El Príncipe 2

Salva Rubio

Fragmento

libro-4

14

SEIS MESES DESPUÉS

Puedes matar a un hombre en medio de una multitud sin que nadie se dé cuenta. Es una de las opciones, tan solo una de ellas, una contingencia más que podría darse; una posibilidad a la que Morey confía no tener que llegar. Al menos, antes de sacarle a Bashir toda la información que el CNI necesita. Por lo que Morey continúa la vigilancia de su objetivo: un hombre cuyo dosier conoce bien y que no hace muchos meses trabajaba en Ceuta, en un café cerca del puerto que le servía de tapadera. Fue una de las últimas personas en hablar con Hakim, el topo de Akrab, en la comisaría del Príncipe, poco antes de su suicidio.

Es para operaciones como esta, en principio sencillas, para las que Javier Morey ha sido entrenado a conciencia, pero ningún ensayo puede reflejar condiciones como las que se presentan: domingo de mercadillo en Birgu, Malta; docenas de puestos atendidos por ancianos y familias donde pueden encontrarse algunos de los artículos (legales) más raros, peculiares y diferentes que uno pueda imaginar. Y, no muy lejos, casas, tiendas y trastiendas donde hallar mucho más género, mucho menos legal.

Entre el centenar de turistas de toda proveniencia, Morey se desplaza a la distancia y velocidad de control exactas: buscando huecos, esquivando hombros, desviando la mirada y la atención, deteniéndose cuando es necesario y dándole unos metros de ventaja a su objetivo, en busca de ese momento y ese lugar sin posibilidad de vuelta atrás, en el que Bashir notará el cañón de una pistola en su espalda y Morey tendrá que decidir qué es lo siguiente que ha de ocurrir. Y matar a Bashir es solo una posibilidad más.

—Ni una palabra. Camina delante de mí.

Perplejo quizá porque se han dirigido a él en árabe o quizá simplemente porque intenta ganar tiempo, el sorprendido Bashir asiente levemente. Unos pasos más allá, se abre un callejón oscuro, de esos en los que, por instinto, ningún turista se aventuraría.

Morey lo empuja contra la pared y lo cachea rápidamente para comprobar que no va armado.

—¿Qué has estado haciendo en Siria estos seis meses? ¿Y por qué has vuelto?

Antes de que Bashir pueda contestar, persecutor y perseguido se ven sorprendidos por una lluvia de guijarros contra el rostro que los hace parpadear de dolor. Una bala acaba de impactar en la pared en medio de los dos hombres. Morey reacciona, echa rodilla a tierra y busca a su atacante. Sabe que Bashir aprovechará para huir, pero tiene algo más importante en lo que pensar. Avanza hasta la esquina del callejón y observa que, algo más adelante de la calle transversal por la que llegaron, entre las sombras de otra calleja, se oculta el tirador. A pesar de que se da cuenta de que en cuanto abandone su posición se convertirá en blanco fácil, toma la iniciativa con un movimiento aparentemente suicida: de un salto, se lanza al medio de la calle principal, rueda por el suelo y se incorpora directamente en la calleja. De pie frente a él se encuentra el sorprendido yihadista. Un poco más cerca de lo que habría deseado (siempre es preferible evitar que la sangre le salpique), Morey acaba con él de un tiro a bocajarro.

Antes de que nadie sea consciente de lo que acaba de pasar, el agente del CNI está corriendo callejón abajo para tratar de encontrar a Bashir. Tras un par de callejones errados, Morey recorre mentalmente el mapa de la intrincada ciudad, memorizado desde hace semanas, en busca de un punto de observación. Recuerda un mirador cercano y ya de camino, dos tramos de escalera más arriba, lo encuentra: Bashir va a cruzar la calle, huyendo. Morey levanta el arma y grita su nombre.

Bashir apenas ha girado la cabeza como un acto reflejo, cuando Morey se da cuenta. El agente emite un nuevo grito, esta vez de aviso, de precaución, de alerta. Pero Bashir no ve a tiempo el viejo pero potente Volkswagen Mk1 Cabrio, que se lo lleva por delante, matándole en el acto y dándose a la fuga.

Morey trata en vano de distinguir al conductor, que lleva la capota echada. Se acerca entonces al cadáver, comprueba la ausencia de pulso, toma lo poco que lleva encima (pasaporte, móvil, cartera) y se larga de allí antes de que venga la policía. Todo ello, mientras se pregunta: «¿Quién ha querido matar a Bashir, implicado en la trama Akrab?».

* * *

—¿Por qué tanta prisa, Morey? ¿Qué nos quieres contar?

Efectivamente, ni el interpelado ni su acompañante y supervisor, Serra, han esperado apenas a que se clausure la reunión anterior para irrumpir en la estancia. Cuando entran los dos agentes, los invitados todavía están saliendo de la sala de reuniones. Uno de ellos, Boullosa, es un viejo conocido de la casa, de esos a los que un leve guiño basta para saludar. En cuanto a ella… Morey necesita dos pases para confirmar que es nueva en la casa y que su belleza, nórdica pese a su melena negra, es pareja a la frialdad con la que, irónicamente, parece haber coqueteado en este breve encuentro. Su apellido, visible en la identificación, es Hidalgo.

Solo cuando la puerta se cierra tras ellos, Morey contesta a Salinas y al siempre poco amigable Shäffer, y lo hace proyectando directamente la información que viene a reportar sobre la pantalla: fotos de Bashir, un registro de llamadas telefónicas y el texto de varios mensajes.

—Bashir fue la última persona a la que llamó Hakim, así le localizamos. Y en su teléfono hemos encontrado estos dos mensajes del mismo día —Morey traduce del árabe—: «Tengo la tarjeta de Hakim. Aguardo instrucciones».

—La tarjeta de memoria que desapareció de comisaría. La que guardaba información de Akrab —aclara Serra.

Morey prosigue, leyendo la respuesta.

—«Entrégasela al sheik. Te espera en el hospital».

—¿Quién es el sheik?—inquiere Shäffer, a quien no le gusta tanta teatralidad.

—Para averiguarlo, necesitábamos las grabaciones de las cámaras de seguridad del hospital de ese día.

—Y ya habían grabado encima, claro. Ha pasado demasiado tiempo.

Morey se permite una leve sonrisa: Shäffer y su fe en los agentes españoles…

—Todo lo que está en un disco duro es recuperable —prosigue Serra, saboreando el momento y pulsando el botón de play.

En la pantalla, una de las cámaras muestra a Bashir saliendo de un ascensor. La siguiente imagen lo muestra sentándose junto a alguien cuya cara no entra en plano. Bashir le pasa la tarjeta y, por unos segundos, nada más ocurre.

—¿Quién es ese? No me digáis que no tenemos la imagen —apremia Salinas.

Y con su mayor expresión de seguridad en los labios prietos, por toda respuesta, Serra y Morey mantienen la mirada fija en la pantalla, donde el hombre sin rostro acaba de levantarse y de entrar en plano. Salinas y Shäffer no pueden evitar un movimiento reflejo hacia adelante.

—Es… ¿Khaled?

* * *

El encapuchado rueda por el suelo, su caída amortiguada por el fresco césped que rodea la casa. Unos segundos agachado le permiten mirar alrededor y aguardar cualquier señal que indicase que ha sido descubierto. Pero no. Ninguna alarma se activa en la gran casa al pie del mar.

De manera que el intruso prosigue su camino, pies ligeros que esquivan los puntos de luz, caminando entre las sombras pr

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