La forma de la oscuridad (Un caso del comisario Mancini 2)

Mirko Zilahy

Fragmento

libro-5

 

En el centro de la verja oxidada, un corazón gira sobre el eje de metal. El gemido se expande por el aire, cruza el césped, acaricia los bancos y se pierde entre el follaje de alerces y cipreses. A escasas decenas de metros, el blanco de la galería Borghese refulge a la luz de las farolas. Suspendida en la frente de la noche, una luna de marfil empapa la grava que inunda el tono esmeralda del césped.

Movido por el viento, el chirrido vuelve a sonar, se desliza entre las hendiduras, penetra en el espacio silencioso del museo. Alcanza la última sala, acaricia las telas y se encaja en la cabeza del hombre de rodillas, mientras sus labios se abren compulsivamente para liberar un grito.

Pero es incapaz.

Solo consigue llorar lágrimas que queman. Bruno mira a su alrededor, agotado por el terror. Dentro de las paredes del cráneo retumban los tambores. Los ojos se le ahogan en esa sal líquida, deforman la realidad, distorsionan la sala y todo lo que contiene en una vorágine de perfiles absurdos. Le tiemblan las manos, y el estruendo estalla en el cerebro ahogando el grito antes de que explote en la solemne quietud del museo.

Antes de que se tope con el último silbido del corazón giratorio.

libro-6

Primera parte

EL CAZADOR

libro-7

1.

Umbría, tres años antes

Aquel día, la campana tañía solemne mientras los rayos de un tímido sol brillaban en los reflejos escarlata del rosetón. La lluvia había dejado de caer hacía un momento y la madera descolorida del banco se encontraba completamente mojada. Del parterre de rosas blancas ascendía el olor a hierba. Un reguero de agua rozó la acera arrancando una hoja de castaño de Indias del borde en el que estaba acuclillada. La barquita amarillenta se balanceó en las aguas sucias, se dobló hacia un lado, después hacia el otro, para al fin ganar estabilidad, dispuesta a desafiar el oleaje unos metros más allá.

Dos ojos azules, bajo los hilos de oro del flequillo, acompañaron el balanceo de la hoja hasta un cúmulo de piedrecitas, donde encalló. Entonces la mirada de acero se volvió hacia la silueta del viejo situado de pie bajo la marquesina.

—¿Cuándo saldré? —silabeó lento el chico.

—No lo sé.

—¿Es por lo que hice?

El hombre soltó un suspiro profundo y no contestó.

—¿Así que no puedo salir por lo que hice?

El viejo asintió y el chico estiró los labios hasta que formaron una línea. Se quedó mirando otra vez la hoja que daba vueltas sobre sí misma, después levantó los ojos hacia lo alto, por donde pasaban pequeñas nubes algodonosas. Las siguió durante un instante, observando cómo se deshacían y se perdían en la lejanía.

Seguía repitiéndoselo, no había sido culpa suya que aquel hombre se hallara en su celda cuando él había cambiado. Pero todo era inútil: estaba definitivamente condenado, permanecería para siempre entre esas paredes, saliendo de vez en cuando al jardín para acrecentar la rabia y el deseo de libertad.

—No me parece justo —repitió, frustrado.

—Es la norma —le cortó el religioso, mientras una gruesa gota resbalaba por la corteza del sauce.

—No me parece justo, padre.

El hombre se esforzó para que su voz sonara firme:

—Cuando haces esas cosas horribles, tú… Tú no eres tú.

—Yo…

—Lo siento, pero esta es tu casa —lo interrumpió el padre superior—. Hoy y para siempre.

Aquel día, un viernes por la tarde de principios de otoño, la percusión del badajo resonó en la pesada silueta de la campana, mientras los tañidos a difuntos esparcían su funesta voz. Entre las paredes del convento había muerto un hombre. Un hermano que, en ese instante, cruzaba la nave central de la iglesia después de haber devuelto su alma a Dios. En el ataúd que avanzaba hacia el altar, el primero que había sido sellado en aquellos lugares santos, yacían los pobres restos de un ser humano. Las caras pálidas de los monjes seguían el féretro con lo que quedaba de sus restos mortales. Había quien pensaba en aquella alma arrebatada por la violencia. Otros revivían sus últimos instantes, los barrotes de la celda cerrados por dentro y el fraile solo, allí dentro, con aquella fiera. Ellos, fuera, petrificados por el miedo, mirando cómo lo hacía pedazos. Solo el sonido de la piel desgarrada, el hedor de los tejidos blandos, la repentina aparición de los intestinos arrancados, los ojos en blanco de la fiera. Y la rabia que se atenuaba. Poseído, había dicho otro.

El joven devolvió la mirada al borde del sendero: la hoja se había soltado y había reemprendido la marcha, atraída por el remolino en la embocadura de la acera. Engullida, acabaría cayendo hasta el sumidero. Se la imaginaba, testaruda como un náufrago en la balsa, la proa con el rabillo enhiesto, surcando las minúsculas tormentas subterráneas. La vio, sacudida por los encrespamientos del torrente hasta la inmensidad del mar.

No, él no vería nunca el mar, pensó observando la muralla de piedra descolorida. Estaba cubierta de abanicos de hiedra que llegaban hasta la crestería recortada. En el fondo, su mundo se concentraba del todo allí. Era su casa, lo protegía de lo que había fuera, como decía el padre superior, y, tal vez, también de lo que escondía dentro. Al crecer, su habitación no se había transformado en una galaxia de libros, juegos y sueños, sino en un mundo cuyas fronteras solo eran paredes que había que romper. Hasta que la vio tal como era de verdad: una celda. Y si una persona te mantiene encerrado en una celda, no es un padre afectuoso, es tu carcelero.

La infancia había quedado atrás y él, por fin, estaba listo para salir. ¿Qué le esperaba allá fuera? Nunca se había atrevido a escrutar detrás de esos muros. Ni una sola vez. Es peligroso, le repetían. Y él siempre había obedecido. El mundo exterior parecía lleno de cosas horrendas. Dolor, enfermedad, pecado.

Y además estaban los monstruos. El eje de todos los miedos. El epicentro de la noche, la raíz del caos. La oscuridad sin forma.

Su momento, sin embargo, estaba cerca, esos altos bloques de piedra no constituirían problema alguno. Nadie seguiría teniéndolo prisionero.

Aquel día, los hermanos acariciaban la superficie tosca del ataúd, con los ojos rebosantes de temor y de piedad. Pero ni uno solo de los veinte rostros compungidos podía imaginar en su último saludo que aquellas no serían las últimas lágrimas vertidas por su causa.

Porque la caza no había hecho más que empezar.

Y el cazador había afilado las armas.

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