última vez la bufanda antes de que Denise extendiera el sudario improvisado. Una voz frenética gritaba en mi cabeza: ¿Cómo es posible?

Desde hacía largos minutos, solo pensaba en eso. Seguía el hilo de los acontecimientos desde por la mañana, segundo a segundo, gesto a gesto, y seguía sin tener ninguna explicación coherente.

La chica tumbada sobre los guijarros, muerta, llevaba la bufanda Burberry de cachemira roja enrollada alrededor del cuello.

cap-6

4

¿CÓMO ES POSIBLE?

El frío mordía con ferocidad mis brazos desnudos. El sol, tras una corta aparición detrás del acantilado situado más arriba de Fécamp, se había ocultado bajo un edredón de nubes. Para entrar en calor, zapateaba sin moverme del sitio. La temperatura debía de acercarse de nuevo a cero grados, pero no iba a pedirle a la chica tumbada sobre los guijarros que me devolviera el WindWall. Además, la policía no tardaría; hacía diez minutos largos que la había llamado. Guardábamos silencio los tres. Unas gaviotas graznaban por encima de nuestras cabezas.

Arnold, unido a su ama por una fina correa de cuero, se había sentado y las miraba volar con una mezcla de temor y estupefacción.

Temor y estupefacción.

Yo debía de tener la misma cara de estúpido que aquel perro.

¡La chica tumbada sobre los guijarros, muerta, llevaba la bufanda Burberry de cachemira roja enrollada alrededor del cuello!

Daba vueltas y más vueltas mentalmente a los argumentos, en busca de una explicación racional. Tenía una única certeza: la chica me había arrancado la tela de las manos al tiempo que se había arrojado al vacío.

Escruté el malecón vacío, el aparcamiento del casino desierto, la treintena de casetas de playa abandonadas al invierno. Todavía ningún gendarme a la vista.

¿Quién había podido enrollar esa bufanda en el cuello de ese cadáver? Yo había sido el primero en llegar junto al cuerpo al pie del acantilado. No había nadie en los alrededores, aparte de Atarax y Denise, pero los dos se encontraban mucho más lejos que yo del punto de impacto. Era imposible que uno u otro hubiera tenido tiempo de alejarse del cuerpo corriendo para regresar después lentamente, sin el menor indicio de estar sin aliento. ¿Por qué, además, habrían actuado así?

¡Aquello no tenía ningún sentido!

¿Qué otra persona entonces?

¡Nadie! Nadie habría podido acercarse al cadáver en esa inmensa playa desierta sin que Denise o Atarax repararan en él. Habían visto caer del acantilado a la chica y habían echado a andar hacia ella, con los ojos clavados en el cuerpo...

Se me erizaba la piel de los brazos. El frío. La angustia. El miedo. Tenía que razonar descartando todo aquello que resultase imposible. Así que solo quedaba una solución posible: ¡la chica se había enrollado ella misma la bufanda al cuello mientras caía por el acantilado!

Delirante...

No había, sin embargo, otra forma de resolver la ecuación. Consideraba la altura del acantilado, calculaba el tiempo que tardaba un cuerpo en caer desde arriba. Unos segundos. Tres o cuatro quizá. Sin duda suficiente para enrollar un trozo de tela.

Técnicamente era posible.

Técnicamente...

Durante una caída vertiginosa, con los brazos moviéndose en el vacío, el viento azotando el rostro...

Observé a una gaviota desafiar la gravedad y planear entre el cielo y las rocas de Creta.

Para lograrlo, haría falta idear un plan con mucha antelación, tener una determinación sin fisuras, repetir ciertos gestos miles de veces para deshacerse de toda forma de emoción. Simplemente concentrarse en un solo objetivo: enrollarse antes de morir esa maldita bufanda alrededor del cuello, contando con menos de cuatro segundos para conseguirlo antes de estrellarse contra los guijarros...

¡Eso tampoco tenía sentido!

¿Repetir ciertos gestos miles de veces? ¡Esa bufanda ni siquiera pertenecía a aquella chica! Yo la había encontrado al borde del sendero, se la había tendido instintivamente a esa suicida; se me había ocurrido la idea sobre la marcha. Aquel ángel al borde del precipicio no podía de ninguna manera adivinar que se encontraría con ese trozo de tela roja entre las manos.

Mi mirada se desplazó hacia Denise y Atarax. Él había encendido un cigarrillo y ella tiraba de la correa de Arnold para evitar que al shih tzu pudiera llegarle el humo.

Razonar descartando todo lo que era imposible, seguía pensando yo. ¿Qué solución quedaba entonces? Incluso imaginando que esa chica hubiera tenido tiempo, en un último movimiento reflejo, de enrollarse aquella tela alrededor del cuello en vez de caer como una piedra o de agitar los brazos como una gaviota desesperada, continuaba abierto un interrogante igualmente insoluble: ¿por qué realizar un gesto tan absurdo?

De repente, el sol reapareció y estampó sus rayos contra el acantilado, y la herrumbre de arcilla y la creta lanzaron destellos de oro y plata.

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