Aviso de muerte (Anne Capestan 2)

Sophie Hénaff

Fragmento

libro-5

1.

28 de noviembre de 2012, París

La comisaria Anne Capestan estaba peleando con la última remesa de impresoras defectuosas que le había concedido un departamento de suministros muy bromista. El aparato se emperraba en anunciar «nivel de tinta bajo» aunque Capestan acababa de cambiar el cartucho. Tras apretar todos los botones, la comisaria se rindió. No tenía nada de mucha importancia que imprimir. No estaba trabajando en nada de mucha importancia. No estaba ya trabajando en nada.

Tras arrancar en la profesión de forma deslumbrante, recibir una medalla de tiro olímpica y conseguir la mejor colección de galones que hubieran prendido nunca en el pecho de una comisaria joven, Capestan se había incorporado a la Brigada de Menores sin saber dónde estaba el límite de su resistencia emocional. Y allí, en un caso más cruel que los demás, había acabado por matar, así por las buenas, a un sospechoso. «La burguesa que desbarra, la dulzura kalashnikov», como decía su compañera Rosière, se había librado de que la despidieran a cambio de ponerse al frente de aquella unidad de policías desechados, una idea que se le había ocurrido al jefazo, Buron, que había hecho limpieza en la policía judicial reuniendo a todos los indeseables en un único servicio.

Resolver su primer caso, el mes anterior, no les había proporcionado a aquellos maderos quemados una consideración nueva, sino que, al contrario, los había sepultado bajo una nueva capa de desdén. Los que se chivaban de los polis: en eso se habían convertido. Los traidores. Una etiqueta urticantísima que le tenía escocida la conciencia a Capestan, y también el orgullo.

Por su parte, el comandante Lebreton se adaptaba a la situación con su flema habitual. Ya había pasado por el desprecio de los colegas, pues, tras haber pertenecido al glorioso RAID[1], la revelación de que era homosexual lo había llevado a Asuntos Internos, donde el atuendo de Judas le hacía las veces de uniforme. Allí, inconsolable tras perder a su pareja, le había costado más apechar con las discriminaciones. Tras ponerle una queja a su superior jerárquico aterrizó directamente en aquel aparcadero que se había inventado Buron. En ese preciso instante, recostado en el sillón y con los pies cruzados encima de la mesa, hojeaba Le Magazine du Monde para descansar de la lectura inútil de las carpetas viejas de casos archivados que llenaban el pasillo. Unas voces destempladas que llegaban de la habitación de al lado lo obligaron a bajar el periódico; atendió durante unos segundos, se encogió de hombros y siguió con el artículo.

Se trataba de la enésima pelea entre la volcánica Eva Rosière y el incombustible Merlot. Se pasaban la vida discutiendo, y no forzosamente de lo mismo y al mismo tiempo, pero no era algo que pareciera molestarlos ni pizca. Desde allí se los podía oír argumentar junto a la mesa de billar, la última adquisición de la capitana-novelista-guionista millonaria que, desde el número 36 del muelle de Les Orfèvres hasta el Ministerio Fiscal, había ofendido a todos los mandamases que metía en sus culebrones para ridiculizarlos. Desde que había ido a parar a aquella brigada de la calle de Les Innocents, estaba acondicionando el local con una moderación cada vez más relativa. Cuando el día anterior dejó caer que podía comprar un futbolín para tener entretenidos a Dax y a Lewitz, Capestan le preguntó si también tenía intención de cobrar la entrada a la comisaría o repartir fichas de casino. Merlot, que estaba con ellas, pareció estudiar el asunto sin pescar la ironía. Rosière, estratega sutil tras su apariencia borde, recogió velas. A Capestan no le cabía duda de que era una maniobra de carácter provisional.

La comisaria se apartó de la impresora para ir a lo que, de facto, se había convertido en la «sala recreativa» merced a la aparición de la mesa de billar inglés, una lámpara rectangular con flecos, cuatro sillones de cuero, una taquera y una magnífica barra de bar, de roble macizo, con banquetas a juego. Eva había sacado a relucir argumentos contundentes: «Todo el pescado está vendido, Anne, ya no va a querer incorporarse a la brigada ningún fulano más. Así que es mejor rellenar los huecos para que esto no parezca tan triste». De la habitación aquella, desde luego, no se desprendía ya la mínima tristeza, ni tampoco quedaba ningún hueco.

Con su hechura de metro cúbico firmemente plantado en el suelo y una expresión de viril orgullo en el rostro, Merlot, excapitán en Antivicio, alcohólico y masón con un don de gentes muy rodado, aguantaba a pie firme la tormenta, con un taco de billar en una mano y una copa de tinto en la otra. Tenía en la chaqueta rastros de tiza azul. Rosière seguía con la diatriba:

—… ¡Pasa lo mismo con todo! Fíjate en los cuernos de rinoceronte. Un buen día un pichafloja se cruza con un rinoceronte y piensa: «Caramba, menudo calibre, yo también quiero uno así, a ver si es verdad que de lo que se come se cría, pero entrará mejor si lo machaco antes un poco». Y, desde entonces, todos los gatillazoadictos del planeta exterminan a esa especie para que se les levante.

Piloto, el perro de Rosière, sentado a sus pies, la escuchaba devotamente. Volvió el hocico hacia Merlot para ver qué tenía que decir.

—¡Exactamente, mi querida amiga! ¡La vitalidad! ¡Estoy completamente de acuerdo en que de ella nacen dilatadas conquistas y progresos científicos! —asintió el capitán con ademán augusto. Y a punto estuvo de sacarle un ojo a la teniente Évrard con el taco.

Esta, expulsada de la Brigada contra el Juego por ser adicta al tapete verde, apoyaba la cadera en la mesa y esperaba estoicamente a que concluyera la conversación tamborileando con los dedos en la madera reluciente. Le daba la espalda, de forma más o menos voluntaria, al teniente Torrez, que estaba hecho un ovillo en un sillón, al fondo de la sala, con el taco de billar apoyado en el brazo del asiento. Capestan se le acercó:

—¿Quién va ganando?

—¿La discusión o la partida?

—La partida.

—En tal caso, yo.

—¿Con quién juegas?

Torrez se puso fosco.

—Conmigo.

Una vez más, Torrez no formaba equipo con nadie. Los demás habían preferido jugar tres contra uno. Lo cual era ya un progreso, porque un mes atrás no habría podido ni respirar el aire de la habitación sin que todos los demás ocupantes salieran por pies. Cierto es que su siniestra reputación de gafe iba a menos, pero muy poquito a poco. Todos, incluido Torrez —sobre todo Torrez—, seguían respetando unas normas de saludable prudencia. Solo Capestan se le acercaba cuando le venía en gana, y no toleraba que ninguna superstición pusiera trabas a sus idas y venidas.

El canto de un grillo disfrutando del sol salió del bolsillo de Capestan. Era el móvil. En la pantalla apareció el apellido Buron. Había pasado ya un mes desde la última llamada del director de la policía judicial. Entonces la informó de que había cumplido lo prometido y los estaba esperando otro coche, cuyo estado era presentable. El cabo Lewitz, un maníaco del volante, tardó muy poco en cargárselo. A continuación, a la espera de que los ánimos de sus colegas y de los medios de comunicación se calmasen, Buron recomendó a la brigada que se achantase un poco. La comisaria replicó que bastante achantados est

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