El último regalo

Sebastian Fitzek

Fragmento

Capítulo 1

1

Hoy

Iba desnudo y lo estaban abriendo en canal.

No era una sensación. Estaba pasando de verdad.

Allí, en aquel momento, en las baldosas de la vieja lavandería de la cárcel, al pie de la secadora industrial.

Milan solo oía sus propios gemidos brutales. Sin la mordaza, sus gritos habrían resonado por toda la cárcel. Aunque eso hubiera dado igual, porque habían pagado bien para que los dejaran solos con el nuevo toda la noche.

Eran cinco. Tenía a dos arrodillados sobre los hombros, otros dos le sujetaban las piernas y el quinto, una mole jadeante de ciento veinte kilos y aliento a salchicha, le metía por el culo algo que le daba la sensación de que era un garrote de púas recubierto de alambre de espino. Aunque seguramente solo se trataba del puño con el que lo estaba violando.

De pronto cesó la presión, tan de repente que sufrió un calambre y le tembló todo el cuerpo. El dolor continuaba; algo más abrasador que el calentador de una sauna le ardía en las entrañas, pero al menos pudo mover los brazos y ponerse boca arriba.

Una sexta cara, nueva, apareció sobre él. Aquel hombre, mayor que los demás, con una marcada raya al lado y ojos azul del Caribe tras unos gruesos cristales, no había estado presente cuando le dieron una paliza en la ducha ni tampoco luego, en el momento en que lo arrastraron hasta allí.

Lo miraba con la curiosidad de un niño que fríe un insecto con una lupa.

—¿Así que tú eres el policía?

Milan asintió con la cabeza mientras el hombre le quitaba la mordaza.

—Yo soy Zeus. Me conoces, ¿verdad?

Zeus, el dios de la cárcel. Milan volvió a asentir con un gesto. Había que estar en muerte cerebral o en coma para no saber quién era el hombre que había tomado el nombre de la deidad griega y que ejercía realmente el control de la cárcel de Tegel.

—Escúchame bien. Los tipos como tú estáis en lo más bajo de la cadena alimentaria. Aquí tienes menos derechos que las pelusas del ombligo de Plancha.

Zeus sonrió a la mole, que se estaba subiendo los pantalones. Milan quiso morirse. Si lo que había tenido dentro era el pene de aquel tío, debía de ser como una manguera antiincendios.

—Solo tienes una opción... A menos que quieras que Plancha te demuestre su especialidad. ¿Sabes por qué lo llamamos así?

«¿Porque lo aplasta todo?»

—Porque le gusta planchar ropa. Le encantan las planchas. Como esta de aquí.

Uno de sus esbirros tatuados le pasó una, viejísima.

—Plancha la va a poner a doscientos grados. Y mientras coge temperatura, tienes la oportunidad de contármelo todo. La verdad y nada más que la verdad, con la ayuda de Dios. —Se arrodilló, se tocó la raya para comprobar que seguía en su sitio y continuó—: Compartes celda con Garrapata. Un tío legal. Tienes suerte, responde por ti. Dice que lloras dormido. Y que podrías ser un yeti.

—¿Un qué?

—Inocente. Hay tan pocos aquí dentro como yetis ahí fuera.

Sus compinches le rieron el chiste, que sin duda habían oído mil veces.

—¡Cuéntame tu historia! —insistió el jefe.

—¿Qué?

—¿Es que hablo en chino? —Le sacudió una bofetada—. Quiero saber por qué estás aquí, policía. Pero oye, ándate con cuidadito. —Se quitó las gafas y se señaló los ojos—. ¿Sabes qué es esto?

Milan no contestó a la pregunta retórica, entre otras cosas porque intentaba no vomitar mientras el dolor se reavivaba como una llamarada.

—Es mi detector de mentiras. Si percibe algo, Plancha lo verá. Solo tengo que pestañear y te meterá ese trasto ardiendo hasta el duodeno. ¿Nos entendemos?

Plancha asintió con una sonrisa. Milan tenía lágrimas en los ojos.

La saliva se le acumulaba en la boca. Tuvo que tragar dos veces hasta estar preparado.

Preparado para aprovechar su oportunidad de contárselo todo a Zeus. La historia, tan increíble como aterradora, que lo había llevado hasta la cárcel pasando por el infierno.

Para ganar tiempo y seguir vivo al menos unas horas más, empezó por el principio.

Capítulo 2

2

Dos años antes

—¿Está usted sola?

—Sí.

—¿Y el personal de cocina?

—Ya se han ido. Estoy haciendo caja. Aquí no queda nadie.

—Está bien. De todos modos, no tenga miedo —dijo Milan.

La mujer al otro lado del teléfono soltó una risa histérica.

—¿Que no tenga miedo? ¿Es que la policía se ha vuelto imbécil? Me llamáis para decirme que se os ha escapado un loco y que está a punto de secuestrarme. ¿Y se supone que NO DEBO ASUSTARME?

La joven camarera que se había identificado como Andra Sturm parecía capaz de arrancar un trozo de la barra del restaurante para poner en fuga con él a cualquier agresor. Pero Milan sabía que una voz ruda y fuerte por teléfono no siempre se correspondía con la persona real tan bien como sucedía en su propio caso. A lo mejor Andra era un delicado angelito y su tono cortante se debía a la angustia mortal que le acababa de causar. En cualquier caso no era nada tímida, y eso lo impresionó. Parecía el tipo de mujer a la que le gustaría conocer mejor, aunque en aquella situación ese pensamiento era muy poco profesional.

—¿Me está escuchando?

—Qué va, me he tapado los oídos. Pues claro que estoy escuchando.

A través del parabrisas, Milan observó la entrada del local, tomó aire y dijo, con toda la calma que la situación permitía:

—Punto número uno: el sospechoso no se nos ha escapado. Lo seguimos desde hace dos horas, incluso controlamos su móvil. Por eso sabemos que la ha llamado poco antes que yo. ¿Es así?

—Sí —contestó Andra tras una pausa. Seguramente había asentido primero con la cabeza antes de darse cuenta de que eso no se oía por teléfono—. Me preguntó si todavía quedaba alguien aquí.

Era un milagro que la camarera hubiera contestado al teléfono. Una llamada cinco minutos antes del cierre solo puede traer molestias, y más teniendo en cuenta que el All-American-Diner no era la clase de sitio adonde se va con reserva. Sus clientes, ansiosos de hamburguesas, patatas fritas, nachos, filetes a la parrilla, batidos y otras bombas calóricas, se presentaban sin avisar en el pequeño local situado en una calle lateral a la plaza Roseneck.

—Y punto número dos —continuó Milan—: ese hombre no va a secuestrarla. Solo quiere efectivo.

Ella soltó una carcajada.

—¿Y usted cómo sabe eso, listillo?

Milan tuvo que sonreír. Andra hablaba con la exaltación propia de una berlinesa sin pelos en la lengua. Y seguramente no se comportaba así solo ante emergencias como aquella. Calculó que estaría al final de los veinte o al principio de los treinta. Sería más o menos de su edad.

—Ya tiene un rehén —contestó a su pregunta.

—¿Cómo dice?

—Una chica, a la que ha secuestrado. La entrega del rescate se torció este mediodía. Lo llevamos vigilando desde entonces.

Silencio.

Al parecer, Andra necesitaba asimilar lo que acababa de oír. Aquella información debía de haberle caído más pesada que las grasientas tortitas con las que el restaurante cebaba a sus clientes en el desayuno.

Milan intentó de nuevo escrutar el interior del local desde donde estaba. Pero el ventanal, que daba a la calle mal iluminada, apenas se distinguía entre la incesante aguanieve.

«Maldita posición.»

Era como mirar a través de la puerta de una lavadora en marcha. No habría logrado identificar ni un solo objeto del interior si no hubiera visto antes mil veces la parafernalia típica de decoración en otros locales parecidos: el cartel de la Ruta 66 falsamente envejecido, la máquina jukebox de imitación en la entrada, la bandera de las barras y estrellas y numerosos carteles de Elvis y del Tío Sam por las paredes.

Milan apostaba sus hijos no engendrados a que los asientos corridos estaban tapizados de falso cuero rojo y colocados sobre un suelo ajedrezado.

—¿Y por qué no detienen a ese cabrón en cuanto entre aquí?

—Porque no sabemos dónde retiene a su víctima.

—¿Cómo dice? —repitió Andra, aquella vez realmente atónita.

—Mientras esté en el restaurante colocaremos un dispositivo en su coche para que nos lleve hasta la chica aunque lo perdamos de vista.

—¿Es muy peligroso?

Milan se aclaró la garganta. Se pasó las manos por el pelo castaño, revuelto como de recién levantado, que llevaba meses sin ver a un peluquero.

—No voy a mentirle: sí, lo es. Mide un metro ochenta y cinco, es musculoso... y va armado.

—Dios mío. —La oyó tragar saliva.

—Por favor. Sé que le estoy pidiendo mucho. Pero no habrá peligro alguno si no se hace la heroína. Dele el dinero de la caja y todo lo que pida. Quizá tenga hambre y necesite provisiones. Nosotros nos ocuparemos de que a usted no le pase nada.

—¿Cómo? —Se le quebró la voz.

Milan oyó pasos a través de la línea: suelas de goma que chirriaban. Seguramente la camarera buscaba refugio tras la barra. «Ojalá.» En la puerta, en la zona de peligro, no se veía ningún movimiento.

«Por suerte.»

El aparato de radio emitió un chasquido. Cogió el transmisor, ordenó que esperasen y cortó la comunicación.

—En este momento hay tres francotiradores apuntando hacia la entrada del local. —Trató de tranquilizarla—. Al menor signo de peligro daré a mis hombres la orden de disparar.

—¿Y qué entiende usted por «signo de peligro»? ¿Un tiro en la cabeza? ¿Mis sesos desparramados por la barra?

Milan bajó la voz hasta un susurro, no porque fuera necesario sino porque había descubierto que así las personas nerviosas escuchaban con más atención.

—El hombre entrará en cualquier momento. Mantenga la calma y haga lo que le pida. Y no se asuste, pero lleva un pasamontañas negro.

—No lo dirá en serio...

—Ahora cuelgue. Que no la vea al teléfono. Es muy desconfiado.

—Vale —contestó, pero no sonó convencida. Lógicamente, no le gustaba nada perder el contacto con la policía.

—Limítese a hacer lo que él diga. Y cuando se vaya, espere a mi equipo. Todo irá bien —le prometió una última vez. Después se oyó un chasquido y se cortó la línea.

Cerró los ojos.

«¿Todo irá bien?»

Tenía un mal presentimiento.

«¿Abortar misión?»

Miró el reloj. Respiró profundamente. Y decidió no hacer caso a su instinto.

Con un suspiro cogió el pasamontañas del asiento del copiloto y se lo puso. Después se bajó del coche y se dirigió al local.

Capítulo 3

3

La estratagema que le había valido el apodo de «Policía» le había funcionado siete veces.

Seleccionaba locales con poco personal y mucho efectivo: cafeterías, casas de comidas, restaurantes, una vez una gasolinera. Siempre poco antes del cierre o del cambio de turno. Preferiblemente en calles laterales sin mucho trasiego.

Resultaba sorprendente la gran cooperación que mostraban las personas cuando una voz profunda e intimidante les ordenaba entregar sin resistencia los ingresos del día a un malhechor. Hasta la serie de policías más cutre enseña a sus espectadores que exijan la identificación a los agentes. Pero al parecer eso solo rige si se personan en el domicilio. Por teléfono, a la mayoría le bastaba con una presentación como «comisario jefe Stresow, de la dirección de operaciones especiales», o alguna tontería similar. De vez en cuando Milan hacía sonar una radio de juguete y decía algo. No necesitaba nada más para crear un fondo verosímil.

Era más difícil aguardar el momento adecuado. Como aquel, con las tiendas ya cerradas, las compras navideñas terminadas y las calles desiertas porque todo el mundo se había ido a casa a preparar la cena y los regalos. Porque era Nochebuena, poco antes de las seis de la tarde.

De los tres objetivos que Milan había escogido en internet solo aquel restaurante del barrio de Schmargendorf seguía abierto y, tal como esperaba, casi vacío.

Le dio un ataque de tos y, a los pocos pasos, el pasamontañas mojado ya se le pegaba a la cara.

Aquel día, con ese tiempo, ni siquiera veía a gente paseando perros; y, si había alguien, mantendría la cabeza gacha para evitar que la aguanieve le diera en la cara.

«Vale, allá vamos.»

Ya había cubierto los treinta metros que separaban el coche robado de la entrada, que lucía el típico luminoso de neón.

«Adentro.»

Entró en el local. Estaba en penumbra y, aparte de las lamparitas en las mesas de formica, solo permanecían encendidas las luces de emergencia. Un olor mezcla de grasa, hamburguesa y sangre le golpeó la nariz.

«¿Sangre?»

Solo con cierto retraso notó el golpe contra la cabeza. Como el estampido de un avión supersónico. Después llegó el dolor y comprobó que no se había equivocado: el restaurante tenía un suelo ajedrezado. Había caído en él de rodillas... y ahora era incapaz de volver a levantarse.

«Debí haber hecho caso a mi instinto.»

Una patada en la barriga lo hizo girar sobre sí mismo. Cayó de espaldas y lo primero que vio sobre él fue la parrilla de un Cadillac negro que algún diseñador de interiores había decidido colgar del techo y, después, a una mujer de nariz ligeramente curvada, mucho más bonita que su fea napia, que se le estaba llenando de sangre.

«Andra —pensó Milan—. De verdad parece una mujer con la que me gustaría tener una cita.»

—Feliz Navidad, capullo —dijo ella.

Y después le partió la crisma con un bate de béisbol.

Capítulo 4

4

Dos años después

—¿Cómo se conocieron? —preguntó la terapeuta.

Seguramente esperaba que aquella parejita recordara con una sonrisa ese romántico momento. Un buen punto de partida para el éxito de una terapia de pareja que acababan de comenzar. «Diez sesiones de noventa minutos. A doscientos euros la sesión.» Una ganga, siempre que la doctora Henriette Rosenfels consiguiera sacarlos de verdad de la maraña de problemas de su relación. O, al menos, ofrecerles una serie de consejos útiles para sobrevivir al día a día sin tirarse los trastos a la cabeza.

«Aunque así fue exactamente como empezamos», pensó Milan, y esa era también la razón por la que Andra sonreía cuando contestó a la pregunta:

—Le arreé con un bate de béisbol.

Y Milan añadió:

—Fue amor al primer mamporro.

Cuando se saludaron con un apretón de manos a la entrada de la consulta, en un edificio antiguo del barrio de Moabit, a Milan le había parecido que la doctora era una asidua clienta del negocio del bótox. Para contar cincuenta y ocho años, aquella señora de pelo gris y gafas tenía una piel extraordinariamente tersa («como si se hubiera pegado un globo a la cara», fue su primer pensamiento). Sin embargo, en aquel momento su frente se llenó de arrugas:

—¿Qué quieren decir con eso? —preguntó, frunciendo el ceño.

—Andra es camarera. Hace dos años, en Nochebuena, quise atracar su restaurante. Pero su inteligente cerebro descubrió mi jugada.

«¿Ahora cuelgue? —lo había imitado de manera burlona Andra en cuanto volvió en sí—. Joder, mi ex era policía. No se trataba precisamente de un lumbreras, pero hasta él habría mantenido en todo momento el contacto con la víctima.»

La mirada incrédula de la terapeuta se posó en ella, que confirmó las palabras de Milan con un suspiro que venía a decir: «triste pero cierto».

—Bueno, pues al parecer puede decirse que son una pareja fuera de lo común. —La doctora Rosenfels sonrió y Milan le dio la razón.

Ya solo por el aspecto, Andra y él no pegaban en absoluto. Él, un chico modosito y conservador, discretamente vestido con deportivas, vaqueros y polos. Ella, tres años mayor, describía su estilo como «gótico de feria». Botas negras de motorista, melena hasta los hombros teñida de azul acero, leggings de colores chillones, una minifalda plisada con estampado de calaveras y una sudadera verde con el mensaje: CRISTO TE AMA. PARA LOS DEMÁS ERES GILIPOLLAS.

La misma sudadera que llevaba el día en que se conocieron.

Aunque «conocerse» era más bien un eufemismo que sustituía a: «dejarlo medio muerto y arrastrarlo hasta un cuarto trasero».

Según el doctor Google, Andra le había ocasionado una «fractura de la bóveda craneal sin lesión cerebral», aunque a él le pareciera que con su saludo le había incrustado la frente en el cerebro. Muchos meses después los movimientos bruscos hacían que se le saltaran las lágrimas, y todavía entonces se despertaba sintiendo una bola de demolición dentro de la cabeza si la agitaba bruscamente cuando tenía una pesadilla.

Aun así, había sobrevivido a la fractura de cráneo sin atención médica. No había pasado lo mismo con las lesiones que sufrió en la cabeza durante su adolescencia. Milan había crecido en la isla de Rügen, en la costa báltica de Alemania. Tras caerse por las escaleras del sótano de su casa a los catorce años, pasó varias semanas ingresado en el hospital. Por el contrario, la segunda fractura de su vida se la había curado él solo con pastillas de flupirtina y bolsas de hielo. Un milagro, como certificaban continuamente sus búsquedas en distintos foros médicos. Pero un milagro insignificante si se comparaba con su relación con Andra.

Cuando se despertó media hora después del frustrado atraco (en el sofá del dueño del local y con un concierto de instrumentos desafinados sonando en la cabeza), estaba convencido de que la chica iba a terminar lo que había empezado. Una semana antes los medios habían informado de que el dueño de una tienda abierta veinticuatro horas había matado a un ladrón de una paliza, en representación de todos los canallas que se habían salido con la suya a lo largo de los años. Pero aquella joven sorprendentemente grácil y con cara de ángel no volvió a tocarle un pelo. Tampoco llamó a la policía. Hizo algo que Milan jamás habría imaginado: ofrecerle trabajo. «Qué lástima. Un chaval bien plantado como tú, con tanta imaginación... ¿Cómo te metes en estas mierdas en lugar de buscarte un trabajo decente?»

No pasaba ni un día sin que él recordara sus primeras palabras. Ni la respuesta que todavía entonces le seguía debiendo: «Porque soy analfabeto. No sé leer ni escribir. Nunca aprendí, como millones de personas en Alemania».

—A veces pienso que tiene doble personalidad —prosiguió Andra, aún ajena a aquella verdad. Tanto se avergonzaba Milan de esa tara que lo separaba del resto de la gente—. Quiero decir, sí que me ha hablado de su padre, me ha contado que se siente responsable de cuidarlo. Y de las deudas que tiene. Seguramente por eso intentaba conseguir dinero a toda costa.

—¿Se dio usted a la delincuencia por esa razón? —preguntó la doctora Rosenfeld, dirigiéndose a él.

Andra asintió con la cabeza en su lugar. En realidad, la verdadera causa de su carrera como timador era que el analfabetismo no se consideraba una discapacidad en Alemania, por lo que no podía optar a ningún tipo de pensión. Sin embargo, lo tenía muy difícil para ganarse la vida. Debido a su torpeza, las actividades manuales apenas entraban en consideración. Y la sociedad lo había excluido del trabajo intelectual, el más apropiado para su inteligentísimo cerebro.

Con el tiempo se cansó de no lograr rellenar siquiera el formulario para el subsidio mínimo de desempleo de larga duración, el Hartz IV, de modo que procuró canalizar sus aptitudes mentales hacia la única profesión remunerada por encima del salario mínimo que no tenía ningún tipo de requisito: la delincuencia.

—La historia de las deudas de su padre me tocó la fibra sensible, siempre voy por ahí ayudando a todo el mundo —explicó Andra—. Además, me sentía mal por haberle pegado. Estaba muy nerviosa y asustada.

—Por eso después se acostó conmigo, por compasión.

—Capullo —bufó ella—. Eso fue seis meses después, y por entonces estaba enamorada de ti.

«Estaba.»

—¿Ahora trabajan juntos? —preguntó la terapeuta.

—Sí, en el mismo local donde intentó matarme.

—Querrás decir donde tú intentaste robarme.

Milan se dirigió a la doctora:

—Si no fue por compasión, ¿por qué ocultó el atraco y le habló bien de mí a Hulk?

—¿Quién es Hulk?

—El dueño. Su verdadero nombre es Harald Lampert. Lo llamamos así porque viste muy a menudo de verde.

—Solo tú lo llamas así porque te hace gracia llamar «Hulk» a un peso mosca de cincuenta kilos —lo corrigió Andra, y luego negó con la cabeza—. No te entiendo, Milan. Eres un genio del cálculo mental. No conozco a nadie que pueda tomar la comanda de veinte personas sin anotar una palabra y no olvidarse de nada. Además, tienes un talento artístico increíble; doctora, debería ver cómo dibuja a los clientes. Este tío tiene memoria fotográfica, de verdad. ¿Y trabaja de camarero?

—Un momento, me he perdido —interrumpió la doctora—. Creía que era usted la que quería que trabajaran juntos en el restaurante.

—Claro. Pero de forma temporal, no hasta la jubilación. A ver, a mí me costó horrores sacarme el graduado escolar. Pero él tiene abiertas todas las posibilidades. No le da la gana realizarse, carece de planes y objetivos. ¡Y solo tiene veintiocho años!

«Y discapacidad lectora», añadió mentalmente Milan.

Hasta Louisa, la hija de trece años de Andra, se las apañaba mejor en el mundo real, en el que los analfabetos eran ciudadanos de cuarta categoría: sin graduado escolar, sin formación, sin carnet de conducir. Louisa leía los carteles de las calles desde primero de primaria, mientras que para Milan algo tan sencillo como la compra del fin de semana se convertía en un viaje terrorífico.

«Cariño, aquí está la lista. ¿Puedes ir tú?»

«Claro. Solo una cosa: ¿qué es esto, Ξοξα Ξολα? ¿Es la botella gorda marrón con etiqueta roja y letras blancas?»

En Alemania vivían más de seis millones de analfabetos funcionales. Personas que habían aprendido en la escuela a reconocer suficientes frases como para dar el pego por la vida.

Pero el caso de Milan era aún peor. Claro que había ido a la escuela y había aprendido el alfabeto, e incluso identificaba algunas palabras y números. Pero jamás hizo un dictado ni una redacción. Siempre montaba una escena, se hacía el enfermo o se lastimaba la mano para escaquearse. Como consecuencia, era capaz de leer relojes digitales, meter una cuenta en la caja y reconocer su propio nombre. Pero no podía descifrar una frase de un cuento infantil si no se la leían en voz alta.

—¿De modo que están aquí por esa falta de ambición? —preguntó la terapeuta mirando el reloj.

Solo habían pasado veinte minutos y a Milan ya le parecía una eternidad.

—No. —Cuando Andra estaba nerviosa jugueteaba sin darse cuenta con el minúsculo piercing de la nariz—. Me oculta algo. —Levantó la mano en un gesto defensivo—. Y no es otra mujer, eso no sería un problema. Soy capaz de separar sexo y amor.

Aquella declaración desconcertó menos a la doctora Rosenfels que al propio Milan, que nunca había oído a Andra decir nada parecido.

—No te hagas el sorprendido. Los hombres estáis tan preparados para la monogamia como el aeropuerto Willy Brandt para los aviones. Parece posible en teoría, pero a la hora de la práctica se queda en nada.

La terapeuta carraspeó.

—Sin duda este es un tema muy interesante pero ¿podemos volver a eso de que le oculta algo?

—Yo no oculto nada —mintió Milan.

Una vez estuvo a punto de confesárselo. Estaban celebrando su aniversario en el restaurante 893, en la calle Kant, y Andra le pidió que le eligiera un plato de la exótica carta. Y aquella vez no quiso recurrir a la mentira estándar de las gafas. De vez en cuando llevaba unas feísimas y pesadas, con cristales sin graduar, para poder «dejárselas» si preveía que tendría que leer algo. «Lo siento, con mi mala vista no lo distingo bien.»

Pero aquella noche no quería poner excusas. Quería decirle la verdad.

Mientras reunía el valor necesario, Andra empezó a hablarle del cliente machito al que había tenido que atender el día anterior y que había intentado ligar con ella.

«—Y encima resultó ser un idiota integral. Me preguntó si mi perfume era de Be Uve Ele Gari.

»—¿De qué?

»—Yo tampoco lo pillé al principio. ¡Pero se refería a Bulgari! El muy inútil estaba deletreando el logo: BVLGARI.

»Un idiota integral, claro —pensó Milan, riendo forzadamente—. Un inútil. Pero hasta ese inútil lee mejor que yo.»

Aquel día ni contó la verdad ni cenó nada, aparte de su «pastilla de emergencia». Penicilina, quinientos miligramos. Era muy alérgico a ella: dos minutos después de tomarla casi no podía respirar. Por eso siempre llevaba un comprimido en el bolsillo del pantalón. Una vez había oído la historia de una analfabeta en una boda, a la que de repente le pidieron que leyera un pasaje de la Biblia. Para no revelar la verdad ante la concurrencia, se escabulló al baño y se pilló la mano con la puerta. Milan no necesitaba romperse todos los dedos. Aquel día un shock anafiláctico le bastó para no descubrirse.

—Lleva una doble vida mental —contestó Andra, mirando a la psicóloga—. No sé cómo explicarlo. En público, cuando estamos con amigos o por la calle, le cambia el humor de un momento para otro. Se pone nervioso, inseguro. Y le pasa de repente, sin más. Estando en el metro o en la cola del cine.

«O en terapia de pareja.»

—Y entonces huye. Literalmente. Me deja sola y se va para solucionar él solo el problema, a saber cuál será. Yo ya no aguanto más. Lo quiero, Dios sabrá por qué. Pero la próxima vez que se levante y se vaya, yo me rindo.

La terapeuta asintió con un gesto como si la comprendiera y le preguntó a Milan:

—¿Y usted qué opina?

«Que tiene razón. Que le miento. Mañana, tarde y noche. Igual que a todo el mundo. Pero no puedo hacer otra cosa. Cuando lo he contado se han reído de mí, me han echado del trabajo o me han abandonado.»

—Que son imaginaciones suyas —repuso, con poca decisión.

—Está bien.

La psicóloga miró de nuevo el reloj y después les tendió un folio en blanco a cada uno. Milan lo cogió con un nudo en la garga

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