El final de la historia

Fragmento

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1.

 

 

 

—¿Le gustan los misterios?

Nicky desvía la mirada hacia el espejo retrovisor. El taxista la está observando a través de unos cristales redondos y gruesos como vasos de chupito.

—Parece que está leyendo una novela de misterio —añade con voz ronca.

El coche pasa por encima de un bache y da una sacudida.

Ella levanta el libro.

—Agatha Christie, Asesinato en Mesopotamia.

Al hombre le apetece hablar, y a Nicky le apetece complacerlo. Su trabajo debe de ser solitario.

—¿Fuma?

—No, señor.

—Bien hecho —responde él con un cigarrillo entre los dientes—. Es demasiado guapa para morir joven.

Luego lo enciende con un Zippo maltrecho y Nicky pulsa el botón de la ventanilla. Un aire frío y húmedo golpea el asiento trasero. Nicky sube de nuevo la ventanilla hasta que solo queda una abertura de algo más de un centímetro, ladea la cabeza hacia el cristal y ve su reflejo en él: el rímel de las pestañas y el lápiz de labios brillante. No es muy guapa; lo sabe y no le importa demasiado.

El coche da otra sacudida y se le cae el bolso al suelo.

—Creo que ha chocado con la acera.

—Ya, bueno. —El hombre mira por el parabrisas—. Me sorprende que estén aterrizando aviones. Es un milagro que haya tocado tierra.

Para Nicky, que no es una voladora nata, siempre es un milagro tocar tierra. Mirando hacia delante, ve una marea inmóvil de niebla vespertina, lustrosa como una perla bajo la luz de los faros.

—Días grises de junio. Seguro que allá por el este no tienen este clima.

—No.

«Allá por el este» le suena increíblemente lejano y mítico.

El hombre suelta un gruñido de satisfacción y pone el intermitente antes de doblar la esquina y acelerar cuesta arriba. Nicky se aferra al cinturón de seguridad.

—Misterios, como le decía. —El humo sale de su boca y se arremolina en el aire frío—. Hay muchos misterios en San Francisco. ¿Ha oído hablar del asesino del zodiaco?

—No lo atraparon nunca.

—No lo atrapa… Eso es. —Lo ve fruncir el ceño por el espejo retrovisor. Nicky se calla; es su ciudad, su historia—. Es nuestro Jack el Destripador. Luego pasó lo del Romance of the Skies. Era un avión de pasajeros que desapareció en los años cincuenta. Iba a Hawái y… —Da una calada al pitillo—. Y se esfumó.

El taxista exhala el humo.

—¿Qué le ocurrió?

—¿Quién sabe? Y lo mismo con el dirigible fantasma. Fue en tiempos de la guerra. Un par de soldados se montan en un Goodyear y, cuando se estrella en Daly City, no hay nadie a bordo. ¡Es un misterio como ese de ahí! —Aletea una mano hacia la derecha—. La casa más antigua de Pacific Heights.

Nicky ve una casa blanca de estilo victoriano con unas ventanas enormes y un poco apartada de la calle, como si hubiera retrocedido sobresaltada.

—La construyeron cincuenta años antes del terremoto —explica el taxista con aire jactancioso—. Era una casa de mediana edad y sobrevivió.

—Parece sorprendida —comenta Nicky—. Como si no pudiera creerse que todavía siga en pie.

El taxista vuelve a soltar un gruñido.

—Yo tampoco me lo puedo creer.

Siguen adelante. A ambos lados, señales de tráfico blancas centellean entre la niebla, dedos fantasmas señalando el camino: «Por aquí, continúe».

—¿Dice que es de Nueva York?

—Sí.

—Pues este es el barrio más caro del país.

Las casas bordean la calle, espectrales en la bruma: damas del siglo XIX, esbeltas y primorosas, vestidas en tonos pasteles; una expansión de estilo español rebosante de hiedra; una falsa Tudor, madera y yeso sobre mampostería en espiguilla; y dos Reina Ana con molduras de madera que parecen blondas.

—Algunos de los dueños son del mundo de la tecnología —le explica el taxista—. Google, Uber. Le diré una cosa sobre Uber… —Frunce el ceño, pero no le dice una cosa—. Todavía queda mucha gente rica de toda la vida por estos lares.

Más adelante, el vapor acecha las calles. Cabalgan sobre oleadas de pavimento que ascienden y descienden. A Nicky se le corta el aliento.

—En San Francisco también tenemos escritores de novelas de misterio. Dashiell Hammett vivía ahí, en Post Street.

Otra señal se abre paso a través de la niebla, instándolos a continuar su avance. «Siga adelante. Por aquí».

—Ah, le cuento otra —dice el taxista mordisqueando el cigarrillo—. Un escritor de misterio vivía en… ¿Dónde era? ¿Pac Heights? En algún lugar increíble. En fin; una noche desaparecieron la mujer y el hijo del hombre.

Nicky se estremece.

—Sin dejar rastro. Como ese avión. Debe de hacer veinticinco… No, veinte años. La Nochevieja de 1999.

Las palabras flotan en una nube de humo, cabeceando como boyas.

—¿Qué les pasó?

—¡Nadie lo sabe! Algunos sospechaban del hermano del escritor o de su mujer, o tal vez de ambos. Algunos juraban que fue su hijo. El hijo del hermano, quiero decir. Había empleados también, un chico y una chica. Pero la mayoría de la gente… —Doblan una esquina—. La mayoría cree que fue el propio escritor. Ya hemos llegado —anuncia mientras el taxi se detiene con un chirrido de frenos, y Nicky se inclina hacia delante y se le cae el libro del regazo.

Observa al taxista apearse y rodear el coche hacia el maletero; la punta del Marlboro brilla en la niebla como un fuego fatuo.

Nicky guarda el libro en el bolso. Inspira profundamente y tose; la cabina del coche huele como un brasero. Luego abre la puerta y se adentra en la niebla. La calle es una ciudad fantasma, los cascos de las casas meras sombras, fachadas que parecen calaveras mirándose a un lado y otro de la calzada. Vuelve a estremecerse.

—Ha venido preparada con ese jersey —dice el taxista cuando se cierra la puerta detrás de ella con un ruido seco.

Nicky se inspecciona a sí misma. Es su prenda más cara: cachemira de color carbón, una prenda sencilla con cuello de pico y recién lavada en seco. En algún lugar sobre Nebraska se derramó una cerveza por encima. Ve que los vaqueros siguen llenos de pelos de perro ásperos, a pesar de que se pasó toda una zona horaria intentando quitarlos con unas pinzas.

Cuando vuelve a levantar la vista, el taxista está contemplando boquiabierto la pronunciada pendiente que forma el camino de entrada y se vuelve hacia Nicky.

—Es esa casa —dice—. La casa misteriosa. ¿Lo sabía?

—Culpable.

Y se siente así.

—Vaya. Y me ha dejado chismorrear.

—No quería interrumpir —le dice amablemente.

No era su intención engañarlo, pero lo ha leído todo acerca de la esposa y el hijo que desaparecieron; ahora sabe tanto como cualquiera. O casi.

El taxista da una calada al cigarrillo y lo lanza a la calle. La colilla forma una pequeña cola de cometa.

—No me diga. ¿Viene de visita?

El taxista echa un vistazo a su equipaje, una pequeña maleta con ruedas y un baúl antiguo con cierres de cuero, tachuelas y pegatinas de viajes.

—Con fecha límite.

Mete una mano en el bolso y saca tres billetes de veinte y uno de cinco.

El hombre acaricia los billetes.

—Ya no se ve mucho dinero en efectivo.

—Soy chapada a la antigua.

—¿Y no tiene miedo? ¿No cree que los mató él?

Lo dice en voz baja, como si estuviera preguntándole a Nicky si no ha bebido demasiado.

—Espero que no —responde ella alegremente.

—Bueno, disfrute de su misterio.

Cuando pasa junto a ella despidiendo olor a nicotina, Nicky se pregunta si se refiere al asesinato en Mesopotamia o a la desaparición en San Francisco. Cuando se acomoda en el asiento delantero, el coche resopla, y el taxista también.

—Disfrute también de la ciudad —le dice—. Ciento treinta kilómetros cuadrados rodeados de realidad.

La puerta se cierra de golpe.

Nicky se queda mirando su equipaje, dando la espalda al vehículo. El motor se aclara la garganta, el tubo de escape escupe gases contra su pierna y lo oye alejarse.

Cuando se da la vuelta, la niebla se le ha echado encima, helada, suave y quieta como un espejo, como si el taxi y su conductor nunca hubieran estado allí.

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2.

 

 

 

Está rodeada de niebla, con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos alrededor de los hombros: abrazándose a sí misma, como es su costumbre cuando está excitada o ansiosa, o ambas cosas. Detrás de ella siente que la casa contiene la respiración. Ella también contiene la suya.

Nicky no suele ser muy teatral —entre sus amigos es conocida como la más dulce y cuerda—, pero ha esperado cinco años para presentarse. Su mente rebobina: los últimos cinco veranos, un borrón azul eléctrico; los últimos cinco inviernos, Manhattan bajo la nieve; cinco años exactamente, este mismo mes, cuando escribió aquella primera carta.

«Querido señor Trapp: usted no me conoce…».

De adolescente, Nicky había enviado cartas a novelistas de misterio para suplicarles opiniones y autógrafos; más tarde, durante sus estudios de posgrado, hubo cartas más reflexivas y preguntas más inquisitivas. Sigue al día con los pocos que están dispuestos a abandonar sus pantallas y echar cartas al buzón. Nicky, una sentimental, valora la pluma y el papel. La tinta se hunde en la hoja, indeleble como una cicatriz; el correo electrónico es aliento sobre cristal, una disolución instantánea.

Luego, a últimos de julio, un sobre azul claro con su nombre marcado profundamente en el papel: «Sr. o Sra. Nicky Hunter».

Inspeccionó la solapa, la dirección de San Francisco. Esbozó una tímida sonrisa.

Durante tres semanas, preparó una respuesta antes de contestar por fin («Estimado señor Trapp: en realidad soy una mujer»). Otro mes, otro sobre azul. Y así hasta el otoño, el invierno y el Año Nuevo, y cuatro más —un párrafo o dos de ella, quizá, unas pocas frases de él— hasta su última correspondencia, mecanografiada con esa misma tinta agrietada, las letras agitándose y empujándose como pasajeros en el mar. Estamos deseando recibirla en nuestra casa.

Se frota los brazos y gira lentamente. La niebla se ondula, se abre como si fuera una cortina y deja entrever la casa, que se yergue sobre Nicky formando una gran ola gélida.

Estilo château en un suave color crema, construida por Bliss y Faville en 1905, el año antes del terremoto; desde entonces, solo ha albergado a cuatro familias, incluyendo a los ocupantes actuales. «Una de las mansiones más elegantes de Pacific Heights, con unas vistas espectaculares del puente Golden Gate», entonaba Architectural Digest en un artículo titulado «La casa misteriosa». «Grandiosa en sus proporciones, refinada en su decoración y celosamente custodiada por el señor de la mansión». El artículo te dejaba sin aliento, al punto de provocar asma.

Y eso no es todo: más de mil doscientos metros cuadrados repartidos en cuatro plantas. Siete dormitorios. Ocho cuartos de baño. Una biblioteca revestida de nogal que aloja unos seis mil libros; un patio con parterre y un estanque koi hundido. Suelos de roble blanco en todas las estancias. Ventanas abuhardilladas que asoman desde el empinado tejado de pizarra. Un vestíbulo abovedado. Una muestra espectacular de acabados exóticos.

Nicky observa la puerta principal, impregnándose de toda esa elegancia, de toda esa magnificencia. Y, allí dentro, el autor que más la intriga. Está emocionada como una niña pequeña.

Trece escalones ascienden en una suave superficie de mármol. Nicky los escruta y cuadra los hombros. Su cuerpo es ligero y enjuto a la vez, menudo y llano. Hace cinco años, cuando empezó a boxear, Nicky Hunter —una persona feliz, una blandengue dada a los abrazos— descubrió un talento para la violencia.

Levanta el baúl y, con la maleta bajo el otro brazo, sube los empinados escalones delanteros.

Deja el equipaje en el descansillo. De la puerta sobresale una aldaba de bronce negro: un signo de interrogación, extravagantemente rizado e hinchado en la parte superior, como la cabeza de una cobra. Nicky sigue la curvatura con una mano y luego apunta con un dedo al timbre.

El carillón grita y calla de nuevo.

«Querido señor Trapp: usted no me conoce, pero he detectado un posible error en su novela…».

El rápido chasquido de una cerradura. Nicky da un paso atrás.

La puerta se abre.

Ante ella, iluminada por una luz ámbar, se encuentra la mujer más hermosa que haya visto jamás.

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3.

 

 

 

Mientras sirve té Darjeeling, Nicky la examina.

Parece iluminada desde dentro, como una dama farol. Algo más de cuarenta años, pestañas pobladas y unos labios con forma de corazón. El cabello le cae por encima del hombro. Un discreto vestido azul celeste para una mujer discreta, a pesar de su magnificencia: sonrisa tímida y una pierna cruzada recatadamente sobre la otra. Su voz («¿Leche o azúcar?») es pausada, como si hubiera acumulado polvo por el desuso.

Diana alza la vista y los ojos de Nicky recorren abruptamente el salón: el papel con estampado de mariposas, las lámparas de pie flanqueando los sofás y la lámpara de araña en miniatura. A través de dos ventanas francesas puede vislumbrar el patio, tenue bajo la luz mortecina. En una pared hay una estantería estrecha, y, bajo sus pies, una alfombra persa artísticamente deteriorada. «Siempre hemos sido ricos».

O el tiempo suficiente, al menos.

—¿Qué tal ha ido…?

Deja la pregunta a medias. El acento de Diana es como la niebla, inglés y suave en los bordes.

—Accidentado.

—¿Todo el trayecto desde Nueva York?

—Desde el aeropuerto. No podíamos ver ni a un metro de distancia. Tenía la sensación de que me estaban llevando a un lugar misterioso. Como en El dedo pulgar del ingeniero.

Diana parpadea educadamente.

—Sherlock Holmes —añade Nicky.

—Ah.

—Hay un ingeniero… No, gracias; solo leche. Hay un ingeniero que va de la estación de tren a una casa misteriosa a más de treinta kilómetros de distancia. Las ventanas del carruaje son oscuras y el viaje se le hace eterno. Entonces, ya en la casa, sus clientes intentan asesinarlo. Muerte por prensa hidráulica. Más tarde, Holmes se da cuenta de que la casa se encontraba cerca de la estación ferroviaria. El viaje en carruaje era una artimaña: el ingeniero había recorrido diez kilómetros de ida y otros tantos de vuelta.

Diana frunce los labios.

—Confieso que no soy tan fanática de los misterios como usted —dice en un tono que, en efecto, suena a confesión—. Como ustedes dos. —Ahora frunce el ceño—. Lo de fanáticos no lo digo en el mal sentido.

—No me lo tomo a mal. ¿Qué le gusta leer?

Diana nombra a un premio Nobel y a dos novelistas franceses.

—No tenemos nada en común —responde Nicky.

—Bueno, di clases de francés durante años. También de latín. Pero he leído algunos de sus trabajos: el ensayo sobre Edgar Allan Poe, según recuerdo, y Ngaio Marsh. Tiene usted un toque muy humano. Supongo que tendemos a pensar que los escritores de novelas policiacas son asesinos en potencia, ¿no? ¿Homicidas frustrados? Pero eso me dio ganas de conocerlos. También me dio ganas de leer sus libros. —Bebe un sorbo—. ¿Y supervisa escritura de misterio?

—Ofrezco un seminario sobre novela policiaca en el semestre de primavera. Por lo demás, los chicos pueden escribir lo que quieran. Ficción literaria, normalmente. Les recuerdo que muchas de las grandes novelas estadounidenses son historias sobre crímenes. Lolita. Matar a un ruiseñor. Hijo nativo. El gran Gatsby es una novela policiaca. El detective no lleva placa ni sombrero de fieltro, pero aun así intenta resolver un misterio.

Diana bebe un trago de té, y Nicky se mira el regazo y quita un pelo de perro de una rodilla. Promete hablar menos.

—Ay, he traído regalos —dice, hablando más, y abre la cremallera del bolso—. No he podido envolverlo muy bien…

A pesar de haberlo intentado durante cuarenta minutos, sacando la lengua entre los dientes como si fuera una niña que no quiere salirse de la línea al colorear. Es muy obvio que se trata de una lupa, pero Diana tiene la amabilidad de preguntar qué es antes de quitar el envoltorio.

—Oh, qué bonita. El mango es precioso. ¿De cobre? ¿Es antigua?

—De principios de la década de 1920.

—Sebastian estará encantado.

—Es lo menos que podía hacer, de verdad. —Nicky observa el vapor elevándose por encima de su té—. Les estoy muy agradecida —se oye decir, y mira de nuevo a Diana—. Este es un privilegio realmente extraordinario.

Una sonrisa, la más tímida contracción de los labios.

—¿Ha trabajado antes en un proyecto así? —pregunta Diana—. ¿En una biografía privada solo para seres queridos? —Hace un gesto para sí misma, vacilante, como si no estuviera segura de que es amada—. ¿Existe un término apropiado?

—Nunca. Y no que yo sepa.

—Muy propio de Sebastian introducir un giro de última hora. Le propuse, y espero que no le importe, que la escribiera él mismo, pero… —Se encoge de hombros—. Le preocupa no tener tiempo para hacerlo adecuadamente. Además, solo tiene su propia perspectiva. Quiere una historia con…

La frase se apaga de nuevo como una cerilla.

—Múltiples narradores —aventura Nicky.

—Exacto.

—¿Cómo está?

El platillo resuena cuando Diana lo deja sobre la mesa.

—Evidentemente, la insuficiencia renal no te mata hasta que… te mata. No te desplomas un día, sino que hasta el final todo sigue como de costumbre. Con más siestas. Así que unos meses, aproximadamente.

Nicky asiente.

—Aunque he aprendido a no subestimarlo nunca —dice Diana, acariciándose una espinilla con ambas manos—. Además, tiene muchas ganas de conocerla.

—No tantas como yo.

—Eso ya lo discutirán ustedes. Le encantan los sparring.

En ese momento suena el péndulo de un reloj desde otra habitación, y Diana mira la hora.

—¿Ha comido?

—No me importaría un sándwich —reconoce Nicky—. O un huevo frito.

—¿Qué tal ambas cosas? Le prepararé un croque madame. —Lo dice con acento francés. Diana se alisa el vestido al levantarse—. Un sándwich de jamón y queso con pretensi…

Entonces, una ola rompe en el salón.

Lo llena, lo inunda. Nicky tiene la sensación de que los muebles empezarán a flotar en una marea de sonido, de que las ventanas estallarán, de que la lámpara de araña se balanceará con una lluvia de cristales.

«¡Tráeme a la criatura!».

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4.

 

 

 

Se le para el corazón.

El eco llega desde el techo y fluctúa en el suelo, oscuro, pleno y atronador.

—No parece moribundo, ¿verdad? —comenta Diana, y Ni­cky capta el ocaso de un rubor en sus mejillas: una mujer encariñada con su marido—. Tenga cuidado en esta casa —aña­de—. El sonido viaja. No hay secretos.

Nicky se levanta, se cuelga el bolso del hombro, se limpia las manos contra los muslos (¿para qué sirve el sudor de las palmas?) y sale detrás de su anfitriona hacia la amplia bóveda del vestíbulo, donde las sandalias de Diana —discretas, naturalmente— repiquetean contra el suelo. Una gran escalera forma un abanico en la base, asciende hasta el segundo piso y se bifurca. Sigue a Diana en silencio hasta el descansillo.

Entre dos ventanas altas hay un cuadro. Es un óleo, pero tan claro y delgado que el efecto parece fotográfico. Nicky se detiene ante los retratados.

Una pareja en un banco: el hombre delgado como una espada, enfundado en un traje de color hueso, una corbata a la inglesa alrededor del cuello y una ceja muy arqueada; la mujer, sonriente, con pantalones de color arándano y polo azul marino sin abotonar. Junto al hombre hay una niña regordeta de unos trece años con un vestido blanco, su brazo entrelazado con el de él. En el regazo de la mujer hay un niño rubio con una camisa y unos pantalones idénticos a los de ella. Él también sonríe, mostrando unos dientes separados. En las manos sostiene una mariposa blanca de papel.

«Una noche desaparecieron la mujer y el hijo del hombre —había dicho el taxista—. La Nochevieja de 1999». Cuando Hope y Cole Trapp, esposa e hijo del aclamado escritor de novelas policiacas, desaparecieron en dos lugares distintos de San Francisco… y nunca más fueron vistos.

Palabras que, para Nicky, retumban como truenos en un escenario. Pero el misterio de los Trapp fue auténticamente sensacionalista. Una revista vendió el caso como «el acto de desaparición literaria más desconcertante desde los once días de fuga de Agatha Christie en 1926», y ahora, dos décadas después, sigue rondando internet, los cerebros de los taxistas e incluso a Nicky Hunter.

Diana gira a la derecha, pasando por delante de un tramo de escaleras, y de nuevo a la izquierda, lo cual lleva a Nicky por un pasillo en el que sus pisadas se ven amortiguadas por una alfombra roja. Una pared está llena de apliques, y el crepúsculo se cuela por una hilera de ventanas altas. La casa tiene forma de herradura, y sus extremos atraviesan el patio, donde un laberinto de setos que llegan a la altura de las rodillas se enrosca sobre sí mismo. A lo lejos divisa el estanque en la unión de dos muros y peces anaranjados como ascuas bajo la superficie.

Sus peces. Su laberinto. ¡Su casa! «El campeón del engaño», decían los críticos en tiempos pasados; el creador de Simon St. John, caballero y sabueso inglés (y su fiel bulldog francés, Watson); ella, su amiga por correspondencia estos últimos cinco años, y ahora está recorriendo sus pasillos.

Nicky puede sentir sus venas brillando como tubos de neón.

Llegan a una puerta de roble ligeramente entreabierta, en la cual hay un cráneo de marfil del tamaño de un puño con un lazo de metal entre los dientes y unas tibias cruzadas detrás. «Al hombre le gustan las aldabas, desde luego», piensa Nicky, mirando las cuencas de los ojos mientras Diana llama tres veces a la puerta y espera.

—Adelante.

La puerta traquetea.

Ambas entran en lo que solo puede describir como una cámara: profunda, amplia y alta, con suelo de madera y techo artesonado de nogal. Frente a Nicky hay varios ventanales con los cristales limpios, tras los cuales el Golden Gate salta a través de la oscura bahía. Pero la habitación —cavernosa, voraz— absorbe la luz del atardecer, se la come viva.

Las paredes están cubiertas de estanterías que van desde el suelo hasta el techo, quejumbrosas bajo el peso de seis mil libros, todos apretados como dientes. Allí, cerca del suelo, una colección de antologías encuadernadas en piel con el nombre John Dickson CARR grabado en letras doradas; más arriba, montones de libros azul claro (Gaslight Crime, Victorian Wo­men Sleuths, Locked-Room Mysteries) con las cubiertas astilladas y arrugadas; junto a su mano, una novela de Ellen Raskin en laminado brillante y lo que parece una primera edición de La piedra lunar, tres volúmenes en tela violeta. Fila tras fila de lomos agrietados, enmohecidos y tatuados con pequeñas letras que parpadean como polvo de oro en una mina.

«Espectacular —piensa Nicky—. Absolutamente espectacular».

Hay una escalera con ruedas apoyada en la pared; en la parte superior está enganchada a un raíl de bronce que se curva a lo largo del estante superior. Nicky sigue el raíl hasta el extremo más alejado y profundo de la habitación.

En la pared del fondo hay una chimenea con llamas ondulantes que parecen invitarla a arrodillarse a su lado. Nicky cree que empezaría a arder; es leña seca.

Y delante de la chimenea hay un viejo escritorio de madera.

Y, sobre el escritorio, una vieja máquina de escribir metálica.

Y, detrás de la máquina de escribir, un hombre viejo, pero más viejo de lo que parece. Nicky lo sabe. Se levanta con lentitud, desplegando como una navaja cada centímetro de su cuerpo increíblemente largo, e inclina la cabeza.

—Hola, señor o señora Hunter —dice—. Soy Sebastian Trapp.

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5.

 

 

 

—Siento haberla hecho esperar. Es una manera horrible de empezar una historia. No debe haber demasiados preámbulos.

Le habla a Nicky con una voz aterciopelada de barítono, rica, profunda y raspada, que se desliza sin esfuerzo por toda la habitación.

Nicky se sorprende al ver que está temblando.

De repente, la voz del hombre baja una octava.

—«He visto esos síntomas antes —prosigue, con un tono teatral—. Podemos suponer que la doncella está perpleja…».

Y, ahora, Nicky cae en la cuenta: Holmes, Un caso de identidad, donde el detective observa a su nueva clienta paseando por Baker Street. Nicky esboza una leve sonrisa.

—«Pero ahí viene ella a resolver nuestras dudas en persona» —añade Sebastian.

Desde atrás, Diana murmura:

—Después de usted.

Nicky avanza cautelosamente mientras él continúa hablando al otro lado del escritorio.

—«Siempre tiene cara de miedo —dice Sebastian—. Haría mejor en confiar en mí. Descubriría que soy su mejor amigo». —Ladea la cabeza—. «Pero, hasta que ella hable, yo no puedo decir nada».

Ahora, Nicky ve la silla larguirucha situada frente al escritorio y percibe los instrumentos dispuestos sobre el papel secante junto a la máquina de escribir: una soga en miniatura hecha de hierro forjado; un candelabro de bronce sin vela; una botella de veneno verde víbora, sin tapón y vacía; una daga, esbelta y plateada; y un revólver Webley-Fosbery automático. El arma predilecta de Simon St. John.

La mesa es de roble oscuro y su superficie está ocupada por una caja expositora de varios centímetros de profundidad y repleta de insectos, una mezcolanza de mariposas rojas, azules y rosa tropical, cada una de ellas clavada a un tablero de corcho, sus alas extendidas en señal de rendición.

Tres pasos más y Nicky se sitúa frente a él. Contiene el impulso de rodearse el torso con los brazos y se recuerda a sí misma que es solo un hombre. Un hombre que, como observaba un crítico, ha escrito «las mejores novelas policiacas desde la Edad de Oro». Un hombre cuyos libros la han asombrado durante años.

Es muy alto.

Además, tiene un porte aristocrático, con la nariz afilada como un sable, la barbilla cuadrada y hendida, unos pómulos que se le marcan bajo la piel y el pelo acerado. Lleva un traje de tres piezas de color gris y una corbata carmesí anudada al cuello. «Da la sensación de que comparte vestuario con el héroe de su serie, incluyendo el reloj de bolsillo», escribió alguien. Y ahí está, una fina cadena colgada desde el bolsillo del chaleco hasta un botón situado bajo el pecho.

—«¿Por qué ha venido a consultarme?».

Nicky no dice nada.

—Es mucho más habladora en sus cartas.

Nicky sigue sin decir palabra y el hombre entrecierra los ojos.

—¿Habla inglés? —pregunta en español.

—Es muy habladora —tercia Diana, que aparece al lado de Nicky—. Está emocionada por conocerte, eso es todo. —Le enseña la lupa—. Y ha traído un regalo precioso.

—Cuidado con los griegos que traen regalos —afirma Sebastian—. No es usted griega, ¿verdad?

Nicky niega con la cabeza.

—Tienes razón, esposa mía. No hay manera de hacerla callar.

—Si dejaras de citar a Agatha Christie…

—Conan Doyle —responden Sebastian y Nicky al unísono.

Diana levanta las manos.

—Volveré en unos minutos. Tienes que acostarte temprano, jovenzuelo.

Cruzan miradas mientras Diana se aleja. Las llamas cuchichean suavemente en la chimenea.

—¿Qué hay de Asesinato en el Orient Express? —pregunta por fin Nicky.

—¡Está viva! —Sebastian se sienta y le señala la silla—. Por favor. ¿Qué pasa con Asesinato en el Orient Express?

Nicky se pone el bolso en el regazo.

—Decía usted que no debería haber demasiados preámbulos en una historia, pero esa historia es básicamente una serie de entrevistas.

—Al principio no. Al principio es ajetreo, bullicio y todos a bordo. Hay que levantar la cortina rápidamente, poner las cosas en movimiento. —Lanza una pluma estilográfica sobre su bloc de notas y Nicky la observa rodar por el cuero—. Así que vamos a acelerar el ritmo, ¿le parece?

Sebastian abre un cajón del escritorio, coge un sobre y saca la única hoja de papel que contiene.

Entonces, procede a recitar la primera carta de Nicky.

 

Querido señor Trapp:

 

Usted no me conoce, pero he detectado un posible error en su novela Niñito azul. ¡El mero hecho de mencionarlo parece un sacrilegio!

 

Sebastian se queda mirando a Nicky con seriedad.

 

En la página 222 de mi edición, St. John dice que La aventura del soldado pálido y La aventura de la melena de león son los únicos relatos de Sherlock Holmes narrados por Holmes en lugar del doctor Watson. A menos que me equivoque, El ritual de los Musgrave también está —técnicamente— narrado por Holmes.

 

Atentamente,

NICKY HUNTER

 

—Ahora mire su carta. No, observe primero el sobre.

Sebastian lo desliza por encima del escritorio.

Nicky mira el papel arrugado y la dirección del editor en su pulcra caligrafía. Las ondas difuminadas del matasellos. El sello de la mariposa, todavía vívido.

—Agradecí el Limenitis archippus —añade Sebastian—. Fue un detalle muy considerado. Igual que esto.

Agitando la lupa, inspecciona el sello a través del cristal.

—Es una monarca, ¿verdad? —dice Nicky.

El insecto predilecto de Simon St. John.

—Es un error habitual. Se trata de una virrey. Una imitadora. Evolucionó para parecerse a la monarca, que es venenosa, aunque los lepidopterólogos descubrieron hace tiempo que, de hecho, ambas especies son venenosas.

Nicky mueve la boca de un lado a otro. Es un hábito suyo desde que era niña. «Te dislocarás la mandíbula», le advertían siempre sus padres.

—¿Por qué imitar a otra especie venenosa?

—A lo mejor no es consciente de que es venenosa —responde Sebastian alegremente—. A lo mejor la virrey no es tan inocente después de todo. ¿Por dónde iba? Ah, sí: para mi quinto libro consulté a un grafólogo. Es un experto en caligrafía.

Nicky ya sabe lo que es.

Sebastian da unos golpecitos al papel de carta.

—Sus cartas han sido arrastradas por un viento del este. Se inclinan a la izquierda. Una personalidad rebelde.

Nicky espera.

—Aquí, en el sobre: «Sebastian» y «Francisco». —La plu­ma se mueve entre ambos nombres—. Pone los puntos de las íes a la izquierda del tallo. Eso indica que deja las cosas para más tarde.

Nicky sonríe amablemente.

—Y… —Pero algo parpadea en su expresión, como una llama detrás de un biombo, y vuelve a sentarse—. ¿En qué me he equivocado?

—Desde el principio. Soy zurda.

Sebastian se da una palmada en la frente.

—Por supuesto. Por supuesto.

—Así que la inclinación de las letras en realidad significa…

—… que sigue las reglas.

—Y los puntos de las íes…

—Que es metódica. Ah, la asaltante zurda. No lo vi venir. ¿Qué diría Simon?

—¿No es usted quien controla lo que dice Simon?

—Ya no nos dirigimos la palabra. ¿Tiene calor? Es una hoguera de gas, pero desprende bastante calor.

—Estoy bien —dice Nicky, que tiene la frente húmeda.

—Perfecto. La chimenea siempre está encendida. Me gusta el fuego. —Los ojos de Sebastian se desvían hacia el sobre. Sonríe y toca el matasellos—. ¿De verdad han pasado cinco años?

Es prácticamente la relación más larga que Nicky ha mantenido en su vida.

—He traído su carta más reciente —comenta mientras saca un sobre azul del bolso—. ¿Puedo?

—Lo estoy deseando.

 

Querida señorita Hunter:

 

La muerte les ha llegado a hombres mejores. La muerte les ha llegado a hombres peores. Ahora la muerte ha venido a por mí.

Hace cinco semanas me enteré…

 

—Sabemos de qué me enteré —interrumpe Sebastian.

Nicky salta al siguiente párrafo.

 

… soy narrador, un oficio muy antiguo al que he aportado diecisiete novelas que, espero, resistirán todo el periodo de vigencia de los derechos de autor.

 

Ambos sonríen. La sonrisa de él es la primera en apagarse.

 

Sin embargo, viví una vida antes de Simon St. John. Junto a él también, y después. Hay pasajes de esa vida, de esa historia, que me gustaría compartir, con la esperanza de que puedan entretener (me dedico, por supuesto, al entretenimiento), o incluso me atrevería a decir iluminar.

 

Nicky hace una pausa.

—Creo recordar que había más —dice Sebastian.

Hay más, pero Nicky se siente incómoda con los cumplidos, al menos cuando van dirigidos a ella.

 

Su trabajo publicado es minucioso y humano, cualidades infrecuentes en un crítico. Conoce bien a Simon y, por supuesto, soy parte de él como él es parte de mí. En usted, señorita Hunter, veo al público para la última historia que contaré. Veo a alguien que puede contársela del mismo modo a quien quiera conocerla.

En tres meses estaré muerto. Venga a contar mi historia.

 

—Y en la posdata me recomendaba que trajera…

—Un vestido y una máscara de fiesta, sí. ¿Qué le dice mi caligrafía?

—Me dice que utilizó usted una máquina de escribir.

—Estoy seguro de que para la firma no.

—La firma son solo dos letras.

Sebastian se echa a reír.

—Esa es la idea.

Nicky dobla la carta. En algún lugar fuera de la biblioteca, la casa gime como un anciano levantándose.

—Ese ascensor —suspira Sebastian— me acabará matando un día, aunque tendrá que darse prisa, claro. —Pasa dos dedos huesudos por la cadena del reloj de bolsillo y luego los dirige lentamente hacia el botón del chaleco—. No estamos hablando de una biografía como tal. No será algo tan aburrido, más bien…

—¿Un libro de recuerdos?

Los dedos se detienen a medio camino.

—Puedo asegurarle, Watson, que lo está haciendo de mara­villa. Un libro de recuerdos. —Con un tirón rápido a la cadena, el reloj sale del bolsillo—. Era de mi padre —dice—. Uno de los pocos regalos que me hizo. Este reloj y mi porte militar.

Extiende el brazo por encima de la mesa.

Con cuidado, Nicky coge el reloj. El metal está frío; el grabado dice: El tiempo es el mejor asesino.

Desliza la uña del pulgar en la ranura de la tapa, preguntándose si debe abrirla. Mira fijamente a Sebastian, que luce una pequeña sonrisa de satisfacción, y sus ojos brillan como cuchillas. Nicky casi se estremece.

Deposita nuevamente el reloj en la palma de su mano. Cuando la punta de su dedo roza la piel de Sebastian, recupera el aliento.

—¿Ya conoce a mi hija? —pregunta—. ¿No? Lo que necesita esa niña es una buena zurra. Bueno, hable con Maddy y con el idiota de mi sobrino; no soporta que lo dejen de lado. Hable con Simone, mi…, su madre. Se niega a ser excluida. Y con Diana, por supuesto. Con algunos invitados a la fiesta que daremos la semana que viene, quizá; la gente se muestra generosa cuando te estás muriendo. Y cuando estás muerto también; nil nisi bonum, ya sabe. Pero me gustaría oírlo antes.

Nicky asiente.

—Me preguntaba si debería hablar con su antiguo ayudante, Isaac…

—Isaac Murray. —Sebastian adopta un aire malicioso—. No he visto al chico en veinte años, pero me gustaba. Y lo que es más importante: yo le gustaba a él. Así que, como es obvio, Isaac debe ser citado abundantemente. Le pediré a Diana que lo llame.

—¿Y de cuánto tiempo dispongo hasta…?

—Mi muerte prematura. Tres meses.

Sebastian pone una mano sobre el Webley y acaricia su hocico de oso hormiguero.

—No, solo… Solo quería preguntarle cuánto tiempo quiere que me quede.

—No más de tres meses, desde luego. ¿Quién sabe que está en San Francisco, por cierto?

—Ah, todos mis amigos. Bueno, todos no, pero…

—Pero los suficientes —zanja Sebastian con una sonrisa.

—¿Se ha portado bien?

Nicky se da la vuelta y ve a Diana en la puerta, un fantasma en la penumbra.

—Lo bastante —responde.

—Lo bastante —coincide Sebastian—. ¿Eras tú jugándote la vida en el Otis?

—Era Freddy. Ha llevado las maletas de Nicky a la buhardilla. Fred es el sobrino de Sebastian —añade Diana.

—El tuyo también, cariño.

—Bueno. Durante el año académico es entrenador de béisbol y balompié en el instituto.

—Fútbol.

—El cual debería ser conocido en todas partes como balompié, ya que se requieren un balón y los pies, a diferencia de algunos deportes. Fred tiene los veranos libres y ha sido lo suficientemente bueno como para ayudar a su tío con la diálisis, la medicación y los recados. Es muy leal.

—Es un imbécil.

—Déjalo ya. Tienes que acostarte temprano. Mañana hablarás mucho. Yo esperaré aquí.

Nicky se levanta con Sebastian y se prepara para despedirse, pero él ya está a su lado, hombro con hombro, ella mirando el fuego, él la puerta.

—Gracias por venir hasta aquí —dice—. Si es capaz de ver lo bueno en la mitad de los autores sobre los que ha escrito, espero que pueda ver lo bueno en mí. —Una sonrisa—. Y espero que no tenga que escarbar mucho.

Desprende un olor casi imperceptible a agua salada y jabón. Nicky respira hondo y él inclina la cabeza hacia la suya, como para besarla en la mejilla. El corazón le late con fuerza.

Y entonces, en un tono tan bajo que Nicky casi duda que haya hablado, Sebastian Trapp susurra:

—Puede incluso que usted y yo resolvamos un par de misterios.

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6.

 

 

 

Siente un pequeño escalofrío cuando lo oye salir de la habitación.

«Puede incluso que usted y yo resolvamos un par de misterios».

Por un momento de locura, Nicky se imagina como una detective en las páginas de un libro, una criatura de papel y tinta negra. Un personaje.

Mira la máquina de escribir, cuyas teclas brillan a la luz del fuego, la carcasa flexionada como músculos, como si estuviera lista para abalanzarse; Nicky sabe que es una Reming­ton, y ha escupido todas las páginas que Sebastian Trapp ha publicado en su vida.

El mismísimo Sebastian Trapp.

A pesar de que solo le quedan tres meses, es capaz de conducir la electricidad: cuando estaba sentado ante ella, parecía irradiar energía, como una estrella moribunda. Sus ojos mien­tras Nicky examinaba el reloj de bolsillo; su voz mientras se fundía en su oído. Está asombrada. Tiene miedo.

Siente curiosidad.

Rodea lentamente el escritorio, con las llamas susurrando a su alrededor.

—Ah —jadea cuando el teléfono empieza a vibrar en el bolsillo trasero.

—¿Ya te han asesinado? —pregunta Irwin con esa voz magullada que aún le gusta a Nicky.

Ella sonríe y resiste el impulso de apoltronarse en la silla de Sebastian.

—Sería una suerte ser asesinada en esta casa.

—¿Por qué murmuras?

—¿Por qué llamas, Irwin?

Irwin es su segundo nombre. Durante los dos años que salieron, Nicky le tomó el gusto a burlarse de él llamándolo así; cuando rompió con ella, sus primeras palabras fueron: «¿Es porque te llamo Irwin?». (No, fue porque era «demasiado buena» para él. Tan buena que siguen siendo amigos. Tan buena que, en seis meses, Nicky no ha mencionado ni una sola vez que él llama o envía mensajes de texto casi a diario).

—¿Que por qué llamo? Te remito a mi pregunta anterior sobre el asesinato.

—Ahora mismo estoy en su biblioteca.

—Seguro que tiene armas por todas partes.

Nicky examina la mesa: soga, daga, botella de veneno. Pistola. Se pregunta si puede tocarla.

—En serio, cariño… —Se interrumpe. Viejos hábitos—. No, de verdad: ¿no crees que ese tío es un asesino?

—¿Estaría aquí si pensara que lo es? Ha escrito libros que me encantan y ha tenido una vida interesante. Soy afortunada de que me haya invitado. ¿Cómo está Potato?

—Le he dicho que nunca volverás a casa.

—Voy a colgar.

—Joder, se supone que eres maja.

—Algunos dirían que demasiado. —Hace una pausa—. ¿Cómo está mi perro?

—¿Quieres hablar con él?

Al otro lado de la ventana, el mundo se ennegrece de repente; las llamas menguan en la chimenea y el expositor del escritorio se llena de oscuridad. La biblioteca se está desvaneciendo. La noche cae rápido aquí.

—No quiero confundirlo, pero gracias por cuidar de él.

—Es como en los viejos tiempos. Supongo que yo era tu tercera opción.

Cuarta.

—La primera. Encontrarás un pequeño agradecimiento debajo de la almohada. Tengo que dejarte.

Es un paquete de Oreos. No tiene sentido ser demasiado maja.

Se oye un chasquido en la chimenea, como un latigazo, y Nicky coge el bolso, pasa junto a las filas de libros, la escalera y las ventanas y va hacia el vestíbulo. A su derecha, una escalera estrecha se adentra en la oscuridad, como si estuviera tramando algo, así que Nicky enfila de nuevo el pasillo por donde ha venido. Esperará a Diana en el salón.

Se detiene en el descansillo. Delante del retrato hay un hombre que mira fijamente a la familia.

Un metro ochenta de corpulencia, músculos abultados bajo las mangas. Camisa de lino metida por dentro de los vaqueros. Pelo oscuro, tan negro que es casi azul; barba incipiente en las mejillas y la barbilla.

—Incluso después de todos estos años —dice, estudiando el cuadro— continúo esperando que sus ojos me sigan.

Tiene una voz grave y acento californiano.

Nicky espera. A Nicky se le da bien esperar.

Él la mira con sus ojos marrones, las pupilas dilatadas y las pestañas pobladas.

—Freddy.

—Nicky.

Su apretón de manos es firme, pero también el de ella. Nicky sonríe —al fin y al cabo, es emocionante conocer a otro Trapp— y él le devuelve la sonrisa.

—Freddy —vuelve a decir, como si fuera la primera vez—. Sebastian es mi tío. Soy el criado. No, es broma: tres veces por semana enciendo la vieja máquina de diálisis, eso es todo. Y esta noche he subido tu equipaje. Soy tu héroe, ¿verdad?

—Gracias.

—No pesaba mucho. ¿Te has perdido? ­—Señala el pasillo que conduce a la biblioteca—. Ese es el territorio de Sebastian. Y por ahí —señala con el pulgar por encima del hombro— tienes el despacho de Hope y el solárium. Hablo en serio. Ahora está lleno de malas hierbas. —Sus ojos se apartan de ella, y de repente sonríe: un rayo de un megavatio, como un camarero o un niño actor en su primer día de trabajo—. ¿Todo bien? —pregunta.

Al darse la vuelta, Nicky ve a la señora de la casa bajando la escalera con una llave colgando de los dedos.

—Freddy, siento haberte hecho volver. No era tanto trabajo.

—No hay problema. —Desvía su sonrisa hacia Nicky—. ¿Quieres que te enseñe tu habitación?

—Tú primero.

—Iré yo primero —tercia Diana, que se lleva la mano a la boca—. Su sándwich. Su croque madame. Qué tonta. No sé por qué estoy tan dispersa últimamente.

Nicky no menciona que su marido está a unos meses de pasar a la otra vida.

—No importa —dice ella entre las protestas de su estómago—. Me gustaría salir de todos modos. Hace años que no visito San Francisco.

—Puedo quedarme un par de minutos más —dice Fred­dy—. Si necesitas que te lleve, forma parte del servicio.

—Definitivamente lo necesitaré.

Diana sigue frunciendo el ceño.

—Gracias, Fred. Y otra vez… Bueno.

Se da la vuelta y empieza a subir las escaleras con Nicky a la zaga.

Los escalones se curvan hasta un largo vestíbulo empapelado en azul Tiffany.

—Los dormitorios —explica Diana, que sigue subiendo—. La mayoría están llenos de curiosidades, como él las llama. Armaduras, ruecas, un preocupante número de animales disecados y…

Al acercarse al cuarto piso, con la escalera desvaneciéndose bajo sus pies, Nicky distingue sus maletas frente a una puerta. Diana aminora el paso y se le abultan los nudillos al agarrar la llave.

—Sebastian pensó que le gustaría tener un poco de espacio para usted sola, así que aquí está la buhardilla. —Una pausa—. Y aquí tiene esto —añade al ponerle a Nicky la llave en la mano.

Nicky la levanta —pesada, con dientes irregulares— y, con un chirrido metálico, la introduce en la cerradura.

La hace girar.

Cuando se abre la puerta, la habitación exhala una nube de polvo, casi como si estuviera tosiéndola. Diana también se pone a toser.

—Pensé que la habíamos ventilado bien —murmura, y luego coge el baúl de Nicky y entra.

Nicky, de pie junto a su maleta, observa la buhardilla, bañada en una luz gris. Una vasta extensión de suelo, ocupado por muebles en desuso a un lado —un diván de damasco, un espejo de suelo con telarañas, un arpa del tamaño de la mandíbula de una ballena— y en el otro por una cama doble, una cómoda y un escritorio buró. A ras de pared, una larga hilera de libros para niños con lomos rotos en vivos colores. Reconoce las mismas ediciones de bolsillo de Agatha Christie que leía en su infancia.

La estancia está dominada por ventanas abuhardilladas, seis a cada lado, y entre ellas se forman galaxias de polvo en el crepúsculo.

Diana se acerca a la cama, deposita la maleta sobre ella y enciende la lámpara de pie. Las profundidades de la habitación engullen por completo la luz.

—Es un poco señorita Havisham. Supongo que no toca el arpa.

—Estoy un poco oxidada.

Nicky permanece en el umbral. Parece el dormitorio de un niño perdido.

Diana se acerca al escritorio y la pantalla de la lámpara se ilumina de un tono verde semáforo.

—El baño está por ahí. —Una puerta abierta en un rincón alejado, baldosas de mosaico y bañera con patas—. Antes eran las dependencias del personal, en la época en que lo había.

—Ya veo.

Nicky se pregunta si debería estar allí.

—La llave de casa. —Diana la deja encima del escritorio junto a una hoja de papel—. He anotado mi número de móvil y el de Madeleine, y también el de Freddy por si quiere que la lleve a algún sitio. Sebastian no cree en los teléfonos. La contraseña del wifi es «Watson7». Uve doble mayúscula y siete en número. ¡Pase, pase!

Nicky entra lentamente en la buhardilla y cruza una sucesión de haces de luz desdibujados. La zona situada junto a la cama brilla como una hoguera mientras se acerca con la maleta de ruedas traqueteando detrás.

—La asistenta vendrá mañana por la tarde —le dice su anfitriona—. Por si quiere que ordene un poco. Adelina es una santa y un terror.

—Gracias.

Diana vuelve a la puerta.

—Considérelo su habitación y su casa. Y…

Nicky espera.

Diana sonríe y se va. Sus pasos mueren al fondo de la escalera.

Nicky se da la vuelta. Al lado del espejo hay un busto de yeso, una cabeza coronada por laureles, y junto a él varios mazos de cróquet apoyados en una mesita auxiliar. Una lámpara de araña sobresale de una caja de cartón, hilos de cristal que gotean hacia el suelo; un caballo balancín decapitado; cuatro o cinco mapas antiguos en marcos dorados descascarillados; y allí, en el suelo, un par de ojos brillantes.

Nicky retrocede. Los ojos la están mirando fijamente.

Ve otro par de ojos al lado. Y otro. Y otro. Un total de once ojos en las caras de seis bulldogs franceses con la cabeza y las orejas erguidas. Una línea de fuego de perros muertos vivientes.

Nicky casi se ríe. Se agacha delante del que está situado más cerca, negro y con los cachetes caídos, y lee la etiqueta del collar: WATSON VI. Su vecino, un fornido ejemplar con manchas es WATSON V. Luego uno pequeño de color beis, y así sucesivamente hasta que Nicky se encuentra mirando fijamente a un cíclope bicolor: WATSON.

Se dirige al escritorio y guarda la llave de casa en el bolsillo. Luego abre el cajón: tijeras de seguridad, una lupa de plás­tico y rotuladores. Se imagina las manos que los sostuvieron y ve que las suyas están temblando.

Mira hacia abajo por una ventana abuhardillada. Una farola solitaria y nubes arremolinándose en torno a la luna naciente.

Golpea con un dedo del pie una Bola 8 Mágica cubierta de polvo. La coge, piensa, la agita y ve cómo aparece flotando la pirámide azul sobre un montón de burbujas: AHORA MISMO NO PUEDO PREDECIR.

Un destello en lo alto. Por encima de la cama, más allá de la luz de la lámpara, el techo está cubierto de estrellas blancas y pálidas que brillan en la oscuridad, tenues contra la pintura. Nicky entrecierra los ojos y el pequeño cosmos se resuelve:

 

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Nicky se sienta en el borde de la cama —sorprendentemente firme y con sábanas limpias— y suspira mientras la luz se filtra desde la buhardilla, las ventanas se oscurecen y los muebles desaparecen.

Es el dormitorio de Cole Trapp. Imagínate.

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7.

 

 

 

El desvencijado Nissan de Freddy está equipado con un reproductor de seis CD.

—Básicamente es la razón por la que compré esta belleza —explica.

—¿Qué sueles poner?

Nicky espera que no mencione nada demasiado lamentable.

—Sobre todo Maroon 5. También un audiolibro del tío Sebastian: La caída de Jack. —En el que presentó a la némesis de Simon St. John, una figura al estilo de Moriarty conocida solo como Jack—. Pensé que a ambos nos daría algo de que hablar antes de que se vaya.

—¿Y ha sido así?

—No. ¿Adónde vamos, por cierto?

Salen de Pacific Heights; cuando Freddy gira el volante se le mueven los músculos del antebrazo. Nicky estudia su rostro. «El idiota de mi sobrino», había dicho Sebastian. Le gustaría entablar conversación —está allí por los Trapp, incluso los idiotas de la especie—, pero entre el taxista, la señora y el señor, descubre que se ha quedado sin ideas. En lugar de eso mira a Freddy y lo compara con el niño de las fotos de hace veinte años, cuando las noticias lo presentaban como el ideal primo adolescente en el misterio de la familia Trapp. Sigue conservando una belleza de jugador de béisbol, pero también es afable, con una sonrisa temeraria y una voz un tanto atolondrada que las fotos no habían captado.

Freddy se detiene en un semáforo y gruñe. El brillo rojo del salpicadero ilumina una mueca en su rostro.

—El año pasado me desgarré el labrum —dice—. A veces me duele el hombro sin motivo alguno.

—Como un niño malcriado. ¿Ahí, quizá?

Es un pequeño restaurante que funciona desde 1955.

Freddy señala, subiéndose la manga, y Nicky ve una pequeña línea de texto tatuado en la piel por encima del codo. Él se desvía hacia un lado y detiene el coche.

—¿Te gustaría acompañarme? —pregunta ella educadamente.

Freddy se muerde el labio.

—Sí, pero… tengo torneo. —Menciona un videojuego. Nicky, que abandonó los juegos justo después de terminar ese, toquetea el cinturón de seguridad—. ¿Tienes mi número? Por si necesitas que te lleve a algún sitio.

Cuando lo mira, Freddy se está ruborizando. Podría ser la luz del panel de instrumentos.

El cinturón se desliza por el pecho de Nicky.

—Me lo apuntó Diana. Gracias por traerme.

Entonces se apea, con la bolsa del portátil colgada del hombro.

—Bienvenida a San Francisco. No hables con desconocidos —añade Freddy, y el Nissan se aleja con Maroon 5 sonando en los altavoces.

El restaurante: gramola, cartas plastificadas y fotos de los entrantes. Nicky se acomoda en una mesa y observa su reflejo deforme en un servilletero. Abre el portátil y vuelve a cerrarlo. Se recuesta en el banco.

—¿Qué te pongo?

Nicky se incorpora.

—Una Corona, por favor. Con lima.

Vuelve a recostarse.

«Un par de misterios…».

Cole y Hope Trapp desaparecieron la Nochevieja de 1999 o, técnicamente, al día siguiente, cuando se denunció su de­saparición, ya que ambos habían sido vistos después de medianoche, aunque en lugares distintos: Cole en la litera de su primo Frederick, a las doce y cuarto, mientras Freddy dormía; Hope frente a una tienda de licores en Presidio, donde el hermano y la cuñada de Sebastian la dejaron a la una y media de la madrugada para reponer un mezcal especialmente exótico para la legendaria fiesta de Año Nuevo de los Trapp («¡Deslumbrante!», «¡Genial!», «¡Glamurosa!», coreaban los periódicos). Llamaría a un taxi, les dijo, y volvería a Pacific Heights con bebida para los rezagados.

Diez minutos después, Dominic y Simone se asomaron a la habitación de su hijo. Vieron a Freddy acurrucado en la litera de abajo y supusieron que Cole estaba arriba, pero más tarde reconocieron que no habían prestado demasiada atención («¡Misterioso!», «¡I

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