1
Tycho Ceton camina encogido mientras abandona el resguardo de los callejones y se dirige a paso ligero hacia la ruidosa Esclusa de Polhem. Atrás ha quedado la música de los arcos y las cuerdas que hasta hace un momento llenaba de paz el mundo y lo hacía olvidarse de todo. Oye doblar las campanas en la noche otoñal: sabe que alertan del incendio del orfanato, pero siente como si tañeran por él y por nadie más, como si avisaran de su presencia y lo mostraran vulnerable ante todo el mundo. Da un mal paso en el hueco que ha dejado un adoquín ausente y se arranca la hebilla del zapato, pero no quiere detenerse, simplemente anda un poco más despacio para no quedarse descalzo. De pronto se da cuenta de que está solo: Jarrick, su ayudante y hombre de confianza, el que siempre estaba a su lado, lo ha abandonado. Seguro que se ha marchado por alguna callejuela, sin despedirse, tras recibir el dinero exigido por darle el funesto mensaje de que se ha quedado sin defensa, sin protección. No lo sorprende, no se esperaba otra cosa: la lealtad no es más que traición postergada. Su vida tiene precio y muchos querrán ganarse unas monedas. Más le vale alejarse de allí cuanto antes en lugar de ver las cuerdas de la avaricia, tan distintas de las de los violines, tensarse hasta reventar esa misma noche.
Llega al puente levadizo y mira el Báltico extenderse hasta donde alcanza la vista. Sus aguas agitadas espumean bajo la luz de las estrellas, pero el viento parece concentrarse en azuzar al lago Mälaren, cuyas olas iracundas salpican entre los tablones del puente. Tiene que cogerse de la barandilla para no patinar y caer. La resaca que resbala por los pilotes parece susurrarle malévola: «Tus acreedores te pisan los talones, todas tus deudas han vencido y sólo te queda tu sangre para pagarlas.» Una vez en el otro lado, no tarda en ver un carro cuyo cochero duerme con las manos en las axilas y la barbilla apoyada en el pecho. Lo despierta, sube y se agazapa tras los cristales mugrientos y estrellados. Los cascos de los caballos muy pronto encuentran su ritmo.
Poco después se halla ante ese edificio que conoce tan bien. En medio de la oscuridad de la noche recuerda el revoco ocre, dorado a la luz del sol. Ahora es igual que cualquier otro. Unas hojas de rosal se han refugiado al pie del muro, pero las ráfagas de viento las levantan y arremolinan. Él cruza la verja y camina por el sendero empedrado. Gustava, la criada, abre apenas una rendija, pero él le espeta su nombre: «¡Soy Tycho Ceton!», empuja la puerta y le arrebata de las manos el candelabro de latón. Ella es lo bastante espabilada como para apartarse de su camino y dejarlo pasar hasta el vestíbulo. Allí ya es evidente el olor a podredumbre de la alcoba, que ni todas las flores del mundo podrían ocultar. Delante de la puerta, él se tapa la nariz con el pañuelo perfumado, pero enseguida cambia de idea y vuelve a metérselo en el bolsillo, decidido a mantener la imagen de que nada que proceda de ella puede condicionarlo, ni siquiera el asco. Nota el frío de la manilla de latón y titubea unos segundos, luego la gira.
El hedor que lo recibe es tan denso que parece materializar la penumbra, convertirla en niebla o humo. El candelabro lo ciega, más que iluminar sus pasos. Lo deja en una mesa junto a la pared y se queda un momento de pie ante la cama con dosel. Las sombras son como un velo que oculta a su ocupante. Procura calmarse para oír si ronca, si duerme, pero todo indica que está despierta. El resentimiento se apodera de él: una vez más se siente en desventaja. Ella está allí, echada como una serpiente en su madriguera, observándolo con toda la paciencia que los años le han dado y que él jamás podrá emular.
—Me has hecho esperar, querido Tycho.
Ceton se estremece ante esa voz demasiado aguda para corresponder a una mujer adulta. En su parálisis, aquel cuerpo se ha ido engrosando cada vez más, pero la voz sigue siendo la misma que brotaba del pecho esbelto de una jovencita. Su agonía debe de ser tremenda, pero su tono hace pensar en alguien que paladeara una copa de vino dulce. Él se obliga a responder mientras siente cómo el sudor empieza a correr bajo su camisa.
—Miranda.
Ella se echa a reír al oír su nombre de pila. Tycho nota la lengua torpe y la mente reacia: ha perdido la iniciativa y no puede más que esperar a que ella desvele sus intenciones.
—Ay, Tycho, te tiembla la voz, ¡y frente a tu propia esposa! Pero seguro que esa timidez no se debe sólo a mí: las campanas llevan horas doblando. He mandado a la pequeña Gustava a mirar desde lo alto de la colina y me ha dicho que hay un incendio en la isla de Kungsholmen, y acto seguido apareces tú, ¡y en qué estado! Has mojado de sudor la camisa y ese olor a angustia rivaliza con el de mis úlceras. Dime, ¿qué te ocurre, cariño mío?
El escarnio arde en cada palabra. Para su desgracia, la lengua de su mujer siempre ha sido un látigo que lo fustiga donde más le duele. El rencor no le deja espacio para formalidades, lo empuja a hablar sin tapujos:
—¿Cuánto de esto es obra tuya, Miranda?
—Bueno, Tycho... como comprenderás, alguien que, como yo, no es capaz ni de despegar un dedo de sus sábanas no puede contestar con certeza a esa clase de preguntas, pero espero que esta catástrofe se me pueda atribuir al menos en parte, teniendo en cuenta mi papel en ella. —Mueve la cabeza sobre la almohada y una campanilla tintinea—. Recibí una visita con la que llevaba mucho tiempo soñando despierta, y debo reconocer que al principio no cumplió mis expectativas. Eran un hombre alto y otro bajo; el alto estaba tan exhausto y maltratado que a duras penas parecía una persona, y tenía un brazo más corto, para colmo; el bajo... era evidente que no estaba del todo en sus cabales. En ningún momento dudé de que la tarea que se habían impuesto era imposible, ¿quién iba a creerles semejantes patrañas por muchas evidencias e incluso confesiones con que contaran? Pero el manco ardía de ira. Casi hizo encresparse el papel pintado de las paredes. Me pregunto qué mentiras le habrás contado o hasta qué punto has alardeado de tus atrocidades. En fin, que los mandé a la sala de anatomía con la esperanza de que ese hombre furioso te matara allí mismo, pero supongo que subestimé su autocontrol.
—¿Eso es todo?
—Bueno, también les conté algunas cosas sobre ti, querido Tycho, sobre tus muchos problemas. Aunque no les dije todo.
—¿Y por qué no?
—El pánico te ha nublado la mente. ¡Ya sabes por qué! Como te he dicho, no creo que esa singular pareja consiga su objetivo, pero si ellos no vuelven queriendo averiguar más, pronto vendrán otros, y yo se lo contaré a menos que me concedas lo que llevo tanto tiempo anhelando.
Él la deja continuar sin decir nada. Siente palpitar las sienes.
—Vas a liberarme, Tycho. No tienes otra opción, aunque sé que preferirías ordenar a otras personas que lo hagan mientras tú miras. No busques a Gustava con el rabillo del ojo: ya no está aquí. Le he aconsejado que huyera sin mirar atrás en cuanto hubieses abierto la puerta. Esta noche, por una vez en la vida, tendrás que hacer la tarea tú mismo y, mientras lo hagas, durante todo el tiempo que tardes en arrancarme esta vida lastimosa e inútil, quiero que pienses que he ganado yo. Yo he ganado la última partida, Tycho, y siento que todos los años que he pasado en esta cama, cada hora y cada minuto, merecen la pena ahora que te veo derrotado. ¿Recuerdas el día en que nos casamos? Entonces, antes de llegar a conocerte mejor, me parecías muy guapo, pero ahora, asustado y humillado, me lo pareces aún más. Venga, date prisa, cariño, que tu paradero es bien conocido y tus enemigos ansían la recompensa. Mi muerte no será, ni mucho menos, la última. ¿Quién crees tú que llegará primero, el guardia manco y el loco esmirriado, tus antiguos hermanos Euménides, alguno de esos nobles caballeros a los que has extorsionado? Me pregunto qué manos te matarán. Si Dios existe, me concederá al menos la posibilidad de atisbarlo desde el infierno, pero eso no es lo que importa ahora mismo: haz lo que tienes que hacer antes de que se te acabe el tiempo.
Sabe que ella tiene razón, pero aun así, titubea, le da mil vueltas al asunto como el jugador de ajedrez que intenta entender cómo diablos le han hecho mate. Igual que si fuera una pesadilla, se acerca paso a paso a la cama hasta que ve el rostro de Miranda y distingue su voluminosa figura bajo la manta. Siente asco, respira agitadamente y el aire viciado satura sus pulmones; traga saliva para no vomitar. A ella se le escapa una risita alegre.
—Mi Tycho: es como ver a un muchacho espantadizo en su primera vez...
Él saca la almohada de debajo de su cabeza y, temblando, se la pone sobre la cara. Luego empuja hacia abajo estirando los brazos, pero la agonía se alarga como si la arena del reloj se hubiera vuelto melaza. Tiene que echarse hacia delante, apoyar todo su peso, entregarse a una especie de abrazo caricaturesco. Se estremece de asco al sentir cómo las carnes flácidas de ella se bambolean, y durante bastante rato oye, amortiguados por la seda y las plumas, la risa triunfal de quien fuera su mujer y el tintineo apagado de una campanilla.
• • •
Al salir, tiene que apoyarse en la pared. Ha cogido algunas cosas de valor y unas pocas monedas que quedaban de su fortuna, pero ni siquiera puede estar seguro de que sean todas: el pánico lo ha hecho olvidar muchos escondrijos. Ha llenado una pequeña bolsa de tela, eso es todo. Ella yace muerta en su alcoba, pero tiene los ojos abiertos y él siente su mirada burlona siguiéndolo a través de los muros. En el patio aún es de noche, pero todo ha cambiado. Se detiene frente a la verja como si una flecha lo apuntara: es el terror que siempre ha habitado en el rincón más profundo de su corazón, que ha anidado y crecido allí, si no olvidado, al menos oculto para todo el mundo. Pero ahora ha decidido salir y se ha apoderado de la tierra: está en todas partes. Tycho Ceton ahoga un gemido y huye como la liebre que no puede evitar que el viento lleve su olor a los perros.
2
Dülitz, el usurero, tiene un mal presentimiento en cuanto oye los golpes en la puerta: está acostumbrado al humilde llamado de quienes acuden dispuestos a suplicar y se disculpan implícitamente rascando apenas la madera con las uñas. Ahora, en cambio, distingue los severos azotes de un bastón, que hacen pensar en alguien que no teme dañar la madera con la empuñadura de plata y luego tener que responder por ello. Es tarde, pero se asoma entre las cortinas de una ventana del segundo piso procurando no llamar la atención y consigue distinguir a dos hombres. Van de incógnito, con los sombreros chambergos embutidos hasta las cejas. A eso está acostumbrado: es usurero y pocos de quienes lo visitan presumirían de conocerlo. Detrás de aquellos dos, en la cuesta que baja al callejón Ormsaltaregränden, esperan dos más, con órdenes de mantener la distancia. Encogen los hombros para protegerse de la llovizna, pero sin duda se trata de tipos robustos y sus abrigos sin duda ocultan uniformes. Por encima de los tejados, al otro lado de la Esclusa de Polhem, brillan las farolas de las callejuelas y los ventanucos iluminados de la ciudad entre puentes, envuelta en lienzos de lluvia, una bestia de múltiples ojos que parece observarlo a veces con desinterés, a veces con despecho. En muchas ocasiones ha observado desde allí Estocolmo, desconocida para él aun después de tantos años, y ha tenido la convicción de que algún día esa ciudad lo conducirá a la tumba que él mismo se ha cavado.
Dülitz comprende de pronto a qué se debe la visita que ha estado esperando sin atreverse a reconocerlo. Aun así, ante los hechos consumados no puede evitar cuestionarse las decisiones que lo han llevado hasta ese callejón sin salida. Quizá haya un momento en la vida de todos los hombres en que el tedio cotidiano se hace insoportable, cuando el platillo del futuro ha perdido peso hasta tal punto que la balanza de la vida se inclina inevitablemente hacia el pasado y surge la tentación de recuperar la juventud mediante la insensatez. Tendría que haber rechazado aquel encargo, pero no quiso escuchar la voz de la razón. Y de no ser por Anna Stina Knapp, el peligro no estaría llamando a su puerta. Apareció en el momento preciso con todo lo necesario, ¡vaya coincidencia! Y él quizá se dejó llevar por la compasión... o por la turbación. Decide dejar de lado los reproches, aunque aquel asunto hace mucho que no le trae ningún beneficio. Vuelven a llamar insistentemente a la puerta. Su esbirro se ha despertado; tiene resaca y le lanza una mirada llena de interrogantes y recelo desde el recibidor, pero él le hace ademán de que se aparte y corre el cerrojo por sí mismo, consciente de que ha lanzado los dados y el resultado marcará su destino.
Ha invitado a sentarse a los dos visitantes. La estufa de cerámica está encendida ya, pero el calor de las llamas todavía no consigue vencer al frío y el jefe de policía Ullholm recibe con los guantes puestos la copa römer con vino que el esbirro le ofrece con manos temblorosas.
—Reconoces a mi acompañante, ¿verdad?
Dülitz asiente con la cabeza mientras enciende una a una las velas del candelabro; pese a todo, se alegra de que sus manos delaten sus sentimientos en menor medida que las de su criado.
—Su reputación precede al secretario delegado Edman.
Johan Erik Edman es por lo menos quince años menor que el jefe de policía. Tiene unos ojos inquietos y una nariz hinchada y húmeda que se suena sin parar. Ullholm saborea el vino.
—Exacto. Cualquiera que se dedique a tu oficio hace bien en mantenerse informado. Entonces sabrás también que el señor Edman es la araña en la tela que conforman los informadores de la corona, nuestro león a la caza de los gustavianos. Gracias a sus esfuerzos, el traidor de Armfelt huyó del reino con el rabo entre las piernas.
Dülitz asiente.
—El señor Edman es muy respetado en los círculos más sombríos por su naturaleza implacable y sus ingeniosos métodos para obtener confesiones incluso de aquellos cuya culpa está tan bien escondida que ya ni siquiera la recuerdan.
De la garganta de Edman sale un sonido sibilante. Quizá pretenda ser una risa, pero enseguida se pone a toser más y más fuerte hasta verse obligado a taparse la boca con el pañuelo. Ullholm le palmea la espalda con todo el respeto de que es capaz, pero de poco sirve.
—Lamentablemente, el señor secretario tiene la voz tomada: la salud siempre ha sido su talón de Aquiles y el principal aliado de sus enemigos, y los numerosos y amargos procesos judiciales del otoño, sumados a los constantes aguaceros, lo han dejado medio mudo, esperemos que sólo de forma temporal. El caso es que su empeño no le da tregua y me ha confiado la tarea de hablar en su nombre.
Dülitz deja que su silencio exhorte al jefe de policía a continuar.
—Pues bien, como sabrás, Ehrenström fue llevado al cadalso en la plaza Nytorget la semana pasada. Gracias a los esfuerzos de Edman, el tribunal se convenció de que estaba implicado en el complot encabezado por Armfelt. Sin embargo, le perdonaron la vida cuando ya tenía el cuello en el cepo y, en cambio, lo enviaron a pudrirse en la fortaleza de Karlsten. Una vez allí, con sólo ver los muros de piedra de su nuevo hogar y su miserable catre de madera lo invadió la nostalgia de los edredones de plumas y el guadamecí, y afloró en él la voluntad de colaboración que le había escatimado al fiscal. —Ullholm hace girar el puño de su bastón entre los dedos—. También sabrás que Ehrenström era un diplomático muy respetado en la corte de San Petersburgo: se trata de un hombre lo bastante inteligente como para no poner todos los huevos en la misma cesta. Sabe que la sentencia de por vida se podría canjear por títulos honoríficos en un par de años, cuando el príncipe heredero alcance la mayoría de edad y el regente Reuterholm no sea más que un mero recuerdo, pero, como no quiere esperar por la clemencia en unas condiciones deplorables, ha aceptado colaborar a cambio de algunas comodidades, todo ello sin traicionar a sus cómplices más de lo que considera estrictamente necesario.
Los ojos de Edman brillan con malicia porque su acompañante está a punto de llegar al quid de la cuestión. Ullholm se inclina hacia delante.
—He aquí lo que ha contado Ehrenström: un intermediario cuyo nombre hemos acordado no revelar de momento llamó a tu puerta el pasado otoño. A cambio de unas monedas, te encomendó encontrar el modo de que Magdalena Rudenschöld se comunicara con sus antiguos aliados. La idea era que ella elaborara un registro de todos sus cómplices, que ni siquiera se conocen entre sí, para reforzar la unidad de la conspiración y volver a dar esperanzas de triunfo a la revolución gustaviana. —Ullholm siente la garganta seca tras su parrafada, así que se sirve vino y bebe, luego deja la copa römer sobre la mesa, pero ha perdido el hilo. Se rasca la frente bajo el borde de la peluca y se vuelve a mirar a Edman, que carraspea para indicarle que siga. Nada. Edman tamborilea en el suelo con un pie y dibuja círculos en el aire con el índice. Finalmente, sus gestos adquieren sentido para Ullholm, que continúa:
»Ah, sí. La Rudenschöld estaba encerrada entre las putas de la hilandería penitenciaria de Långholmen, en una celda provisional, a la espera de un lugar más apropiado. La hilandería es un lugar extremadamente mal gestionado, lo que facilitó tu tarea. Después de interrogar a varios de los guardias sabemos lo que ocurrió, aunque no dejan de ser una panda de borrachos que bien pueden estar mintiendo, o quizá el mismo alcohol que los volvió tan estúpidos como para confesar les impidió ver bien lo que sucedía delante de sus narices o relatarlo de manera fiable durante el interrogatorio.
Ahora es Johan Edman quien se inclina hacia delante. Acerca el candelabro lo suficiente para que ilumine el rostro de Dülitz antes de que Ullholm formule la pregunta que ha venido a hacer:
—Dinos, Dülitz, ¿dónde está la carta de la Rudenschöld con los nombres de sus cómplices?
Ahora le toca a Dülitz llenarse la copa y beber. Pretende darse un respiro, pero no le viene a la mente ninguna astucia de último minuto y ni siquiera nota el sabor del vino.
—Todo lo que has dicho es cierto, no puedo negarlo, pero algo salió mal.
Ullholm y Edman intercambian miradas y, un segundo después, este último hace un gesto con el que invita a Dülitz a continuar.
—Por mera casualidad encontré a una muchacha, Anna Stina Knapp, que me dijo que conocía una entrada secreta a la hilandería de Långholmen: un túnel bajo el muro, previsto en su día para mantener secos los cimientos y olvidado con los años porque era demasiado estrecho para que alguien pasara por ahí. Sorprendentemente, ella había escapado por el túnel el verano anterior, así que le encargué la misión de volver a colarse dentro. Desgraciadamente, no he vuelto a tener noticias suyas desde entonces.
—¿Y qué te hace pensar que intentara siquiera hacer lo que le encargaste?
Él mismo se ha hecho esa pregunta muchas veces.
—Me dio su palabra. Me paso los días rodeado de mentirosos y a ella la creí: estaba metida en un aprieto y su única salida era cumplir conmigo. Lo cierto es que no está en Långholmen, eso lo sé seguro, pero desconozco si la famosa carta llegó siquiera a redactarse y, de ser el caso, dónde podría estar.
Los ojos de Edman, acostumbrados a distinguir la sombra de la mentira en las personas a las que interroga, se clavan en los de Dülitz mientras Ullholm, irritado, tamborilea con los dedos sobre la mesa.
—Tu oficio no inspira confianza precisamente.
Dülitz, con los ojos de Edman aún clavados en los suyos, se inclina sobre la mesa.
—Si la carta estuviera en mis manos ya habría empezado a negociar su precio: habría intentado conseguir de algún otro interesado una suma superior a la que me ofreció mi cliente original o le habría planteado una buena rebaja a las autoridades a cambio de buena voluntad. Por otra parte, si simplemente se la hubiese entregado a aquel cliente, cuya identidad desconozco, ¿no habrían notado ya los confidentes del señor Edman cambios entre las filas de los revolucionarios?
Edman se queda pensando un momento antes de volver a reclinarse en la silla. Hace un mohín confirmando la lógica de los argumentos de Dülitz, mira a Ullholm y asiente brevemente con la cabeza. El jefe de policía suspira, se levanta y se sacude los bajos del abrigo como si hubiese estado sentado sobre un montón de cenizas.
—De acuerdo. Parece que hemos perdido el tiempo. Encuentra a la muchacha, Dülitz: ella es la clave. Esa carta cuyo paradero sólo ella conoce es en este momento el documento más importante del reino.
—Déjenme reiterar que mis esfuerzos ya han sido considerables, y sin resultado alguno.
Edman estira la mano izquierda en un gesto digno de un césar romano que determina la suerte de un gladiador: simula unas tenazas con la mano derecha y se apresa con ellas el pulgar izquierdo. Ullholm esconde un bostezo con el reverso de su mano enguantada.
—Mira, Dülitz: lo que mi compañero quiere dar a entender es que quizá deberías esforzarte un poco más. Puede que nuestros aplastapulgares sean algo viejos, pero una gotita de aceite bastará para que vuelvan a funcionar, y cuando los huesos empiezan a crujir hasta el más terco canta su aria molto vivace con tal de librarse del dolor. Normalmente se lo concedemos de inmediato porque no nos complace oír gritos y gemidos pero, en tu caso, puede que el señor Edman no nos lo autorice hasta después del cambio de siglo, por decir una fecha.
3
El fuego de los hogares anima a las sombras a salir a danzar en las paredes de las casas, pero vuelven a su escondrijo con el amanecer. Ya es de madrugada y fuera, entre las ruinas carbonizadas del orfanato de Hornsberget, se oyen los gritos de los hombres cansados y cubiertos de tizne. Suenan bien distinto que la noche anterior: los encargados de apagar el incendio saben que su trabajo ha dado fruto y las llamas se han batido en retirada. Cortan los chorros de agua de las mangueras para contemplar los prados humeantes, dejan que los caballos arrastren lejos los carros que habían tenido que acercar, en contra de sus instintos, para que las mangueras de cuero alcanzaran. El humo se eleva, ondulante y espeso, tras la frontera que los vivos han marcado a la devastación y sólo unas pocas llamas crepitan reclamando aún su territorio, tumba de cien niños huérfanos o abandonados. Arriba en la cuesta, entre la humareda y los primeros árboles del bosque de la Sombra, se adivina apenas la silueta de dos hombres junto a un abrevadero del que sobresalen unas pantorrillas desnudas. El sol ha ganado el horizonte, pero el humo y la bruma lo mantienen oculto.
Emil Winge ha cogido de la mano a Cardell, que tiembla cada vez que toma aire y el dolor de las quemaduras que tiene por todo el cuerpo se aviva. Aun así, parece sufrir menos que momentos antes, quizá porque ya no le quedan lágrimas que humedezcan las mejillas abrasadas. La oscuridad ha cedido y lo que el infeliz de Erik Tres Rosas, el culpable del incendio, tomó por la cabeza de un toro, la testuz de un minotauro de pesadilla, ha vuelto a ser simplemente el rostro del guardia municipal, aunque deformado por efecto del calor y el fuego. Ha perdido el pelo, tiene ampollas por doquier, y sangre y tizne entremezclados.
—Ven conmigo, Jean Michael.
Las costras recién solidificadas crujen y se resquebrajan cuando el guardia gira el cuello buscando a quien le habla. El brillo de sus ojos, meras ranuras en medio de la hinchazón, es apenas perceptible. De su dolor brota una pregunta que Emil no oye bien, pero que es fácil de adivinar e involucra al hombre que yace bajo el agua del abrevadero.
Prefiere no responderla.
—Apóyate en mi hombro. No podemos quedarnos: si nos descubren aquí, será peor.
Cardell levanta su única mano y parece sorprendido de verla. Niega con la cabeza.
—Nunca había matado así. Muchas veces cargué cañones con pólvora y balas y apunté al lugar donde se apelotonaban los enemigos buscando hacer el mayor daño posible, pero siempre obedeciendo órdenes; también he pagado las patadas y los golpes de algún bravucón con la misma moneda y he terminado saldando la deuda con creces, pero jamás había matado a alguien de este modo. Tres Rosas no tenía manera de defenderse. Era inocente hasta que se probara lo contrario. Me quedaré aquí a esperar a que venga la justicia.
Emil echa un vistazo por encima del hombro: todavía no hay ningún policía por ahí, ninguna placa al cuello que refleje los primeros rayos del sol, sólo bomberos y campesinos que han llegado corriendo desde tierra firme, deseosos de ayudar a proteger un territorio que les pertenece y compartir un honor que ahora se puede ganar sin correr mayores riesgos. Pero los hombres de la jefatura de policía no tardarán en abandonar sus cómodos asientos para ir a investigar las causas de la catástrofe.
—¿La justicia? Pues me temo que tu espera será larga e infructuosa. Lo sabes mejor que nadie: esa justicia que deseamos no llegará sin nuestra ayuda.
Los ojos de Emil se posan sobre el muerto. El agua está roja y turbia, sólo las flacas pantorrillas de Tres Rosas señalan su tumba.
—Su muerte se suma a las muchas que cargaremos en nuestra conciencia a partir de esta noche. Puede que Erik Tres Rosas sea quien haya encendido el fuego, pero Tycho Ceton moldeó la vela y nosotros le hemos pasado la cerilla. Simplemente lo ayudaste a conseguir su objetivo: su muerte era segura, y cuanto antes llegara mejor para él. Erik Tres Rosas ha hecho arder Hornsberget para abrir una grieta por la que podamos llegar hasta Ceton. Si te sientes culpable, lo mejor que puedes hacer es procurar que su última voluntad se cumpla; si no, todo esto habrá sido en vano.
—Después de esto no hay batalla que valga la pena.
—Quizá podamos paliar esta derrota; ganar incluso, por más que no sea la victoria que queríamos.
Emil lo tira del brazo, pero siente como si intentara mover una roca tallada a imagen y semejanza de un ser humano. Cardell tose y su voz se reduce a un mero susurro.
—¿Y por qué quieres ayudarme? Cuando me dieron a elegir entre tú y Anna Stina, la elegí a ella.
—Lo sé, y sé por qué lo hiciste.
—Mi buena voluntad terminó por abrasar a sus dos hijos y a cien niños más.
Emil vuelve los ojos buscando a la muchacha a la que ha visto hace menos de una hora en medio del incendio. Ya no está.
—Sólo te corresponde la mitad de la responsabilidad, el resto me pertenece. Pero no puedo elegir por ti. ¿Recuerdas mi primer día de sobriedad? Me diste la libertad de elegir. Te haré el mismo favor. Pero si decides venir conmigo tendrás que darme tu palabra de que lucharás por aquello que aún es posible ganar.
Cardell se queda callado y Emil Winge contiene el aliento hasta que oye su respuesta:
—Sí, te doy mi palabra.
—Sin importar el precio.
—Sin importar el precio.
Coge a Cardell del brazo.
—Vamos, ven conmigo.
Tira de aquella roca con forma humana hasta que logra moverla. Cardell da un paso titubeante, luego otro. Emil lo sujeta por el codo para guiarlo cuesta arriba. Al otro lado de la colina empieza el camino que lleva a la ciudad entre puentes. Cardell hace un alto en la cumbre de la pendiente, su brazo flácido se endurece de pronto y detiene a Emil como si se tratara de un travesaño de roble.
—Este camino nos conducirá al infierno, lo sabes, ¿verdad? ¿Realmente quieres recorrerlo con un tullido que ya te ha traicionado una vez?
Emil emite un sonido que podría ser risa o gemido.
—¿Crees que estás en mejor posición, Jean Michael? Caminas apoyándote en un tipo que conversa con los muertos y no sabe discernir entre espejismo y realidad. Pero ¿hay otro camino? Si éste no nos conduce adonde queremos ir, que nos conduzca al castigo: al fin y al cabo, la cadena que nos ata a la vida ya no es la esperanza, sino la culpa.
—¿Y seremos amigos?
Emil niega con la cabeza, incapaz de mentir. Su tono se vuelve amargo:
—No, Jean Michael, jamás volveremos a ser amigos. Sólo te pido una cosa: resuelve primero tus asuntos con la joven Anna Stina Knapp; no me serás de ayuda hasta que no lo hayas hecho. Búscame después.
—Y tú, ¿qué piensas hacer?
—Iré a la jefatura de policía para hablar con Isak Blom y procuraré como sea que nos devuelva nuestro puesto. No será fácil, teniendo en cuenta cómo nos despedimos. Luego empezaré a buscar el rastro que debemos seguir. Estate preparado para cuando demos comienzo a la caza.
Cardell da el primer paso sin ayuda soltando un quejido a cada movimiento.
Emil le da la espalda a la columna de humo que se yergue en medio de la devastación. No sólo se han perdido vidas y propiedades: él mismo ha dejado de ser quien era. Desde que tiene memoria recuerda haber alimentado la cólera que arde en su interior, pero lo que era una llamita solitaria es ahora una fogata a la que se ha agregado el combustible de la impotencia. Se siente atrapado como un insecto en una telaraña, como una polilla bajo una campana de cristal: lo ocurrido no se puede deshacer y lo ata con lazos invisibles. Si antes ayudaba por voluntad propia, ahora lo hace coaccionado. Hasta que ese asunto no haya concluido la ciudad ente puentes será su jaula.
El miedo siempre ha acompañado a la rabia, pero trata de consolarse: se ha enfrentado cara a cara al minotauro, ha osado adentrarse en la oscuridad del centro del laberinto, ha oído a los infantes gritar de angustia en sus últimos momentos. ¿Acaso puede ocurrirle algo peor?
PRIMERA PARTE
La jauría
PRIMAVERA Y VERANO DE 1795
Todo refulgía, todo ardía, ¿qué ha pasado? La llama se extinguió y a los dos les quedan tan sólo cenizas en las manos.
CARL GUSTAF AF LEOPOLD, 1795
1
El otoño deja paso al invierno y un nuevo año empieza. La primavera sucede al invierno y una leyenda recorre la ciudad entre puentes. Es una historia moralmente instructiva, pero no asusta a los críos, sino a los adultos hechos y derechos. Se dice que una sombra deambula de noche por los callejones y, si su camino se cruza con el de los pecadores de cierta índole, la cosa se tuerce. Se difunden distintos testimonios sobre su aspecto. Recuerda a un hombre alto y robusto, en eso están todos de acuerdo, pero su horrible aspecto descarta que se trate de una persona. Su cráneo es una calva repleta de cicatrices que corren entre mechones puntuales. Hay quien dice aún más: en lugar de una mano, tiene una garra ennegrecida, y más vale no ponerse a su alcance. Alrededor de su origen se levanta una niebla de especulaciones y rumores. Se dice que, cuando aún era un hombre, prendió fuego al orfanato de Hornsberget, pero quedó atrapado entre las llamas. Que el mismo infierno le negó la entrada y por eso ha vuelto a este mundo a expiar su crimen defendiendo a los más miserables.
El patio tiene una pendiente que nunca le ha molestado a Frans Gry cuando está sobrio, pero si está borracho le juega malas pasadas: por mucho que se esfuerce en caminar en línea recta desde la puerta de la casa hasta la letrina, siempre acaba desviándose, trastabillando y metiéndose entre las ortigas, de las que cada vez se venga de la misma forma: da un paso atrás, se baja los pantalones, se sube la camisa y les mea encima. «¡Que le den a esa letrina oscura y llena de moscas!», gruñe mientras intenta vaciar la vejiga de una vez por todas. Cada año que pasa tiene ganas de mear más a menudo, aunque cada año también le resulta más difícil orinar. Lo cierto es que las ortigas aún están húmedas: debe de haber otros como él. Después de sacudirse y guardarse el miembro, se queda un rato de pie mirando a su alrededor. Las casas de piedra han envejecido, cuesta creer que sólo tienen unas décadas: sus cimientos se hunden en la cuesta arrasada por el Gallo Rojo, el gran incendio que asoló el barrio de Santa María Magdalena en 1759. Tras la última asoma la bahía de Gullfjärden, con la isla de Stadsholmen en el centro. Frans desearía que la isla se fuera a pique bajo el peso de los palacios de los ricachones que se pasan los días ociosos, balbuceando en francés mientras él apenas puede permitirse comprar un vino tan rancio que lo hace gesticular y sacudir la cabeza a cada trago. Si cierra los ojos puede imaginarse las aguas llenas de orines y de mierda subiendo y colándose por los bellos portones; ve una flota entera de barquitos de color marrón castigando la petulancia de aquellos holgazanes, metiéndose inopinadamente en las bocas de las viejas damas empelucadas que gritan mientras los caballeros se encaraman en las lujosas arañas de cristal y aúllan con voces de soprano. Y la inundación tampoco tendría por qué parar ahí. Pensándolo bien, le gustaría que la bazofia subiera también por su propia cuesta, siempre y cuando se detuviera por debajo del suelo de su casa. Adiós a los haraganes, las putas y los mendigos. Suelta un suspiro de placer que pronto se transforma en resignación, pues el sueño es tan hermoso como efímero: los molinos siguen moliendo ruidosamente, crujiendo y zumbando. Y, a pesar de todo, ese ruido es preferible al escándalo de los niños que corretean por todas partes, indistinguibles entre sí: si persigues a uno para castigarlo, le basta doblar una esquina para confundirse entre los demás. No queda otra que soltarle un guantazo al más cercano para darle una lección a los otros. Frans los maldice y regresa tambaleándose a casa. La arpía de su mujer no ha vuelto aún: le dará una azotaina cuando llegue —por si acaso—. Se alegra de poder seguir bebiendo en paz sin que nadie le dé la murga ni lo provoque con asuntos tan nimios como el alquiler y la comida.
Está sentado, meciéndose con la botella en la mano, y su mente se dirige inevitablemente al pasado. Con la torpeza de la borrachera intenta poner en orden los argumentos con los que suele explicar los contratiempos que han echado a perder su vida, ejercicio que ha repetido durante años con el mismo celo con que el hijo del pastor repasa el catecismo. Cuando se siente satisfecho, se permite pensar en asuntos más gratos: su existencia tal como tendría que ser si la Corona le hubiese agradecido los servicios prestados: brindis con vino alemán en jarras de cristal; ostras, pasas y gofres; una bella mujer sentada en su regazo... y la venganza de quienes lo han ofendido y menospreciado: los difamadores torturados en la rueda y él observándolos desde la mesa donde se da un festín.
Llaman a la puerta. Malditos sean, ¿acaso unos golpes así han anunciado alguna vez algo bueno? Los ignora y vuelve a lo suyo, pero entonces una patada desprende la puerta de sus goznes y alguien lo agarra del pescuezo y lo arroja al suelo. Sólo la flacidez de la borrachera lo salva de partirse un brazo o una pierna; incluso el cuello. Los puntapiés en el culo y los muslos lo hacen girar y se golpea la frente con el quicio de la puerta. Tambaleante, sale al aire frío de la noche de primavera y cae entre las ortigas mojadas, donde se queda un rato tendido y desconcertado, con la esperanza de que aquello termine con la misma rapidez con la que ha aparecido, pero entonces oye un sonido que resuena en las fachadas de las casas, tan familiar como el timbre de su propia voz: el corcho de la botella de la que estaba bebiendo hace apenas un momento. Puede aguantar muchas cosas, pero todo tiene un límite. Se pone de nuevo en pie sobre piernas trémulas y oye el sisear de la botella que le pasa rozando la oreja y estalla contra la pared de piedra a sus espaldas. Poco después, una mano lo agarra del pelo y lo arrastra hasta el suelo de tierra donde se queda tumbado cogiendo aire. Cada inhalación le anuncia la presencia de los incipientes cardenales. Alguien se pasea de aquí para allá delante de él, pero la escasa luz sólo le permite ver su silueta: la nuca sobre los anchos hombros, los brazos robustos. La vida lo ha provisto de cierto olfato para el peligro, el suficiente para intuir la amenaza de algo peor: una ira contenida flota en el aire como si se avecinara una tormenta y el hombre que tiene delante está tenso como una cuerda. Presa del pánico, intenta identificar el motivo de lo que le sucede, ¡pero vaya si ha dado tantos motivos! Prueba con uno cualquiera:
—Sé que las paredes son finas y me han dicho que ronco...
—¡Cállate!
Gry repasa los nombres de sus acreedores y elige uno al azar:
—Sé que le debo a Jan Trolös, de la taberna. Le habría pagado ya si no me hubiese confundido: Trolös iba tan borracho que pensaba que no se acordaría.
—¡Cierra el pico!
La voz es grave y afónica, como salida de una garganta inadecuada para el habla humana, y de pronto, a Frans le vienen a la memoria las historias que ha oído. Suma dos más dos: el monstruo ha ido a por él. Obedece y guarda silencio.
—La mujer cuya cama compartes tiene una hija que no es tuya: Lotta Erika. Este año cumplirá los trece.
Frans asiente reticente.
—Trataste de colarte bajo sus sábanas y cuando ella te arañó la cara la echaste de casa.
Frans abre la boca, pero no sabe qué decir en su defensa.
—Mañana volverá, y si le vuelves a poner una mano encima te la cortaré y se la daré de comer a los cerdos.
La aparición se acerca y se acuclilla a apenas un paso de distancia. Frans baja la cabeza para que aquel rostro no pueble sus pesadillas de ahí en adelante. Un golpe en la espinilla le hace dar un grito: la mano que le ha pegado es dura como un garrote.
—Me encantaría dejarte tullido para siempre, romperte brazos y piernas. Si no lo hago es por una sola razón: vas a ocuparte de alimentar y cuidar de esa niña como si fuera hija tuya. Si sales de ésta por tu propio pie se lo debes a ella. Sabe dónde encontrarme, y si oigo alguna queja volverás a verme. ¿Entendido? Le darás un chelín cada fin de semana.
—Pero yo...
—Hay trabajo, aunque creas que está por debajo de ti: cargar lingotes de hierro en la báscula de Järnvågen, limpiar establos, voltear estiércol. Los hombres de verdad siempre encuentran quehacer. Sé que hubo un tiempo en que no eras un holgazán y un inútil.
Esas palabras acaban de disipar su borrachera. Hurga en su memoria en busca de aquella voz y de aquella silueta. Se queda sentado mientras el monstruo se levanta, da media vuelta y comienza a bajar buscando el camino que conduce hasta la Esclusa de Polhem. Contiene el aliento hasta que se queda solo y entonces, venciendo la confusión, dos recuerdos se conectan en su mente: una cara y un nombre.
—¡Cardell! ¡Mickel Cardell! Tú estabas en el Ingeborg y yo en el Alexander, anclado en Kråkskär cuando el príncipe Nassau-Siegen atacó. Vi tu barco estallar y hundirse.
Todo va cobrando sentido; Frans arruga la frente como para obligar a su cerebro a obedecer y hace una mueca de desprecio cuando consigue recordar.
—¡Dicen que estabas allí cuando Hornsberget se incendió! ¡Que fue culpa tuya! ¡Te llaman mataniños!
Pocas veces ha pensado con tanta claridad: el odio y la humillación dan caza a los recuerdos y los depositan directamente en su regazo.
—Estás aquí por tus remordimientos, no por Lotta, maldito egoísta.
Se ha puesto en pie y da unos pasos tambaleantes en la dirección que ha tomado Cardell.
—Yo le daré de comer, pero eso no hará que los niños muertos se levanten de sus tumbas. ¿Te crees mejor que yo, Cardell? No lo eres: eres peor, ¡peor! A tu lado soy un santo: yo no tengo las manos manchadas de sangre.
Se asusta de sus propias palabras y se apresura a cruzar el patio, atraviesa el portón, sube las escaleras y lanza un gemido lastimoso ante la puerta desgoznada que ya no le brinda protección alguna. Hace lo que puede para encajar las piezas y volver a colocarla en su sitio. Frustrado, se sienta en el suelo, otra vez solo, tiritando de alivio, de miedo, de triunfo.
Cardell se ha detenido a la vuelta de la esquina, fuera del campo de visión de Frans Gry, y se da un tiempo para que su respiración jadeante vuelva a la normalidad. Desearía haber estado lo bastante lejos como para no oír lo que aquel hombre le ha gritado, pero cada una de sus palabras lo ha azotado como un látigo. Se queda allí de pie mucho rato, intentando consolarse pensando en que, gracias a él, puede que aquella chica, Lotta Erika, viva un poco mejor. No era a ella a quien andaba buscando, pero es lo mismo: por las calles suele cruzarse con muchas jovencitas afligidas a las que ayuda tanto como puede. Y a veces ellas también lo ayudan a cambio: son muchas, oyen y ven muchísimas cosas, su misma vulnerabilidad les abre paso por lugares que él tiene vedados.
2
Alguien llama a la puerta de su cuarto y Cardell pestañea para quitarse las telarañas de los ojos. Ha dormido vestido, así que se levanta sin más, rodeado por sus propios humores. Se sacude el frío, gira la cerradura y se encuentra con un rostro pálido envuelto en un chal: quizá una de las muchas chicas a las que ha prestado sus puños en alguna contienda que ya no logra recordar. Ella saluda con una reverencia y enseguida baja la vista: la turbación es más poderosa que el agradecimiento. Él ya ha aprendido que sólo lo miran directamente a la cara una vez; luego, nunca más. Quizá lo hagan por consideración, al menos en parte, pero para él no es más que un recordatorio de las graves quemaduras que lo han marcado.
—Los pescadores ya han vuelto al lago Klara: he visto el humo de sus hogueras. ¿Recuerda que me pidió que estuviera atenta y lo avisara?
Cardell no consigue recordar el nombre de aquella muchacha, pero de pronto todo cobra sentido: trabajaba para un comerciante de la explanada de Ryssgården que acostumbraba a contar mal las monedas que le daba como paga y, a modo de consuelo, le ofrecía el calor de su propia cama.
—Muchas gracias.
Ella hace otra reverencia: ha aprendido que la sumisión es preferible casi siempre.
—Por lo demás, ¿todo bien? ¿Has comido algo hoy?
Agradece que la joven responda que sí porque el mendrugo que le queda en la panera pondría a prueba las muelas de cualquiera y le daría vergüenza ofrecérselo a una invitada. Asiente con torpeza con la cabeza, la muchacha hace otra reverencia, se da la vuelta y desaparece a toda prisa con pasos silenciosos. Él engulle el pan como buenamente puede antes de ponerse el abrigo al que ha dado la vuelta para gastar la otra cara. La tela de los codos está tan raída que parece gasa. Cardell gruñe ante el cuidado que ha de tener para que el puño de madera no desgarre el tejido: si le hubieran amputado el brazo izquierdo un poco más arriba, al menos desgastaría solamente una de las mangas.
El hielo del lago Mälaren se ha resquebrajado. Rebosante de agua del deshielo, Strömmen, la Corriente de Estocolmo, parece un brazo airado empujando placas blancas, algunas tan grandes que se quedan atravesadas entre los pilares de piedra del puente de Norrbro, donde el hielo se va acumulando hasta formar una especie de montaña blanca que amenaza con derrumbarlo. Los que han osado tomar ese camino se apresuran a cruzar hasta la otra orilla: si alguien no recuerda cómo las aguas de primavera se llevaron el puente por delante quince años atrás, otros se lo explican de buen grado. Entonces el hielo se parte con un estruendo y sigue su ruidoso camino por debajo, libre ya para golpear los cascos de los barcos anclados en el Báltico.
Cardell cruza a toda prisa y pasa por delante de la zona portuaria de Röda Bodarna, las Barracas Rojas, donde la gente se apiña moviéndose de un modo que sólo entiende quien ha tenido