La grieta del silencio

Fragmento

Introducción

Introducción

Lugar desconocido

14 de diciembre de 2011

Miren Triggs

Solo en lo más profundo del silencio

podemos escucharnos

con perfecta claridad.

Me despierta el sonido de mi propia respiración y, al abrir los ojos, sé al instante que he cometido un grave error. Me falta el aire. Me duele el alma. El corazón retumba con fuerza en mi interior y puedo oírlo con tanta nitidez que casi entiendo lo que dice entre cada latido.

Bum, bum.

«Pide ayuda, Miren».

Bum, bum.

«Aquí termina todo, amiga».

No sé cuántas horas llevo en este sitio. El suelo está frío y húmedo. En la oscuridad más absoluta, apoyo la yema de los dedos para incorporarme y noto su aspereza. Me duele la cadera.

—¡Hola! —grito con fuerza, pero solo me responde el eco—. ¡Ayuda! ¿Hay alguien ahí?

Estoy mareada. La cabeza me va a estallar. Me asaltan recuerdos esporádicos de los últimos días y viajo por ellos tratando de reconstruir la historia, pero soy incapaz. Me falta la última pieza. La que se coloca en la última grieta de los muros de mi memoria y hace que todo cobre sentido.

«Recuerda, Miren, recuerda. ¿Cómo has llegado aquí?».

Veo los ojos de Jim en casa. Una cinta de casete. Ayudaba al inspector Miller a… a encontrar a Daniel. Eso es. Buscaba a Daniel. Su hijo. Perdido desde hace… ¿cuántos años? Encontraron una bicicleta. Y había cintas de casete. Sí. Con la última cinta se precipitó todo. ¿O fue aquel ojo que me observaba? Llamé por teléfono y…, eso es. La llamada. La respiración gélida…, la pregunta sin respuesta. ¿Qué sucedió después?

«Piensa, Miren, piensa».

Algo me dice que debo darme prisa, que tengo que salir de aquí. Siento cómo se me acelera el pulso y tengo la sensación de escuchar mis propios pensamientos demasiado alto. Y tras ellos, de fondo, entre cada palabra, oigo una voz que me susurra: «No te olvidarás de mí, Miren. ¿Oyes eso? ¿Ese aullido constante en cuanto se apaga el ruido? Eres tú. Son tus gritos aquella noche en aquel parque». Anhelo la calma en este mundo estridente, pero me asusta el silencio absoluto, porque me aterra enfrentarme a mi voz interior, esa que es guardiana de las historias que he elegido olvidar.

—Rápido, Miren —me susurro a mí misma—. Piensa. ¿Qué has hecho? ¿Qué te trajo hasta aquí?

Veo a Jim a mi lado en el coche. Se marcha en él decepcionado. Recuerdo mi reflejo en la pantalla de la redacción del Manhattan Press y me viene a la cabeza aquella noche de 1997. Reconozco el mismo mareo. La misma sensación de haber perdido el control. Un puñado de pastillas sobre una mano delante de mí. ¿Qué me he hecho? Aparece en mi mente el destello de un incendio iluminando mis ojos. Estaba cerca. Pero… ¿qué se quemaba? ¿Por qué siento que lo he perdido todo? ¿Dónde estoy?

Extiendo las manos en la oscuridad y chocan con algo frío y áspero. Una pared. Me acerco a ella y la recorro deslizando mis dedos en busca de una salida. Un interruptor. Algo. Camino con miedo a tropezarme. La negrura es tan espesa que ni siquiera percibo el movimiento de mis manos. Llego a una especie de plancha de metal fría y noto que sale de ella una protuberancia.

Un tirador. Es una puerta. La salida.

Lo agarro con decisión, empujo y luego tiro de él con la estúpida esperanza de que puedo abrirla. Pero no sirve de nada. Forcejeo en todas direcciones, hago fuerza con mi cuerpo, me lanzo a golpear el metal con el hombro, pero ni siquiera consigo que la puerta baile dentro del marco. Me arden las manos, me asalta el pánico. Siento que las costuras de mi alma se rompen por lugares que pensaba que estaban sanos, pero en realidad siempre estuvo hecha jirones. Quiero pedir ayuda, pero, de pronto, caigo en la cuenta de que no sé qué hay al otro lado. Quizá no pueda hacer ruido. «¿Acaso he perdido la cordura?».

—Recuerda, Miren —me digo en voz baja—. Piensa si estás en peligro.

No sé responder, no consigo hilar una sospecha con otra, ordenar la historia, repasar el camino hecho. Me palpo los bolsillos y siento que la adrenalina recorre todo mi cuerpo cuando noto la forma rectangular del móvil.

—Bien. Corre, Miren —susurro con el corazón aterrado—. Llama a la policía antes de que venga alguien. Pide ayuda. Encuentra una salida.

Lo enciendo y descubro en el fondo de pantalla la imagen de mis padres junto a mí en una foto que nos hicimos en Bryant Park cuando me visitaron en Nueva York hace dos meses. Me cuesta desbloquearlo y solo veo el reloj, que marca las nueve y media de la noche. Me tiemblan las manos, tengo frío. La humedad se me clava en la garganta, noto en los labios el sabor a tierra. Marco el 911, pero al instante salta el mensaje de que no se ha podido establecer la conexión. Leo «Sin servicio» en la pantalla, y en la esquina superior, una sola línea de batería.

—Mierda, mierda, mierda.

Lo intento de nuevo, no sirve de nada. Extiendo el móvil delante de mí, y la pantalla ilumina por primera vez con luz azulada la estancia en la que me encuentro. Hay una puerta de metal blanca llena de óxido en el marco. El vaho sale de mi boca. Las paredes de cemento están peladas y sin pintar. Me doy la vuelta para otear el resto de la habitación y pego un grito de sorpresa al ver una silueta oscura e inmóvil en el centro, a unos metros.

—¡¿Quién eres?! —Alzo la voz—. ¡¿Qué quieres de mí?! —le grito, aterrada.

Pero no responde. Ni siquiera se mueve.

Por la complexión sé que es un hombre, no tengo duda, y algo me dice que solo uno de los dos saldrá vivo de aquí. Parece fuerte, a pesar de la calma que transmite.

—Por favor, deja que me vaya. No sé nada. No recuerdo nada.

Algunas imágenes más se me agolpan en la mente al tiempo que mi corazón no para de lanzarme avisos de que se acerca el final. Me tiembla el cuerpo, no tengo ningún arma con la que defenderme. Mi historia comenzó con una búsqueda y no podía terminar de otro modo que convirtiéndome en el objeto perdido de alguien de ahí fuera. Todas las historias terminan en algún momento, y el destino siempre es irónico y a veces juega a convertir tu muerte en una broma de lo que hiciste en vida. Lo he visto tantas veces con otras personas, con gente que se desvanece del mundo sin dejar rastro, que no me cuesta imaginar cómo mi madre colgará carteles con mi rostro, sé que Jim hablará en mi nombre rodeado de velas en una vigilia y que el Manhattan Press cubrirá en una escueta columna en una página interior que el 14 de diciembre de 2011 desapareció Miren Triggs, una periodista de investigación de su propia redacción. Describirá la ropa que llevaba —pantalón vaquero y blusa negra— y, con suerte, por ser alguien que había pasado algunos años en el periódico, mostrará mi rostro, y la gente se fijará en mis ojos tristes y percibirá mi alma inerte. Algunos lectores recordarán en ese momento lo que escribía o la historia de Kiera Templeton. Seguramente aquellos que leyeron el libro comentarán algo en Twitter y luego pasarán a otra cosa. En pocos días tan solo quedarán mis huellas efímeras sobre la orilla del mundo: las historias oscuras que perseguía, las fotografías que hice, los artículos que escribí. Y tras varias semanas, las olas comenzarán a borrarlo todo, a eliminar mi vida, mi historia, las de cada injusticia que perseguí… Y el mundo entero aprenderá entre líneas la lección que la maldad quiere que no olvidemos: «No hagas preguntas, no alces la voz, no trates de descubrir cómo de podrida está la humanidad, quédate en silencio».

La luz tenue de la pantalla no llega a iluminar con detalle quién es, pero intuyo que podría conmigo sin esfuerzo.

—Deja que me vaya —repito con la certeza de que no lo hará.

Y entonces me doy cuenta de que la sombra apenas reacciona a mis palabras, ni siquiera se mueve para negar con la cabeza o para compadecerse de mí. Está sentado en una silla, con las manos atrás, mira hacia abajo, a sus muslos.

—Joder…

Trago saliva y, de repente, veo un detalle nítido en mi memoria que hace que todo empiece a cuadrar. Me acerco un poco más, temerosa de descubrir ese detalle en su cuerpo, y, justo cuando veo que se trata de Jim y que está amordazado con una cinta que le cubre la boca, mi mente explota llena de imágenes, viaja al inicio de todo, y solo entonces recuerdo.

Capítulo 1

Staten Island

24 de abril de 1981

Benjamin Miller

Cuesta aceptar

que estamos a merced

de la casualidad.

Daniel Miller se despertó de un salto al sentir en su rostro de siete años la calidez de la luz del amanecer. Se notaba en su cara, esperaba aquel rayo desde el fin de semana, cuando sus padres, Ben y Lisa, le habían regalado por su cumpleaños una bicicleta cuya rueda trasera giraría para siempre en la memoria de ambos.

El destino funciona así. Alguien hace algo con la mejor de las intenciones, y se convierte en su peor y más recurrente pesadilla. El cielo había estado cubierto de nubes grises desde entonces que no habían parado de precipitar sobre Staten Island su lluvia en forma de tristeza. Sobre las paredes de aquella casa colgaban marcos de fotos con imágenes de felicidad que nada hacían presagiar que quedarían atrás como un espejismo de una vida que se evaporó.

Daniel apoyó los pies en el suelo de madera y se dirigió con rapidez al escritorio de su cuarto, donde descansaba una grabadora Sony TCM-600. El pequeño abrió una caja de zapatos repleta de pequeñas fundas de plástico y sacó de una de ellas una cinta virgen de sesenta minutos. Agarró el aparato con decisión, se lo acercó a la boca y pulsó el botón rojo en el que se leía record.

—Buenos días, papá y mamá —dijo con un tono en el que se notaba que no era la primera vez que lo usaba—. Ha dejado de llover. ¿Y sabéis qué significa? Que hoy iré en bicicleta al colegio por primera vez.

Detuvo la grabación, se puso los auriculares, rebobinó la cinta unos instantes y su cara dibujó una sonrisa en cuanto escuchó lo que acababa de decir. Asintió, pero luego activó de nuevo la grabación y añadió:

—Os quiero.

No había habido una sola vez en todos los años posteriores en la que Lisa no hubiese llorado sin parar tras oír esas dos simples palabras. Era imposible contar el número de veces en que ella, tumbada en la cama, escucharía aquel fragmento una y otra vez cada vez que su esposo se marchaba al trabajo.

Bajó las escaleras corriendo y sorprendió a su madre de espaldas en la cocina y a su padre sentado a la mesa leyendo el periódico.

—Reagan ha levantado el embargo de cereales a los comunistas —dijo Ben sin percatarse de la presencia de su hijo, justo en el instante en que el pequeño se acercó por la espalda y le rodeó con el brazo.

—Algo tendrán que desayunar —bromeó Lisa sin darle importancia—. Y hablando de cereales. —Sonrió en cuanto vio a Daniel—. Buenos días, cariño, ¿Lucky Charms o Cheerios?

—Lucky Charms. —Sonrió el pequeño.

Eran sus favoritos y también el motivo por el que Lisa evitaría para siempre el pasillo de los cereales en el supermercado para huir de este recuerdo.

—¿Qué tal algo con menos azúcar? —protestó Ben, que ladeó la cabeza y la chocó a modo de saludo con su hijo.

—Esto es América, cariño —respondió su mujer—. Si de algo presumimos en este país es de que tenemos azúcar de sobra para poner a nuestra comida. Marchando unos Lucky Charms. —Sonrió con ironía.

—¡Bien! —celebró Daniel, que levantó los brazos y corrió a abrazar a su madre.

Ben miró a Lisa con una sonrisa cómplice y ella acarició la cabeza al pequeño. El niño se dirigió a su padre muy serio:

—Hoy no llueve, papá. ¿Puedo ir en bicicleta al colegio?

—¿Qué? —A Ben aquella pregunta pareció pillarle por sorpresa—. ¿En bicicleta?

—Me lo prometiste. Me dijiste que si practicaba y aprendía, podría.

—Pero si solo la has cogido dos días. El sábado y el domingo. No sé si estás preparado para ir hasta el colegio. Eres muy pequeño, Dan.

—¡Papá! —protestó—. Me dijiste que irías conmigo al colegio en bicicleta.

—¿Cuándo dije eso?

Lisa observó la protesta con una sonrisa, aunque estaba tan contrariada como su marido.

—Eso, ¿cuándo dijo eso?

—Dijiste que podría usarla para ir al colegio.

—Pero cuando estés preparado. Y acompañado. O seas un poco mayor. Era una forma de hablar. No me refería a que ya, de manera inminente, fueses a usarla para ir al colegio.

—Podemos ir andando a su lado —medió su mujer—. En media hora estamos de vuelta como mucho. Hace un día precioso. Luego volvemos y te vas al trabajo.

—Eso, tú arréglalo —protestó Ben incrédulo.

—Le hace ilusión, cariño.

—Me hace ilusión —interrumpió el pequeño e hizo un gesto de súplica con las manos—. Por favor.

Ben miró a su hijo y luego a su mujer, que le sonreía desde la distancia. El inspector Miller echó un vistazo a su reloj. Calculó mentalmente si le daría tiempo a ir y volver al colegio andando y salir antes de que se formase el atasco mañanero. Necesitaba cruzar el puente Verrazano-Narrows para llegar a la oficina del FBI en el Bajo Manhattan. Allí trabajaba como agente especializado en contabilidad forense y se encargaba de revisar los entresijos de estafas financieras y los entramados societarios que escondían cadáveres entre sus cuentas.

Formaban una familia feliz, sin muchos sueños, sin grandes aspiraciones o ambiciones, pero felices. No tenían heridas abiertas ni mochilas cargadas. Se habían comprado al fin aquella casa de paredes blancas y contraventanas azules en el 72 de Campus Road, en una zona tranquila cerca de la universidad de arte Wagner, donde Lisa impartía clases de pintura.

—Está bien —aceptó Ben—. Pero no podemos perder tiempo. Salimos en diez minutos.

—¡Yuju! —chilló Daniel—. ¡Voy al colegio en bicicleta!

El pequeño, emocionado, se abalanzó sobre el bol de cereales coloridos que su madre había puesto en la mesa. Ben se acercó a Lisa y la cogió de la cintura.

—Pero ¿de dónde ha salido este buen humor? —le susurró.

—Hace buen tiempo. Ha salido el sol —respondió en voz baja—. Es un bonito paseo y anoche estuve muy a gusto contigo. Quiero estar un poco más con mi marido. Te sienta muy bien esa corbata.

—Tenemos que empezar a tener cuidado. Está muy espabilado. No quiero que le pase como a mí cuando descubrí por qué mis padres cerraban la puerta.

Lisa no pudo evitar una sonrisa y luego añadió:

—¿Por eso eres así? Pobrecito, ¿estás traumatizado? —Lisa abrazó a Ben y le dio un beso.

—¿Cómo tienes el día? —le preguntó él.

—Bien. La mañana de tutorías y dos clases a última hora. ¿Y tú?

—Hoy tengo poca cosa. Saldré pronto del trabajo. ¿Lo recojo yo?

—Te lo iba a decir. La última hora coincide con la salida de Daniel, ¿te importa que venga directamente a casa y os espere aquí? Como muy tarde estoy en casa a menos cuarto.

—Bien. Genial. Sin problema. Hoy es viernes. Salgo pronto.

De repente oyeron los pasos de Daniel corriendo escaleras arriba y luego el sonido de su armario y de los cajones del dormitorio. Unos minutos después se presentó delante de ellos vestido con un pantalón marrón, una sudadera verde, sus zapatillas favoritas Lazy Bones de color amarillo y un casco azul de bicicleta.

—¡Listo! Podemos irnos —dijo el pequeño, dirigiéndose a la puerta.

—Yo llevaré la mochila —añadió Lisa mientras la agarraba y pensaba si se había acordado de llenar la botella de agua.

Una vez fuera, el pequeño esperó a sus padres subido en la bicicleta. En cuanto los vio salir por la puerta, pedaleó dando tumbos de lado a lado en dirección oeste. Ben y Lisa caminaban detrás de él mientras el pequeño luchaba con fuerza contra la ligera cuesta de la calle.

—¡Vamos! ¡Tú puedes, Daniel! —vociferó ella, orgullosa.

El matrimonio iba de la mano y los dos vigilaban al niño con la sensación de que la vida les sonreía.

—Mantén la mirada de frente y no dejes de pedalear —añadió Ben.

Cuando al fin llegó a la cima del montículo, a la altura de la casa gris con el número 110, se detuvo triunfal y miró atrás, lleno de orgullo. El camino hasta su colegio, el Clove Valley School, era corto, unos quince minutos andando. Primero, la cuesta arriba, pero luego había una pendiente suave hasta llegar a Howard Avenue. Ben y Lisa no repararon en esto y, en cuanto Daniel se alejó un poco de ellos y aceleró en la bajada, se dieron cuenta de que habían cometido un error.

—¡Daniel, espera! —chilló Lisa de pronto.

—¡Frena, Dan! —vociferó su padre al caer en la cuenta de que el tráfico en Howard Avenue era mucho más rápido y un coche podría atropellarlo si entraba en la calle a esa velocidad—. ¡Dan! —gritó y corrió, tratando de darle alcance, pero el pequeño se alejaba poco a poco más y más rápido—. ¡Aprieta el freno! —Fue lo último que le dijo antes de perderlo de vista al doblar la curva de la calle.

Ben aceleró el paso temiendo una desgracia.

—¡Daniel! —chilló Lisa—. ¡Daniel!

A Ben le pareció oír cómo frenaba, pero, al pasar la curva, descubrió que Daniel no estaba allí. No había parado. Debía de haber doblado la calle y haberse adentrado en Howard Avenue. Corrió cuesta abajo y chilló su nombre:

—¡Daniel! ¡Daniel!

Pensó en lo peor. Se imaginó a su hijo tirado a un lado del arcén, con la pierna rota o la cabeza abierta. Lisa corría tras su marido con el corazón en la boca, asustada.

—Los coches. ¡Ben, los coches! —dijo ella como pudo.

Al llegar al fin a Howard Avenue a la carrera y sin aliento, Ben resopló al ver a Daniel parado a un lado, junto al arcén, esperándolos con una sonrisa de oreja a oreja llena de orgullo.

—¡Ha sido espectacular! ¿Habéis visto eso? ¡Soy rapidísimo! —exclamó el pequeño, inconsciente del susto que les había hecho pasar.

—Dios santo, hijo —exhaló Ben aliviado—. ¿Por qué no frenabas?

—No vuelvas a hacer eso, Daniel —gritó su madre enfadada en cuanto les dio alcance.

—Lo tenía controlado. ¡Qué rápido puedo ir! Sé frenar. Pulsas esta manija de aquí y zas. La bicicleta se detiene.

—Pensaba que te iba a atropellar algún coche. Ibas demasiado rápido, te hemos perdido de vista.

—De verdad, mamá. Lo tengo controlado. Sé montar en bici.

—Bueno, pero lo vas a hacer con nosotros cerca —intervino su padre—. A nuestro lado. Si no, no hay bicicleta. Me la llevo a casa y se acabó.

—Pero…

—No hay peros —sentenció Ben, tratando de recuperar el aire y con un nudo en el pecho.

Daniel resopló, pero se montó de nuevo y avanzó poco a poco cuesta abajo mientras apretaba con cuidado el freno. Caminaron junto a él y, en cuanto les adelantaba un par de metros, Lisa le chistaba para que fuese más despacio. Así, con Daniel a regañadientes, llegaron hasta Foote Avenue y empezaron a encontrarse con otros padres y niños que se dirigían también aquel día hasta el Clove Valley School. Saludaron a los Rochester y su hijo Mark, que también estaba en clase con Daniel en primero, y el niño no tardó en presumir de bicicleta ante su amigo. La maestra Amber, apurada y de la mano de su hija, los adelantó de camino a clase y saludó a todo el grupo con un gesto rápido.

—Vaya bicicleta tan preciosa —le dijo la profesora a Daniel. Sonrió a los Rochester y a Ben y Lisa les gesticuló un «Voy un poco tarde» sin emitir sonido alguno.

—¿Se la puedo enseñar a los demás? —inquirió Daniel a sus padres, haciendo ademán de llevársela al interior de la escuela.

—¿No prefieres que me la lleve y esta tarde pedaleas otro rato en casa? —propuso Ben.

—Quiero que Luca y Gabi la vean.

—Bueno, vale —aceptó Ben sin darle más importancia, ya más tranquilo—, pero déjala en esas barras junto a la entrada, donde están las demás. Y esta tarde, cuando te recoja, la metemos en el maletero y volvemos en coche.

—¿No puedo volver pedaleando?

—¿Y subir esa cuesta? Creo que no sabes muy bien lo que dices, cariño —intervino Lisa—. Venga, no tardes más y haz el favor de dar las gracias, porque te dejamos enseñársela a tus amigos.

El pequeño aceptó con media sonrisa, se bajó de la bicicleta y la cogió por el manillar. Lisa le puso la mochila roja y le dio un beso en la frente. Su padre le abrazó sin decir nada. Daniel entró lleno de orgullo con la bicicleta por el espacio que había entre las rejas que servían de acceso al patio frontal de la escuela. Dos niños de su clase se acercaron a él corriendo a observar la bicicleta de Daniel y se pavoneó delante de ellos. Lisa y Ben disfrutaron de su alegría y orgullo y esperaron a que Daniel los mirase desde allí para despedirse de nuevo con un par de aspavientos con la mano, sin dar más importancia al momento. Muchos años después ambos se lamentarían de aquella despedida tan efímera y siempre sintieron que en aquel instante no supieran ver la importancia de ese adiós.

Ben y Lisa volvieron a casa con el paso acelerado y él se subió directamente en el coche después de despedirse de su mujer con un beso. Pasó la mañana trabajando en la oficina del FBI en Manhattan tratando de trazar el recorrido de una serie de transferencias internacionales desde Panamá de uno de sus investigados. Luego, al final de su jornada, calculó como siempre que tardaría poco más de media hora si había tráfico en llegar al colegio de su hijo. Mirándolo en retrospectiva, quizá el problema fue la época. La era de la incomunicación, la edad de la ignorancia y los años de una confianza ciega.

El tráfico aquel día fue espantoso. Uno de los carriles de vuelta del tramo del puente Verrazano-Narrows desde Brooklyn hasta Staten Island estaba en obras. Por ello, aquel trayecto que siempre había sido de media hora duró cincuenta minutos eternos en los que Ben miraba el reloj una y otra vez, tocaba el claxon y maldecía molesto por un atasco lento que le impidió llegar a tiempo a recoger a Daniel.

Cuando al fin llegó Ben al colegio eran las cuatro menos diez, veinte minutos tarde. Se bajó confuso del coche, al no ver a Daniel esperándole en la puerta. Ya apenas quedaban un puñado de padres charlando por allí y varios niños jugando al pillapilla en la acera. Ben accedió al patio trasero por el mismo hueco que lo había hecho su hijo esa mañana, por si lo esperaba sentado en algún lugar de la entrada, pero allí solo encontró a varios profesores que salían con sus maletines dispuestos a marcharse a casa. Extrañado, Ben se fijó en que la bicicleta de su hijo no estaba en el lugar donde él le había dicho que la dejara.

—¿Habéis visto a mi hijo? —preguntó a los profesores—. ¿Daniel? De primero.

—Mmm, no —respondió uno de ellos sin darle más importancia—. ¿Has mirado en su clase? Creo que la señorita Amber aún está.

Ben entró en el colegio y se dirigió a la clase de primero, convenciéndose de que su hijo estaría allí, pero al ver a la profesora sola apilando un puñado de dibujos se quedó extrañado.

—¿Dónde está Daniel? —preguntó alarmado desde la puerta.

—¿Daniel? —replicó extrañada la profesora—. Ha salido ya. Con todos. Hace un rato. ¿No está ahí fuera? Lo dejé con los padres de Mark en la puerta. ¿Se han marchado? Pensaba que esperaría con ellos. Os vi esta mañana juntos y…

—¿Le ha dejado irse con otra familia?

—¿Irse? No —replicó—. Le he dicho que Daniel estaba en la puerta del colegio con los Rochester. Yo he entrado para recoger todo. Me he puesto a limpiar el desastre que han hecho los niños en la clase de pintura y…, disculpa. ¿De verdad no está fuera? —dijo ella.

—No. —Ben se preocupó al instante—. ¿Tiene el teléfono de los Rochester?

—Eh…, sí, claro. El director lo tiene.

La señorita acompañó a Ben Miller al despacho y marcaron el teléfono de los Rochester, pero nadie respondió a la llamada.

—¿Me apuntan aquí su dirección, por favor? —pidió Ben.

—Por supuesto —respondió el director Adams—. Seguro que está con ellos. Ha debido de ser un malentendido. Los críos se confían y se olvidan de avisar. Ya sabe cómo son. Y los padres nos imaginamos cosas que nunca acaban sucediendo.

Ben se preocupó al instante. Algo en aquella frase tranquilizadora surtió el efecto contrario. Miró la hora y marcó el teléfono de casa. Lisa ya tenía que estar allí. Tras varios tonos eternos, la voz de su mujer respondió la llamada.

—¿Diga?

—¿Está Daniel contigo?

—¿Ben? —preguntó al reconocer la voz de su marido—. Acabo de entrar en casa.

—He llegado tarde a recoger a Daniel y no está aquí. ¿Está contigo en casa o no?

—¿Tarde? Me dijiste que te daba tiempo.

—Lo siento, ¿vale? ¿Está contigo o no?

—No. Aquí no ha venido. Se habrá ido con algún amigo a su casa. Se lleva bien con varios.

—Eso estoy intentando descubrir. Estaba con los Rochester, los padres de Mark.

—Estará con ellos en su casa.

—Voy a llamar a los Rochester y te cuento. Espera ahí.

—Vale. Yo llamaré a los padres de Luca y Gabi, por si está con ellos.

Ben colgó con prisa y marcó de nuevo el teléfono de los Rochester ante la mirada tranquila del director. La señorita Amber suspiró casi al ritmo de los tonos del teléfono en el oído de Miller.

—¿Diga?

—Lucy, gracias a Dios. Soy Ben Miller, el padre de Daniel. ¿Está con vosotros?

—¿Daniel? No. Lo dejamos en la puerta del colegio, esperando. Estuvo unos minutos con Mark, pero nos teníamos que ir y pensábamos que lo estaba vigilando la profesora Amber. ¿No está con ella?

Ben sintió un escalofrío en la nuca que viajó por todo su cuerpo hasta impactar con la mano que sostenía el auricular. Este se precipitó sobre la mesa, dejando a Lucy Rochester sin respuesta. Ben tragó saliva y señaló con el dedo a la profesora:

—Como le haya pasado algo a mi hijo le pienso joder la vida —aseveró con firmeza, mirándola a los ojos.

—¿No está con ellos? —preguntó asustada.

Ben negó con la cabeza en silencio, se llevó las manos a la cara y pensó en todas las posibilidades. Marcó el teléfono de casa y su mujer respondió al instante.

—No está en casa de Gabi —dijo ella tras levantar el auricular—. ¿Sabes algo? Voy a llamar a…

—No está con los Rochester, Lisa —le interrumpió—. Lo dejaron solo en la puerta, esperándome. Han sido veinte minutos, por el amor de Dios. Puede que haya querido volver en bicicleta a casa. Ven hacia el colegio y yo iré en dirección a casa. Estará por el camino. Seguro que ha hecho esa idiotez y con las cuestas se ha cansado y quizá va empujándola.

—Vale —respondió ella, esperanzada.

Ambos colgaron la llamada y Ben salió a toda prisa sin despedirse. Subió Foote Avenue trotando mientras oteaba a ambos lados de la calle, por si lo veía, por si reconocía el color verde de la sudadera que llevaba ese día o su mochila roja. El corazón le latía con fuerza en el pecho, pero no por el esfuerzo, sino por el miedo. Pensó en el tramo de Howard Avenue y en la cantidad de coches que pasaban por allí, y temió que su hijo hubiese perdido el equilibrio en el arcén al pedalear cuesta arriba y algún coche se lo hubiese llevado por delante. Al llegar al final de la calle y girar a la izquierda en Howard Avenue, aceleró el paso y corrió con más fuerza. Se adentró en Campus Road, su calle, y a los pocos metros, de manera inesperada, sintió cómo el mundo entero se detenía. La bicicleta de Daniel estaba tirada en el suelo, pero no había rastro de su hijo.

—¡Daniel! —chilló él—. ¡Daniel! —vociferó una vez más.

A lo lejos reconoció la silueta de su mujer, que corría en su dirección. Él buscó a un lado y a otro a su hijo, sin dejar de gritar su nombre, y ella se derrumbó entre lágrimas en el momento en que identificó la bicicleta a los pies de su marido. Y allí, en su propia calle, a pocos metros de su hogar, las ruedas de la bicicleta de Daniel comenzaron a girar en las pesadillas de ambos y detuvieron el tiempo para la familia Miller.

Capítulo 2

Nueva York

12 de diciembre de 2011

Dos días antes

Miren Triggs

El dolor es un lenguaje universal

que solo transmite su verdad

en cada silencio.

Llevaba más de cuatro horas esperando dentro de mi coche frente al nueve de la calle 71 Este, un imponente y bello edificio de estilo neoclásico adornado con un demonio tallado sobre su gigantesca puerta, cuando al fin aparecieron seis patrullas de la policía de Nueva York con las sirenas apagadas. Les seguían dos grandes Chevrolet negros y un furgón que aparcó cortando el tráfico. Con rapidez saqué mi cámara. Comenzaba el juego. Para esto llevaba días durmiendo poco. Un puñado de agentes se bajaron de los vehículos y no tardaron en desenfundar sus armas. Yo disparé la primera ráfaga de fotos y enfoqué el rostro del agente Kellet del FBI, a quien distinguí caminando entre ellos vestido con camisa azul y corbata gris. Tragué saliva al recordar el secreto que nos unía. Un día antes un remitente anónimo había enviado a la oficina del FBI una carpeta que contenía una serie de correos electrónicos perturbadores junto con varios CD llenos con sus archivos adjuntos. En ellos, el empresario Markus Baunstein, el dueño registrado del edificio, se cruzaba mensajes crípticos desde la cuenta de su empresa con la dirección forbiddenflowers@trashmail.com. Descubrí el e-mail desechable en los marcadores de favoritos de un portátil Asus N61 que yo había recomprado por cien dólares en una tienda de empeños. El ordenador pertenecía a Darius Littlejohn, un traficante de poca monta de contenido sexual prohibido que tan solo había pasado seis meses en prisión, al no tener antecedentes penales, y a quien yo había apuntado en mi lista de degenerados a vigilar.

En la primera semana tras salir de la cárcel Darius Littlejohn regresó a su cuchitril en el Bronx y estuvo varios días encerrado allí. Luego hizo lo que todos los que pierden el favor de sus clientes, se ven sin dinero y descubren que su familia reniega de ellos: vender sus cosas y buscar una nueva vida en otro estado. Tardó tres días en visitar la casa de sus padres en Harlem y salir con una caja hasta arriba de objetos para empeñar. Lo seguí hasta EM Pawn Corp., un antro de rótulos amarillos con promesas estridentes que compraba cachivaches y joyas a precios tirados sin hacer muchas preguntas. Allí consiguió malvender un portátil que no había formado parte del registro, un collar horrible de oro, una cámara Olympus sin tarjeta de memoria y una antigua PSP sin cable de carga. La dueña de la tienda tuvo que pensar que era su día de suerte en cuanto le compré el ordenador que acababan de dejar.

No me costó mucho recuperar el disco duro. El muy idiota solo lo había formateado de manera rápida. Una vez restaurados parte de los archivos, el ordenador de Littlejohn tenía el potencial de ser una bomba de relojería para mí, una periodista de investigación del Manhattan Press de treinta y cinco años, herida por dentro, por fuera y en realidad en casi cada poro de mi piel.

Mi teléfono sonó y en la pantalla apareció el nombre de Jim.

—Ahora no, joder —susurré al tiempo que le colgaba y situaba el ojo en el visor de la cámara.

Jim y yo habíamos dormido juntos la noche anterior, pero yo me había marchado de su casa antes del amanecer. Tocaba trabajar y formar parte de este baile. Lancé otra ráfaga en la que capturé cómo dos agentes se colocaban junto a la puerta y esperaban órdenes. Tras leer en los correos la frialdad con la que el magnate pedía «flores» de todo tipo y presumía de estar creando un jardín único en la ciudad, tenía la certeza de que el tipo no merecía ninguna clase de cortesía y que cada segundo sin derribar aquella puerta era tiempo perdido.

Se notaba la tensión en los ojos de los agentes, que se miraban en silencio, en sus posiciones. Del furgón salió un policía cargando un ariete, se colocó delante de la puerta de más de cuatro metros y esperó una señal. Le hice una foto de recuerdo, quedaría bien junto a la imagen de Baunstein esposado. De pronto, uno de los agentes señaló arriba e hizo aspavientos con las manos para avisar a los demás.

—Te vas a pudrir en la cárcel, hijo de puta —dije en voz baja.

Todo estaba a punto de empezar. Y entonces, justo cuando el policía elevaba la pesada barra de metal a la altura de la cerradura, sonó un crujido y el gigantesco portón abrió sin necesidad de golpearlo. Bajo el marco apareció un chico joven, de unos veinte años, vestido de traje negro y guantes blancos.

Lo capté en la cámara y traté de oír lo que decía desde la acera de enfrente.

—Buenos días, agentes. —Pude escuchar un tono serio, casi mecánico—. ¿Les puedo ayudar en algo?

Debía de tener cámaras y haber visto la que se había formado en su puerta.

—Tenemos una orden de detención contra Markus Baunstein —gritó Kellet desde el fondo.

Me sorprendió cuando el joven se llevó el dedo índice a la boca y siseó, como si creyera que toda la unidad atendería a su petición:

—El señor está en su despacho. Están haciendo mucho ruido y cuando está allí hay que guardar silencio —pidió bajando el tono.

—Apártese —exclamó uno de los uniformados, que lo empujó a un lado, y toda la unidad aceleró el paso entre gritos y se perdió en el interior del edificio.

Podía intuir lo que ocurría dentro de la mansión. Los policías se estaban abriendo paso de un lado a otro, registrando habitaciones y encañonando al personal de servicio que se iban encontrando.

No tardaron en salir cuatro hombres jóvenes confusos, enfundados en trajes negros y guantes blancos. Varios agentes de policía los fueron poniendo en línea, de espaldas a la fachada. Dos mujeres esbeltas vestidas del mismo color corrieron la misma suerte unos segundos después y lo que más me llamó la atención de ellos es que no protestaban o forcejeaban lo más mínimo. Pasaban los segundos y en las

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