La luz del norte

Hideo Yokoyama

Fragmento

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En Osaka llovía desde primera hora de la mañana.

Minoru Aose se vistió intentando no hacer ruido, aunque sabía que sus clientes estaban despiertos porque le llegaban rumores del dormitorio. La noche anterior habían cerrado el trato para empezar a construir su nueva casa y lo habían celebrado con una cena copiosa y sake de calidad a discreción. Cuando terminaron ya era tarde para que él regresara a Tokio en tren, así que se había quedado a dormir en un futón en mitad del salón del piso de alquiler donde vivían sus clientes. Por la mañana, sin embargo, no se atrevió ni siquiera a pedirles que lo dejaran usar el baño. Simplemente dirigió unas palabras a la habitación del fondo disculpándose porque no tenía tiempo para desayunar, se encaminó con la cabeza gacha hacia la puerta, abrió el paraguas plegable y salió a la calle.

No era mentira que tenía prisa. Estaba en New Town, en el distrito de Konohana, a diez minutos a pie de la estación de Yodogawa, desde donde tenía que tomar un tren hacia Umeda y luego hacer transbordo hasta la estación de Shin-Osaka para tomar el tren bala de las nueve y media si quería estar en Tokio al mediodía y llegar, aunque fuera un pelín tarde, a la cita con su hija Hinako.

Como todos los domingos, el andén del tren bala estaba abarrotado de familias y parejas jóvenes, pero notó que algunos llevaban vestidos y trajes formales: debía de ser un día auspicioso para una boda. Por lo demás, había gente con gruesos abrigos de invierno y otros con chaquetas ligeras de entretiempo, lo que producía una sensación extraña, como si fuera imposible decir en qué estación estaban, y lo mismo ocurría con la lluvia: en vez de un frío aguacero de invierno o un chaparrón de primavera, caía esa descorazonadora llovizna típica de principios de marzo.

Le habían encargado el diseño de una casa de cuarenta millones de yenes, y sin embargo estaba lejos de sentirse eufórico, quizá porque la petición de los clientes había sido demasiado directa: «Queremos lo mismo que construyó en Shinano-­Oiwake.» Era imposible diseñar una vivienda exactamente igual en un lugar distinto y para una familia diferente, y también tenía la sensación de que copiarse a sí mismo no era del todo honesto. Además, ni siquiera se había formado aún una opinión clara sobre la casa de Shinano-Oiwake. Algunas mañanas se despertaba pensando que había diseñado una obra maestra, pero también pasaba largas noches deseando que no existiera.

Levantó la vista al oír el anuncio por megafonía y vio un tren bala de la serie 700 deslizarse hasta el andén haciendo gala de la mejor aerodinámica.

Una vez dentro, se quedó entre dos vagones y sacó el teléfono. Su hija Hinako debía de estar en casa todavía, pero la llamó al móvil. Tras varios intentos, consiguió contactar con ella. Le dijo rápidamente que llegaría un poco tarde, esperó a que ella le respondiera, colgó y lanzó un breve suspiro. Tenía derecho a verla una vez al mes, y esos encuentros resultaban siempre difíciles porque tenía que luchar por abordar un gran número de temas sin apenas tiempo para el calentamiento: era como intentar cocinar a pleno gas cuando lo que realmente necesitaba la receta era una cocción a fuego lento.

El teléfono móvil empezó a sonar antes de que pudiera metérselo en el bolsillo. Echó un vistazo a la pantalla: era el número de la agencia de Tokorozawa donde trabajaba.

—¿Tienes un momento? —dijo la voz del director, Akihiko Okajima. Quizá fueran imaginaciones suyas, pero le pareció que estaba exultante.

Se apoyó en la puerta del tren.

—No sabía que trabajaras los domingos.

—Lo mismo digo. ¿Sigues en Osaka?

—Estoy en el tren de vuelta. ¿Qué querías?

—¿Cómo te ha ido? ¿Pinta bien?

—Ya tenemos el visto bueno, nos han encargado el proyecto.

—¿De veras? ¡Pero sí aún no han visto ni un borrador!

—Nos hemos pasado la noche bebiendo y celebrándolo.

—Vaya sorpresa, pero me alegro de todos modos. Buen trabajo.

Aose sonrió amargamente, como siempre que su jefe lo felicitaba. Tenían la misma edad, cuarenta y cinco años, pero, pese a que ambos eran arquitectos de primer nivel y habían estudiado la carrera juntos, uno se había licenciado y el otro había abandonado los estudios para tomar otro camino. Ahora nadie cuestionaba que fueran jefe y empleado.

—¿Y cuáles son sus planes?

—Tienen un terreno propio y un presupuesto de cuarenta millones: han recibido una herencia.

—¡Vaya! Parece que son de buena familia. ¿Crees que serán muy caprichosos en cuanto al diseño?

Por lo general, los clientes que acudían a una empresa de diseño pequeña como la suya, especializada en casas originales y exclusivas, ya eran bastantes exigentes, pero cuando esa exigencia rebasaba ciertos límites podía convertirse en un quebradero de cabeza.

—No mucho. En realidad, sólo me han pedido una cosa.

—¿Qué?

—En pocas palabras, quieren una copia del proyecto de Shinano-Oiwake.

—¿La Residencia Y de las Doscientas casas?

—Sí —respondió Aose.

Okajima se refería a Selección de doscientas casas de la era Heisei, un magnífico libro a todo color publicado a principios de año por una editorial importante. Se trataba de una cuidadosa selección de casas únicas construidas en los últimos catorce años por todo Japón. La casa de Shinano-­Oiwake aparecía hacia el final del libro con el nombre «Residencia Y».

—Ya veo. No debemos subestimar la influencia de ese libro —dijo su jefe en un tono a medio camino entre la ironía y la envidia—. La pareja de Urawa que vino la semana pasada también lo había visto. Por cierto, la mujer me envió un mensaje.

—¿Qué decía?

—Se ve que habían estado en Shinano-Oiwake.

Le habían dicho a Aose que querían ver la casa en persona y él les había dibujado un sencillo croquis para que la encontraran, pero se sorprendió de que efectivamente hubieran ido.

—Dijo que le dio la impresión de que allí no vivía nadie.

—¿Cómo que nadie?

—Yo creo que se equivocan, ¿no?

La voz de Okajima sonó tan seria que Aose no pudo evitar echarse a reír.

—A menos que la hayan puesto a la venta —dijo.

Okajima también soltó una carcajada.

—No lo sé, quizá habían salido. El caso es que a la mujer le gustó aún más cuando la vio de cerca. En una de ésas nos contratan.

—Bueno, no nos precipitemos. No llegaron a verla por dentro, ¿no?

—En cualquier caso, es bueno saber que tanto en Urawa como en Osaka se oye hablar de la famosa Residencia Y. Es una especie de efecto llamada.

«La famosa Residencia Y...»

Era como si le hubieran puesto una etiqueta a la sensación incómoda y molesta que tenía en el pecho desde aquella mañana.

—¿Estás seguro de que eso nos beneficia, Okajima? El terreno está en Osaka. Los gastos de desplazamiento serán desorbitados. Si supervisamos las obras como es debido, nos comeremos casi todo el margen.

—¡Claro que sí, hombre! Es la manera ideal de darnos a conocer allí. Ya sabes que no pienso acabar como un don nadie. —Después de escuchar la frase favorita de su jefe, Aose se disponía a colgar, pero Okajima añadió con voz apresurada—: Por cierto, necesito un buen especialista en renders lo antes posible. ¿Me puedes recomendar alguno?

Así que ése era el motivo principal de la llamada. Los especialista en renders utilizan sus conocimientos de perspectiva para plasmar en tres dimensiones lo que aparece en un plano arquitectónico, por lo que son indispensables para las presentaciones ante los clientes, cuya opinión puede cambiar ciento ochenta grados en función de lo buena o mala que sea la imagen.

—¿Kato no está disponible?

—Por desgracia, no acepta proyectos fuera de Tokio.

—¿Y Kozuka, de Ōmiya?

—Ni hablar: no ganaríamos nunca.

¿Había dicho «ganaríamos»?

—¿Es para un concurso?

—Sí, y no falta mucho. No se trata de un proyecto aburrido como un puesto de policía de barrio o unos baños públicos, por eso quiero a un especialista en renders que nos asegure la victoria.

Aose empezó a atar cabos. Últimamente Okajima había hecho alguna que otra referencia vaga a «los de la prefectura» y «los conservadores». Esos contactos pudieron haberle filtrado algún tipo de información antes de que se hiciera pública. En todo caso, el tono de voz exultante y la disposición a trabajar un domingo hacían pensar que su jefe se traía algo entre manos.

—Nishikawa es un especialista en renders de confianza.

—¿Quién? No lo conozco.

—Takao Nishikawa. Trabajé mucho con él cuando estaba en la oficina de Akasaka.

—¡Ah, sí! Ya sé quién es. Sus imágenes son espectaculares. Pásame el teléfono, hablaré directamente con él.

—Creo que cambió de empresa hace un tiempo, pero me envió una nueva tarjeta con su número. La buscaré en cuanto llegue a casa.

—¿No tienes su contacto en el móvil?

—No, aún no había móviles cuando trabajaba con él.

A Okajima debió de parecerle que le estaba dando largas. Antes de colgar, recuperó su tono de empresario, frío y expeditivo, y lo instó a pasarle el teléfono en algún momento del día. Aose se sintió aliviado porque no compartía la ambición de Okajima por ganar un concurso de un proyecto cualquiera de obra pública.

Se oyó un estruendo y los cristales de las ventanas temblaron cuando el tren se cruzó con otro que iba en dirección contraria.

Fue a sentarse, pero sintió una punzada en el corazón y se quedó mirando al vacío.

«No parecía que nadie viviera allí.»

Regresó al espacio entre dos vagones, volvió a sacar el teléfono y fue deslizando el dedo por la pantalla, buscando entre los contactos de sus clientes, hasta llegar a la letra «Y» y a Yoshino, Touta. Le dolían los ojos. La Residencia Y se había terminado en noviembre, así que habían pasado cuatro meses desde que los propietarios, la familia Yoshino, habían recibido las llaves. Deslizó un poco más el dedo y encontró el teléfono fijo de la casa. La vista se le nubló momentáneamente y, sin querer, pulsó el botón de llamada. Sorprendido por su metedura de pata, intentó colgar a toda prisa, pero se detuvo en seco. Tenía un motivo para llamar: les pediría que enseñaran la casa por dentro a la pareja de Urawa.

Saltó el contestador automático, lo que significaba que la línea de teléfono todavía estaba conectada. Seguro que la familia había salido. Dejó escapar un suspiro de alivio y reflexionó.

No había tenido noticias de la familia Yoshino desde que les había entregado las llaves (la entrevista y las fotografías para la Selección de doscientas casas habían sido antes): la empresa tenía por norma abstenerse de cualquier contacto una vez firmada la compraventa salvo que el comprador tomara la iniciativa. Algunos clientes se mostraban reacios a recibir visitas de los arquitectos en su nuevo hogar, ya fuera porque estaban decepcionados con el diseño o bien porque no les gustaba que se pasearan por la casa como si aún les perteneciera. Y, aunque estuvieran satisfechos con el resultado final, muchos solían encargar las obras de mantenimiento y reformas posteriores a contratistas más baratos. Otros, ciertamente, procuraban mantener una relación duradera con ellos, pero era su elección.

Los Yoshino no le habían dicho nada, no le habían hecho el menor comentario sobre la casa una vez instalados allí (de hecho, ni siquiera lo habían avisado de que ya se habían mudado). En realidad, tampoco habían llamado para quejarse, pero al principio las cosas habían sido completamente distintas. En verdad, Touta Yoshino había sido más que un amigo cuando le encargó el proyecto: «Confío plenamente en usted, Aose. Construya la casa donde usted mismo querría vivir.»

Entonces se dio cuenta.

La casa no era especial porque apareciera en un libro, sino por cómo se había sentido él al aceptar el trabajo. Sin embargo, la Residencia Y se había convertido en una obra que no existía: el largo silencio que siguió a la entrega de la casa le nubló el corazón, enfrió la llama que ardía en su interior y lo endureció.

Un repentino ruido lo arrancó de sus reflexiones. La lluvia repiqueteaba contra el cristal de la puerta y el viento desviaba los regueros de agua hacia los laterales. Bajo el cielo plomizo, interminables hileras de tejados relucían en la lluvia.

«No parecía que nadie viviera allí.»

Guardó el teléfono en el bolsillo e intentó imaginar otro motivo por el que no hubieran respondido a su llamada, pero aparte de la posibilidad de que hubieran salido no se le ocurrió nada más.

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Aose soñó con un ave, una bulbul orejiparda, llamando a sus crías. Había visto unos cuantos copos de nieve en Sekigahara, pero a partir de allí no recordaba nada más del paisaje que discurría al otro lado de la ventanilla. Se despertó en los alrededores de Shin-Yokohama justo cuando el sol empezaba a brillar tímidamente entre las nubes y arrancaba destellos de las ventanas superiores de los rascacielos.

Desde la estación de Tokio, tomó la línea Chuo hasta Yotsuya. Recorrió la calle Shinjuku hacia el Palacio Imperial sorteando a los transeúntes distraídos. Levantó la muñeca fingiendo consultar su reloj de pulsera para verificar que el aliento o los puños del abrigo no le apestaban a alcohol. Últimamente cuando estaba solo solía limitarse a beber una lata de cerveza; se preguntó si Hinako habría notado que ya no bebía tanto.

Apretó el paso y se adentró en un callejón. En primer lugar, se interesaría por los resultados de los exámenes finales, después le preguntaría qué canción estaba aprendiendo a tocar en el Electone y, si surgía la ocasión, le preguntaría también por esas llamadas tan raras que había estado recibiendo un par de meses atrás. Ella le había asegurado que habían cesado por completo, pero él seguía empeñado en descubrir quién las había hecho. El local que buscaba se encontraba en un barrio atestado de bloques de pisos, junto a un cruce que tenía espejos convexos en las esquinas para ayudar a la visibilidad de los conductores. Jadeaba un poco cuando vio el cartel azul del Café Horn y empujó la puerta haciendo sonar un cencerro colgado del techo.

Le dio la bienvenida un fresco interior de estilo tirolés en tonos verde menta. No tuvo que buscar a Hinako; como de costumbre, se encontraba al fondo, sentada a una mesa para dos bajo la atenta vigilancia del dueño y su esposa, que estaban al corriente de la situación.

Aose los saludó levantando el mentón, y se dirigió a la mesa con expresión contrita.

—¿Llevas mucho rato esperando?

—Sí, estaba a punto de largarme —fueron las primeras palabras que le dirigió su hija. Tenía los labios fruncidos, pero sus ojos sonreían. Así debían de ser todas las chicas de trece años, aunque cada vez que se encontraban le sorprendía cuánto había cambiado—. ¿Sabes qué, papá? Hemos hecho un simulacro de los exámenes finales y no sé si pasaré a segundo —soltó la chica sin perder su mirada alegre.

—No son buenas noticias.

—Para nada.

—¿Las matemáticas otra vez?

—¡Es que son lo peor! Prefiero morir a decirte la nota que he sacado.

—Pero el inglés se te da bien, ¿no?

—No tan bien, por eso estoy tan apurada.

—Pues sí que estás apurada, sí.

—¿Qué voy a hacer?

—Aprobarás, estoy seguro de que puedes conseguirlo.

—No sé yo... Mi tutor dice que igual tengo que repetir.

La conversación parecía atascada: tal vez no debería haberse mostrado tan seguro de que al final conseguiría pasar de curso.

—¿Tienes hambre?

—Ya he comido. Pero pide algo tú si quieres.

—Yo también he comido en el tren.

—Vale.

Hinako miró a su padre con la cabeza ligeramente ladeada y la expresión de quien ha pillado a un adulto mintiendo y decide hacer la vista gorda. Él pensó que cada vez se parecía más a Yukari: hablaba más con sus expresiones que con palabras.

Pidió un café con leche. Hinako tenía delante una taza de chocolate y el móvil, con una funda rosa, que llevaba para las emergencias.

—¿Antes me has llamado desde el tren?

—Sí, iba de camino a casa. He estado en Osaka por negocios.

—Ah, en Osaka... —Ella intentó decir algo que demostrara su interés, pero no se le ocurrió nada.

—En realidad, sólo he estado en las afueras, cerca de los Universal Studios. Ya sabes: Tiburón, Parque Jurásico...

—¿Has ido al parque?

Aose se desconcertó al ver que a su hija se le iluminaba el rostro.

—No, pero he estado cerca.

—Ah, claro. Por trabajo.

Le sirvieron el café y, mientras los pasos del dueño se alejaban, hizo acopio de valor y dijo:

—Algún día iremos.

—¿Adónde?

—A los Universal Studios.

La mirada de Hinako se ensombreció. Antes su padre solía llevarla a centros comerciales y piscinas. Incluso habían ido a Disneylandia y a Sanrio Puroland porque ella se lo había pedido. Pero hacía ya dos años que no quería hacer pla­nes con él. ¿Era una señal de que se estaba haciendo mayor o quizá Yukari no lo veía con buenos ojos?

—Se lo pediré a tu madre.

—Pero eso está lejos, ¿no?

—En tren bala es un momento.

—¿Y nos quedaríamos a dormir allí?

—¿Qué problema hay? Dormir en un hotel forma parte de la aventura.

—Sí, bueno. Ya veremos.

—¿De veras? Pues avísame si te apetece. Podríamos ir para las vacaciones de primavera o de verano.

Hinako desvió la vista y asintió levemente, como si quisiera dar por zanjada la conversación.

De repente Aose evocó la imagen de una niña caminando con torpeza hacia el jardín de infancia con la bolsa en bandolera balanceándose adelante y atrás. Le costaba pronunciar la ese. De hecho, los periquitos que tenían en casa hablaban mejor que ella. Él y Yukari acababan de divorciarse, y el primer día que fue a visitarla, Hinako estaba sentada en la trona, balanceando las piernas distraídamente. Siempre había sido tan pequeña y delgada que no podía evitar hablarle como a un bebé, pero la tenue luz de la lámpara de pared proyectaba sombras bajo sus incipientes pechos. Había crecido mucho, y su silueta empezaba a parecerse a la de Yukari. Pero no era sólo su aspecto físico: sus emociones también maduraban como pequeños brotes floreciendo uno tras otro. Después de ocho años de visitas mensuales, ella parecía haber descubierto cómo tratar a aquel padre que llevaba un apellido diferente al suyo. Si no le daba vergüenza seguir llamándolo «papá» no era porque aún se considerara su pequeña, sino simplemente para complacerlo, como si intuyera que eso era lo que él más deseaba en el mundo.

Parecía saber por qué Yukari y él se habían separado. No habría sido extraño que su madre le hubiera hablado del asunto aprovechando que ya estaba en primer ciclo de secundaria y que, por tanto, ya no era una niña. ¿Qué le habría contado? Él llevaba meses preguntándoselo.

—Por cierto, ¿qué hay de aquellas llamadas tan raras? —le preguntó como si acabara de acordarse. A fin de cuentas, no había muchas cuestiones que le permitieran hacer de padre.

—¿A qué llamadas te refieres?

—A lo que me contaste la penúltima vez que nos vimos; ¿os han vuelto a llamar a casa?

Hinako le había pedido consejo, cosa que no solía hacer. Se suponía que alguien había estado llamando a su casa y luego, de repente, había dejado de hacerlo. «Se acabó, ¿no?» Aquella expresión le erizó los pelos de la nuca. «¿Era algún chico?», le había preguntado, y ella había negado con la cabeza. «¿Una amiga?», había insistido, pero sin suerte. «¿Entonces...?» Hinako había vacilado por un momento, pero no había querido contarle nada más, a pesar de que era ella quien había sacado el tema. Se había limitado a responder: «No importa», y zanjó el asunto con una sonrisa.

—No han vuelto a llamar —respondió con voz neutra. Se notaba que no quería hablar de eso, pero tampoco parecía molestarle que él lo hubiera abordado de nuevo.

—¿Ni una sola vez?

—Ni una.

—¿Cuánto tiempo estuvieron llamando?

—Pues... durante un año, más o menos.

—¿Tanto?

—Sí, pero muy de vez en cuando.

¿De vez en cuando? Él creía que las llamadas se repetían con bastante frecuencia.

—¿Y no era publicidad?

—No, qué va.

—Bueno.

¿Quién demonios llamaba? Tenía la pregunta en la punta de la lengua, pero sabía que si la formulaba ella volvería a cerrarse en banda. Además, intuía la respuesta.

—Oye, ¿a qué club te había invitado a entrar aquella amiga tuya? ¿Al de patchwork?

—Sí, pero a mí me va más el club de quedarme en casa.

—¿Por qué?

—Porque por las tardes todo el mundo está dando clases de repaso.

En tercero de primaria Hinako pasó por una época en la que sus compañeros de clase la marginaban, y su madre y él nunca supieron por qué.

—¿Te llevas bien con tus compañeros?

—Sí, todo va bien.

Aose asintió y puso las manos una encima de la otra so­bre la mesa.

—Sabes que me puedes contar lo que quieras.

—Ya te he dicho que estoy bien. Por cierto, papá... —empezó ella, pero justo entonces sonó el móvil que tenía sobre la mesa. Era la melodía de la serie de dibujos animados Sazae-san; probablemente era el tono de llamada que le había asignado a su madre. Siempre que sonaba parecía aliviada, aunque un poco molesta también.

—Sí, sí. Ya ha llegado, tranquila. —Mientras hablaba, lo miraba con una sonrisa traviesa—. Vale, nos vemos entonces. —Colgó, sonrió y luego se inclinó hacia delante como si le hiciera una confidencia—. Ha llamado para saber cómo estás.

Aose sonrió. En momentos como ése, Hinako le recordaba a su difunto padre: cuando se había tomado un par de copas y estaba de buen humor, el viejo se inventaba historias sin ton ni son simplemente porque le encantaba hacerlos reír. Ellos le decían: «¡Es mentira, no te creemos!», y entonces él también se echaba a reír, encantado.

—¿Qué decías?

—¿Cómo?

—Ibas a decirme algo, ¿no?

—Ah, sí. Iba a preguntarte una cosa. Tu trabajo consiste en construir casas, ¿verdad, papá?

Aose se sorprendió: era la primera vez que Hinako le preguntaba por su trabajo.

—Sí, pero no soy yo quien las construye. No soy albañil.

—Ya lo sé, tú las dibujas o algo así.

Debía de ser una tarea para la escuela, o quizá hubiera leído algún manual de oficios y profesiones que los institutos solían repartir a los alumnos de secundaria y sintiera curiosidad. O, lo que era más probable, tal vez sólo fuera un tema que había preparado de antemano para cuando la conversación empezara a languidecer. Cualquiera que fuese la razón, estaba intrigado: el interés por el trabajo de un padre puede entenderse como interés por el padre en cuestión.

—La oficina donde trabajo tiene cuatro profesionales cualificados de primer nivel. Nos llaman «arquitectos» o «diseñadores».

—¿Diseñadores?

—Eso es. En pocas palabras, somos personas que diseñamos casas. Pensamos en la forma y la distribución de las habitaciones y después dibujamos planos y construimos maquetas. Luego discutimos los detalles con los especialistas en obras e instalaciones.

—¿Obras y qué más?

—Instalaciones. Aparte de tener un buen diseño, una casa debe ser resistente y cómoda.

—Claro.

—Y después llega el turno de la construcción como tal: tu padre elige a un buen contratista y le encarga la obra para que, finalmente, los dueños puedan disfrutar de la casa de sus sueños.

—¿Y qué era lo de hoy? ¿Vas a construir una casa en Osaka?

—Sí. Fui a ver a los clientes para saber qué querían. Es la parte más importante del proceso. Una vez que la casa está construida ya es tarde para decir que no te gusta.

De repente, la imagen de la Residencia Y le pasó por el cerebro como una flecha, pero no podía competir con la imagen de su querida hija asintiendo con la cabeza y mirándolo con interés.

—Tengo otra pregunta.

—Adelante.

—Tu empresa no tiene anuncios en la tele, ¿verdad?

—No, no. Es muy pequeña.

—Entonces, ¿cómo os conoce la gente que quiere construirse una casa en Osaka o en cualquier otro lugar? ¿A través de internet?

—Bueno, es cierto que hoy en día la gente recurre cada vez más a internet, pero supongo que lo mejor es el boca a boca.

—¿Qué es el boca a boca? ¿No tiene nada que ver con internet? —Hinako, que no había entendido la expresión, vaciló.

—Supongamos que alguien va a ver una de las casas que hemos diseñado nosotros...

—Ajá.

—Si le gusta y quiere construirse una casa igual, llegado el momento irá a vernos a nosotros.

—Ah, claro.

—Otras veces se ponen en contacto después de ver fotos de una casa que construimos en algún libro o revista, como los clientes de Osaka.

Hinako abrió los ojos como platos.

—¿Una de tus casas ha salido en un libro?

—Sí, hace un tiempo.

—¡Qué fuerte!

—No es para tanto: es sólo una de las muchas que salían en el libro.

—Quiero ver ese libro.

—Pues no sé dónde lo tendré...

—¡Enséñamelo, anda!

Aunque fingía estar tranquilo, por dentro se sentía profundamente emocionado por el interés de Hinako. Lo asaltó la extraña idea de que aquello podría ser otra consecuencia del «efecto llamada» de la Residencia Y al que se había referido Okajima. De todas formas, no tenía claro si quería enseñarle a su hija la Residencia Y, aunque sabía perfectamente dónde tenía su ejemplar de la Selección de doscientas casas de la era Heisei.

—Lo buscaré.

—Tráemelo el próximo día, ¿vale? ¡Que no se te olvide!

—No te preocupes, debo de tenerlo en casa.

—¿Se lo podré enseñar a mamá?

Por un momento Aose se quedó sin palabras.

—Sí, pero... ¿por qué se lo quieres enseñar?

—Porque dice que no le gusta el piso donde vivimos.

Aose sabía muy bien lo que Yukari opinaba sobre su piso.

—¿Quiere mudarse?

—Bueno, nunca lo ha dicho claramente. Siempre dice que el piso le va bien para ir al trabajo y que está cerca de mi colegio.

—Claro.

—Pero a veces dice, medio en broma: «¡Ay, cómo me gustaría vivir en una casa!»

La imitación había sido tan buena que Aose se olvidó de reír.

De repente, el papel verde menta de la cafetería le trajo el recuerdo de Yukari con un pie en una escalera de mano y dando instrucciones sobre el color con expresión pensativa. El marido, arquitecto; la mujer, interiorista, y aun así no ha­bían logrado construir su propia casa.

—¿Me lo prometes, papá? —insistió Hinako con voz alegre mientras se levantaba. En su móvil sonaba de nuevo el tema principal de Sazae-san—. Me voy, que tengo clase de Electone.

—¿Qué canción estás aprendiendo a tocar? —se apresuró a preguntar Aose, y ella le dijo un título que él nunca había oído. La bolsa que llevaba al hombro se veía abultada, como si estuviera llena de partituras.

La acompañó hasta la puerta y ella salió a la calle a paso ligero, pero fue bajando el ritmo a medida que se alejaba, como si le pesara el abrigo de invierno, que no le tapaba las piernas blancas. Debía de tener frío. Se puso los auriculares en los oídos, algo se le cayó al suelo y, cuando se agachó para recogerlo, el viento le apartó de la cara la larga melena negra y lacia y dejó al descubierto una de sus rosadas mejillas.

Él se dio cuenta de que deseaba que se hiciera mayor. Últimamente, cada vez que la veía se empeñaba en buscar nuevos indicios de madurez en sus rasgos. No sabía qué hacer con una hija a la que no podía regañar ni abrazar: si no podía ser una niña para siempre, quería que se hiciera mayor cuanto antes.

Hinako se dio la vuelta en el cruce y agitó la mano para despedirse. Aose le devolvió el saludo mientras se preguntaba qué tono de llamada habría escogido para él. A su madre le había correspondido una melodía simpática como la de Sazae-san, pero ¿qué canción le habría asignado a él?

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Uno a uno, los gorriones iban posándose sobre el pavimento mojado.

Aose salió de la cafetería y caminó en dirección contraria a la de ida, hacia la estación de metro de Akasaka-Mitsuke. No quería seguir la misma ruta que Hinako para que ella no pensara que la estaba siguiendo, y se sentía demasiado abrumado para ir a la oficina, así que decidió volver a casa. Sabía que no estaba obligado a quedar más a menudo con su hija, pero se sentía culpable porque el tiempo que pasaba con ella no le parecía suficiente. Él era su padre, pero no eran familia: con ella era imposible tener una relación cocinada a fuego lento. Pese a que lo tenía asumido, le entristecía la falta de naturalidad de aquellos encuentros. ¿Había padres o hijas capaces de hablar durante dos o tres horas sin parar de sonreír?

Cuando Hinako era pequeña, él siempre conseguía darle la vuelta a la conversación asegurándole que él era y siempre sería su papá. Su objetivo era convertirse en una presencia fuerte y reconfortante que estuviera allí para ella, con la esperanza de compensarla de algún modo por la separación. Pero ahora el escenario había cambiado: su simple presencia paternal ya no bastaba para engañarla. Le aterrorizaba ver a su hija en el umbral de la pubertad. No era ningún pecado desear que creciera más rápido; el verdadero pecado era tratar de pasar aquella etapa de su vida manteniéndose neutral e intentando no provocar turbulencias.

Ante él Hinako interpretaba el papel de hija, pero ¿hasta qué punto lo hacía de forma consciente? Siempre que quedaban, ella le hablaba de Yukari, como si quisiera minimizar la realidad del divorcio. A veces él sondeaba sus ojos preguntándose si albergaba alguna esperanza de que volvieran a estar juntos, si creía que, siendo optimista y persistente y llevándose bien con su madre y con él, algún día se obraría el milagro. En otras ocasiones, sin embargo, aquellos mismos ojos lo miraban fijamente y se ponían en guardia, como si le preguntaran por qué se habían divorciado.

Estaba seguro de que Yukari había ocultado el abismo que había entre ellos, que se había inventado algún cuento al caso para impedir que en el corazoncito de Hinako arraigara una historia llena de conflictos u hostilidades, y sustituirla por otra sobre un padre y una madre que habían decidido seguir caminos separados siempre desde el respeto y el cariño mutuos. Yukari debía de haber hecho todo lo posible para evitar que su hermosa hija se pinchara el dedo con el huso envenenado y no tendría intención de permitirlo en un futuro, y él sólo podía estarle agradecido. Sin embargo...

Él intuía que Hinako no se tragaba aquella versión. Algún día, a pesar de los deseos de sus padres, necesitaría saber la verdad. Se enamoraría de alguien y, en cuanto se imaginara a sí misma conviviendo con otra persona, tendría que aceptar la realidad de que sus propios padres habían renunciado a un futuro juntos.

Los gorriones daban saltitos a izquierda y derecha: parecían preparados para levantar el vuelo en cuanto se les acercara demasiado el pie de algún transeúnte.

Tenía que mentalizarse, dejar de navegar en un océano de remordimientos y necesidad de expiación y preparar una versión de la verdad pensando en el futuro de Hinako. Le parecía lo único que podía hacer como padre divorciado.

¿Qué le habría contado Yukari?

Revivió la sensación de rodar cuesta abajo por una pendiente empinada, aunque no había olvidado los días que habían pasado subiendo juntos una colina más suave. Su matrimonio había durado diez años, y él era capaz de enumerar todas las veces que él había fallado y los errores que habían cometido los dos, pero era necesario interpretarlos para llegar a la verdad, y a medida que pasaban los años le resultaba cada vez más difícil de comprender. Había renunciado a intentarlo.

Estaba seguro de que Yukari lo entendía: había compartido mucho tiempo y espacio con él, y tuvo que ser consciente de las bifurcaciones y baches que hubo en el camino. Siempre quiso preguntarle cuándo había tirado la toalla: ¿qué había sido realmente lo que no había podido perdonarle?

Levantó la vista. Se hallaba frente al edificio del hotel New Otani.

«¡Ay, ojalá pudiera vivir en una casa!»

Esas palabras resonaron en sus oídos como si Yukari las hubiera pronunciado en algún momento, aunque no recordaba haberla oído decir algo así.

Eso significaba que ella no había cambiado: era típico de ella guardarse lo que pensaba. Tenía la costumbre de no decir nada hasta que un día lo sacaba de golpe, como si estallara. Si él le preguntaba qué le pasaba se quedaba pensativa y se negaba a responder, pero luego lo soltaba todo a la hora de acostarse. Lo cogía de las manos, lo atraía hacia sí con una mueca teatral y gritaba algo así como: «¡Ay, echo tanto de menos comer paparda asada!»

Entonces él se desternillaba y admitía que a él también le apetecía mucho. A menudo el día terminaba así, con ambos salivando y pensando en la cena con la que se deleitarían al día siguiente. Se daba cuenta de que había sido una época feliz para los dos, justo en vísperas de la crisis económica. Le hacía sonreír darse cuenta de lo sencillos que eran sus anhelos y lo inocente de sus ambiciones y su frustración.

Entonces él tenía un contrato en un despacho de arquitectura del lujoso distrito tokiota de Akasaka, donde cuarenta arquitectos trabajaban a destajo bajo las órdenes de su jefe, un pez gordo que había empezado de cero. La economía llevaba mucho tiempo en auge, pero cuando la burbuja económica llegó a su punto álgido la sobrecarga de trabajo era enorme. La oficina, con su enorme volumen de proyectos, parecía un campo de batalla que ponía a prueba sin cesar la energía, resistencia y talento de los jóvenes arquitectos. El edificio se convirtió en una fortaleza que nunca dormía.

Algunos no pudieron más y se fueron, y a otros los contrató la competencia. Para contrarrestarlo, se aumentaron los salarios y se empezaron a pagar primas desorbitadas a un ritmo sin precedentes. Él trabajaba como un poseído: no existía nada más en el mundo que acero, cristal y hormigón. Diseñaba boutiques, peluquerías, restaurantes, salas de exposiciones, locales para bodas... Era como construir maquetas a escala real. Por entonces la apariencia lo era todo para él: intentaba ser alguien en un mundo superficial y aterrador en el que sólo las cosas bellas podían sobrevivir.

Yukari también había ido ascendiendo en el campo del diseño de interiores. Trabajaba en Harajuku, con un grupo de jóvenes interioristas que incorporaban a sus diseños banderas y escudos de países occidentales utilizando una antigua técnica japonesa de difuminado. Su trabajo fue muy bien recibido y el grupo pasó a formar parte de la nueva ola de diseño japonés. Sus creaciones aparecían con frecuencia en revistas y no dejaban de recibir pedidos.

En muy poco tiempo Yukari y él se convirtieron en un matrimonio con dos buenos sueldos y un piso de dos habitaciones al que sólo iban a dormir. Recordaba el momento en que algo pareció estallar en su mente: «¡Sí! ¡Vamos allá!» Se gastaron una fortuna en mudarse a un piso en Roppongi, él se compró un Citroën nuevo por catálogo y siempre que tenía un rato libre después del trabajo se colaba en algún restaurante de lujo justo antes de que cerraran la cocina. Iba a los bares y pubs de moda, y bebía más alcohol del que su agotado cuerpo podía tolerar. Una noche le había dicho a Yukari que quería tener un hijo y construir su propia casa. Recordaba que se había sentido eufórico, casi como cuando le pidió matrimonio. Llevaba mucho tiempo ardiendo en deseos de proponérselo. ¡Un arquitecto y una interiorista con visión de futuro, trabajando juntos para planificar su propio hogar! Sería una forma de garantizar que las pocas horas que consiguieran pasar juntos fueran las mejores posibles.

Pero eso nunca ocurrió. Yukari, como si hubiera estado esperando ese momento, le dijo que quería una casa tradicional de madera y él, por su parte, ya tenía una imagen demasiado clara en su mente: quería una de estilo occidental con una fachada de hormigón en bruto que cambiara de aspecto según incidieran en ella los rayos del sol. Yukari se opuso frontalmente a tener un hogar «que marcara el paso del tiempo»: le dijo que construyera aquella casa para algún cliente. Podría soportarlo si se trataba de un alojamiento temporal, pero no se imaginaba viviendo el resto de su vida entre paredes de hormigón.

Fue como un bofetón que lo devolvió a la realidad. Cuando Yukari decía que quería una casa de madera, no hablaba como interiorista: eran los aspectos materiales y espirituales de su educación los que le habían dado la firme creencia de que una casa de verdad tenía que ser de madera.

Como arquitecto, lo entendía. Las decisiones que las personas tomaban acerca de sus hogares iban más allá de las meras aficiones y gustos. Revelaban valores individuales y deseos ocultos más anclados en el pasado que orientados hacia el futuro. La historia nos susurra al oído diciéndonos lo que es importante y lo que no, lo que está permitido y lo que no. Yukari tenía clara la respuesta: hasta que empezó el instituto había vivido siempre en Hamamatsu, en una de esas antiguas casa de labranza con el tejado a dos aguas típicamente japonesas. Le encantaba hablarle de su infancia. La recordaba con nostalgia y cariño, como parte importante de su vida. Siempre le contaba lo bonito que se veía el lucero vespertino desde el tendedero, le hablaba de la asombrosa colonia de hormigas que vivía bajo del porche y de cuando su padre la castigó por primera vez y la obligó a sentarse so­bre el frío suelo de tierra del porche genkan.

Así pues, la planificación de su hogar quedó en el aire.

Él no volvió a sacar el tema: sentía que todas sus habilidades como arquitecto habían sido rechazadas. Sin embargo, podría haber vivido con ese resentimiento; era la confianza inocente de Yukari lo que hizo que se le cayera el alma a los pies. Sentía que ella le había faltado al respeto despreciando sus orígenes. Se la imaginaba cálida y cómoda en brazos de su ciudad natal, mirándolo con desprecio por no tener nada parecido.

Eso fue antes de que naciera Hinako. Si hubiera tenido que explicarle a alguien los motivos del divorcio, habría apelado a los problemas económicos tras el estallido de la burbuja, pero ¿fue ésa la verdadera razón? ¿Fue por el dinero que dejaron de ganar? ¿Podía afirmar que su situación actual, solo y separado de su mujer y de su hija, no tenía nada que ver con la educación que había recibido?

Se paró en seco. Siempre se detenía en el mismo lugar, como si sus pies se negaran a continuar, y levantaba la vista hacia el edificio del New Otani. Le gustaba ese ángulo. Las paredes curvas le recordaban el arco de una enorme presa. Aún podía ver la figura orgullosa de su padre encaramado en lo alto de la presa, a cientos de metros del suelo, inclinado para instalar un panel de hormigón en el muro.

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El tren de la línea Seibu Shinjuku estaba medio vacío.

Aose miraba distraídamente por la ventanilla. Nunca le había hablado a Hinako de su infancia nómada. A Yukari sí, antes de casarse, aunque, como sabía que las diferencias de educación entre los cónyuges podían jugar en contra del matrimonio, le había contado la versión más conveniente.

Kawamata, Takane Dai-ichi, Sameura, Hōheikyō, Tōri, Yagisawa, Shimokubo, Nagawado, Yahagi, Shintoyone, Zao, Kusaki, Miho, Kiryūgawa... Había vivido cerca de todas esas presas y de otras más cuyo nombre ya ni recordaba. Desde que era un bebé que viajaba atado a la espalda de su madre se había mudado veintiocho veces, y sólo entre primaria y secundaria había cambiado de colegio en siete ocasiones. Los campamentos para los obreros que trabajaban en las presas y sus familias consistían en una hilera de barracones prefabricados con diminutas habitaciones separadas por tabiques. Él había oído que, cuando era un bebé, dormía con sus padres y sus dos hermanas mayores en una habitación con tres tatamis.

No eran pobres: la construcción de nuevas presas era el proyecto estrella de la obra pública del gobierno, símbolo de un periodo de gran crecimiento económico. El encofrado para verter las enormes cantidades de hormigón se ensamblaba in situ, era un trabajo que requería mucha precisión y se desarrollaba en alturas peligrosas, así que su padre, un experto encofrador, estaba muy solicitado. Su madre también se ganaba un sueldo como cocinera. Tenían un televisor de dieciocho pulgadas (aunque no se veía muy bien) y sus padres solían comprarles todos los libros, juguetes o juegos de pintura caros que les pedían. Sin embargo, los cuencos, platos y tazas eran de plástico barato: su madre nunca compraba vajilla de cristal o porcelana por miedo a que se rompiera cuando la familia se desplazaba de un campamento al siguiente.

Sin importar cerca de qué presa vivieran, para regresar desde la escuela siempre tenía que subir una cuesta interminable y el paisaje a lo largo del camino ofrecía un marcado contraste entre casitas nuevas y arregladas y casuchas destartaladas. Sus hermanas le explicaron que unas eran de las familias que habían aceptado la compensación por expropiación del gobierno y habían vuelto a construir sus casas en terrenos más elevados, mientras que las otras pertenecían a las familias que se negaban a ser desalojadas y seguían aferradas al borde del camino. Él se imaginaba a sí mismo entrando por la puerta principal de su flamante casa recién estrenada, corriendo directo a la cocina y preparándose un refresco en polvo con sabor a melón en un vaso de cristal.

Los niños locales no solían invitarlos a sus casas: en las escuelas se marginaba a los «niños de la presa». El tira y afloja por la expropiación de las tierras provocaba disparidades y animosidad en esos pueblos de montaña, y eso también afectaba a los niños, que marginaban, molestaban e incluso apedreaban a los que eran como él y sus hermanas. No recordaba que eso lo molestara realmente: a fin de cuentas, nunca tardaban mucho en trasladarse a la siguiente escuela y, como lo único que conocía era la vida nómada, nunca se le había ocurrido que pudieran establecerse en algún sitio. Sus sueños siempre terminaban en el momento en que se tomaba el refresco de melón en su nueva casa.

Cerró los ojos.

Cada presa estaba unida a ciertos recuerdos. A veces sentía nostalgia de pájaros, flores y árboles que pertenecían a un lugar determinado; sin embargo, nunca había pensado en volver a visitar los escenarios de su pasado. Eran recuerdos fragmentados, incompletos, que se interrumpían bruscamente a mitad de camino. Los distintos lugares no se cruzaban entre sí, sino que yacían separados e inconexos en los recovecos de su mente. No tenía una ciudad natal: ese lugar en el que piensas cuando te encuentras en una encrucijada vital o cuando has perdido el rumbo, lo único que tenía era la luz.

A veces anhelaba regresar a esa luz suave. Por extraño que parezca, todos los barracones donde había vivido tenían una gran ventana que daba al norte, y él disfrutaba leyendo y dibujando con la luz que entraba por esa ventana. Era una luz suave que inundaba tímidamente la vivienda. No irrumpía con descaro ni se desbordaba a raudales: la luz del norte era serena, se sentía como si se hubiera alcanzado un estado de iluminación. Era distinta a la nítida claridad de la ventana que daba al este o la alegre luminosidad de la del sur.

El tren aminoró la marcha.

«Construya la casa donde usted mismo querría vivir.»

Aose abrió los ojos y se incorporó.

La Residencia Y era una casa de madera con vistas al monte Asama, y sus ventanas acogían toda la luz del norte que su corazón podía desear.

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El sol ya empezaba a declinar.

Aose salió de la estación de Tokorozawa por la salida oeste y tomó la calle comercial, conocida con el nombre de Prope. Los fines

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