La mala semilla

Toni Aparicio

Fragmento

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Lunes, 17 de octubre

La escasa luz diurna se diluía lentamente. Un velo de oscuridad se extendía como un cáncer en un organismo sano, en menos de una hora no quedaría rastro de aquel día. Anabel dio la última calada a su cigarrillo e hizo amago de arrojarlo al suelo, pero se detuvo en el último instante. Lo apagó con cuidado y guardó la colilla en la cajetilla, junto a un par de cigarrillos intactos. A la Anabel de antes le hubiera traído sin cuidado arrojarla al suelo. No es que ahora fuera una ecologista convencida, lo hacía sencillamente porque era lo correcto. Ese pequeño acto sin aparente importancia denotaba que era otra persona. La Anabel de antes había hecho cosas mucho más reprobables. Cosas de las que se avergonzaba y se arrepentía a diario. Cosas que habían dañado a la gente que la quería, pero sobre todo a sí misma. Quería creer que en esos momentos era otra y que la Anabel de antes se había perdido en el tiempo.

Y todo lo había cambiado Adrián.

Miró más allá de un grupo de pinos de corteza granate y tejos de tronco ancho y estuvo a punto de gritar su nombre. El niño apareció cabizbajo con un palo en la mano a modo de espada, absorto en algún juego imaginario. Anabel sonrió orgullosa. Adrián era lo mejor que le había pasado en su desastrosa vida. Su hijo había cambiado su existencia. Había provocado que mirara el mundo de otra forma. Le había dado el impulso del que pensó que carecía. La había liberado de la esclavitud a la que había estado sometida antes de que naciera él, y como por ensalmo, todo había comenzado a moverse en otra dirección. Estaba dispuesta a seguir adelante y comenzar de nuevo. La decisión había sido madurada y tomada desde hacía ya un tiempo, pero las últimas semanas habían acelerado otro proceso paralelo al plan inicial. Lo había conocido a él y, como sucede a veces, esa persona que de repente aparece en tu vida se convierte en la que vuelve tu mundo del revés. No quería reconocerlo, pero así era. Por ese motivo no dejaba de cuestionarse continuamente lo que durante meses atrás había tenido tan claro. Adrián lo adoraba, hablaba de él a todas horas y se había convertido en la referencia paterna que le había faltado durante tanto tiempo.

Sacó su móvil y miró el último mensaje que le había enviado. Siempre era puntual y no esperaba que esta vez se retrasara. Ella trataba de mantenerse firme y seguir con su plan de marcharse al día siguiente por la mañana. Él había insistido en que quería volver a verla a ella y al niño una vez más. Quería despedirse de ellos, aunque sabía que aprovecharía la ocasión para insistir en que deberían quedarse y darle una nueva oportunidad.

Miró hacia la cascada, cuyo contorno se fundía con la inmensa pared de roca que la envolvía y se elevaba varios metros por encima de su cabeza. Sintió la humedad del agua que corría bajo sus pies por el riachuelo, y que ascendía hasta la pasarela de madera donde estaba situada, frente al nacimiento del río Mundo. Comenzaba a hacer frío. Anabel se subió la cremallera de su plumífero hasta arriba y sintió un escalofrío. Observó el cielo que ya mostraba un degradado del azul al negro anunciando el fin del día. Cogió su móvil de nuevo y entonces vio el destello de los faros de un coche brillar más abajo. Adrián saltó de alegría y fue corriendo a su encuentro. Anabel también se alegró. Se subió el cuello de su plumífero, suspiró y rogó por que no volviera a insistir. Porque las dudas crecían en su interior como la mala hierba, y tuvo que reconocer que ya no estaba tan convencida de querer marcharse.

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Martes, 18 de octubre

Juan Cebreros se despertó y extendió la palma de su mano sobre el vacío que había dejado Matilde. Habían pasado diez meses desde que la esclerosis lateral amiotrófica se había llevado a su esposa, pero antes ella había sido partícipe de la forma más cruel de su propio deterioro físico. En el sentido más estricto de la palabra, Matilde no sufrió un dolor insoportable, pero fue testigo de cómo la enfermedad tomaba el control de su cuerpo. Restándole vida y movimiento, viendo desde la más absoluta lucidez cómo se apagaba lentamente. Juan todavía no se había hecho a la idea de que Matilde ya no estuviera allí. Eran muchas veces las que sin darse cuenta pronunciaba su nombre y la casa le devolvía como respuesta un silencio estremecedor.

Se arrastró hasta la cocina, encendió el televisor y se preparó el desayuno mientras escuchaba las noticias. Reparó en que cada vez se levantaba más temprano, eran poco más de las seis y esa mañana no tenía que acudir al puesto hasta las ocho. Así un día tras otro; se pasaría las horas siguientes mirando la tele sin mirarla, pensando en la nada, sintiendo que algo de él también moría, y lo peor, que no le importaba. Calentó la taza de café con leche en el microondas y la tostada dio un brinco dentro del tostador. Juan se sentó y mordisqueó el trozo de pan. En la tele, el hombre del tiempo anunciaba demasiado calor para esa época del año; en Riópar, en temporadas anteriores ya habrían caído las primeras nevadas, dejando una estampa idílica pero poco práctica del pueblo y sus alrededores.

Unos nudillos golpearon la puerta de entrada de la casa, que Juan podía ver desde donde estaba porque tanto el recibidor como el salón y la cocina estaban unidos en una misma pieza. Vio una figura grande al otro lado del estrecho cristal esmerilado que se movió impaciente. Juan se limpió con un paño de cocina las manos manchadas del aceite de la tostada y fue a abrir.

—Buenos días, mi brigada —dijo un agente de la Guardia Civil en cuanto abrió.

Cebreros movió levemente la cabeza a modo de saludo.

—Buenos días, García.

—Han encontrado algo que debería ver, mi brigada.

García era un hombre corpulento y bastante alto. Era un buen agente que cumplía con su deber y al que no le gustaba llamar la atención. Se podría decir que era sensible aunque a primera vista no lo aparentase. A pesar de que todavía no había amanecido, Cebreros pudo apreciar por la escasa luz del recibidor que incidía en su rostro que el agente estaba pálido y algunas gotas de sudor perlaban su frente.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó más curioso que preocupado.

El agente se separó con nerviosismo de la puerta de entrada y con una manaza enorme, donde su anillo de casado le estrangulaba el dedo anular, señaló un lugar indeterminado hacia el frente.

—Tranquilo, García, tranquilo —dijo Cebreros cogiéndole del brazo para que se calmara—. Voy a vestirme primero, que como ves voy en chándal. Pasa, anda, y tómate un café mientras esperas.

El agente García fue consciente en ese momento de su nerviosismo. Asintió varias veces sin decir nada y entró en la casa.

Un cuarto de hora más tarde, el agente García al volante del Nissan Patrol y el brigada Cebreros a su lado llegaron hasta el aparcamiento situado a la entrada del Parque Natural de Los Calares del Río Mundo y de la Sima. La imponente mole que resguardaba el nacimiento se er

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