Agatha Raisin y el manantial de la muerte (Agatha Raisin 7)

Fragmento

g

1

Agatha Raisin se sentía triste y aburrida. Su vecino, James Lacey, por fin había regresado al cottage contiguo al suyo en el pueblo de Carsely, en los Cotswolds, y ella intentaba que no le afectara su indiferencia, tratando de convencerse de que ya no le quería.

Habían estado a punto de casarse, pero su marido, que por aquel entonces seguía vivo, se había presentado en ple­na ceremonia y James no le había perdonado la mentira.

Una noche de primavera en que el pueblo resplandecía bajo un colorido manto de narcisos, forsitias, magnolias y azafranes, Agatha se encaminó con paso cansino hacia la vicaría para asistir a una reunión de la Asociación de Damas de Carsely con la esperanza de distraerse con los cotilleos.

Pero una vez allí resultó que sólo se hablaba del manantial del pueblo vecino de Ancombe, un tema que no le interesaba en absoluto.

Agatha conocía perfectamente la historia del manantial. En el siglo XVIII, una tal señorita Jakes lo había canalizado a través del muro de su jardín con una tubería que cruzaba su terreno y desembocaba en una fuente de uso público. El chorro de agua manaba por la boca de una calavera — una extravagancia que había provocado un sinfín de críticas incluso en una época tan lúgubre como aquélla — hasta un pilón hundido en el suelo, donde el caudal se desbordaba y, a través de una rejilla, continuaba por un canal que lo llevaba por debajo de la carretera. Al otro lado se convertía en un pequeño arroyo que serpenteaba entre otros jardines hasta desembocar en el río Ancombe.

Sobre la calavera se grabaron unos toscos versos, escritos por la señorita Jakes:

Cansado viajero, detente y mira

el agua que aquí mana y expira.

Valle de lágrimas, nuestro tiempo termina,

agáchate y bebe Agua de Vida.

Doscientos años atrás, se creía que esta agua poseía propiedades milagrosas y medicinales, pero ahora sólo se detenían aquí los excursionistas, que aprovechaban para llenar sus cantimploras, y a veces la gente de la zona, como Agatha, que se acercaba para llenar una garrafa y llevársela a casa para preparar el té, pues era más blanda que la del grifo.

Hacía poco, la recién creada Compañía de Agua Mineral de Ancombe había intentado que el consejo parroquial del pueblo le concediera permiso para embotellar agua del manantial diariamente al precio de un penique por cada cuatro litros y medio.

— Muchos piensan que es un sacrilegio — dijo la señora Bloxby, la esposa del vicario —, pero el manantial nunca ha tenido nada que ver con la religión.

— Ya, pero supone añadir una fea nota de mercantilismo a nuestra apacible vida rural — se quejó una recién llegada a la Asociación, la señora Darry, que se había mudado hacía poco a los Cotswolds desde Londres y aún enarbolaba el fervor forastero por conservar la vida de pueblo.

— Pues yo digo que no molestará a nadie — afirmó la secretaria, la señorita Simms, que al cruzar las piernas, enfundadas en unas medias negras, les enseñó el liguero que llevaba en el muslo —. Me refiero a que el camión cisterna vendría cada día al alba, así que después todos podrían utilizar el manantial como siempre.

Agatha contuvo un bostezo. Como mujer de negocios jubilada que había dirigido, y con éxito, su propia empresa de relaciones públicas, le parecía que era una idea comercial sensata. Además, no le caía bien la señora Darry, con su cara de hurón asustado.

— Los Cotswolds ya están bastante mercantilizados; ya no caben más autobuses turísticos, teterías ni tiendas de artesanía — le dijo.

La sala se dividió en tres facciones: las que estaban a favor de que se vendiera el agua, las que se oponían y las que estaban hartas y aburridas del asunto, como Agatha.

La señora Bloxby hizo un aparte con Agatha antes de que ésta se fuera.

— La noto un poco baja de ánimos. ¿Es por James? — dijo mientras un velo de preocupación cubría su expresión amable.

— No. Es esta época del año. Siempre me deprime — mintió Agatha, a la defensiva.

— «Abril es el mes más cruel», decía T. S. Eliot.

Agatha se quedó muda al escuchar la cita literaria. Detestaba las citas, le enervaban, le parecían de pedantes.

— Eso es — gruñó malhumorada, y salió al dulce aire vespertino.

Una bella magnolia relucía con destellos cerosos en el silencio del jardín de la vicaría. En el cementerio contiguo a la iglesia, los narcisos, níveos a la luz de la luna, asomaban entre las viejas lápidas inclinadas.

«Tengo que comprar una parcela en el cementerio —pensó Agatha—. Qué agradable reposar bajo ese manto de flores y hierba enmarañada.» Suspiró. La vida en ese momento no era más que un cuenco de fruta podrida, y toda con hueso.

Casi se había olvidado del asunto del manantial cuando una semana más tarde la llamó Roy Silver, que había sido su empleado y ahora trabajaba para la empresa que le había comprado la agencia. Roy estaba muy emocionado.

— Escucha esto, Aggie: ¿conoces la Compañía de Agua Mineral de Ancombe? — preguntó con voz cantarina.

— Sí.

— Son nuestros nuevos clientes y tienen su sede en Mircester. El jefe se preguntaba si querrías llevar su cuenta, como freelance.

Agatha miró con furia el teléfono. Roy había descubierto el paradero de su marido, así que, en parte, era el culpable de que éste se hubiera presentado justo cuando estaba a punto de casarse con James.

— No — dijo con brusquedad, y colgó.

Se quedó sentada mirando el aparato hasta que fue capaz de marcar el número de James, que contestó al primer timbrazo.

—¿Te apetece que cenemos esta noche? — dijo Agatha con una jovialidad muy mal fingida.

— Lo siento mucho — dijo él con tono desabrido —. Estoy ocupado. Y lo estaré durante las próximas semanas — añadió rápidamente.

Agatha colgó con suavidad. Le dolía la barriga. La gente siempre habla de corazones rotos, pero el verdadero dolor se concentra en las entrañas.

Un mirlo cantó alegremente en algún punto del jardín, la dulzura de sus trinos intensificó el sufrimiento de Agatha.

Cogió el teléfono de nuevo, marcó el número de la comisaría de Mircester y pidió hablar con el sargento Bill Wong, su amigo, pero le dijeron que era su día libre. Lo llamó a su casa.

— Hoy no tengo planes — contestó Bill contento —. ¿Por qué no vienes a casa?

Agatha vaciló. Los padres de Bill le parecían sórdidos.

— Me temo que estaré solo — prosiguió Bill —. Mis padres han ido a Southend a visitar a unos parientes.

— Muy bien, me pasaré por ahí — dijo Agatha.

Al salir con el coche, desvió la mirada para evitar el cottage de James.

Bill estaba encantado de verla. Todavía no había cumplido los treinta y tenía su cara redonda de siempre, pero estaba visiblemente más delgado.

— Estás en buena forma, Bill — dijo Agatha —, ¿novia nueva?

El estado de la vida amorosa de Bill podía adivinarse rápidamente porque engordaba en cuanto se quedaba soltero.

— Pues sí. Se llama Sharon. Es una mecanógrafa de la comisaría. Muy guapa.

—¿Se la has presentado ya a tus padres?

— Todavía no.

«Pues aprovecha, que luego se acabará pronto», pensó Agatha con cinismo. Bill adoraba a sus padres y era incapaz de entender por qué sus relaciones terminaban en cuanto conocían a sus novias.

— Estaba a punto de comer — dijo Bill.

— Te llevaré a algún sitio. Corre de mi cuenta — se apresuró a decir Agatha.

Bill cocinaba tan espantosamente como su madre.

— Muy bien. Hay un pub bastante bueno al final de la calle.

El Jolly Red Cow era un lugar deprimente dominado por una mesa de billar donde mataba las horas un enjambre de jóvenes sin empleo y rostros lívidos de Mircester.

Agatha pidió una ensalada César. La lechuga estaba reblandecida, y el pollo, correoso. Bill se zampó con avidez un plato combinado de huevo, salchichas y patatas con pinta grasienta.

—¿Y qué me cuentas, Bill? ¿Algo emocionante?

— No ha pasado gran cosa. Todo ha estado bastante tranquilo, gracias a Dios. ¿Y qué me dices de ti? ¿Ves mucho a James?

A Agatha se le crispó la expresión.

— No, apenas lo he visto. Se ha acabado. Y prefiero no hablar de ello.

—¿Y qué es todo ese alboroto sobre esa nueva compañía de agua mineral? — dijo al momento, como si él también quisiera cambiar de tema.

— Oh, eso. Lo comentaron en la Asociación de Damas la semana pasada. La verdad, no me interesa mucho. Quiero decir que no veo a qué viene tanto follón. Van a pasar todos los días al amanecer a llevarse el agua y el resto de la jornada todo seguirá como siempre.

— No sé, tengo un mal presentimiento — dijo Bill mojando patatas fritas en kétchup —. Todo lo que tiene que ver con el medio ambiente acaba dando lugar, tarde o temprano, a algún grupo de protesta. Y si eso sucede, habrá violencia.

— Yo no diría tanto. — Agatha pinchó con desgana un trozo de pollo —. Ancombe es un pueblo bastante muerto.

— Te sorprenderías. Incluso en los lugares más aburridos hay percances. Existen grupos ecologistas a los que no les importa el medio ambiente lo más mínimo. Lo único que buscan es una excusa para armar jaleo. A veces creo que son la mayoría. La gente que de verdad se preocupa por los asuntos medioambientales suele formar grupos pequeños y comprometidos que emprenden protestas pacíficas. A menudo acaban rodeados de esos militantes extremistas y en algunas ocasiones hasta pueden salir mal parados.

— No es un tema que me interese mucho — dijo Agatha —. En realidad, para serte sincera, pocas cosas me interesan últimamente.

Él la miró comprensivo y con preocupación.

— Lo que quieres es que me saque un crimen de la manga y lanzarte a investigarlo. Pues bueno, no voy a hacerlo. No puedes estar esperando a que haya un asesinato para que te sirva de pasatiempo.

— Es un poco grosero llamarlo pasatiempo. ¿Qué es esta porquería? — Apartó su plato con gesto de enfado.

— A mí me parece que la comida está muy buena — dijo Bill a la defensiva —. Estás quisquillosa porque estás pasando un mal momento.

— En cualquier caso, estoy a dieta. El miserable de Roy Silver me llamó pidiéndome que me encargara de llevar las relaciones públicas de esa compañía de agua mineral.

— Pues seguro que te distraerá. Tienen sus oficinas aquí mismo, en Mircester.

— Estoy retirada.

— Y triste. No eres feliz. ¿Por qué no lo reconoces?

Pero Agatha no quería contarle la verdadera razón de su negativa. Pasar días en la oficina significaba pasar días lejos de James Lacey. Ella aún esperaba que sucediera un milagro: que cambiara de actitud y se mostrara más amable con ella.

Cuando se despidieron, Bill volvió pensativo a casa. Llevado por un impulso, telefoneó a James.

—¿Cómo van las cosas? Hace siglos que no te veo.

— Has estado de viaje. Acabo de comer con Agatha y me he dado cuenta de que hacía mucho que no hablaba contigo.

— Ah.

Y el «ah» de James sonó tan gélido que podrían haberse formado carámbanos a lo largo del cable, pensó Bill. Así que habló de naderías, en lugar de pedirle que le diera una oportunidad a Agatha y la invitara a cenar por ahí.

Una semana más tarde, Agatha estaba terminando su desayuno habitual de cuatro cigarrillos y tres tazas de café cuando sonó el teléfono.

— Que sea James, por favor — le susurró a ese Dios antropomórfico de largas barbas y pelo enmarañado al que hacía promesas en momentos de angustia —. Si es James no volveré a fumar.

Pero el Dios al que imploraba Agatha era más mitológico que religioso, así que no le sorprendió mucho descubrir que al otro lado de la línea se encontraba Roy Silver.

— No cuelgues — saltó Roy —. Sé que todavía estás resentida conmigo porque encontré a tu marido.

— Y me arruinaste la vida — dijo Agatha con amargura.

— Bueno, ahora ya está muerto, ¿no? Y si James no quiere casarse contigo, no me puedes echar la culpa.

Agatha colgó.

Llamaron al timbre. Tal vez Él había atendido sus plegarias. Apagó el cigarrillo.

— El último — dijo en voz alta hacia el techo.

Abrió la puerta.

Allí estaba la señora Darry.

— Me preguntaba si podría hacerme un favor, señora Raisin.

— Pase — dijo Agatha con tono desolado.

La condujo a la cocina, se sentaron a la mesa y ella encendió de mal humor un cigarrillo.

La señora Darry se acomodó.

— Le pediría que no fumara.

— Pues pide demasiado — dijo Agatha —. Ésta es mi casa, y éste, mi cigarrillo. Dígame qué quiere.

—¿No sabe que se está matando?

Agatha miró su cigarrillo y luego a la señora Darry.

— En ese caso, no la estoy matando a usted. Suéltelo ya: ¿qué quiere?

— Agua.

— Sale del grifo. ¿Le han cortado el agua o qué?

— No, no me ha entendido. Mi madre viene a mi casa.

Agatha la miró perpleja. Le había echado sesenta y muchos a la señora Darry.

— Mi madre tiene noventa y dos años. Es muy maniática con el té. No tengo coche y me preguntaba si usted podría traerme una garrafa de agua del manantial de Ancombe.

— No tenía intención de ir a Ancombe — dijo Agatha mientras pensaba en lo mal que le caía esta recién llegada al pueblo.

Era una mujer muy desagradable. Le sorprendía mucho que la gente pudiera ser tan fea. Lo que en su caso no era tanto por su aspecto como por el aire de superioridad, insatisfacción y mal humor que transmitía siempre.

Llevaba un chaleco acolchado, abotonado y ceñido encima de una blusa de cuello alto. Con esa nariz puntiaguda, la boca fruncida, el pelo rubio oscuro y sus vigilantes ojos verde claro, a Agatha siempre le recordaba un despiadado animal salvaje al acecho, en busca de una presa. Y hoy se lo recordó más que nunca.

—¿No puede pedírselo a nadie más?

Agatha pensó en ofrecerle un café, pero al momento cambió de opinión.

— Todo el mundo está muy ocupado — se lamentó la señora Darry —. Y, la verdad, usted no parece tener mucho que hacer.

— Pues, para serle sincera, sí lo tengo — replicó Agatha, dolida por el comentario —. Voy a encargarme de las relaciones públicas de la nueva compañía de agua mineral.

La señora Darry recogió el bolso y los guantes y se levantó.

— No me lo esperaba de usted, señora Raisin. Usted vive en este pueblo. Me resulta increíble que esté dispuesta a colaborar y ser cómplice de una empresa que pretende destruir nuestro ecosistema.

— Salga de mi casa.

En cuanto se quedó sola, Agatha se encendió otro cigarrillo. Le estuvo dando vueltas a la idea de representar a la compañía de agua durante todo el día. Por descontado, era posible que la oferta ya no siguiera en pie. Pero si la contrataban para el lanzamiento tendría que trabajar mucho, y si trabaja mucho no sentiría el impulso de hacer más llamadas estúpidas a James y sufrir su doloroso rechazo.

Una triste velada ante el televisor hizo poco para mejorar su ánimo. Además se comió una tableta entera de chocolate y luego la falda le apretaba de un modo alarmante. Se dijo que debía de ser psicosomático, pero decidió coger una garrafa, acercarse paseando a Ancombe y echarle un vistazo al manantial.

Hacía una hermosa noche. Las estrellitas de los cerezos de racimo brillaban en los setos. Las flores de manzano resplandecían en los huertos a ambos lados de la carretera. Andaba con paso cansino: se sentía pesada, insignificante ante la belleza de la noche.

El trayecto era de varios kilómetros. Cuando por fin divisó Ancombe, estaba agotada. Se arrepentía de no haber cogido el coche.

El manantial se encontraba en el extremo más alejado del pueblo, en una zona sin alumbrado donde ya no había casas y empezaba de nuevo el campo.

El repiqueteo del agua le hizo saber que se acercaba.

Nada más llegar se inclinó sobre el manantial, pero, ahogando un grito, saltó hacia atrás asustada y tiró la botella. A sus pies, bajo la tenue luz de la luna y las estrellas, había un hombre muerto con los ojos abiertos.

«Y bien muerto», pensó Agatha al buscarle el pulso inexistente.

Corrió hasta la casa más próxima y despertó a sus ocupantes. Llamaron a la policía. No quiso tomarse el brandi ni la taza de té que le ofrecieron; estaba resuelta a volver al manantial para esperar a la policía. La noticia se propagó rápidamente por el pueblo y, cuando llegó la patrulla, se había formado un silencioso círculo de gente alrededor del cadáver. El cráneo del que manaba el agua los observaba maliciosamente por encima del cuerpo sin vida.

Por los murmullos de la gente, Agatha se enteró de que el muerto era el señor Robert Struthers, presidente del consejo parroquial de Ancombe. El hilo de sangre que le salía de la nuca, negro como la noche, se arremolinaba en el pilón de piedra de la base.

Las sirenas desgarraron el silencio nocturno. Por fin había llegado la policía. Bill no estaría; era su día libre. Agatha reconoció al inspector Wilkes. Se sentó en uno de los coches de la policía y una agente le tomó declaración. Estaba bastante aturdida. Finalmente, un coche de policía la llevó a casa.

Ante el peldaño del umbral vaciló un instante; miró melancólicamente el cottage contiguo. Era una magnífica oportunidad para hablar con James, pero la conmoción había cambiado algo en su interior. «Merezco algo mejor», pensó mientras entraba en su casa.

Se estaba preparando una taza de café cuando llamaron al timbre. Esta vez no deseó encontrarse con James en la puerta. Con genuina gratitud y alivio dio la bienvenida a la esposa del vicario, la señora Bloxby.

— Me he enterado de la espantosa noticia — dijo la buena mujer recogiéndose un mechón canoso detrás de la oreja —. He venido para hacerle compañía esta noche. No querrá estar sola.

Agatha la miró con afecto. No era la primera vez que se ofrecía a pasar la noche con ella.

— Creo que estaré bien, pero le agradezco que se quede un rato — dijo.

La señora Bloxby la siguió hasta la cocina y se sentaron.

— La señora Darry me ha telefoneado para darme la noticia. Si se asoma, verá luces encendidas por todo el pueblo. La gente se pasará la noche en vela hablando del tema.

— Cuénteme lo que sepa de ese asunto del agua — dijo Agatha mientras le daba una taza de café —. Supongo que les pidieron que tomaran una decisión al respecto.

— Sí, claro, y los debates fueron muy acalorados.

—¿Quién es el propietario del agua?

— Bueno, procede del jardín de la señora Toynbee, pero como la fuente está en el exterior, en la carretera, esa parte pertenece a la parroquia civil, nuestra unidad de gobierno local. El consejo parroquial de Ancombe lo componen siete miembros y todos ocupan el puesto desde hace años.

—¿Y qué pasa con las elecciones al consejo?

— Bueno, se convocan de vez en cuando, pero nadie quiere ocupar esos puestos, así que nadie se presenta contra los que ya están. El difunto señor Struthers era el presidente, el señor Andy Stiggs es el vicepresidente, y los demás son la señorita Mary Owen, la señora Jane Cutler, el señor Bill Allen, el señor Fred Shaw y la señorita Angela Buckley. El señor Struthers era un banquero jubilado. El señor Stiggs es un tendero retirado. La señorita Mary Owen tiene medios que le permiten vivir a su aire. La señora Jane Cutler, también acaudalada, es viuda. El señor Bill Allen es el dueño del vivero; el señor Fred Shaw es el electricista del pueblo y la señorita Angela Buckley es hija de un granjero.

—¿Quién estaba a favor de vender el agua y quién en contra?

— Hasta donde puedo recordar, la señora Cutler, Fred Shaw y Angela Buckley estaban a favor, y Mary Owen, Bill Allen y Andy Stiggs, en contra. El presidente tenía el voto de calidad y, por lo que sé, todavía no se había decidido.

— Podría ser que alguno de los que estaba a favor o en contra de la comercialización hubiera averiguado qué iba a votar y no le gustara... — dijo Agatha; los ojos, redondos y diminutos, le brillaban bajo el tupido flequillo castaño.

— Me cuesta imaginarlo. Todos son bastante mayores, salvo la señorita Buckley, que tiene cuarenta y tantos, y han llevado una vida ejemplar.

— Pero esto parece haberlos espabilado a todos.

— Es cierto — admitió la señora Bloxby con reticencias —. Los debates han sido encarnizados, incluso ofensivos. Y, claro, los vecinos también están divididos en dos bandos. Mary Owen afirma que no se ha consultado a los habitantes y ha convocado una reunión en el salón del ayuntamiento. Estaba prevista para la semana que viene pero seguro que, después del asesinato, se pospondrá.

— Si es que al final se trata de un asesinato — dijo Agatha lentamente —. Era un hombre mayor y estaba tumbado boca arriba. Pudo sufrir un ataque, caer de espaldas y golpearse la cabeza contra el pilón.

— Ojalá haya sido eso. Si no, se presentarán la prensa y los equipos de televisión y, con lo bonito que está todo ahora, tendremos que aguantar más turistas de los habituales.

— Yo también soy una turista — dijo Agatha resentida —. En realidad no soy de aquí. Me saca de quicio que la gente del pueblo no pare de quejarse de esos terribles turistas cuando ellos mismos acaban de llegar de unas vacaciones en el extranjero donde eran ellos los turistas.

— Eso no es del todo así — dijo la esposa del vicario con tono afable —. A la gente de Carsely no le gusta salir del pueblo.

— Tanto da. Van a Evesham y a Moreton a hacer las compras, así que están ocupando un trozo de espacio ajeno. El mundo es un planeta lleno de turistas.

— O de personas desplazadas. Piense en Bosnia.

— A la porra Bosnia — dijo Agatha con esa malicia que le sale a uno cuando le hacen sentir culpable —. Lo siento, debo de estar un poco alterada — musitó.

— No me cabe duda. Debe de haber sido una experiencia traumática.

«Y así ha sido», pensó Agatha. Algunas mujeres, como ella misma, están cortadas con el mismo patrón machista que los hombres. Por eso lo primero que le había venido a la cabeza fue decir: «Va, no ha sido nada. Estoy acostumbrada a los cadáveres, ya lo sabe.» Pero, en realidad, Agatha había tenido miedo de tantas cosas a lo largo de su vida que solía ir por el mundo con una coraza que ella misma se había construido para protegerse. Sólo la calma y la afabilidad de Carsely habían logrado romperla.

— Si esto fuera un asesinato y me propusiera resolverlo — dijo Agatha despacio —, podría aceptar el empleo de relaciones públicas para la Compañía de Agua Mineral de Ancombe.

— La señora Darry ha dicho que ya lo había aceptado.

—¡Será bruja cotilla! Sólo se lo he contado porque se ha presentado aquí para pedirme que le trajera un poco de agua del manantial y me ha soltado, ni más ni menos, que yo no tenía nada mejor que hacer. Me ha hecho sentir como si ya fuera un desecho y me hubieran tirado a la basura.

— Podría resultar peligroso si hace demasiadas preguntas.

— Si se trata de un asesinato, seguramente se resolverá pronto. O se trata de uno de los partidarios de la venta, que no querría que Struthers la impidiese, o de uno de los contrarios, convencido de que iba a destrozar la vida de pueblo y contaminar el medio ambiente.

— No creo que ése sea el caso. Usted no conoce al consejo de la parroquia; yo, sí. Desde luego, esta disputa los ha acalorado a todos, pero son miembros de la comunidad, gente sensata, normal y corriente. ¿Lo investigarán usted y James? Se les ha dado muy bien en el pasado.

— Ha sido muy mal educado conmigo. Me ha despreciado — dijo Agatha —. No, no

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