Las otras niñas (Indira Ramos 2)

Santiago Díaz

Fragmento

cap-3

1

Un embarazo pone patas arriba la vida de cualquier mujer. Y más si no ha sido buscado. Y más si no se tiene pareja estable. Y más aún si, como la inspectora de homicidios Indira Ramos, se padece un trastorno obsesivo-compulsivo que la obliga —entre otras muchas cosas— a mantenerse alejada de bacterias, de virus y de cualquier mínimo desorden que pueda haber a su alrededor, ya sea real o imaginado. Y un bebé, como poco, augura todo eso.

Indira sigue mirando en estado de shock la prueba de embarazo que acaba de hacerse. La deja sobre el lavabo temblorosa y vuelve a leer las instrucciones con detenimiento, no fuera a ser que a los fabricantes les encanten las bromas pesadas y «positivo» en realidad quiera decir que no, que te puedes quedar tranquila, porque en cualquier momento te baja la regla. Pero no hay lugar a dudas y lo que dice es exactamente lo que quiere decir.

Como le suele suceder cada vez que algo la perturba en extremo, la crisis empieza por un repentino sofoco que parece tener su origen en la nuca y que provoca que enormes goterones de sudor le vayan cayendo por la espalda. Enseguida pasa a tener palpitaciones, sensación de ahogo, una fuerte opresión en el pecho, temblores de la cabeza a los pies y un mareo que, si no lo remedia, desembocará en desmayo. Indira se sienta en el váter e intenta hacer los ejercicios de contención que le enseñó su psicólogo para evitar perder el conocimiento y desnucarse contra el lavabo.

Después de quince minutos, logra que su estado deje de ser crítico, aunque la hiperventilación le ha provocado una especie de borrachera. Se levanta con esfuerzo y se echa agua fría en la cara. Tal es su desazón que, aunque mira disgustada el rastro que dejan las gotas en el espejo, ni hace amago de limpiarlas. En cualquier otro momento de su vida, eso sería impensable. Su mirada pasa del espejo a la prueba de embarazo, que continúa indicando un clarísimo positivo.

—Joder..., pues sí que tengo puntería.

Hasta que se acostó con el subinspector Iván Moreno, llevaba cinco años sin tener contacto con ningún hombre. Y la palabra «contacto» no tiene solo una connotación sexual, sino que engloba cualquier tipo de roce sin unos guantes de látex de por medio. Hace un par de años, un político de visita en su comisaría la cogió desprevenida y la saludó con dos besos cuando se cruzó con ella por el pasillo. Indira se separó de él como si quemase y estuvo a punto de presentarse en urgencias para que le hicieran un examen en busca de infecciones. Mientras se alejaba oyó a su comisario disculparse con una de las frases con las que más la han descrito a lo largo de sus treinta y seis años de vida: «No se lo tenga en cuenta. Es una mujer... peculiar».

Sin embargo, hace algo más de un mes, le salvó la vida a uno de los miembros de su equipo y la relación entre ellos se transformó como por arte de magia. Con el subinspector Moreno nunca tuvo buen feeling, quizá porque reunía todo lo que Indira odiaba en los hombres, o tal vez porque ella denunció a su mejor amigo —también policía— por colocar una prueba falsa en la escena de un crimen y él juró que le haría la vida imposible como venganza. Pero el roce hace el cariño y, después de evitar que un capo de la droga le volara los sesos durante el registro de su mansión, el subinspector se sintió en deuda y empezó a mirarla con otros ojos. La inspectora Ramos, por su parte, poco a poco lograba salir del pozo en el que se hallaba inmersa desde hacía un lustro —cuando cayó a una fosa séptica persiguiendo a un sospechoso y las manías y aprensiones que traía de serie se multiplicaron por mil— y, el mismo día en que su psicólogo le dijo que podía empezar a relacionarse con otras personas, Moreno llamó a su puerta. Primero derribaron barreras charlando del caso que tenían entre manos, después cenaron juntos, más tarde empezaron a conocerse y finalmente pasó lo que tenía que pasar. Y el fruto de aquella noche crece ahora en su vientre.

Indira siempre ha sido una mujer analítica, tanto en su trabajo como en la vida, así que no se le ocurre otra cosa que coger un bolígrafo para plasmar en un papel los pros y los contras de ser madre. Se sujeta la muñeca derecha con la mano izquierda para contener el temblor, dibuja una línea vertical y escribe:

PROS

CONTRAS

Una razón por la que vivir.

Todo lo demás.

Después de media hora mirando el papel, no ha logrado tomar una decisión. Aunque pudiera adaptarse a un cambio de vida tan radical (cosa que duda), no cree que fuera justo para una criatura tener una madre como ella, alguien que no la dejaría crecer tranquila y feliz rodeada de juguetes, de desorden y de mucha suciedad. Se pone su abrigo y sale a la calle.

—No, ni hablar. —El psicólogo que lleva años tratándola le impide el paso a su despacho—. Vete de mi consulta, Indira.

—Es que es muy urgente, Adolfo.

—Me da igual. Yo ahora estoy ocupado, así que márchate a casa y...

—Estoy embarazada —le interrumpe.

El psicólogo la mira descolocado. Otra vez, su paciente más singular le ha dejado sin palabras. La secretaria observa la escena en silencio, empezando a acostumbrarse a la relación que su jefe tiene con esa policía.

—Espera un momento.

El psicólogo entra en su consulta y un par de minutos más tarde sale acompañado de una señora con cara de pocos amigos.

—Te lo compensaré, Nieves. Para empezar, la siguiente sesión te saldrá gratis.

—Solo faltaba —responde ella malhumorada—. Si me has echado cuando no llevaba ni quince minutos contándote cómo he pasado la semana.

—¿Las dos siguientes sesiones te parece mejor?

La señora acepta el trato y se marcha encantada de la vida.

—¿Tú estás segura, Indira? —pregunta el psicólogo, ya en el interior del despacho.

—Me he hecho un test de embarazo y casi explota de lo preñadísima que estoy, Adolfo. Y todo por tu culpa.

—¿Por qué?

—Porque me llevaste al garito ese de mala muerte a comer perritos calientes y me emborrachaste. Y, claro, no me quedó otra que ir a casa del subinspector Moreno.

—¿Tú no has oído hablar de los condones?

—Es probable que me den alergia.

—Ya no sirve de nada discutir por lo que ha pasado. Ahora lo que importa es lo que vas a hacer. —Adolfo la mira—. ¿Quieres... tenerlo?

—No lo sé... ¿crees que debo?

El psicólogo se deja caer en la butaca destinada a los pacientes, sobrepasado.

—Eso depende de ti, Indira —responde tras unos segundos de duda—. Lo suyo es que hagas un cuadro con los pros y los contras y...

—Ya lo he hecho y no he sacado nada en claro. Lo que necesito saber es si, en caso de querer tenerlo, podría adaptarme a ser madre.

—Tú sabes que se lo hará todo encima durante un montón de meses, que se acatarrará, vomitará y algún día traerá piojos del colegio, ¿verdad?

—Ay, Dios... —Indira se pone mala solo de pensarlo.

—La parte buena es que los mocos y demás fluidos de un hijo son bastante soportables, te lo digo por experiencia. Aunque, en tu caso, no sé si incluso te causaría aún más rechazo.

—¿Y si resulta que me cura?

—Cosas más raras se han visto..., pero eso es como cuando una pareja en crisis tiene un hijo para ver si la relación se arregla. Casi nunca funciona. Y, hablando de parejas, ¿vas a decírselo al padre?

—Depende de lo que decida hacer. Desde que nos acostamos, Iván y yo hemos estado algo distanciados, pero no puedo negar que me gusta..., aunque una cosa es empezar una relación y otra meterme de lleno a formar una familia.

El psicólogo vuelve a insistir en que la decisión es suya. Una hora después, Indira se marcha sin saber qué hacer. Lo deja todo en manos de lo que ocurra la próxima vez que se encuentre cara a cara con el subinspector Iván Moreno.

cap-4

2

Palomeras Bajas, en Puente de Vallecas, es uno de esos barrios en los que nadie suele ver nada. Y si por casualidad lo ven, no se lo cuentan a la policía.

La furgoneta aminora la marcha al doblar la esquina de la calle de Candilejas, que discurre paralela al parque. Un grupo de chavales fuma porros alrededor de un banco, discutiendo sobre el último videojuego que acaba de salir al mercado. Aunque cuesta mucho dinero y solo uno de ellos trabaja, todos lo tienen ya en su poder.

—A mí lo que me toca los cojones es que se me pire el wifi cada dos por tres y me joda la partida online —dice uno de ellos.

—Si lo pagases en lugar de mangarle la señal al vecino, no tendrías tantos problemas —responde otro.

—Ya está el puto listo con sus soluciones capitalistas...

La furgoneta se detiene a unos cincuenta metros de ellos. Después de unos segundos en los que alguien parece trajinar en su interior, las puertas traseras se abren y de dentro cae una bolsa de basura, de las grandes.

—¡A tirar basura a vuestro puto barrio! —grita el más alto de los chavales.

—Calla, gilipollas —le increpa el que tiene el porro—. ¿No ves que no es basura?

La furgoneta se aleja del lugar a toda velocidad. En cuanto la pierden de vista, los chavales se acercan a ver qué han podido dejar allí cuando todavía ni ha anochecido. Al rasgar una esquina de la bolsa, asoma un brazo lleno de marcas de jeringuilla.

—¡Joder! —exclama el alto dando un salto hacia atrás.

—Es un puto yonqui —dice otro señalando los pinchazos—. Tiene el brazo como un colador.

Uno de los policías uniformados que han acudido al aviso retiene al otro lado de la calle a los chavales que han encontrado el cadáver.

—¿Seguro que no habéis visto quién ha dejado ahí la bolsa? Ha tenido que ser un poco antes de que la encontraseis.

—Que no, coño. Nosotros íbamos a clase y hemos visto el fiambre.

—A clase a las siete de la tarde, ¿no? —el policía los mira con incredulidad.

Los chicos se encogen de hombros. El agente sabe que no le van a contar mucho más y saca su libreta.

—A ver, dadme vuestros datos.

Junto a la bolsa con el cadáver hay tres policías más de uniforme esperando a que lleguen los de Homicidios y el equipo del forense. Uno de ellos mira la cara del muerto, tratando de hacer memoria. Está hinchada grotescamente a causa de una paliza, pero aun así le resulta familiar.

—¿A vosotros no os suena?

—Le habremos detenido un par de veces —responde su compañero—. Esto tiene pinta de ajuste de cuentas.

—A este tío le conozco yo, joder.

El policía le registra los bolsillos.

—¿Qué haces? —pregunta su compañero—. ¿No ves que vas a contaminar la escena del crimen?

—Aquí no lo han matado, lo han tirado desde un coche. Además, llevo guantes.

Sigue registrándole y encuentra su cartera. Le han quitado el dinero y las tarjetas, pero han dejado un carné caducado de socio del Atlético de Madrid. Al leer el nombre, ata cabos.

—Me cago en la hostia. Este tío es Daniel Rubio.

—¿Quién?

—Daniel Rubio. El agente de la UDYCO al que denunció esa inspectora hija de puta por poner pruebas falsas en un narcopiso de Lavapiés.

Sus dos compañeros miran la cara del muerto, sin tenerlas todas consigo.

—No parece poli.

—Es él —responde convencido—. Me acuerdo de que en la comisaría no se hablaba de otra cosa. Más de uno quería ir a por la chivata esa. Inspectora Indira Ramos, creo que se llamaba.

cap-5

3

Sobre la mesa de la sala de reuniones hay varias bandejas de sándwiches tapadas, bolsas de patatas fritas todavía cerradas, frascos de encurtidos y bebidas de todo tipo. Los subinspectores Iván Moreno y María Ortega, después de preparar el engorroso informe que cierra el caso que les ha tenido ocupados durante el último mes, ven la tele junto con otros compañeros de la comisaría. Las noticias hablan sobre un agresivo virus que está causando bastantes muertes en China y que se teme dé el salto al resto del mundo.

—No me jodas, la que nos pueden liar los chinos —dice un suboficial.

—No pasará nada, no seamos alarmistas. Lo más probable es que el virus se quede en Asia.

—Esperemos, porque si no estamos jodidos. Eso pasa porque los chinos se comen todo lo que pillan —comenta un agente de uniforme—. Tendríais que ver lo que desayunan en los almacenes de Cobo Calleja.

—No, gracias —responde otro agente.

Cuando ve entrar a la inspectora Ramos, Moreno se apresura a apagar la tele. El resto de los policías disimulan, como si les hubiesen cogido en falta.

—Por poco no llegas, jefa —dice la subinspectora María Ortega—. Jimeno y Lucía deben de estar al caer del hospital.

Indira pasea la mirada entre los presentes, percibiendo su incomodidad.

—¿Qué pasa?

—Nada, ¿qué va a pasar? —responde Ortega evasiva.

—Eso dímelo tú, María. ¿Qué teníais puesto en la tele?

Todos cruzan sus miradas, comprendiendo que no les queda otra que confesar.

—Parece que no has visto las noticias... —dice Moreno.

—He estado muy ocupada, ¿por qué?

—Porque están hablando de un virus chino que puede llegar a Europa.

A Indira se le encoge el corazón. Ya oyó algo en la farmacia cuando fue a comprar el test de embarazo, pero se le había olvidado por completo.

—Tendríamos que confinarnos cada uno en nuestra casa a la de ya —dice.

—No saques las cosas de quicio, jefa —responde la subinspectora Ortega—. En la tele están diciendo que no hay nada de lo que preocuparse. Si llegase a Europa, sería como un simple catarro.

Indira va a decirles que no hay que fiarse de esas cosas, que los virus descontrolados podrían causar una pandemia mundial de proporciones incalculables y que deberían tomárselo muy en serio, pero no puede hacerlo porque aparece la agente Lucía Navarro acompañando al oficial Óscar Jimeno. Este llega renqueante tras haber pasado unos días en coma después de que un sicario de la ‘Ndrangheta le clavase un punzón en el pecho.

—¡Ya estamos aquí! —anuncia la agente Navarro.

Todos se arremolinan en torno a su compañero, contentos por tenerle de vuelta.

—Bienvenido, Óscar —dice la subinspectora Ortega y le da dos besos con cuidado—. Ya pensábamos que no te volveríamos a ver.

—A mí no es tan fácil quitarme de en medio...

—¿Cómo se te ocurre enfrentarte al mafioso ese sin esperar a los refuerzos, alma de cántaro? —pregunta el subinspector Moreno.

—Mejor no contestes a esa pregunta, porque solo de pensarlo me dan ganas de tenerte un año haciendo papeleo, Jimeno —responde Indira—. Bienvenido al mundo de los vivos.

La inspectora le tiende la mano y el oficial se la estrecha, agradecido.

—Ya se puede empezar con los sándwiches, ¿no? —pregunta un agente destapando la bandeja de aperitivos.

Los policías rodean la mesa de reuniones y dan buena cuenta de la merienda a la vez que le preguntan al oficial Jimeno, entre otras muchas cosas, cómo se siente tras haber matado a un hombre, si un agujero en el pecho duele tanto como parece o si durante los días que ha estado más muerto que vivo ha visto la luz de la que siempre hablan los que han pasado tanto tiempo en coma.

Mientras Jimeno disfruta siendo el centro de atención, el subinspector Moreno aprovecha para acercarse a la inspectora Ramos, que se ha quedado en un discreto segundo plano.

—¿No vas a comer nada?

—No, gracias. No tengo hambre.

—Te noto distinta —dice él observándola.

—¿En qué?

—No lo sé. Estás más... humana.

Indira se ríe.

—Lo que quieres decir es que normalmente parezco una extraterrestre, ¿no?

—Un poquito.

—Iván...

Él la mira a los ojos y constata que, en efecto, está ante una persona muy distinta a la que hace poco le devolvió el favor que le debía al evitar que un asesino le disparase a quemarropa.

—¿Te gustaría cenar en mi casa?

—No tienes por qué invitarme, Indira. Estamos en paz.

—Esto no tiene nada que ver con que me salvases la vida. Me apetece estar contigo, nada más. ¿A eso de las nueve y media?

—Hecho.

cap-6

4

Antes de decidirse por unos simples vaqueros y una blusa de Zara, Indira se ha probado un vestido largo demasiado elegante para una cena en casa, otro de lino más adecuado para ponerse durante el día y el traje de chaqueta que suele llevar para las cenas de trabajo y que le hace parecer aún más fría de lo que en realidad es. Y todo ello está tirado sobre la cama, en un alarde de normalidad muy raro en ella. Cuando se dispone a recogerlo, llaman al telefonillo.

—¿Ya?

Indira corre descalza por el pasillo y enciende la cámara del interfono. Durante un par de segundos, observa al subinspector Moreno en la pantalla y sonríe. Será cosa suya, pero hoy lo encuentra más atractivo que nunca.

—Hola, Iván. Sube y ve abriendo el vino. Enseguida salgo. Estás en tu casa.

Pulsa el botón que abre el portal, deja la puerta del piso entreabierta y, tras comprobar que la mesa está perfecta, regresa a su habitación. Escucha a Iván entrar en casa mientras ella se calza, dobla la ropa que no va a usar y la vuelve a guardar en el armario. Cuando sale, le ve parado en mitad del salón, de espaldas. Se fija en que la botella y el abridor que ha dejado sobre la mesa están sin tocar.

—Perdona por hacerte esperar. ¿Aún no has abierto el vino?

Cuando el subinspector se vuelve e Indira ve su expresión, comprende que algo va muy mal.

—¿Qué pasa? —pregunta con cautela.

—Ha muerto.

—¿De quién hablas?

—De Dani —responde él lleno de resentimiento—. Un policía cojonudo al que tú destrozaste la vida por tu estúpida integridad. Y ahora está muerto.

—Yo..., lo siento mucho, Iván —dice Indira.

—Más lo siento yo. Pero sobre todo siento haberme olvidado de lo hija de puta que fuiste y de que gracias a eso mi mejor amigo ha terminado en una bolsa de basura. Esto no te lo perdonaré en la vida.

El subinspector Moreno se dirige hacia la puerta.

—Espera —Indira trata de detenerle—. Vamos a hablar.

—Yo no tengo nada de que hablar contigo —responde con odio—. No quiero volver a verte en la puta vida.

Moreno se marcha dando un portazo. Indira se sienta, desolada, sintiendo que, por segunda vez en los últimos cinco años, ha caído en un pozo del que le costará mucho tiempo salir.

—Sígame, por favor. El doctor enseguida la atenderá.

Indira sigue a la enfermera a lo largo de los pasillos de la clínica hasta un despacho luminoso y decorado con gusto. Un oasis en uno de los lugares más tristes en los que ha estado nunca. Diez minutos después, entra el doctor Carmona, un hombre de mediana edad que parece haber llegado en ese preciso momento de bucear en el Caribe.

—Inspectora Ramos, qué sorpresa más agradable.

—Cuando detuve al asesino de su hermano —dice ella sin entretenerse en saludarle—, me dijo que si algún día necesitaba algo de usted, solo tenía que pedírselo, ¿lo recuerda?

—Por supuesto. ¿En qué puedo ayudarla?

—Quiero abortar. Sin preguntas.

—Según la ley, debo informarle sobre los derechos, prestaciones y ayudas públicas de apoyo a la maternidad y, transcurridos tres días de reflexión...

—Si acudo a usted es porque no quiero seguir esos protocolos ni tengo nada que reflexionar —le interrumpe Indira.

—Eso no es tan sencillo, inspectora.

—A mí me parece que sí. ¿Va a ayudarme o tengo que ir a otro sitio?

El médico se lo piensa unos segundos y se rinde.

—¿Está usted segura de que quiere interrumpir su embarazo?

—Del todo. ¿Cómo lo hacemos?

—Debo hacerle unas pruebas para asegurarme de que no hay contraindicaciones y, en caso de estar todo correcto, le administraría una dosis de Mifepristona, un fármaco que bloquea la producción de progesterona. Cuarenta y ocho horas después tendría que regresar para tomar una dosis de Misoprostol, que provocaría la expulsión definitiva de la gestación.

—Adelante.

El médico le hace las pruebas correspondientes y, al cabo de un par de horas, le tiende la primera de las pastillas y un vaso de agua.

—Ahora está todo en sus manos, inspectora. La dejaré sola.

Cuando el doctor Carmona sale del despacho, la inspectora Ramos mira la pastilla. Le hubiera encantado poder formar una familia con el hombre del que se había enamorado después de tanto tiempo sola, pero una vez más todo se ha ido a la mierda. Busca a la desesperada una mínima razón para no hacerlo, pero por desgracia no la encuentra.

cap-7

TRES AÑOS DESPUÉS
(DICIEMBRE DE 2022)

cap-8

5

Jorge Sierra sabe que el día ha amanecido lluvioso cuando, nada más despertar, siente el punzante dolor en la pierna. La cicatriz que le parte en dos el muslo es el recordatorio de que su vida no siempre ha sido la que tiene ahora, que hubo un tiempo, cuando ni siquiera se llamaba de la misma manera, en el que no habría apostado un euro por que llegaría a cumplir los cincuenta y cinco años.

Y, sin embargo, aquí sigue.

La puerta de la habitación se abre de golpe y entra Claudia vestida con su uniforme del equipo de baloncesto. Aunque el inicio de la pubertad se le nota en la manera de hablar y de pensar, físicamente ya es una mujer.

—¡Despierta, papá! ¡Vamos a llegar tarde!

—¿A qué hora es el partido?

—A las once, pero yo tengo que estar una hora antes para calentar, y juego en la otra punta de Madrid.

—Lo mejor es que salgas ahora corriendo. Así, cuando llegues, ya no necesitarás calentar.

Claudia mira contrariada a su padre. Cuando a él se le eleva una comisura, ella comprende que está bromeando y respira, aliviada.

—¡No tiene gracia!

—Yo creo que sí...

Jorge sonríe divertido y coge a su hija en volandas. Atraído por el alboroto, Toni entra corriendo y se lanza sobre su padre y su hermana mayor. Al contrario de lo que le pasa a ella, sus ocho años parecen seis.

—Mira que eres bruto, Toni —dice Jorge quitándose de encima a su hijo menor.

—¿Hoy vamos a ir a ver al Real Madrid, papá?

—Ya te dije ayer que esta semana juegan fuera, en Valencia.

—¿Tú has estado alguna vez en Valencia?

La pregunta, cuya respuesta para cualquier otra persona sería un simple sí o no, para Jorge supone mucho más. Tanto que, durante unos segundos, su mirada se pierde en algún lugar de su memoria.

—El padre de una niña de mi clase vive en Valencia —interviene Claudia al ver que su padre no responde— y ella va en el AVE muchos fines de semana. Dice que se tarda poquísimo, menos de dos horas.

—¿Podemos ir, papá?

—No.

—Venga, porfa —el niño ruega—. Está cerquísima.

—He dicho que no, coño.

La brusquedad con la que contesta hace que Claudia y Toni comprendan que se acabaron las bromas. Jorge se levanta de la cama y va a subir la persiana. Hasta que sus músculos entren en calor, la cicatriz del muslo le provoca una ligera cojera. Dentro de unos minutos será casi imperceptible.

—Hace una mierda de día, Claudia —dice Jorge mirando por la ventana, ya con gesto sombrío—. Seguro que el partido se suspende.

—Jugamos en una pista cubierta.

—O sea que vas a obligarme a llevarte sí o sí, ¿no?

La niña no se atreve a responder y baja la mirada. Jorge se da cuenta de lo arisco que ha sido y va a sentarse junto a sus hijos.

—No me hagáis caso —dice tratando de contener su mal humor—. Papá tiene algunos problemas en el trabajo.

—¿Otra vez te han dejado colgado los proveedores? —pregunta Toni.

—Otra vez. Y, por si fuera poco, los muy capullos me han subido el precio del cemento.

El niño mira hipnotizado las feas marcas que tiene su padre en ambos brazos. Estas revelan que antes ahí había varios tatuajes que, por alguna razón, Jorge quiso ocultar. Tal debía de ser su urgencia que se arrancó los trozos de piel él mismo, dejando unas cicatrices que, treinta años después, parecen tan recientes como a la semana de hacérselas.

—¿Por qué te borraste los tatuajes, papá? —pregunta Toni señalando las cicatrices de uno de sus antebrazos.

—A mamá no le gustarían —responde Claudia.

—¿Tú sabes lo que eran? —El niño mira a su hermana con curiosidad.

—Nada que a ti te importe —Jorge zanja el interrogatorio—. Venga, dejadme solo para que me pueda vestir.

—Date prisa, papá —ruega Claudia.

Él asiente y sus hijos salen de la habitación. Antes de entrar en el baño, se detiene frente a un espejo y observa su reflejo en silencio. Ha perdido bastante pelo y ha ganado kilos, pero sigue siendo un hombre atractivo. Acaricia con la yema de los dedos la cicatriz de uno de sus brazos y recuerda que lo que había debajo de esos horribles pliegues de piel no era sino la representación de la muerte.

cap-9

6

Los últimos tres años no han sido fáciles para Iván Moreno. Desde que asesinaron a su mejor amigo y mentor, arrastra un sentimiento de culpa del que jamás logrará desprenderse. Se enamoró de su entonces jefa, la inspectora Indira Ramos, y se olvidó de que le había prometido a Dani que se vengaría de ella por denunciarle y joderle la vida. Se encontraba, literalmente, entre la espada y la pared, en medio de una guerra en la que no podía decantarse por ningún bando. Cuando al fin quiso reaccionar e intentó ayudar a su amigo a salir adelante, ya era demasiado tarde; unos camellos le habían reconocido cuando fue a un narcopiso a comprar droga y poco después apareció dentro de una bolsa de basura.

Encerró a los culpables y juró que, por respeto a la memoria de su amigo, no volvería a tener nada con Indira, pero eso hace que se sienta aún más vacío. Ella, por su parte, se lo puso fácil y, al día siguiente de enterarse de la muerte de Dani, se largó con la intención de no volver. Moreno sabe que la subinspectora María Ortega sigue teniendo algún contacto con ella, pero prefiere no preguntar. Un año después de aquello, él decidió presentarse al examen de inspector y, desde hace dos, está al frente del equipo que antes encabezaba la (muy a su pesar) recordada Indira Ramos.

La subinspectora Ortega entra en la sala de reuniones seguida por el oficial Óscar Jimeno y por la agente Lucía Navarro. Cuando Jimeno estuvo a punto de morir a manos de un mafioso italiano, Navarro no se separó de su cama durante los días que pasó en coma. Él confundió cariño con amor y a ella, después de dejarse llevar por el aprecio que le tenía, le costó un mundo hacerle ver que no pegaban ni con cola y que solo había sido una noche de sexo que no se volvería a repetir. Por suerte para ambos, el despecho del oficial no lo arruinó todo y siguen siendo buenos amigos.

—Pues no lo entiendo, ¿qué quieres que te diga? —entra diciéndole Jimeno a Navarro—. Si tú vas a un bar y consigues todos los tíos que quieras, ¿para qué te metes en una página de contactos?

—Porque prefiero conocer un poquito a los tíos antes de que intenten llevarme a la cama, Óscar. Y, en un bar, es lo único que buscan.

—Y en internet, no te jode. La única diferencia es que en el bar los ves en persona y no en una foto que se hicieron hace diez años.

—Tú liga como te dé la gana y a mí déjame tranquila, ¿vale?

—Tú misma, pero la red está llena de peligros.

—Mira que eres carca, Jimeno —interviene la subinspectora Ortega—. No tienes ni treinta años y me parece estar escuchando a mi abuelo.

—Cuando terminéis con el consultorio sentimental de la señorita Pepis —el inspector Moreno zanja la discusión—, os sentáis y empezamos a trabajar.

Todos obedecen, intuyendo que no está de humor.

—¿Tenemos ya los resultados de la autopsia del tío del aparcamiento? —pregunta la subinspectora Ortega.

—Al final ha resultado ser la explicación más sencilla: un infarto.

—Con la mala hostia que tiene la mujer, yo apostaba a que se lo había cargado ella —dice el oficial Jimeno.

—Le daría por culo hasta que le explotó el corazón, pero no podemos llevarla a la cárcel por eso. Ocúpate tú de cerrar el caso, Navarro.

—Sí, jefe —Lucía se resigna.

—¿Alguna pista sobre lo del anciano de López de Hoyos? —la subinspectora Ortega pasa al siguiente caso.

—Ha sido su nieto —responde Moreno.

—¿Ha confesado? —Jimeno se sorprende.

—No hace falta. El vecino ha vuelto de viaje y ha declarado que vio al chaval y a dos amigos entrando en el portal aquella misma tarde. Los muy cabrones debieron de ir a sacarle pasta al viejo, él se negó y se lo cargaron. En diez minutos de interrogatorio lo soltará todo. Por lo visto se ha echado a llorar en cuanto han ido a por él en el instituto.

—La peña mata con una facilidad de la leche —dice la agente Navarro.

—Eso es culpa de la deshumanización de la sociedad por los videojuegos y las pelis violentas —apunta el oficial Jimeno.

—De verdad que eres el tío más viejuno que he conocido en mi vida, Jimeno —La subinspectora Ortega lo mira alucinada.

—Oye, no lo digo solo yo —protesta él—. Sin ir más lejos, Indira opinaba igual. Por cierto, no sé si sabéis que hoy es su cumpleaños.

—Y el más metepatas. —Navarro se suma a la apreciación de su compañera.

—¿Por? —pregunta sin comprender—. Lo digo porque me ha saltado esta mañana la alarma del móvil.

La agente Navarro le da una patada por debajo de la mesa. El oficial Jimeno lo capta y mira a su jefe, al que se le suele torcer el gesto cada vez que alguien nombra a la inspectora Ramos. Y, para su desgracia, eso sucede muy a menudo.

—Perdona, jefe. Pero es que, si es su cumple, pues es su cumple.

—¿A mí qué cojones me cuentas, Jimeno? —responde Moreno—. Hoy a las doce, reunión de casos abiertos. Quiero todos los informes del último año actualizados sobre mi mesa.

El inspector se levanta y sale de la sala de reuniones. Tanto la subinspectora Ortega como la agente Navarro asesinan a su compañero con la mirada.

—A veces es para darte de hostias, de verdad —Navarro resopla.

—A ver si ahora no se va a poder abrir la boca —responde Jimeno y mira a la subinspectora Ortega—. ¿Por qué no la llamas y la felicitamos?

La subinspectora Ortega saca su móvil y marca, pero salta el buzón de voz.

—Nada, está apagado.

—Olvídate —dice la agente Navarro—. Yo le mandé un mensaje hace un par de meses y ni siquiera lo ha leído.

cap-10

7

Indira está sentada en un banco frente a la Casa de la Cultura del municipio extremeño de Villafranca de los Barros, en cuyo interior se encuentra la biblioteca municipal Cascales Muñoz. La construcción, que hasta 1979 albergaba la fábrica de harinas San Antonio, es un enorme edificio de piedra y ladrillo en el que destaca una chimenea de veinte metros de altura, junto a la que hay otras cuatro menores. Ella se resiste a entrar porque, aunque no ha sido diagnosticada, teme ser algo celiaca y podría haber restos de harina flotando en el ambiente. Si no fuera porque justo hoy cumple treinta y nueve años, parecería una anciana sin nada mejor que hacer que sentarse y ver pasar la vida ante sus ojos. Pero lo cierto es que, desde que pidió una baja en la policía para tratar sus problemas psicológicos y acto seguido una excedencia, puede considerarse jubilada.

Mira su reloj y resopla, cansada tras llevar más de media hora esperando. Cuando ya empezaba a impacientarse, la abuela Carmen sale del interior del edificio con Alba cogida de la mano. La niña, que hace un par de meses cumplió dos años, sujeta un libro con fuerza.

—Estaba a punto de entrar a buscaros, mamá.

—Lo siento, Indira. Es que tu hija nos ha salido pesadita y no se decidía por ningún libro.

—¿Cuál has cogido, cariño? —pregunta a su hija agachándose frente a ella.

—Peppa Pig.

La niña le hace una seña a su abuela que pretendía ser disimulada y esta suspira y saca otro libro del bolso.

—Ya sabemos que a ti no te gusta celebrar los cumpleaños, hija, pero Alba se ha empeñado en cogerte un libro de pistolas.

—¡Felicidades, mamá!

Indira sonríe a Alba, que habla con fluidez desde los dieciocho meses. Es una niña inteligentísima, lo que con toda seguridad le dará problemas en el futuro, pero de la que ahora se siente muy orgullosa. No entiende cómo se le pudo pasar por la cabeza deshacerse de ella, y se estremece al pensar que estuvo a punto de tomarse aquella pastilla.

Nada más salir de aquel sombrío lugar fue a interrumpir una nueva sesión de su psicólogo para decirle que había decidido marcharse al pueblo de su madre y tener allí a su hija, pero para eso necesitaba que redactase un informe con el que pedir la baja en la policía.

—¿No vas a decírselo al padre?

—Moreno me odia con toda su alma y no creo que le apetezca mucho ser padre.

—Tiene derecho a saberlo.

—En algún momento se lo diré, pero ahora quiero estar tranquila.

El psicólogo elaboró el informe que pedía e Indira se fue con él en la mano a hablar con el comisario. Nadie se sorprendió de que sus manías y obsesiones llegasen a incapacitarla, y más cuando empezaban a correr rumores que apuntaban a que el famoso virus chino pronto llegaría a Europa, aunque a su equipo le descolocó que tomase esa decisión justo cuando mejor parecía encontrarse.

Hizo las maletas y puso rumbo al pueblo. Allí pasó el confinamiento mientras su tripa crecía día a día y vio a su padre contagiarse y morir al poco tiempo. Fue un palo enorme para ella y para su madre, más aún cuando no les permitieron despedirse de él, pero ambas volvieron a sonreír el día en que Alba nació.

Indira soportó sorprendentemente bien el embarazo y el nuevo ambiente en el que vivía, sobre todo porque ya no era la única que extremaba las precauciones higiénicas. Pero en cuanto nació su hija pasó unos días convencida de que no lo conseguiría. No le causaba repulsa alguna, sino que le aterrorizaba pensar que no lograría protegerla de los peligros que había en el exterior, visibles o microscópicos.

—Eso es amor, hija —le dijo su madre—. Yo también pasé meses obsesionada con protegerte..., y quizá por eso saliste así. Tienes que dejar que Alba viva y crezca con normalidad, ¿de acuerdo?

Aunque Indira seguía teniendo extravagancias por las que todos en el pueblo la miraban como a un bicho raro, aguantó con estoicismo que a Alba le encantase revolcarse por el suelo, abrazarse a todo el que veía por la calle y comerse los curruscos de pan o las galletas que las vecinas del pueblo le ofrecían. La única vez que perdió los nervios y sufrió uno de sus ataques de pánico fue cuando la vio compartir a lametones un polo de naranja con un perro callejero.

En cuanto a Moreno, ha estado un montón de veces a punto de llamarle para contarle que tiene una hija, pero nunca ha encontrado el momento. La única persona de su vida anterior que conoce su secreto es la subinspectora María Ortega. Con los demás miembros de su equipo —excepto con el padre de la criatura— ha hablado de vez en cuando, pero ni se le ha pasado por la cabeza decirles cuál fue la verdadera razón para desaparecer de la noche a la mañana.

—¿Te gusta el libro, mamá?

—Me encanta. Enséñame las manitas, anda.

La niña le entrega el libro de Peppa Pig a su abuela y le muestra las manos a su madre, que saca del bolso gel hidroalcohólico y le echa unas gotas en sus diminutas palmas. Alba se las frota con energía, con la práctica que da tener una madre como la suya. Su abuela cabecea disgustada.

—Se va a desollar las manos.

—Yo me las desinfecto varias veces todos los días y están muy bien.

—Pero si las tienes que parecen las de un estibador del puerto.

—No empecemos, mamá, por favor.

—¿Qué es un estibador, yaya? —pregunta Alba.

—Los que cargan y descargan los barcos.

—Qué guay. Yo de mayor quiero ser eso.

—Sí, hombre —Indira se espantó—. ¿Tú sabes la cantidad de porquería que traen los barcos, Alba? Algunos dicen que por ahí entró el coronavirus de China, no te digo más.

—Ni caso, Albita —le dice Carmen a su nieta, pasando de su hija—. Tú de mayor podrás ser lo que te dé la real gana. Fíjate en tu madre. Todos queríamos que fuese maestra y se hizo policía.

Aquellos tiempos quedan tan lejanos que Indira ya no se acuerda de por qué quiso presentarse a las pruebas para inspectora. Tal vez solo fue para marcharse del pueblo e ingresar en la Academia de Ávila, o puede que para poder reprender a los demás cuando no cumplían las normas, o simplemente porque sentía que era su vocación. El caso es que, ahora que Alba ha dejado de ser un bebé y que ya no necesita su protección las veinticuatro horas del día, se da cuenta de que echa muchísimo de menos su trabajo.

cap-11

8

—Habéis hecho una mierda de partido, Claudia. Así no sé cómo pretendéis ganar a nadie. —Jorge Sierra clava la mirada en su hija y esta mantiene la suya fija en el limpiaparabrisas, que pugna por retirar la lluvia del cristal.

—Las otras tenían una chica de dos metros, papá. —Toni, en el asiento trasero del coche, deja la consola por un instante para salir en defensa de su hermana mayor.

—No medía ni uno setenta, Toni. Además, eso no es excusa. Han tirado el partido antes de empezar. Y no sé por qué os empeñáis en jugárosla de tres si no metéis ni una.

—En los entrenamientos las metemos.

—Ya ves tú de lo que sirve.

A pesar de las discusiones que eso le ha ocasionado con su mujer, Jorge cree necesario

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos