Un animal salvaje

Fragmento

libro-3

 

 

 

 

 

 

9.30 h.

Los dos atracadores acababan de entrar simultáneamente en la joyería por dos accesos distintos.

El primero, por la entrada principal, como un cliente cualquiera. El atuendo elegante había dado el pego al guardia de seguridad: la gorra y las gafas de sol venían muy a cuento en aquel mes de julio.

El otro, con pasamontañas, se había colado por la entrada de servicio tras obligar a una empleada a abrirle la puerta amenazándola con una escopeta recortada.

No habían dejado nada al azar: habían conseguido los planos de la tienda y los horarios del personal.

Una vez dentro, el Pasamontañas había atado a la empleada en la trastienda y se había reunido enseguida con su cómplice. Nada más verlo, la Gorra había empuñado la pistola que llevaba metida en el cinturón y había empezado a gritar: «¡Esto es un atraco, que nadie se mueva!». Luego se sacó un cronómetro del bolsillo y lo puso en marcha.

Disponían exactamente de siete minutos.

PRIMERA PARTE
Los días anteriores a su cumpleaños

Capítulo 1
Veinte días antes del atraco

 

 

 

→ DOMINGO 12 DE JUNIO DE 2022

LUNES 13 DE JUNIO

MARTES 14 DE JUNIO

MIÉRCOLES 15 DE JUNIO

JUEVES 16 DE JUNIO

VIERNES 17 DE JUNIO

SÁBADO 18 DE JUNIO

(FIN DE SEMANA EN SAINT-TROPEZ)

DOMINGO 19 DE JUNIO

(FIN DE SEMANA EN SAINT-TROPEZ)

LUNES 20 DE JUNIO (CUMPLEAÑOS DE SOPHIE)

 

 

 

 

 

 

Era una casa moderna. Grande, de forma cúbica, toda de cristal, que se alzaba en medio de un jardín impecable, con piscina y un amplio porche. La parcela estaba rodeada de bosque. Aquel lugar era un oasis, un pequeño paraíso secreto resguardado de las miradas al que se entraba por un camino particular. Al igual que la casa, los que vivían en ella también resultaban ser de ensueño: Arpad y Sophie Braun eran la pareja ideal y dichosos padres de dos hijos maravillosos.

Aquella mañana, Sophie abrió los ojos a las seis en punto. Llevaba algún tiempo despertándose sistemáticamente a la misma hora. A su lado, Arpad, su marido, dormía a pierna suelta. Era domingo, le habría gustado dormir un rato más. Se revolvió en la cama, en vano. Al final, se levantó sin hacer ruido, se puso una bata y bajó a la cocina para prepararse un café. Una semana después cumpliría los cuarenta y nunca había estado tan guapa.

 

Desde la linde del bosque se veía perfectamente el interior del cubo de cristal. Acuclillado detrás de un tronco, un hombre vestido con ropa de deporte oscura que lo hacía invisible permanecía con los ojos clavados en Sophie, que se encontraba en la cocina.

 

Sophie, con el café en la mano, observaba la orilla del bosque que delimitaba su jardín. Era su ritual matutino. Abarcaba con la mirada su diminuto reino.

 

A unos kilómetros de allí, en pleno centro de Ginebra, un Peugeot gris con matrícula francesa circulaba por una avenida desierta. Con la luz del amanecer no se distinguía bien al conductor a través del parabrisas. El vehículo llamó la atención de una patrulla policial y las luces giratorias azules iluminaron la fachada de los edificios circundantes. Los policías procedieron al control del Peugeot y su conductor: todo estaba en regla. Uno de ellos le preguntó al conductor para qué había ido a Ginebra. «Visita familiar», contestó él. Los policías se marcharon satisfechos. El conductor se congratuló por aquel coche de ocasión que había comprado a muy buen precio y, sobre todo, de forma cien por cien legal. Era el mejor modo de pasar inadvertido.

 

Sophie, en la ventana, seguía observando el jardín. A veces sorprendía a algún zorro que vagabundeaba por el césped. Incluso había llegado a ver un corzo. Le encantaba esa casa que su marido y ella habían adquirido un año antes. Hasta entonces habían vivido en un piso en pleno corazón de Ginebra, en el barrio de Champel. Hacía tiempo que les rondaba por la cabeza la idea de una casa, con jardín para los niños. La subida del precio de la vivienda los había decidido a vender el piso con una buena plusvalía y ponerse a buscar una. Cuando visitaron aquel chalet de autor situado en la encopetada comuna de Cologny, no lo dudaron ni por un segundo. Se despertarían todas las mañanas en ese marco incomparable, sin dejar de estar a cuatro kilómetros del centro de Ginebra, donde ambos trabajaban. Unas pocas paradas de autobús, doce minutos en coche o quince en bicicleta eléctrica para los pijoprogres bastaban para pasar de un universo a otro.

 

El hombre que se escondía en la maleza observaba ahora a Sophie con un par de prismáticos militares pequeñitos. Escrutaba el cuerpo espigado que la bata corta dejaba al descubierto y se detuvo en la parte superior del muslo, donde tenía tatuada una pantera.

A su espalda, a unas decenas de metros, su perro lo esperaba pacientemente atado a un árbol. El animal, echado en una alfombra de hojas, parecía acostumbrado a esa rutina que llevaba prolongándose varias semanas. Su dueño acudía todas las mañanas. Al amanecer, se instalaba allí y observaba a Sophie a través de las cristaleras. Los Braun dormían con las persianas subidas y lo veía todo: la miraba levantarse, bajar a la cocina para prepararse el café y bebérselo delante de la ventana. Qué deseable era. Lo tenía obnubilado. Obsesionado.

 

Tras beberse el café, Sophie subió a la planta de arriba y entró en el dormitorio principal. Se desvistió y se deslizó desnuda en la cama donde su marido aún dormía.

 

Desde el bosque, el hombre la miraba con deseo. La realidad no tardó en espabilarlo. Tenía que largarse, volver a casa antes de que Karine y los niños se despertasen.

Desató al perro y se marchó igual que había ido: corriendo. Cogió la senda forestal, alcanzó la carretera principal y enseguida llegó al pueblo de Cologny. Se dirigió hacia un grupito de adosados: un conjunto de viviendas idénticas, una promoción barata para familias de clase media que había dado mucho que hablar en aquella comuna tan fina acostumbrada a los chalets de lujo.

Según entró por la puerta de casa, oyó que su mujer lo llamaba:

—¿Greg? ¿Eres tú?

Se encontró a Karine en el salón, leyendo mientras se bebía un té. Los niños seguían dormidos.

—¿Ya estás despierta, cariño? —preguntó, fingiendo indiferencia.

—Oí que te levantabas y no conseguí volver a dormirme.

—Lo siento, no quería despertarte. He salido a correr con el perro.

Greg, que no podía quitarse a Sophie de la cabeza, se sentó junto a su mujer en el sofá y se arrimó a ella. Pero resultaba obvio que Karine no estaba de humor.

—Para, Greg, que se van a despertar los niños. Por una vez que puedo leer un libro en paz.

Greg, apesadumbrado, subió a la planta alta para darse una ducha en el cuarto de baño anejo a su dormitorio. Se quedó un buen rato bajo el chorro de agua tibia. Las andanzas matutinas podrían salirle muy caras si lo pillaban. Se estaba jugando el curro. Karine lo dejaría. Él mismo se avergonzaba de espiar así a una mujer en su propia casa. Pero no podía evitarlo. Ese era el problema.

Aquella fascinación por Sophie había comenzado un mes antes, durante una fiesta en casa de los Braun. Desde esa noche, no había vuelto a ser el mismo.

 

*

 

Un mes antes

Sábado 14 de mayo de 2022

 

Greg y Karine podrían haber ido a pie, pero el tiempo desapacible los incitó a coger el coche. Desde su casa el trayecto duró apenas tres minutos. Subieron primero por la carretera de La Capite y luego, siguiendo las indicaciones del GPS, se desviaron por un caminito particular flanqueado de bosque que conducía hasta la casa de los Braun.

—¡Es de locos! —observó Greg según descubría el itinerario—, vengo mucho a correr por aquí con el perro, pero ni siquiera sabía que hubiese un chalet al final de este camino.

Era la primera vez que iban a casa de Sophie y Arpad. Celebraban una fiesta con motivo del cuadragésimo cumpleaños de Arpad y, a juzgar por los numerosos coches aparcados a lo largo del sendero, ya había llegado bastante gente. Greg ocupó uno de los últimos huecos libres del rellano herboso y fueron andando hacia el portón que permanecía abierto y cuyo diseño metálico desentonaba con la vegetación circundante.

Arpad y Greg se habían conocido en el club de fútbol local donde sus hijos, de edades similares, jugaban en el mismo equipo. Ambos padres pertenecían al grupo de voluntarios que se encargaban del quiosco de bebidas que había junto al terreno de juego y que, los días de partido, permitía, mal que bien, mantener a flote las arcas del club. No tardaron en congeniar.

Por su parte, Karine no conocía a los Braun y estaba nerviosa. Enseguida se sentía a disgusto cuando se hallaba fuera de su elemento. Para serenarse, se puso a hablar:

—Ha sido un detallazo que nos invitaran.

Greg asintió.

—¿A cuánta gente han invitado? —preguntó Karine.

—Ni idea.

—¿Arpad no te lo ha dicho?

—No.

—Pero ¿seremos en torno a diez? ¿O más bien treinta? ¿Con qué voy a encontrarme?

—No lo sé. Yo no he montado la fiesta.

—Arpad podría haberlo mencionado por casualidad en una conversación.

—Pues no lo ha hecho.

—¿De qué habláis mientras atendéis el quiosco del club?

Greg se encogió de hombros:

—De los hijos, de la vida, de cosas sin importancia… Pero, desde luego, no de los detalles de su fiesta de cumpleaños.

—Sea como fuere —dijo Karine para zanjar aquella conversación que no conducía a nada—, ha sido un detallazo que nos invitaran.

Siguieron andando en silencio. Últimamente había muchos silencios entre ambos. Karine estaba convencida de que la mudanza a Cologny, un año antes, no había sido para bien. Hasta ese momento, habían vivido en un piso de alquiler en el centro de Ginebra, en el barrio de Les Eaux-Vives. Una calle bulliciosa, con tiendas a tiro de piedra y el lago Lemán justo al lado. Un piso donde se encontraban a gusto y que, aunque se le quedaba un poco pequeño a su familia de cuatro miembros, tenía un alquiler inmejorable. Y entonces fue cuando Greg heredó un buen pellizco de su abuela. Fue cobrar ese dinero y comenzar a hablar como un pequeñoburgués. Había que invertir, a ser posible en suelo, que era mucho más seguro que el mercado bursátil. Y encima los bancos estaban dando créditos del ochenta por ciento de la suma necesaria, con unos intereses históricamente bajos. Así que se puso a mirar con lupa los anuncios inmobiliarios hasta que se topó con aquella promoción de Cologny: unos chalecitos adosados muy monos que se vendían sobre plano. La verdad es que las imágenes eran de ensueño. Una casa propia, con su pedacito de jardín. Una vida en el campo, a pocos minutos de la ciudad. Greg aseguraba que era imposible equivocarse: el mercado inmobiliario llevaba décadas subiendo, así que dieron el paso. Todo se fue empalmando con la mayor facilidad. El banco les concedió el crédito, fueron al notario a firmar la compra. Y así fue como, un año antes, se mudaron a la finísima comuna de Cologny. Pero, desde que habían llegado, Karine se sintió fuera de lugar. Para empezar, la casa era más pequeña de lo que se había imaginado: había mucha diferencia entre las habitaciones tal y como las veía ella sobre el plano y las reales. Aunque la superficie era sensiblemente mayor que la de su anterior alojamiento, se le quedaba estrecha. Al final comprendió que el agobio se lo causaba sobre todo el nuevo entorno. En aquel opulento barrio periférico de Ginebra, la mayoría de los vecinos hacían gala de un éxito económico y social insolente: abogados, ejecutivos de banca, cirujanos, hombres de negocios, grandes empresarios. Los coches y los chalets hablaban por sí solos de la prosperidad de sus propietarios. Karine no paraba de preguntarse qué pintaban allí Greg y ella, que eran funcionario y dependienta de una tienda de moda, respectivamente. Aquella sensación se acentuó cuando, al albur de las conversaciones, se dio cuenta de que la urbanización para clase media donde ella y su familia se habían establecido era un desdoro entre tanta mansión. Incluso descubrió con espanto que los vecinos de Cologny le habían puesto a aquel racimito de adosados el apodo de «la Verruga» y que el concejo había convocado un pleno extraordinario para aprobar una ordenanza que impidiera que en el futuro se construyera ese tipo de edificaciones.

Todos los días, después de dejar a los niños en la escuela, que se encontraba a pocos minutos andando, Karine se subía corriendo al autobús A, que comunicaba el campo con el centro de la ciudad. La ruta atravesaba su antiguo barrio de Les Eaux-Vives y ella sentía entonces una punzada de nostalgia. Se apeaba del autobús en la glorieta de Rive para ir a la tienda donde trabajaba, en la calle de Le Rhône. Mezclándose con el gentío, se encontraba más tranquila.

 

Greg y Karine cruzaron por fin el portón y descubrieron cómo era la parcela por dentro. El patio solado daba a un garaje acristalado en cuyo interior se veían dos Porsches. Justo detrás, la casa, totalmente de cristal y de diseño actual.

—¡No es que les vaya mal! —dijo Karine con un silbido—. ¿A qué dices que se dedican?

—Arpad trabaja en un banco y Sophie es abogada.

Llegaron hasta la puerta y Greg llamó al timbre. A través de las cristaleras podían ver el ambientazo de la fiesta; cuarentones con aspecto de pijos meneándose muy formalitos al son de la música de moda, con una copa de champán en la mano.

Karine observó su reflejo en un cristal: estaba estilosa y elegante, vestida con el buen gusto de siempre. Aun así, no se sentía a la altura de la reunión. Últimamente, todo iba fatal. Tenía cuarenta y dos años y la sensación de que había dejado la juventud atrás. El espejo se lo volvía a recordar cada mañana.

Hasta que la puerta se abrió y, de inmediato, tanto Greg como Karine quedaron impactados al encontrarse con la fabulosa pareja que había acudido a recibirlos: Sophie y Arpad. Representaban todo lo que ellos ya no tenían: estaban enamorados, sonrientes, risueños y cogiditos del brazo. Un dúo. Aliados.

Arpad, estupendo, distinguido a la par que desenfadado, lucía un pantalón italiano de corte impecable y camisa de un blanco deslumbrante, cuyos botones superiores, desabrochados, permitían adivinar un torso musculoso.

Por su parte, Sophie llevaba un vestido negro divino y sexy a rabiar que le llegaba a medio muslo, moldeaba el busto firme y dejaba al aire unas piernas magníficas que parecían aún más largas con los taconazos de Saint Laurent.

Ver a Sophie y Arpad aquella noche era como si te cayera un rayo.

Recibieron a Karine y Greg con un alegre abrazo de bienvenida y sus correspondientes besos antes de arrastrarlos al interior de la casa y presentárselos al resto de invitados. Arpad les sirvió champán y luego Sophie se llevó a Karine de la mano para que conociese a sus amigas. Karine, de repente aliviada y de lo más a gusto, se bebió la copa de un trago. Sophie se la volvió a llenar de inmediato. Brindaron juntas.

Karine había sucumbido al encanto de Sophie y Arpad. Hacía unos minutos, ante la puerta principal, los había sentenciado de antemano por el mero crimen de tener esa casa, esos coches y esa vida. La habían engañado las apariencias. Se los había imaginado altaneros, insolentes y fatuos, y eran todo lo contrario. Emanaba de ellos una calidez y una dulzura sin igual.

Aquella noche, por primera vez desde que había llegado a Cologny, Karine fue verdaderamente feliz. Bailó, se divirtió, se vio guapa. Sintió que estaba donde debía. En lo que duró la fiesta, volvió a quererse.

Pero ese encuentro era en realidad una colisión. Un choque frontal. Un accidente de cuyo calado no se percató nadie. Excepto Greg, y no era para menos. Desde que puso un pie en la casa no pudo apartar los ojos de Sophie. Estaba electrizado. Y eso que no era la primera vez que la veía, pero ahora la descubría bajo una luz nueva. En las bandas del campo de fútbol o en la panadería no había calibrado lo hermosa que era ni la animalidad que desprendía.

Mientras Karine se divertía y empalmaba una copa con otra, Greg, completamente sobrio, se pasó la velada espiando a Sophie. Le fascinaba todo cuanto hacía: su forma de hablar, de sonreír, de bailar, de tocarle el hombro a su interlocutor. En torno a la medianoche, cuando llegó el momento de servir la tarta, se fijó en cómo miraba a Arpad y deseó ser él. Sophie se le colgó del cuello, lo besó largo y tendido y le ayudó a cortar las primeras porciones. Acto seguido, delante de todo el mundo, le llevó un paquete de regalo. Arpad pareció sorprendido y más aún cuando, al desenvolverlo, apareció un estuche de Rolex. Lo abrió y sacó un reloj de oro. Ella se lo puso en la muñeca. Él se quedó mirando el reloj, completamente atónito, antes de murmurar algo al oído a su mujer y besarla de nuevo. Tenían una complicidad de ensueño.

A eso de la una, cuando la fiesta estaba en pleno apogeo, Greg perdió de vista a Sophie entre la aglomeración de invitados. Inmediatamente fue en su busca y dio con ella en la cocina; estaba metiendo copas en el lavavajillas. Quiso ayudarla, pero, por torpeza, le dio un golpe a una copa que se hizo añicos en el suelo. Se abalanzó para recogerlos y, al acuclillarse ella a su lado para hacer otro tanto, se le subió el vestido y desveló el tatuaje de una pantera en el muslo. Greg estaba completamente hechizado. Peor aún: acababa de enamorarse.

—Lo siento mucho —le dijo—. Esto es lo que pasa por querer ayudar…

—Hay males mayores —lo tranquilizó ella, con una sonrisa.

 

*

 

Mientras se duchaba, un mes después de la fiesta de cumpleaños, Greg seguía recordando lo que le había dicho Sophie: «Hay males mayores…», pero ese mal era lo que a él se le había metido dentro. Al día siguiente de la celebración, mientras paseaba por el bosque con Sandy, el golden retriever de la familia, descubrió que podía llegar hasta la parcela de los Braun cruzando a través del bosque. Desde allí había una vista insuperable al interior del cubo de cristal. Greg no pudo resistirse a observar a los Braun sentados en el salón. Volvió al día siguiente al amanecer, so pretexto de ir a hacer footing con el perro. Vio a Sophie de pie, en la ventana. Desde entonces, regresaba todas las mañanas.

Greg se vistió y bajó a la cocina. Entretanto, los niños se habían levantado y estaban desayunando. Les dio un beso, se sentó a la mesa y se esforzó, como cada mañana desde hacía un mes, para convencerse de que todo iba a ir bien y de que aquel era su sitio, junto a ellos.

Pero faltaban veinte días exactos para que su vida diese un vuelco.

 

El día del atraco
Sábado 2 de julio de 2022
9.31 h

 

 

 

El Pasamontañas empujó al dependiente y al encargado a la trastienda. La Gorra obligó al vigilante de seguridad a cerrar con llave la puerta del local antes de arrastrarlo también a él adonde no pudieran verlo. Si alguien pasaba delante del escaparate, tan solo vería un local vacío.

Quedaban seis minutos.

Capítulo 2
Diecinueve días antes del atraco

 

 

 

DOMINGO 12 DE JUNIO

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SÁBADO 18 DE JUNIO
(FIN DE SEMANA EN SAINT-TROPEZ)

DOMINGO 19 DE JUNIO
(FIN DE SEMANA EN SAINT-TROPEZ)

LUNES 20 DE JUNIO (CUMPLEAÑOS DE SOPHIE)

 

 

 

 

 

7.30 h, en la Casa de Cristal.

Mientras Sophie terminaba de arreglarse en la planta de arriba, Arpad, delante de los fogones, apilaba tortitas para deleite de sus hijos, que lo miraban desde la barra encimera de la cocina. A todas luces de muy buen humor, les estaba ofreciendo uno de esos números que solo él sabía hacer: mandaba las tortitas por los aires de una sartén a otra y las atrapaba al vuelo mientras hacía muecas que desataban la hilaridad de su prole.

—Normalmente solo comemos tortitas los fines de semana —comentó Isaak, con la autoridad de sus casi siete años—. ¿Es una ocasión especial?

—¡Es fiesta! —gritó entusiasmada Léa, de cuatro años.

—La vida es una fiesta —recalcó Arpad.

Sophie apareció en la cocina.

—Papá tiene razón —dijo—. La vida es una fiesta. Que no se os olvide nunca.

Dio un beso a los niños y se abrazó a su marido, que le tendió una taza de café. Acurrucada contra él, contemplaba dichosa su pequeño mundo.

—Si la vida es una fiesta, ¿por qué tenemos que ir al cole? —preguntó Isaak.

—Parece que tenemos aquí a un filósofo —rio Arpad.

—¿Qué significa «fisólofo»? —quiso saber Isaak.

—Lo sabrás si sigues yendo al cole —replicó Sophie.

—¿Y quién nos va a llevar? —inquirió Léa.

—Puedo hacerlo yo —propuso Arpad a Sophie.

Vestía aún la ropa de deporte y saltaba a la vista que no estaba ni mucho menos listo para ir al banco.

—¿Te has quedado sin trabajo? —bromeó Sophie.

Él se echó a reír.

—Tenía que ir a desayunar con un cliente inglés que perdió el vuelo anoche. Voy a aprovechar para salir a hacer footing y llegar un poco más tarde.

Sophie miró la hora.

—Me parece bien que lleves a los niños. Esta mañana tengo una reunión importante y aún debo prepararme.

Dejó la taza humeante en la encimera y dio un beso cariñoso a cada uno de los suyos. Se adentró por el pasillo de cristal que llevaba directamente al garaje, se subió al coche y se marchó de su miniparaíso.

Al cabo de unos minutos, pasó por delante de la escuela primaria de Cologny. Era temprano y los alrededores estaban desiertos. Aminoró la marcha a la altura de la parada de autobús, buscando la silueta de Karine. Gracias al cumpleaños de Arpad, las dos mujeres no solo habían congeniado, sino que habían descubierto que trabajaban muy cerca la una de la otra, en la calle de Le Rhône. La tienda de moda se encontraba a unas decenas de metros del edificio que albergaba el bufete de Sophie. Desde la fiesta, esta última llevaba a Karine en coche siempre que la veía en la parada del autobús. El trayecto compartido ofrecía a las dos nuevas amigas la oportunidad de pasarlo bien juntas. Sophie cayó en la cuenta cuando, al no ver a Karine esa mañana, notó una pizca de decepción. Le gustaba su compañía. Era una mujer directa, que actuaba sin disimulos ni cálculos. Sus jugosas anécdotas convertían el viaje hasta el centro en un rato agradable.

Sophie dejaba el coche en el aparcamiento subterráneo de Mont-Blanc, donde tenía una plaza de alquiler anual, y ambas subían por las escaleras mecánicas que llevaban al muelle del Général-Guisan, frente al lago Lemán y a las bandadas de gaviotas y cisnes blancos a los que los transeúntes daban de comer. Andaban juntas unos metros más y se separaban en la calle de Le Rhône.

 

Esa mañana, al tiempo que Sophie aparcaba en su plaza de Mont-Blanc, en Cologny, en la cocina de la Verruga, Karine le montaba un número a Greg mientras sus hijos los miraban y se comían los cereales. El motivo de la discusión era el nuevo horario de Greg para salir a hacer footing: hasta entonces, solo corría de vez en cuando por la mañana y, cuando tocaba, salía muy temprano y volvía a tiempo para estar listo antes de que se despertaran los niños. Ahora bien, desde hacía un mes no solo corría todas las mañanas sin excepción, sino que, sobre todo, había retrasado la hora de salir de manera que Karine acababa sistemáticamente sola con los dos críos y llegando tarde al trabajo.

—¡Sales a correr demasiado tarde! —le echó en cara a su marido.

—¡Esta mañana he salido a las seis menos cuarto! —se defendió Greg.

—¡Y en lo que el señor tarda en ducharse, arreglarse y bajar a desayunar tranquilamente, a mí me toca todo lo demás! ¿Por qué has cambiado de horario? Cuando salías a correr a las cinco todo iba sobre ruedas. Y decías que te gustaba eso de salir temprano.

—Era demasiado pronto, estoy molido. ¡Tengo derecho a dormir un poco!

—¡Y yo tengo derecho a un poco de ayuda!

—Alguien tendrá que pasear al perro —objetó Greg.

Sandy, el golden retriever, había llegado con la inauguración de la casa: una idea pésima. El jardín diminuto de la Verruga no le ofrecía espacio suficiente para desfogarse.

—¡Sandy no necesita pasarse una hora corriendo por el bosque!

—Pero yo necesito tomar el aire por las mañanas, antes de toda la presión del curro.

—¡Pues toma el aire por la noche, cuando no retrases a todo el mundo! Voy a llegar otra vez tarde a la tienda. ¿Quieres que me despidan?

Greg procuró calmar las aguas:

—Lárgate —dijo—. Yo me encargo de los niños. Puedo llegar al curro un poco más tarde.

Karine dio un beso a sus hijos, hizo caso omiso deliberadamente de los labios de su marido y se marchó.

El aire fresco le sentó bien. Caminó a paso ligero hasta la escuela y se quedó en la parada del autobús, con la esperanza de ver llegar a Sophie. Le gustaba su personalidad fácil y despreocupada. Admiraba la soltura con la que iba deslizándose por la vida, mientras que ella tenía la sensación de tropezarse con todos los obstáculos. Y no era cuestión de dinero, sino de carácter.

Cuando llegó el autobús, el coche de Sophie seguía sin aparecer. Karine se subió, se sentó en la parte de atrás y sacó del bolso un paquetito, una nadería que había comprado el día anterior para Sophie. Lo desenvolvió y dejó al descubierto un vaso isotérmico, ideal para los trayectos en coche. Sophie decía que nunca le daba tiempo a terminarse el café antes de salir de casa. Karine se sintió de pronto un poco ridícula, sentada en el autobús, con el regalo en la mano. Le faltaba muchísima confianza en sí misma.

 

Poco después de que pasara el autobús, Arpad, que iba con la ropa de deporte, dejó a Isaak y Léa en la escuela de Cologny. Acababa de empezar a correr cuando se topó con Greg, que volvía también de llevar a sus hijos a clase.

—¿Tienes tiempo para un café? —le propuso Arpad.

Greg echó un vistazo al reloj de pulsera para calcular cuánto retraso llevaba ya, y decretó, con sonrisa pícara:

—Venga, me apetece. De perdidos al río… Pero no quiero quitarte de correr…

—Ya lo haré a última hora.

—¿Tu mujer te deja correr cuando quieres?

—Sí, ¿por qué?

—Por nada.

Los dos hombres se sentaron en un salón de té cercano y pidieron sendos expresos. Greg se sintió de pronto de lo más a gusto. Tenía que ver con la presencia de Arpad, su despreocupación, su desconcertante capacidad para planear salir a hacer footing una mañana de diario y acabar sentado delante de un café. El día a día de Greg, en cambio, consistía en rigor y obligaciones. Entre los niños y el trabajo, tenía la sensación de que no le daba tiempo a nada. Y, cuando podía cogerse unos cuantos días libres para recuperar las horas extra, Karine se las apañaba para mandarlo a hacer recados o pedirle que arreglase algún mueble o llevase a Sandy al veterinario.

Arpad hablaba con Greg, entre sorbo y sorbo de café, pero este estaba demasiado ocupado observándolo como para escucharlo. A pesar de las apariencias, ambos tenían mucho en común: los dos eran buenos padres y maridos atentos. Pero para Greg saltaba a la vista que Arpad tenía algo más. Una forma de superioridad natural. Lo envidiaba por eso. Lo envidiaba sobre todo por Sophie.

—¿A ti qué te parece? —preguntó Arpad, trayendo a Greg de vuelta a la conversación.

Greg no tenía ni la más remota idea de qué estaba hablando Arpad. Contestó:

—Que me vendría bien ser un poco más como tú.

Arpad se rio:

—¿Es decir?

—¡Tener una vida con horarios flexibles, mejor sueldo y todo lo demás, vamos!

—No te creas, que yo también tengo mis propios marrones. Créeme, en el banco la mayoría de los clientes son unos tocapelotas que nunca están satisfechos. Te piden que inviertas por ellos para que cargues con toda la responsabilidad. Cuando la cosa va bien, les parece que es lo normal. Pero, cuando los mercados andan revueltos, la culpa es tuya.

—No me refería solo al curro. También la familia…

—Tampoco es todo de color de rosa. Donde hay hijos, hay problemas. Y Sophie y yo también nos enzarzamos de vez en cuando.

«Venga ya —pensó Greg—, que sé cómo te despierta por las mañanas».

—Por cierto —prosiguió Arpad—, Sophie cumple los cuarenta dentro de una semana, y todavía no sé qué voy a regalarle. Se agradece cualquier sugerencia.

Greg señaló el Rolex de oro regalo de Sophie que Arpad llevaba en la muñeca:

—Habrá que igualarlo.

Arpad no contestó nada.

—¿Vais a celebrar una fiesta en casa? —siguió diciendo Greg.

—Ni idea. Sophie asegura que no quiere hacer nada del otro mundo. Vamos a pasar el fin de semana a casa de sus padres, en Saint-Tropez, para celebrarlo en familia. Ya iremos viendo el resto.

Greg se fijó en la hora que marcaba el Rolex y se puso de pie.

—Me voy pitando —dijo.

—Yo también. Lárgate, yo invito al café.

Arpad pagó la cuenta y se obligó a correr un rato. Luego volvió a la Casa de Cristal, se duchó, se puso un traje de corte impecable y se marchó en su Porsche. Llevaba tiempo devanándose los sesos con los cuarenta años de Sophie: quería corresponder con un regalo único y original, cuyo valor simbólico fuera mayor que el económico. Pero, desde aquel maldito Rolex, se preguntaba si, bien pensado, no debería regalarle a Sophie una joya. Apurado, decidió dar una vuelta rápida por la calle de Le Rhône, la arteria de Ginebra donde se concentraban todas las joyerías y las marcas de lujo: quizá le llegara la inspiración mirando escaparates. Aparcó a la altura de la plaza de Longemalle y fue andando calle arriba, con la esperanza de no toparse con su mujer. Pasó rápidamente por delante de las tiendas de relojes y aflojó el paso frente a las lunas de las joyerías. ¿Una pulsera? ¿Un colgante? No las tenía todas consigo. En el escaparate de la tienda de Cartier vio un anillo en forma de cabeza de pantera, tallada en oro y engarzada de diamantes, con dos esmeraldas pequeñas por ojos. Arpad se quedó subyugado con la belleza y la perfección de ese objeto. La pantera era ella. Entró de inmediato en la tienda. En ese momento, no podía imaginarse las consecuencias de aquel hallazgo.

 

Al final del día, cuando Sophie salió de su bufete, no se fijó en el hombre que llevaba varias horas acechándola. Era el conductor que había llegado la víspera al volante del Peugeot gris de ocasión con matrícula francesa. Se dirigió apretando el paso al aparcamiento de Mont-Blanc para coger su coche. El hombre la siguió discretamente, como un depredador.

La caza podía dar comienzo.

El día del atraco
Sábado 2 de julio de 2022
9.33 h

 

 

 

Era un ballet perfectamente orquestado.

El Pasamontañas mantenía a raya a los rehenes encañonándolos con la recortada; por su parte, la Gorra ataba de pies y manos al vigilante y al dependiente con unas bridas de plástico. El único que se libró de las ligaduras fue el encargado. Los atracadores sabían muy bien lo que estaban haciendo.

La Gorra se lo llevó a rastras hasta la caja fuerte principal mientras el Pasamontañas vigilaba a los rehenes en el cuarto.

Aún quedaban cuatro minutos.

 

Capítulo 3
Dieciocho días antes del atraco

 

 

 

DOMINGO 12 DE JUNIO

LUNES 13 DE JUNIO

→ MARTES 14 DE JUNIO DE 2022

MIÉRCOLES 15 DE JUNIO

JUEVES 16 DE JUNIO

VIERNES 17 DE JUNIO

SÁBADO 18 DE JUNIO
(FIN DE SEMANA EN SAINT-TROPEZ)

DOMINGO 19 DE JUNIO
(FIN DE SEMANA EN SAINT-TROPEZ)

LUNES 20 DE JUNIO (CUMPLEAÑOS DE SOPHIE)

 

 

 

 

 

 

19.30 h, en Cologny.

El autobús dejó en la parada del centro del municipio a una viajera habitual: Karine. Se dirigió caminando hacia la Verruga, con paso cansado. Había tenido un día muy largo, casi todo el rato de pie para enseñarles ropa a los clientes o acuclillada para ayudarlos a probarse zapatos. Le dolían los pies, la espalda y la cabeza. Por si fuera poco, el trayecto de vuelta había sido particularmente desagradable: el autobús estaba hasta los topes y había acabado espachurrada entre los demás pasajeros, dando tumbos a merced de los frenazos y acelerones. Cuando vivían en su antiguo piso, podía volver a casa andando. Quince minutos a pie siguiendo las orillas del lago Lemán. Siempre era un rato agradable, hiciera el tiempo que hiciese. Pero aquel autobús infernal… Y eso que Sophie le había propuesto llevarla a casa al final de la jornada, aunque, como la tienda cerraba a las siete, siempre salía de trabajar muy tarde.

Al llegar a la Verruga, Karine se fijó en que el coche de Greg aún no estaba allí: se habría quedado haciendo horas extra. Cómo no… Lo cual significaba que la cena no estaba lista. Tuvo un momento de desánimo delante de la puerta de su casa. Al cabo, entró. En el saloncito desordenado, los dos chicos gritaban y se peleaban mientras Natalia, la canguro, los miraba impotente.

Natalia, de veinte años, se pasaba casi todo el rato haciéndose selfis. No recogía, ni limpiaba, ni guisaba («Estoy aquí para cuidar de los niños»), pero, como decía Greg: «Es de toda confianza, y eso es lo que importa». Y, por encima de todo, aceptaba un sueldo increíblemente bajo que les convenía a todos: Karine y Greg se lo podían permitir y Natalia cobraba por estar jugando con el móvil mientras los niños zascandileaban hasta que sus padres volvían a casa.

Karine relevó a Natalia, mandó a los chicos a la ducha y se puso a cocinar. Tras pasar revista a la nevera, renunció a cualquier cosa que hubiera que pelar, limpiar y cortar, y se decantó por una lasaña congelada. Había una botella de vino abierta y se sirvió una copa. No estaba muy allá, pero le daba igual. Mientras el horno se calentaba, despejó la pila de cacharros sucios («Gracias, Natalia») y lavó el vaso isotérmico que había comprado para Sophie y que había acabado usando ella. El móvil empezó a sonar: era precisamente Sophie. Karine se apresuró a contestar.

—Esta mañana te me escapaste en la parada del autobús —se lamentó Sophie.

—Otra vez salí de casa a las tantas —suspiró Karine—. Los niños y demás. Greg y su puñetero footing…

Karine entreoyó algo de música de fondo, se imaginó que Sophie estaba en un concierto. Puede que en la ópera.

—¿Te pillo en mal momento? —preguntó.

—Qué va, además, soy yo quien te ha llamado a ti —observó Sophie.

—Es que, como estoy oyendo música clásica de fondo, pensaba que…

—Nos la está infligiendo Arpad —explicó Sophie guiñándole el ojo con sorna a su marido, que se afanaba en los fogones.

Ella estaba paladeando una copa de vino, hecha un ovillo en el sofá del salón. Arpad, desde la barra encimera de la cocina, les recordó a su mujer y a su interlocutora: «¡El que hace la cena elige la música!».

—¿Tu marido cocina? —preguntó Karine.

—Dice que lo relaja.

—El hombre perfecto.

Mientras hablaba, contempló el desorden de su casa y la lasaña precocinada. Los chicos bajaron en tromba de la planta alta, gritando más fuerte. Solo estaba al otro extremo de la línea telefónica, pero se sentía como en otro mundo.

—Tengo que dejarte —dijo Karine—, tengo a dos niños medio desnudos y hambrientos en el salón.

—Me suena —sonrió Sophie.

—Lo dudo. Tú en el salón tienes una orquesta sinfónica, mientras que yo tengo un zoo.

Sophie se echó a reír:

—¿Te recojo mañana? —preguntó.

—Si consigo estar lista a tiempo…

—Te recojo en tu casa. Tocaré el claxon cuando llegue y dejas que Greg se las apañe solo. Hasta mañana, preciosa.

Sophie la había llamado «preciosa». Hacía mucho tiempo que nadie se lo llamaba. Karine agarró el vaso isotérmico y decidió envolverlo otra vez. Había bebido en él, pero aun así podía regalárselo, ¿no?

 

Esa noche, en la Casa de Cristal, la familia Braun cenó lo que había preparado Arpad. Acto seguido, Isaak y Léa se

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