La maldición

Mado Martínez

Fragmento

cap

Hay dos cosas sin las que no podría vivir. Mi Cadillac Eldorado Brougham del 57 y Lucille Beckett, la chica que todas las noches sube a mi sueño de carrocería negro y brillante cuando aparco frente al 14 de Lincoln Street, como ahora. La señora Beckett me saluda con la mano desde el umbral de la puerta mientras su hija se acerca al coche. Una tropa de grillos mormones canta desde algún rincón del jardín de la casa familiar de los Beckett, y la luz de la luna se refleja en los hierros del columpio solitario en el que Lucille balanceaba sus sueños infantiles cuando era una niña.

—Saluda a tu madre, Johnny, y recuérdale que el próximo domingo los esperamos a ella y a tu padre en la fiesta de aniversario de los Stephen.

La señora Beckett sonríe. ¿Es una sonrisa sincera o forzada? Me da igual, la verdad, porque Lucille ya está entrando en mi coche y su sonrisa acaba de eclipsar todas las intenciones de sonrisa del mundo.

Está preciosa y parece que el sol salga a pasear en sus cabellos en mitad de la noche como si ella fuera la encarnación de un verano radiante y poderoso. Su piel bronceada todavía huele a rayo solar. Su rostro, su cuerpo entero, se vuelven tostados y sensuales, y sus cabellos rubios destacan todavía más al contraste de sus ojos verdes. Lleva una camiseta de tirantes que descubre unos hombros perfectos y un pecho sugerente. Dios bendiga a California y al eterno tiempo estival que hace que las chicas no sepan lo que son las mangas largas y los cuellos altos.

—¿Esa camiseta es nueva?

—Sí —responde emocionada. A Lucille le gusta que yo descubra este tipo de cosas, como un corte de pelo, una blusa nueva…—. ¿Te gusta?

—Me encanta. Te sienta muy bien el verde. Hace juego con tus ojos.

—¿De verdad? —pregunta.

Da igual que sea verdad o mentira porque ella se lo cree y lo cierto es que Lucille tiene una enorme facilidad para asumir toda clase de piropos, vengan de quien vengan. Lo que le causa indigestión son las críticas. Es como una niña que estalla en carcajadas de entusiasmo si alguien le dice «guapa» y rompe a llorar amargamente si alguien le dice «fea». Pero yo sé cómo tratarla, sé lo que debo decir y sé lo que debo callar, y si hay algo que no me parece bien me guardo mi opinión. Y por supuesto que hay cosas con las que no comulgo, como mojar los cereales en el café o bailar con todos los muchachos del Brick mientras yo me pudro de celos alrededor de la mesa de billar intentando colar unas bolas y ganar unos dólares. Bueno, lo que me importa es ganar la apuesta, los dólares me dan igual.

Los grillos todavía siguen canturreando un enjambre de susurros hipnotizantes que viajan hasta el cielo y se graban allí arriba formando una constelación en mitad del pentagrama celestial. Miro esos tirantes verdes, esa melena rubia con mechas que cae con gesto salvaje sobre sus hombros y su espalda. Quiero besarla, es cierto, pero no delante de la mirada persecutoria de la señora Beckett, que sigue la trayectoria de mi Cadillac hasta que giro por la esquina de Longman Avenue. Sé que no soy de su agrado a pesar de que ella y su marido son dos buenos amigos de mis padres, aunque en Apple Valley resulta difícil no ser amigo de todo el mundo porque este pueblo es tan pequeño que hay más manzanas que personas.

Manzanas, las joyas del árbol prohibido del Edén. Ursula M. Poates tuvo la culpa de todas las manzanas de Apple Valley. En el año 1900 plantó tres manzanos en su jardín, dispuesta a demostrar a los propietarios de las tierras que aquella fruta sería capaz de crecer en el desierto. Un par de años más tarde el lugar ya era conocido en toda el área por sus manzanas. Los dueños de las huertas vendían zumo de manzana con carteles anunciando: «Zumo de manzana de Apple Valley». Antes de eso, el pueblo se llamaba Victorville por la parada de tren al otro lado del Mojave. Corría el año 1895. Me hubiera gustado conocer el pueblo por aquellos entonces y jugarme unos cuantos dólares al póquer en los salones de juego. ¿Cómo habría sido mi vida si hubiera nacido unas cuantas décadas atrás? Habría echado el lazo a las reses en un rancho, o tal vez me habría doblado la espalda buscando oro donde ya no lo había, o incluso podría haber sido el primero en tener la fabulosa idea de plantar los malditos tres manzanos.

Pero la idea la tuvo Ursula M. Poates y también fue ella quien se empeñó en que el pueblo se llamase Apple Valley para llamar la atención sobre las manzanas, aunque para ello recurrió a la engañifa de asociar el nombre al de John. F. Appleton, un héroe de la guerra civil, pero está claro que el coronel jamás podría llegar a competir con la calidad de las manzanas. Y así fue, hasta el sol de hoy. Nadie ha oído hablar nunca del coronel Appleton, pero todo el mundo conoce la historia de las manzanas de Ursula M. Poates. Al final las mujeres siempre se salen con la suya y en 1949 el nombre de Apple Valley fue oficialmente reconocido cuando se instaló la oficina de correos. Eran otros tiempos. Ursula no podía imaginar que todavía pasarían muchas cosas en el mundo, una guerra mundial, tres plagas…

—Me hubiera gustado conocer a Ursula M. Poates —me dijo Lucille una vez.

A mí no. Pero me asombra la forma en que las mujeres se amparan en el linaje de su sexo y se sienten orgullosas de las hazañas de otras mujeres. Toda mujer pasada es para Lucille una antepasada, como si el hecho de pertenecer al mismo sexo fuera más sólido que cualquier lazo de sangre. Yo jamás podría sentirme orgulloso del coronel Appleton, por ejemplo, ni del terrateniente Max Ihmsen, por muchos acres de manzanos que lograse plantar en el pasado ni muchas ediciones del Los Angeles Newspaper que lograse tirar.

Por fin dejo atrás Lincoln Street y con ella a la señora Beckett. El ruido del motor apaga el murmullo de los grillos y siento pena por estar intoxicando el concierto nocturno de la naturaleza con el estruendo explosivo que ruge en las tripas de mi Cadillac. Intento besar a mi novia pero ella no me deja y yo ya debería haber aprendido que jamás me permite hacerlo.

—Aquí no. Pueden vernos —dice escabulléndose hacia abajo y mirando alrededor como una fugitiva en apuros.

Es cierto, las paredes tienen ojos, las ventanas tienen ojos, todo tiene ojos en este pueblo. A mí me da igual que me vean, pero Lucille siempre acaba haciéndome sentir empatía con el peso de la reputación de una chica y se toma el asunto tan en serio que a veces creo que incluso he llegado a sentir el peso de la reputación de una chica sobre mí. ¿Quiere eso decir que sé cómo se siente una chica? ¡Cielos, Dios me libre! Bastante tengo ya con el peso de la reputación de un chico como para soportar también la de una chica, así que de una forma u otra siempre acabo robándole un beso furtivo antes de llegar al Brick.

—Dame un pitillo —me pide.

—Nena, ya sabes que no me gusta que fumes en el coche —le digo.

—Pareces mi madre, Johnny.

—Yo solo digo que no me gusta que fumes en el coche, Lucille. A tu madre no le gusta que fumes, sin más.

No hay quien entienda a las mujeres. ¿Por qué se empeñan en volver locos a los hombres? Lucille teme por su reputación si nos ven besándonos en el coche, pero cuando se trata de fumar la manda a tomar viento fresco.

—Vamos, dame uno de esos Marlboro, cowboy.

—¿No puedes esperar a llegar a

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