Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
NOTA DEL EDITOR
Afirmaciones
LIBRO I. 8 de octubre de 1849
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
LIBRO II. París
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
LIBRO III. Baltimore 1851
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
LIBRO IV. Fantasmas ahuyentados para siempre
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
LIBRO V. El diluvio
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
NOTA HISTÓRICA
AGRADECIMIENTOS
Notas
Sobre el autor
Créditos
A mis padres
NOTA DEL EDITOR
El misterio relacionado con la extraña muerte de Edgar Allan Poe en 1849 queda resuelto en estas páginas.
Les expongo, señoría y caballeros del jurado, la verdad, nunca contada hasta ahora, acerca de la muerte de este hombre y acerca de mi propia vida. Por más cosas que me hayan sido arrebatadas, me queda una última posesión: esta historia. En nuestra ciudad algunos siguen tratando de evitar que trascienda. Otros, aquí sentados entre ustedes, continúan considerándome un delincuente, un embustero, un paria, un asesino astuto y vil. A mí, Quentin Hobson Clark, señoría, ciudadano de Baltimore, miembro del colegio de abogados y apasionado de la lectura.
Pero esta historia no versa sobre mí. ¡Por favor, piensen en eso antes que en otra cosa! En ningún momento tuvo que ver conmigo, y yo nunca me empeñé en lo contrario. Tampoco tenía relación con mi propia trayectoria entre los de mi clase social ni con mi reputación a los ojos de los jueces de los más altos tribunales. La historia trataba de algo más grande que yo, más grande que todos nosotros; de un hombre gracias al cual la posteridad guardará memoria de nosotros aunque ustedes ya lo hubieran olvidado antes de que lo enterraran. Alguien tenía que recordarlo. No podíamos permanecer indiferentes. Yo no podía.
Todo cuanto sigue será la pura verdad. Y debo puntualizarlo porque soy el más próximo a esa verdad. O, mejor dicho, el único que, conociéndola, aún sigue con vida.
Una de las peculiaridades de la vida es que, por lo general, las historias de quienes ya no están entre los vivos son las que encierran la verdad...
Las afirmaciones que anteceden las garabateé en las páginas de mi cuaderno (la última frase está tachada, según observo, con la palabra «¡filosófico!», escrita por mí a un lado, a modo de crítica). Antes de entrar en este palacio de justicia, escribí a toda prisa esas palabras como una desesperada preparación para enfrentarme a mis difamadores, a aquellos que se propusieron arruinarme. Como soy abogado, ustedes pueden pensar que el propósito de todo esto fue ganar un cliente... Y que comparecer ante una sala de audiencia con espectadores y antiguos amigos, y con dos mujeres que acaso me amaron, no representa ningún esfuerzo para el experimentado abogado de Baltimore. No es así. Para ser abogado hay que anteponer a todo los intereses ajenos. La abogacía no prepara a un hombre para decidir qué debe ser salvado. No lo prepara para salvarse a sí mismo.