Si un árbol cae en el bosque

Marina Tena Tena

Fragmento

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Prólogo

 

 

 

Camino sabe que debería romper a llorar.

También sabe que la humedad empieza a condensarse y que pronto caerá la lluvia. Debería ponerse a cubierto. Debería llorar. Debería fingir tristeza o, mejor dicho, debería sentirla. Pero no puede volver a casa en ese momento, no es capaz de condensar las lágrimas ni de detener la lluvia. No es capaz de sentir tristeza, ni de fingirla.

No siente nada.

A su lado, Isabel se derrumba. A su lado, pero parece estar a kilómetros de distancia. Llora, se aferra a su muñeca, pero Camino no lo nota. Es como si su brazo perteneciera a otra persona. Es como si ella estuviera vacía. Isabel se lleva la mano libre a los labios, como si quisiera dejar de repetir:

—No puede ser. No puede ser, no puede ser, no puede, no, no puede ser…

Camino sabe que Isabel le importa. Sabe que la quiere. Sabe que debería consolarla. Lo sabe, pero no lo siente. Inspira despacio y alza la vista hacia las nubes de tormenta.

Fernando se acerca, trastabillando. Está pálido, como si hubiera visto un fantasma. No ha visto ninguno, claro, solo a un muerto. A un amigo muerto. Les dedica un abrazo torpe que no logra recoger a Isabel ni alcanzar a Camino. Luego se aparta, da un par de pasos hacia atrás y se da la vuelta. Vomita. Camino no es capaz de sentir pena ni asco. Quiere cerrar los ojos y concentrarse solo en lo que sí puede sentir. Lo que aún la hace sentirse humana o, por lo menos, viva. El roce de la brisa fría y húmeda en las mejillas. El olor a tierra, a pino y a la lluvia que aún no ha caído. El crujido de la arena bajo la goma de sus zapatillas cuando cambia, casi imperceptiblemente, el peso del cuerpo de un pie al otro. El trinar lejano de un pájaro, quizá un milano negro, que avisa de que ha encontrado una presa o una tórtola que ha perdido a su pareja.

Prefiere concentrarse en el canto de las aves que en las voces de los hombres que la acompañan. Los hombres de uniforme verde. Los vecinos que conoce tanto como los montes que rodean Zarzaleda. Los que la han visto crecer y los que han crecido con ella. Hasta ahora, su pueblo ha sido un estanque pero, de pronto, todas las aguas están revueltas. Hay gritos, órdenes y lágrimas. Y todo eso se ha convertido en un idioma que ya no entiende.

Su alrededor se sacude y tiembla. Se remueve y se agita. Se derrumba, pero ella sigue inmóvil. Verónica chilla. La oye a pesar de los metros que las separan. Escucha los forcejeos de quien tiene que sujetarla. Es un grito horrible, un sonido húmedo y agudo. Se vuelve insoportable y luego se quiebra.

Camino no aparta la mirada de las nubes. No abraza a Isabel. No ayuda a Fernando. Se queda en silencio y quieta. Recorre la forma de las nubes con la mirada vacía y seca.

—Manuel —solloza alguien cerca de ella.

Es la única palabra que entiende. Manuel es el que falta en el grupo. El chico perfecto. El joven perdido. Al menos ya no está perdido. Solo muerto.

Uno de los guardias civiles se acerca a Fernando con palabras amables que suenan como si sujetara piedras con la lengua. Otro se aproxima a ellas. Camino no recuerda su nombre, aunque está segura de que se lo han dicho. No es mucho mayor que ella. La preocupación le tensa las cejas cuando se fija en Isabel, pero sus ojos se endurecen al centrarse en ella. Dice algo, y Camino asiente, aunque no es capaz de entenderlo.

Sabe que debería llorar, que Manuel está muerto, que Isabel se derrumba y que nada en su vida volverá a ser como antes. Lo sabe, pero no lo siente. No quiere entenderlo o no es capaz de hacerlo. No se separa de Isabel, pero es ella quien la sujeta. Una gota se desliza por su mejilla, pero es agua dulce. Agua amarga. Agua fresca.

La primera gota de la tormenta que se acerca.

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Choque

 

 

 

Fecha: 15 de septiembre de 1986

Nombre del testigo: Fernando López Barbero

Fecha de nacimiento: 23/11/1964

Ocupación: Electricista

Relación con la víctima: Amigo

Hechos: Ha participado en las tareas de búsqueda y ha encontrado el cuerpo.

Comportamiento durante la entrevista: Se muestra agitado, aunque colaborador. No cae en contradicciones. Su testimonio no es lineal ni parece practicado, pero es coherente.

Declaración del testigo: «[…] No, no se me ocurre nadie que quisiera hacerle daño. Era un tío genial. Siempre era el alma de la fiesta, bromeaba, era generoso… No creo que tuviera ningún trapicheo raro, no se me ocurre nada. Tuvo que ser un accidente. ¿Quién querría hacerle daño?».

Coartada: El día de la muerte de Manuel, estimada en la noche entre el 12 y el 13 de septiembre, Fernando López Barbero durmió en casa de unos primos que confirman su presencia. Los testimonios coinciden. Según estos, bebieron un rato en casa, Fernando se quedó dormido en el salón en torno a las 3.30 y no se fue hasta las 10.30 del sábado 13, después de desayunar con ellos.

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No hay un protocolo para ese tipo de situaciones. Para Camino, las convenciones sociales son ataduras. A veces el nudo está más suelto, en ocasiones se cierra con fuerza. Cuerdas invisibles que se tensan con cada interacción, más evidentes en la cercanía del pueblo que en una gran ciudad, donde el anonimato difumina en gris los colores más brillantes.

Entiende cuándo es correcto saludar y en qué circunstancias hay que dar las gracias. Le parecen injustos, o artificiales, esos instantes en los que tiene que hacerlo, aunque en un primer momento no quisiera ayuda. O cuando esa ayuda ha sido insuficiente. Pero esas normas, aunque la aten, también le permiten saber cómo tiene que comportarse en situaciones tensas.

Pero no conoce la forma correcta de comportarse cuando se encuentra el cadáver de un amigo.

Les han pedido que no se muevan. Camino se pregunta si tendrán que seguir allí aunque la lluvia, que de momento se mantiene en unas gotas plomizas, aumente y empiece a calarles. La Guardia Civil, al contrario que ella, tiene claros sus movimientos. Los sigue con una curiosidad apática, como si mirase una hilera de hormigas que cruza el camino a un ritmo tan medido que parece ensayado.

Un grupo se centra en Manuel. En lo que queda de él. Es peligroso descender al lugar donde su cuerpo está encajonado. Pueden caerse. Un resbalón y una mala caída pueden hacer que el rescate de un cuerpo se convierta en el de dos. ¿Es eso lo que le ha pasado? Camino no ha tenido mucho tiempo para mirarlo. E incluso entonces, estaba lejos, entre piedras tan afiladas como los colmillos de una bestia y zarzas. Había sangre tan seca que podría haber sido barro. La piel no parecía humana. Tenía el torso hinchado y la cara irreconocible, con una máscara de moscas y pequeños insectos que recorrían sus mejillas y habían convertido sus orificios en madrigueras de carne seca.

Si no hubiera estado buscando a Manuel, Camino habría pensado que era un muñeco, una escultura de cuero con la que habían querido burlarse de él.

Se acerca al terraplén como sonámbula, sin poder quitárselo de la cabeza. Tiene el impulso de mirar de nuevo porque no puede ser verdad, no es capaz de creérselo. A lo mejor, si se fija, se dará cuenta de que no es más que un fardo de ropa al que han confundido con el chico.

—Es mejor que te mantengas a distancia —dice Pedro.

Camino se detiene. Pedro es el guardia civil más antiguo de Zarzaleda. Una cara conocida entre los que vienen y van, porque ninguno quiere quedarse mucho tiempo en este pueblo. Es un hombre de pelo cano, hombros anchos y complexión poco atlética. Le queda poco para jubilarse, y a veces ha escuchado que se burlaban de él diciendo que no estaba para perseguir a nadie.

Siempre ha sentido cierta simpatía por Camino, y no hay mucha gente en Zarzaleda de la que pueda decir lo mismo. No la miraba, como hacían otros, como si sintiera lástima por ella o como si fuera un animal mal domesticado que en cualquier momento podía revolverse y atacar. Por eso Camino obedece sin reticencias. Ha oído decir que la música amansa a las fieras, pero ella ha visto las suficientes alimañas como para apostar por la calma y los movimientos suaves.

—¿Cómo vais a sacarlo de ahí? —Su voz suena extraña. Anciana, tal vez vacía.

Las zarzas son complicadas. Camino sabe que a veces incluso se usan como muro para delimitar las fincas. No solo por las espinas, que parecen uñas de gato. Se pueden convertir en el nido de muchos insectos. Las abejas pueden usar el interior hueco para criar. Su abuelo le enseñó a buscar miel y también a tener cuidado al hacerlo.

Si Pedro está tan preocupado como ella, no lo demuestra.

—De eso se encarga el equipo de rescate.

Rescate. A Camino casi se le escapa un bufido o una carcajada. Se rescata a los vivos, y es evidente que Manuel está muerto. Así que no pueden hacer más que quedarse ahí, quietos, cerca del cuerpo de su amigo. Sin hacer nada por sacarlo de entre las rocas.

La pareja de guardias civiles termina de hablar con Fernando y llama a Álvaro. Camino los mira de reojo, tratando de pasar desapercibida. Nunca ha querido encajar con el resto con más urgencia que en este momento, pues está convencida de que ella será la siguiente. Quieren respuestas, y siente la lengua torpe, los pensamientos vagos, un vacío en el pecho y un peso extraño en el estómago.

Un goterón le cae en el dorso de la mano. Le cuesta tragar y piensa en qué pasará cuando la inminente lluvia empiece a caer. Es cuestión de tiempo, y allí todos conocen el ímpetu de las tormentas de verano. Tendrán que irse o, al menos, ponerse a cubierto. Cree que hay coches cerca, y siente un retorcijón al preguntarse si la invitarán a subir a un vehículo oficial. Sabe de sobra cómo funcionan los cepos y la forma tan implacable que tienen de cerrarse sobre la presa una vez que está dentro.

¿Y qué harán con Manuel? ¿Lo dejarán, solo y muerto, bajo la lluvia? El estómago se le agita, y sabe que ni siquiera importa, no demasiado. Manuel ya está muerto, y los muertos, cree, no sienten nada. Ella preferiría que la lluvia le bañase el rostro a que centenares de insectos se pasearan sobre su piel.

El olor a lluvia se vuelve tan intenso que podría cerrar los ojos, aspirar con fuerza y olvidarse de todo lo que la rodea. Al menos, un par de segundos. O podría hacerlo si, a su lado, Verónica no llorase con tanta fuerza. Lo hace de una forma irregular y aguda, con el rostro retorcido en una mueca que a Camino le parece obscena. Ese dolor, tan sangrante y crudo, hace que el vacío que ella siente sea más evidente. Llora tan alto que los ojos de Álvaro se vuelven una y otra vez hacia ella, mientras intenta responder a las preguntas de los guardias civiles.

Fernando regresa con pasos torpes, como lo haría un cachorro perdido al que alguien le ha dado una patada en las costillas. Isabel suelta por primera vez a Camino y se vuelve hacia él para abrazarlo. El chico se derrumba en sus brazos; si fuera un poco más alto o corpulento, la tiraría. Porque Isabel es menuda, con la piel pálida, de aspecto frágil y una expresión tan dulce que Camino siempre ha pensado que no pertenece a su mundo, que no les pertenece.

Arruga un instante la nariz al notar los restos de vómito en la comisura de los labios del chico, pero Isabel no lo nota, o no le importa. Tiene la piel de un color ceniciento y los ojos, azules, cerrados con fuerza. Ha sido el primero en ver a Manuel, y Camino sabe que esa imagen le perseguirá toda la vida.

«Al menos estamos juntos», piensa. El grupo de siempre. Los que jugaban desde niños, los que crecieron al mismo tiempo y, durante unos años, los que se conocían tanto que no cabía entre ellos ningún secreto. No hasta que la adolescencia les hizo dar un último estirón, les cambió los cuerpos y creó huecos entre ellos. Dejaron de encajar, o se dieron cuenta de que nunca lo habían hecho, no tan bien como creían. Aun así, seguían unidos, a pesar de que Camino hacía mucho tiempo que sentía que el destino tiraba de ellos en direcciones opuestas.

Verónica y Álvaro seguirían juntos. Su amistad se había transformado en otro tipo de amor, uno que les hacía depender el uno del otro, salpicado de deseo y con unos planes de futuro que a Camino le daban vértigo. La presencia de Fernando era inconstante. El chico pasaba un tiempo con ellos y otro con amigos nuevos en pueblos que ofrecían algo más que Zarzaleda. Volvía con ellos cuando Manuel regresaba, que era el que tenía el futuro más sólido y brillante.

Era retorcido, una broma amarga, que fuera justo él el que hubiera muerto. Llevaba tres años estudiando una carrera, pasaba cada vez más tiempo en la capital. Siempre había vestido ropa cara y tenido más lujos que el resto. Pero esas diferencias nunca habían llegado a separarles. Solo en los últimos años empezaban a sentir que marcaba una diferencia mayor de la que eran capaces de saltar, como si viviera en otro país, en otra realidad. Manuel parecía elevarse, cada vez más alto, cada vez más lejos de ellos.

Si el grupo se mantenía unido, era en gran parte por Isabel. Camino lo sabía. Isabel tenía palabras amables, gestos cariñosos, y hacía que un niño rico como Manuel y una chica asalvajada como ella tuvieran algo en común. Pero ni siquiera la presencia de Isabel era suficiente. No cuando habían crecido en direcciones tan opuestas que lo que una vez había sido amistad se convertía en algo tirante y viejo. Una goma que se estiraba demasiado y que podía romperse en cualquier momento.

También los acompaña Sagrario. Una presencia silenciosa, como siempre. Es tan discreta que resulta fácil pasarla por alto. Camino se vuelve con la esperanza de que ambas estén igual de serenas. Si hay otra persona en el grupo capaz de mantener la sangre fría en un momento como ese, es Sagra. Pero ella también llora, aunque de forma discreta. Se abraza con los ojos enrojecidos y la mirada perdida. Aprieta los labios de manera que forman una línea fina. El pelo largo y oscuro se sacude y juega a ocultarle la cara.

Camino nota otro goterón en la cabeza. Los guardias civiles se vuelven hacia ella. Su estómago se ha convertido en un nido de víboras, y ese olor, ese horrible hedor agrio de la carne descompuesta, sigue tan fuerte como si lo desprendiera ella misma.

—¿Camino Iglesias?

Es su turno. Ya sabía que sería la siguiente. Álvaro se aleja de la Benemérita y sus preguntas. Sus miradas se cruzan, y el chico parece tan aturdido como si le hubieran golpeado. Ella se acerca a los guardias civiles con pasos que le parecen lentos. La esperan con una expresión tranquila en medio de un mundo que se rasga. Esta vez, dos gotas caen sobre Camino casi al mismo tiempo. Una en la nuca; otra en el antebrazo. Uno de los dos guardias, el más joven, alza la cabeza a un cielo que, de pronto, es incapaz de contener la lluvia.

En pocos instantes, una tupida cortina de agua descarga sobre ellos. La gente se aparta. Hay quien grita órdenes. Los que tratan de recuperar el cuerpo de Manuel se mueven de forma frenética. Camino se queda quieta, y el otro guardia civil, el de los ojos oscuros y la nariz recta, entrecierra los ojos como si quisiera atravesarle el cráneo y leer en su mente todo lo que necesita saber. Como si pudiera escuchar el eco de las últimas palabras que Camino le gritó a Manuel. Pero sacude la cabeza y, sin dejar de mirarla, dice:

—Tenemos que irnos de aquí. ¿Nos das tu dirección y un número de contacto?

Camino la recita con voz grave y monótona, sin un ápice de expresión, porque no es capaz de ponerla. El guardia civil sonríe, como si no fuera extraño. Luego le pide los datos al resto. La única que no puede responder es Verónica. Se atraganta con su propio llanto y es Álvaro quien recita su dirección.

Los guardias asienten con esa sonrisa amable que parece pintada. Tan falsa como si se la hubieran dibujado, o como una careta que esconde su verdadero rostro. Camino está segura de que sus pensamientos no son agradables. ¿Cómo van a serlo cuando hay un chico muerto entre las rocas?

—Hablaremos con vosotros, ¿de acuerdo?

No espera respuesta antes de volverse hacia su compañero. Guarda el cuaderno en un bolsillo interior y se unen a los demás.

Camino sabe que puede moverse, pero no lo hace. ¿Parecerá culpable si se da la vuelta? ¿Se notará lo aliviada que está en cuanto se aleje? La lluvia le cala los hombros y los rizos que nunca sabe peinarse. Se cuela por su nuca, y su cuerpo le grita que se ponga en marcha, pero su cabeza le susurra que tiene que quedarse inmóvil.

Nota una mano en el hombro y se vuelve como si fuera una niña pillada en medio de una travesura. Es Isabel, que tira de ella suavemente, y logra que se mueva.

—Vámonos a casa. Por favor, vámonos a casa —farfulla sin mirarla.

Camino asiente, y las dos se ponen en marcha. Antes de que se alejen mucho, alguien llama a Sagrario; la chica se da la vuelta y se derrumba en los brazos del hombre uniformado. Es Sergio, su hermano mayor, toda la familia con la que cuenta.

Por el rostro rojo, Camino adivina que ha corrido para llegar hasta ella y abrazarla. En ese instante, desea con todas sus fuerzas tener a alguien como él. Un hermano o una hermana que la proteja con ese cariño y esa fuerza. Un abuelo que siga con vida. Una madre que la quiera.

Sabe que Sergio ha estado muy ocupado. Es de los guardias civiles locales, y desde que empezaron a buscar a Manuel ha tenido poco tiempo para verla. Aun así, se las ha arreglado para llegar a tiempo para abrazarla, para recogerla cuando a Sagrario le fallan las fuerzas.

Camino se da cuenta de que los está observando y se siente violenta. Ese momento es de ellos dos, así que aparta la mirada e inicia el camino de vuelta. Fernando se mueve a su lado con pasos mecánicos y, tras ellos, Álvaro ayuda a andar a Verónica. Camino desearía que dejase de llorar.

Están tan cerca que podrían hablar sin tener que alzar la voz. Han hecho tantas veces ese trayecto juntos que tienen memorizado cada requiebro, cada cuesta, cada recodo. Sabe dónde su abuelo solía poner las trampas para conejos y en qué punto desviarse para encontrar los mejores níscalos, entre los pinos, bajo el manto de agujas. El bosque no es un refugio, Camino conoce sus peligros. Le parece más una deidad cruel pero generosa con quienes saben tratarla.

La distancia es larga, aunque ha habido tardes de verano en que se les ha pasado en un suspiro, tan pendientes de su conversación que ni siquiera se daban cuenta de que ya la habían recorrido. Pero hoy, bajo esa lluvia, se les hace más larga que nunca. Las gotas descargan con rabia, luego con enfado y, al final, con tristeza. Están llegando a Zarzaleda cuando el sol rompe el muro de nubes. Isabel se estremece, como si la luz le diera frío. Camino entorna los ojos, como si no quisiera verla.

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Isabel le ha pedido que la acompañe a casa. Camino preferiría estar sola, siente que el cráneo le palpita como si estuviera a punto de estallar. Pero quiere a Isabel hasta lo ridículo, según Verónica. Más que a sí misma, aunque eso no es demasiado difícil. Por eso asiente. Se despiden del resto con un gesto de cabeza. Viven cerca. A Camino le gustaba vivir cerca del campo, cerca del sendero que conduce al bosque, cerca de esa casa que durante años se convirtió en la torre de un castillo en el que ellos reinaban. Se da cuenta de que ese lugar nunca volverá a ser igual. A partir de ese día se convertirá en el sitio donde Manuel murió. «O donde le mataron», dice una vocecita repelente en su cabeza.

Camino frunce el ceño con el estómago revuelto mientras dejan atrás su calle. Isabel vive con su padre y su hermana en uno de los bloques nuevos. Su madre murió hace tanto tiempo que Camino no podría recordar su cara si no fuera por las fotos que tienen en el salón. Se parecía mucho a su amiga, y aún más a su hermana pequeña.

Una madre muerta. Otra que decidió marcharse. Dos familias que fueron reducidas a la mitad y un vacío en el estómago que es distinto, pero que se parece lo suficiente para que ellas dos se comprendan de una forma que nadie más lo hace. Camino a veces se pregunta si se hubieran llevado tan bien si no hubiesen compartido un duelo similar. Cree que no.

El bloque de Isabel tiene siete viviendas. Tres en la planta baja y un pasillo oscuro que lleva a la parte superior. Las escaleras no son tan viejas como parece por el sonido que hacen, y la luz del pasillo tiene tan poca potencia que, de día, no hay diferencia entre encenderla o no.

La puerta de la entrada es pesada y chirría como si fuera un gato enfadado cada vez que se abre.

Muchas veces, de niños, las tardes de invierno se quedaban en su casa. Su padre tardaba en volver, e Isabel tenía que cuidar de su hermana, así que el grupo pasaba la tarde con ella. Cuando murió su madre, la familia de Isabel reunió dinero para ayudarles, y fue de las primeras que tuvieron televisor. Las niñas pasaban muchas horas solas, y su padre pensó que les iría bien para entretenerse. Isabel la invitaba. A veces, solo a Camino; otras veces, al grupo entero. Podían sentarse en la alfombra, delante de la televisión, para ver Los Chiripitifláuticos, Pipi Calzaslargas o Las aventuras de la abeja Maya, aunque ya se supieran el episodio de memoria.

También pasaron muchas tardes jugando sin que nadie les llamara la atención por formar alboroto, salvo su vecina Rosa, pero Camino está convencida de que en el fondo le encantaba que se reunieran allí todos para tener algo de lo que quejarse. Es una mujer que siempre le ha parecido anciana, una metomentodo de cuidado. Isabel bromea diciendo que Rosa no quiere que la puerta se arregle porque ese sonido la ayuda a cotillear. El chirrido es la alarma que la hace saltar del sillón y pegarse a la mirilla para controlar quién entra y quién sale del edificio.

Cuando era más pequeña, Camino sonreía a su puerta cada vez que pasaba por delante. No era una niña muy sociable, así que era un gesto extraño, casi desagradable. Saludaba en tono alto y alegre: «¡Buenos días, doña Rosa!». La mujer no le habla desde entonces, una prueba más que suficiente de que, en efecto, la vigilaba cada vez que pasaba por delante de su puerta. Camino está convencida de que lo sigue haciendo.

La puerta de Isabel es la última del pasillo. No han vuelto pronunciar palabra desde que le ha pedido que la acompañe, y Camino siente que es un silencio tan pesado que ninguna se atreverá a romperlo.

Por suerte, no son ellas las que tienen que hacerlo.

La puerta del piso se abre de golpe. Una figura que podría ser la copia de su amiga les lanza una mirada que parece acusatoria. Es Inés, la hermana pequeña de Isabel. Camino nunca ha comprendido esa relación que, en ocasiones, se parece más al odio que al amor. Las pocas veces que le ha comentado algo a su amiga, ella solo se ha reído y le ha dicho que se nota que es hija única.

—¿Qué ha pasado? —Su pregunta suena como un disparo.

Inés es unos centímetros más alta que Isabel. Apenas se nota, pero estira tanto la espalda que siempre parece mirarla desde las alturas. Lleva unos pantalones de su hermana. En otra ocasión hubiese protestado y empezarían una pelea inútil. Ese día, algo tan tonto como la ropa no importa.

Son tan parecidas como diferentes: el mismo pelo claro, los mismos ojos ámbar, la misma cara con forma de corazón y la piel pálida con facilidad para sonrojarse. Pero Inés tiene los pómulos más afilados, los ojos más rasgados, los huesos más marcados y la nariz más recta. Es como si dos pintores hubieran dibujado su propia versión de una misma chica.

Inés suele ser fría y desapegada con el mundo entero, pero tan posesiva con Isabel que a veces parece que le moleste que otra persona la mire. Cuando era pequeña, podía ponerse a llorar y dar alaridos si Isabel se inclinaba para decirle un secreto a Camino. E Isabel cedía con ella, siempre lo ha hecho. Al principio podía responderle mal o regañarla, pero acababa haciendo lo que su hermana quería. Se aseguraba de que tuviese ropa limpia y se llevara el almuerzo al colegio, y la ayudaba a hacer los deberes incluso cuando no tenía tiempo para terminar los suyos. A Camino no se le escapa la preocupación con la que Inés escudriña el rostro de su hermana. Entorna la mirada al volverse a ella, como si tratase de decidir si es una amenaza. Isabel fuerza una sonrisa.

—Manuel… Manuel está muerto. Lo hemos encontrado.

Se le quiebra la voz, y Camino tiene que sujetarla con fuerza. Inés frunce el ceño. En vez de apartarse para dejarlas pasar, aguanta en el marco de la puerta. La forma en la que sus ojos se clavan en Camino es una advertencia.

—Puedes irte a tu casa.

—¡Inés! —protesta Isabel sin demasiada energía, pero sujeta más fuerte a Camino—. Va a quedarse un rato.

—No hace falta —farfulla Camino.

—Quédate un rato, por favor —le suplica Isabel—. Te dejo algo de ropa. Por favor, Inés, ¿nos preparas un café? ¿Por favor?

Inés no responde. A regañadientes, se hace a un lado para dejarlas pasar. No aparta la vista de ellas. A Camino no le importa demasiado. Se deja llevar por Isabel a su cuarto. Las paredes del pasillo están cargadas de fotos viejas de una familia que Inés e Isabel apenas conocen. No tienen familiares cerca, aunque cada Navidad suelen recibir bufandas o mantas tejidas a mano. El acento extremeño de Isabel es muy suave e Inés lo ha perdido del todo; hace muchos años que llegaron de Madroñera, cuando Camino e Isabel empezaron juntas el colegio.

El cuarto de Isabel es pequeño y blanco. Tiene una colección de novelas románticas en una estantería y un armario donde ordena la ropa con cuidado. Resulta sencillo moverse entre ese orden y no tarda encontrar lo que busca. Elige una camiseta gris y un jersey de color caramelo y se los tiende a Camino, que sacude la cabeza.

—No hace falta.

—Insisto. Estás chorreando.

La voz de Isabel suele ser dulce, pero ahora suena como el viento entre las zarzas. Como si tuviera algo roto dentro de la tráquea. Camino asiente… El jersey está algo dado de sí, pero sigue suave al tacto. Camino pasa el pulgar por la tela y piensa que, en Isabel, todo es más delicado que en ella. Los libros, la ropa, la piel y la sonrisa.

Su amiga coge ropa para sí misma con rapidez, y Camino la entiende. También ella siente urgencia por quitarse lo que lleva puesto, esa segunda piel húmeda y helada con olor a muerte. A lo mejor, si lo hace, logrará sentirse un poco mejor. Un poco más arropada.

Le da la espalda para deshacerse de su ropa, aunque se sorprende mirando de reojo a Isabel mientras ella se cambia. No es la primera vez, pero ese momento no deja de parecerle extraño. Compartir algo inofensivo pero íntimo, la visión de la piel suave y clara de la espalda de Isabel. Su silueta desnuda. Camino mira solo un instante, disimulando, y aparta los ojos antes de que puedan encontrarse con los de ella.

—Gracias —susurra al tiempo que dobla la ropa mojada.

Al contrario que la voz de Isabel, la suya suena como siempre. Impasible. Casi aburrida. Isabel asiente con gesto ausente, pero entonces clava los ojos de color ámbar en su amiga. Los labios le tiemblan antes de hablar. Camino sabe que no le va a gustar lo que tiene que decir y trata de prepararse.

—No has sido tú, ¿verdad, Camino?

No tiene sentido que una pregunta deje un olor metálico, a pólvora. No tiene sentido que duela como un disparo. Nada tiene sentido ese día. Camino aguanta el golpe sin una mueca, sin un paso atrás, sin apartar la mirada. Se merece las sospechas, aunque no esperaba que vinieran de ella. Isabel estaba delante. Sabe lo que le dijo. Escuchó la rabia en su voz. Tuvo que calmarla, así que sabe, mejor que nadie, lo seria que era su amenaza.

Se arrepiente. Se lleva las manos a los labios, como si pudiera coger las sílabas que ha derramado y borrar ese momento.

—No quería decir… yo… No creo… Solo es que a lo mejor sabías algo —balbucea con la voz aguda. Parece que se ahoga y que le cuesta mantenerse a flote—. A lo mejor te dijo…

—No —responde Camino, impasible—. Tengo que irme.

Sin mediar palabra, se da la vuelta. No quiere tener que explicarse. No soportaría descubrir que duda de ella. No dejará que vea que le tiemblan las manos y que el nudo de la garganta se cierra con fuerza, como si quisiera estrangularla.

—Espera, Camino.

No se detiene y confía en que Isabel no llore. O que, si lo hace, aguarde un poco. Porque es el único sonido que puede hacer que se detenga, y necesita volver a casa. Isabel la atrapa con un abrazo. Ella se deja. Es un abrazo corto pero fuerte. Si Camino quisiera, podría levantarla en brazos. Isabel es más alta, pero también más ligera. Se le marcan las costillas y parece que tenga huesos de pájaro, que en cualquier momento pueda alzar el vuelo o que, si el viento sopla demasiado fuerte, sea capaz de llevársela. Camino es mucho más sólida de lo que se esperaría en una chica que está lejos de ser corpulenta. No tiene los brazos grandes, pero sí fuertes. No tiene los hombros anchos, pero es capaz de cargar con mucho peso. Sin duda, puede cargar con ella, aunque no lo hace. La estrecha con cuidado y deja que Isabel se aleje cuando decide hacerlo.

—No te enfades —repite.

—No me enfado. Necesito estar sola.

Porque Camino no sabe hacer cómodos los silencios, no sabe hablar de cosas pequeñas, ese tipo de conversación ligera que llena el aire y suaviza las esquinas. Eso nunca ha sido un problema entre ellas, pero Isabel está nerviosa.

—Puedo acompañarte a casa.

Ella sacude la cabeza, e Isabel la estrecha un momento más antes de dejar que se vaya. No la mira a los ojos, como si de pronto le diera vergüenza hacerlo.

—No sé si es buena idea que te quedes sola. Al menos hoy tu madre vuelve pronto, ¿verdad?

Camino se alegra de que haya roto el contacto para que no note que se le tensan los músculos. Asiente despacio y modula la voz para hablar con un tono más suave cuando contesta:

—Sí. Estará preocupada. Nos vemos mañana.

No le sorprende encontrarse a Inés vigilando el pasillo, como si estuviera haciendo guardia. No evita la acusación de su mirada. El aroma a café araña las paredes, pero no le parece acogedor, sino cargado de reproches. No se despiden. Es gracioso de una manera retorcida que dos personas puedan querer de corazón a una misma chica y llevarse tan mal.

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3

 

 

 

Tiene la suerte de no encontrarse con nadie al cruzar las calles. Zarzaleda está adormecido, tal vez de luto. Si la muerte se parece al sueño, tiene sentido que el duelo sea una especie de letargo. Un estado a orillas de la consciencia de movimientos lentos

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