La gran estafa

John Grisham

Fragmento

cap-1

1

Llegó el final del año y con él las fiestas, aunque en la casa de los Frazier no había mucho que celebrar. La señora Frazier cumplió con la tradición de decorar un pequeño árbol, envolver unos cuantos obsequios y hornear unas cuantas galletas de esas que nadie quería, y, como siempre, mantuvo sonando sin pausa en el equipo de música El Cascanueces al tiempo que tarareaba animadamente en la cocina como si de verdad la familia estuviera pasando unos días alegres.

Pero las cosas eran de todo menos alegres para ellos. El señor Frazier había abandonado el hogar hacía tres años, y lo echaban de menos tanto como lo despreciaban. Al poco de dejarlos se había ido a vivir con su joven secretaria, que cada vez estaba más embarazada. La señora Frazier, a la que dejó plantada, humillada, hundida y deprimida, todavía luchaba por salir del bache.

Louie, su hijo menor, que cumplía un arresto domiciliario, por no decir que estaba en libertad bajo fianza, tenía por delante un año difícil ya que iba a enfrentarse a una acusación por un asunto de drogas y todo lo que conllevaba. No se había molestado en comprar un regalo a su madre, aduciendo como excusa que no podía salir de casa por el dispositivo de seguimiento que llevaba en el tobillo por orden judicial. En cualquier caso, aunque no lo hubiera llevado, nadie esperaba que Louie se tomara la molestia de comprar regalos. El año anterior, y el anterior, cuando no tenía el transmisor electrónico, tampoco les había comprado nada.

Mark, el hijo mayor, había vuelto al hogar tras la pesadilla de la facultad de Derecho y, aunque tenía bastante menos dinero que su hermano, había conseguido comprar a su madre un frasco de perfume. Se suponía que iba a graduarse en mayo, y que después, en julio, se presentaría al examen de colegiación a fin de obtener la licencia para ejercer como abogado y empezaría a trabajar en un bufete de Washington D. C. en septiembre, casualmente el mismo mes en que Louie tendría que comparecer ante el juez. Pero el caso de Louie no llegaría a juicio por dos buenas razones. Primera, unos policías de incógnito lo habían pillado in fraganti mientras vendía diez bolsitas de crack (incluso había un vídeo que lo atestiguaba) y, segunda, ni Louie ni su madre podían permitirse contratar un abogado decente que se ocupara de sacarlo del lío en el que estaba metido. Durante las vacaciones tanto la señora Frazier como Louie habían dejado caer a Mark que debería darse prisa y presentarse voluntario para defenderlo. Quizá podrían ir retrasándolo todo hasta que Mark estuviera colegiado; de hecho, le faltaba muy poco. Y ya con la licencia, ¿acaso no le resultaría sencillísimo encontrar uno de esos tecnicismos sobre los que siempre se hablaba y conseguir que retiraran los cargos?

Esa ilusión que compartían Louie y su madre tenía fallos de peso, pero Mark no quiso perder el tiempo en señalárselos. Cuando el día de Año Nuevo quedó claro que Louie pretendía pasarse por lo menos diez horas tirado en el sofá viendo siete partidos de fútbol americano seguidos en la tele, Mark se largó a casa de un amigo. Esa noche, mientras conducía de regreso al hogar, con unas copas de más, tomó la decisión de marcharse. Volvería a Washington D. C. y trabajaría en lo que fuera en el bufete que iba a contratarlo pocos meses después. Faltaban casi dos semanas para que empezaran las clases, pero tras diez días de oír las quejas continuas de Louie por sus problemas, además de El Cascanueces, Mark ya estaba harto y deseando que empezara su último semestre en la facultad.

A la mañana siguiente su despertador sonó a las ocho y, mientras se tomaba el café con su madre, le explicó que tenía que regresar a Washington. «Siento irme antes de lo previsto, mamá, y dejarte aquí sola con tu niño malo, pero esta no es mi guerra. Louie no es hijo mío y no tengo por qué ocuparme de él. Tengo mis propios problemas.»

El primero de ellos era su coche, un Ford Bronco que conducía desde que iba al instituto. El cuentakilómetros se había quedado bloqueado en los trescientos mil kilómetros cuando Mark todavía estaba a mitad de sus estudios de pregrado. Necesitaba desesperadamente una bomba de combustible, pero ese solo era uno de los muchos recambios que precisaba con urgencia. Durante los últimos dos años, Mark había conseguido a duras penas —con ayuda de cinta adhesiva y unos cuantos clips— parchear y sujetar el motor, la transmisión y los frenos, pero no había podido hacer nada con la bomba. Funcionaba, si bien con una capacidad más reducida de lo normal, de manera que el Bronco únicamente alcanzaba una velocidad máxima de ochenta kilómetros por hora, y eso en llano. Para evitar que lo arrollara un camión de dieciocho ejes en la autopista, Mark decidió viajar por las carreteras secundarias del Delaware rural y la costa Este. El viaje de Dover al centro de Washington D. C., que por lo general era de dos horas, a él le llevó el doble.

Eso le dio más tiempo para pensar en sus otros problemas. El segundo era el asfixiante préstamo que había tenido que pedir para estudiar. Al término del pregrado debía sesenta mil dólares y no tenía trabajo. Su padre, que en ese momento parecía felizmente casado pero también estaba ahogado por las deudas, le advirtió que no siguiera con sus estudios. «Joder, hijo, en cuatros años ya tienes un agujero de sesenta mil dólares. Déjalo ya y no lo empeores.» Pero Mark pensó que era una soberana estupidez aceptar los consejos financieros de su padre, así que trabajó un par de años en lo que le fue saliendo, de camarero y repartidor de pizzas, mientras negociaba con sus acreedores. No recordaba cómo se había planteado la posibilidad de ir a la facultad de Derecho. Sí se acordaba, en cambio, de haber oído una conversación entre dos compañeros de fraternidad que estaban arreglando el mundo mientras bebían una copa tras otra. Mark era el camarero, el bar no estaba muy lleno y, tras la cuarta ronda de vodka con zumo de arándanos, los dos muchachos ya hablaban lo bastante alto para que todo el mundo pudiera oírlos. De las muchas cosas interesantes que dijeron, a Mark se le habían quedado grabadas dos: «Los grandes bufetes de Washington D. C. no paran de contratar gente» y «Los sueldos iniciales que ofrecen son de ciento cincuenta mil al año».

Poco después se encontró con un amigo que había estudiado con él en pregrado y que por entonces estaba en primero en la facultad de Derecho de Foggy Bottom, en Washington D. C., y el chico no paró de hablarle de sus planes de acabar la carrera lo más rápido posible, en dos años y medio, y después firmar un contrato con un bufete importante y con un sueldo elevado. El gobierno federal estaba concediendo créditos a todos los estudiantes que lo solicitaban, decía; todo el mundo podía sacarse una carrera y, claro, ibas a acabar con un montón de deudas, pero podías quitártelas de encima en cinco años. Según su amigo, tenía mucho sentido «invertir en uno mismo», pues, a pesar del lastre de las deudas, podría contar con un buen sueldo en el futuro.

Mark se tragó el cuento y empezó a estudiar para el examen de acceso de Derecho, el Law School Admission Test (LSAT). Sacó una nota poco brillante, 146, pero eso no pareció importar a los responsables de admitirlo en la facultad de Foggy Bottom. Tampoco fue un problema para ellos su patético expediente de los estudios de pregrado, con su mediocre nota media de 2,8. Finalmente la facultad lo aceptó con los brazos abiertos. Sus solicitudes de crédito estudiantil se aprobaron a toda velocidad, y a partir de entonces el Departamento de Educación hacía cada año una transferencia de sesenta y cinco mil dólares a Foggy Bottom. A esas alturas, cuando solo le faltaba un semestre para acabar la carrera, Mark tenía que enfrentarse a la dura realidad de que iba a graduarse con una deuda total de doscientos sesenta y seis mil dólares, sumando a la cantidad inicial y los intereses la nueva por los estudios universitarios.

Otro problema era el trabajo. Resultó que el mercado laboral no estaba tan boyante como la gente contaba. Ni tampoco era tan prometedor como Foggy Bottom anunciaba en sus astutos folletos y en su web, que rozaba lo fraudulento. Los licenciados de las facultades más prestigiosas todavía encontraban trabajos con unos sueldos envidiables, pero la facultad de Derecho de Foggy Bottom no estaba precisamente entre ellas. Mark, tras muchas dificultades, había conseguido empleo en un bufete de tamaño medio especializado en «relaciones gubernamentales», es decir, que en esencia se dedicaba a hacer de intermediario de diferentes grupos de presión y representar sus intereses. Su salario inicial todavía no se había fijado dado que el comité de dirección del bufete no se reuniría hasta principios de enero para revisar la cuenta de beneficios del ejercicio anterior y después, supuestamente, ajustar los sueldos. Dentro de pocos meses Mark tendría que mantener una conversación importante con su «asesora crediticia» para renegociar la planificación de la liquidación de la deuda de sus préstamos estudiantiles y empezar a devolver esa montaña de dinero. Su asesora había transmitido a Mark su preocupación por el hecho de que él no supiera cuánto iba a ganar. Eso era algo que obsesionaba a Mark también, sobre todo teniendo en cuenta que no confiaba en ninguna de las personas que había conocido en el bufete. Por mucho que intentara engañarse, en el fondo tenía la sensación de que el trabajo que le habían prometido no estaba garantizado.

Y además estaba el problema del examen de colegiación. Debido a la alta demanda, el examen de Washington D. C. era uno de los más difíciles de todo el país, y últimamente lo había suspendido una cantidad alarmante de graduados de la facultad de Foggy Bottom. También en ese tema los graduados de las facultades de prestigio de la ciudad destacaban. Así, el año anterior Georgetown había alcanzado un noventa y uno por ciento de aprobados, y la universidad George Washington, un ochenta y nueve por ciento. En Foggy Bottom, en cambio, el porcentaje era un penoso cincuenta y seis por ciento. Para aprobar, Mark tenía que empezar a estudiar de inmediato, desde principios de enero, y no despegar los codos de la mesa durante los siguientes seis meses.

Pero no tenía energía para hacerlo, sobre todo durante esos días fríos, oscuros y deprimentes del invierno. A veces le parecía que esa deuda era como un bloque de hormigón que llevaba atado a la espalda. Caminar con ese peso ya era una hazaña. Hasta le costaba sonreír. Vivía en la más absoluta pobreza y su futuro, aunque finalmente consiguiera el trabajo, era incierto. Y él era de los afortunados. Muchos de sus compañeros de clase tenían las deudas pero no la posibilidad de encontrar un empleo. Pensándolo bien, había oído quejas desde que entró en la facultad y, con cada semestre que pasaba, el ambiente era más y más sombrío y crecían las suspicacias. El mercado laboral empeoraba. Los resultados del examen de colegiación eran una vergüenza para todos los de Foggy Bottom. Las deudas de los estudiantes crecían. Y a esas alturas, en su tercer y último año, no era raro que los alumnos se lo echaran en cara a los profesores en plena clase. El decano no se atrevía a salir de su despacho. En los blogs se cebaban con la facultad y no paraban de hacer preguntas de difícil respuesta como: «¿Todo esto es un engaño? ¿Nos han timado? ¿Qué han hecho con nuestro dinero?».

Prácticamente toda la gente que Mark conocía estaba más o menos convencida de que: 1) la facultad de Derecho de Foggy Bottom era un centro de bajo nivel, 2) hacía demasiadas promesas, 3) era cara para lo que ofrecía, 4) animaba a los alumnos a contraer unas deudas excesivas, 5) admitía a muchos estudiantes mediocres que no deberían estar en ninguna facultad de Derecho, y que o bien 6) no los preparaban adecuadamente para el examen de colegiación, o bien 7) eran demasiado lerdos para aprobarlo.

Se rumoreaba que las solicitudes de admisión en la facultad de Derecho de Foggy Bottom habían caído un cincuenta por ciento. Sin apoyo estatal y sin donaciones privadas, semejante descenso obligaría a aplicar todo tipo de dolorosos recortes, y esa facultad, que ya era mala de por sí, solo podía ir a peor. A Mark Frazier y sus amigos eso les importaba poco: únicamente tenían que aguantar los cuatro meses que les quedaban y luego se irían de allí, encantados, para no volver a pisar ese lugar nunca más.

Mark vivía en un edificio de apartamentos de cinco plantas que tenía ochenta años y estaba visiblemente deteriorado, pero el alquiler era bajo y eso atraía a los alumnos de las universidades George Washington y Foggy Bottom. En su primera época la gente lo conocía como Cooper House, pero tras tres décadas de desgaste y destrozos de generaciones de estudiantes de fraternidad, se había ganado el apodo de The Coop. Como los ascensores rara vez funcionaban, Mark subió por la escalera hasta la tercera planta y entró en su diminuto piso, de poco más de cuarenta y cinco metros cuadrados y con los muebles justos, por el que pagaba ochocientos dólares al mes. En un arranque, había limpiado la casa después de su último examen antes de las vacaciones, y al encender las luces le agradó ver que todo estaba en orden. ¿Y por qué no iba a estarlo? El casero nunca se dejaba caer por allí. Soltó sus bolsas de viaje y le sorprendió el silencio. Por lo general se oía jaleo siempre, dado que allí vivían un montón de estudiantes y, además, las paredes eran muy finas. Equipos de música y televisores a todo volumen, discusiones, bromas, partidas de póquer, peleas, alguien tocando una guitarra o incluso el empollón de la cuarta planta con su trombón, que hacía temblar todo el edificio. Pero ese día no. Todos seguían en sus respectivas casas, disfrutando de las vacaciones, y las zonas comunes estaban extrañamente silenciosas.

Mark empezó a aburrirse al cabo de media hora y decidió salir. Cuando caminaba por New Hampshire Avenue el viento se colaba bajo su fina chaqueta polar y sus viejos pantalones chinos, así que optó por doblar la esquina de la calle Veintiuno y pasarse por la facultad para ver si estaba abierta. En una ciudad en la que los edificios modernos horribles no escaseaban, la facultad de Derecho de Foggy Bottom se llevaba la palma. Se había construido después de la guerra, y estaba cubierto con ocho niveles de unos insulsos ladrillos amarillos unidos formando alas asimétricas, el intento fallido de algún arquitecto por dejar su impronta. Al parecer, había sido un edificio de oficinas, pero después tiraron paredes sin planificación alguna para crear aulas agobiantes en las cuatro plantas inferiores. En la quinta estaba la biblioteca, una madriguera con grandes y avanzadas salas repletas de libros que casi nunca tocaba nadie y algunas reproducciones de retratos de jueces y estudiosos de la ley desconocidos para todos. Los despachos de la facultad estaban en las plantas sexta y séptima, y en la octava, lo más lejos posible de los alumnos, se situaba la zona de administración, donde el decano se ocultaba encerrándose en un despacho que hacía esquina, del que salía en muy contadas ocasiones.

La puerta principal estaba abierta y Mark entró en el vestíbulo vacío. Aunque agradeció el calorcito que hacía allí, esa zona le resultó, como siempre, muy deprimente. Una de las paredes la ocupaba totalmente un enorme tablón de anuncios lleno de todo tipo de avisos, carteles y ofertas de toda índole. Había unos cuantos llamativos pósteres que publicitaban oportunidades para estudiar en el extranjero y la habitual variedad de anuncios escritos a mano en los que se ofrecía un poco de todo, desde libros, bicicletas y entradas, hasta temarios de cursos y profesores particulares por horas, o se anunciaban apartamentos en alquiler. El examen de colegiación se cernía sobre toda la facultad como un nubarrón, de modo que también había carteles que destacaban las virtudes de unos cursos de preparación. Si buscaba bien, podría encontrar unas cuantas ofertas de empleo, pero en esa facultad cada año que pasaba escaseaban más. En un rincón estaban los mismos folletos de siempre que buscaban que la gente contratara más créditos estudiantiles. En el extremo del vestíbulo había máquinas expendedoras y una pequeña barra para tomarse un café, pero en esos días de vacaciones allí nadie tomaba nada.

Se dejó caer en un sillón de cuero gastado y el deprimente ambiente de su facultad caló en él. ¿De verdad era una facultad o solo una fábrica de títulos? Cada vez tenía más clara la respuesta. Por enésima vez deseó no haber cruzado nunca la puerta principal de aquel lugar cuando era un incauto alumno de primero. En ese momento, casi tres años después, lo abrumaba el peso de unas deudas que no sabía cómo iba a pagar. Si había luz al final del túnel, él no la veía.

De pronto se planteó por qué alguien pondría a una facultad el nombre de Foggy Bottom. Como si estudiar Derecho no fuera ya bastante penoso, a algún iluminado se le había ocurrido, veinte años atrás, bautizar aquel lugar con un nombre, «Fondo Nebuloso», que solo servía para desmoralizar aún más a los alumnos. Ese tío, que ya estaba muerto, había vendido la facultad a un grupo inversor de Wall Street que tenía una especie de cadena de facultades de Derecho, las cuales, según se decía, estaban proporcionándole muy buenos beneficios, aunque no aportaban al mundo ningún joven licenciado en leyes brillante.

¿Cómo se compraban y vendían facultades de Derecho? Eso era un misterio para Mark.

Oyó voces y salió apresuradamente del edificio. Volvió a New Hampshire Street y caminó hasta Dupont Circle, donde entró en Kramer Books para tomarse un café y quitarse el frío de encima. Iba andando a todas partes. Su Bronco era lento y se calaba demasiadas veces en medio del tráfico de la ciudad, así que lo tenía fuera de la circulación en una plaza de aparcamiento detrás de The Coop, siempre con la llave en el contacto. Por desgracia, hasta entonces nadie había intentado robárselo.

Una vez que entró en calor de nuevo, caminó seis manzanas en dirección norte por Connecticut Avenue. El bufete de Ness Skelton ocupaba unas cuantas plantas de un edificio moderno cerca del hotel Hinckley Hilton. El verano anterior Mark había conseguido un trabajo allí al aceptar unas prácticas en las que le pagaban menos del salario mínimo. En los grandes bufetes utilizaban las becas de verano para tentar a los mejores estudiantes con las ventajas de la buena vida. No les pedían que trabajasen mucho. A los becarios les proponían unos horarios ridículamente cómodos, les regalaban entradas para partidos y los invitaban a fiestas elegantes en los espléndidos jardines de los socios ricos. Una vez seducidos, los jóvenes firmaban un contrato y, tras graduarse, en un abrir y cerrar de ojos se veían atrapados en un trabajo de cien horas semanales.

Pero Ness Skelton no era de esos. El bufete solo contaba con cincuenta abogados, y estaba muy lejos de hallarse entre los diez mejores. Sus clientes eran principalmente asociaciones profesionales, como el Foro de la Soja, la Asociación de Trabajadores de Correos Jubilados, el Consejo del Vacuno y el Ovino, la Asociación Nacional de Contratistas del Asfalto o la Asociación de Ingenieros Ferroviarios Discapacitados, y varios contratistas militares, desesperados por conseguir su parte del pastel en cuestiones de defensa nacional. La principal especialidad del bufete, si es que podía decirse que tenía una, era las relaciones con el Congreso. Su programa de becas de verano estaba diseñado más bien para explotar mano de obra barata que para atraer a alumnos brillantes. Mark había trabajado mucho y había sufrido con aquel empleo mortalmente aburrido. A final del verano, cuando le hicieron una oferta con visos de ser un contrato de trabajo, si aprobaba el examen de colegiación, no supo si alegrarse o echarse a llorar. Pero decidió aprovechar la oportunidad que le ofrecían (no tenía ninguna otra sobre la mesa) y se convirtió, orgulloso, en uno de los pocos alumnos de Foggy Bottom con un futuro. Durante el otoño había intentado varias veces sonsacar a su supervisor cuáles serían los términos de su nuevo empleo, pero no le sacó nada en claro. Cabía la posibilidad de que estuviera preparándose una fusión. O tal vez una división. Cabían muchas posibilidades, pero un contrato de trabajo no era una de ellas.

Así que, de cuando en cuando, Mark se pasaba por allí. Por las tardes, los sábados, las vacaciones, cada vez que estaba aburrido iba al bufete, siempre con una enorme sonrisa falsa y un gran entusiasmo por participar y ayudar con las tareas más rutinarias. No estaba claro si eso lo beneficiaba de alguna forma, pero suponía que tampoco le perjudicaría.

Su supervisor, Randall, era un tipo que llevaba en la empresa diez años y estaban a punto de hacerlo socio, de manera que se veía sometido a mucha presión. A un abogado asociado de Ness Skelton que no llegaba a socio tras una década al final acababan acompañándolo amablemente hasta la puerta. Randall era licenciado por la Universidad George Washington que, en el orden de las universidades de la ciudad, estaba un escalón por debajo de la Georgetown, aunque muchos por encima de Foggy Bottom. La jerarquía era clara y rígida, y los peores cuando se trataba de mantenerla eran los abogados salidos de la George Washington. Detestaban que los de Georgetown los hicieran de menos y, por tanto, estaban deseando poder mirar por encima del hombro y desdeñar a cualquiera que viniera de Foggy Bottom. El bufete apestaba a corporativismo y a esnobismo, y Mark muchas veces se preguntaba cómo demonios había acabado allí. Dos de los asociados de Ness Skelton habían estudiado en Foggy Bottom, pero se esforzaban tanto por intentar distanciarse de su facultad que jamás se les habría ocurrido echar una mano a Mark. De hecho, eran los que más lo ignoraban de todos. «Vaya forma de llevar un bufete», se decía Mark a menudo. Pero después reconocía que en todas las profesiones debía de haber estatus y niveles. Estaba demasiado preocupado por su propio pellejo para que el lugar donde habían estudiado sus feroces competidores le importara. Tenía sus propios problemas.

Había enviado un email a Randall para avisar de que se pasaría por allí para ayudar en lo que hiciera falta. Sin embargo, Randall se mostró cortante cuando lo vio aparecer.

—¿Ya has vuelto? ¿Tan pronto? —le espetó.

«Hola, Randall —pensó Mark—. ¿Qué tal tus vacaciones? Me alegro de verte.»

—Sí, me aburría con todo el rollo de las fiestas —dijo, no obstante—. ¿Qué novedades hay?

—Dos de las secretarias están de baja con gripe —fue la respuesta de Randall, y le señaló una pila de documentos de unos treinta centímetros de alto—. Necesito catorce copias de eso, en orden y grapadas.

«Vale, otra vez a la fotocopiadora», pensó Mark.

—Claro —contestó, como si estuviera deseando ponerse a ello.

Se llevó los documentos al sótano, una especie de mazmorra llena de fotocopiadoras. Y se pasó las tres horas siguientes haciendo un trabajo mecánico por el que no iban a pagarle ni un céntimo.

Casi echó de menos a Louie y su dispositivo tobillero de seguimiento.

cap-2

2

Como le había ocurrido a Mark, a Todd Lucero se le ocurrió la idea de convertirse en abogado por unas conversaciones acompañadas de mucho alcohol que oyó en un bar. Llevaba tres años preparando y sirviendo bebidas en el Old Red Cat, un garito similar a un pub al que solían ir alumnos de la George Washington y de Foggy Bottom. Cuando terminó sus estudios de pregrado en Frostburg State, abandonó Baltimore y se plantó en Washington D. C. para labrarse una carrera profesional. Como no vio cómo, se puso a trabajar a tiempo parcial en el Old Red Cat y pronto se dio cuenta de que le gustaba servir pintas y hacer cócteles. Le encantaba la vidilla del bar, y tenía un don para conversar con los bebedores empedernidos y para calmar a los que armaban bronca. Todd era el camarero favorito de todo el mundo y se sabía el nombre de cientos de sus clientes habituales.

Durante los últimos dos años y medio muchas veces había pensado en dejar la facultad de Derecho y perseguir su sueño de tener un bar propio. Pero su padre se negaba rotundamente a ello. El señor Lucero, que era policía en Baltimore, siempre había presionado a su hijo para que se sacara una carrera. Con todo, presionarlo para que tuviera estudios era una cosa y pagárselos otra muy distinta, razón por la que Todd también había caído en la trampa de pedir prestado dinero fácil para que se lo entregaran a los avariciosos de la facultad de Derecho de Foggy Bottom.

Mark Frazier y él se habían conocido el primer día de clases, durante la sesión de orientación, en una época en la que los dos lo miraban todo con ojos soñadores y se imaginaban como profesionales en grandes bufetes con sueldos envidiables; en aquel entonces ellos, y sus otros trescientos cincuenta compañeros, todavía eran tremendamente inocentes. Cuando Todd acabó primero quiso dejar la facultad, pero su padre le quitó la idea de la cabeza a gritos. Debido a que trabajaba en el bar, nunca había tenido tiempo para recorrerse Washington D. C. en busca de unas prácticas en un bufete ni para conseguir una beca de verano. Se planteó, de nuevo, abandonar los estudios cuando acabó el segundo año para así dejar de acumular deudas, pero su asesor crediticio le aconsejó insistentemente que no lo hiciera. Mientras estuviera en la facultad no tendría que enfrentarse a un plan de devolución de semejante cantidad de dinero, así que lo que más sentido tenía era seguir pidiéndolo prestado para poder acabar la carrera y encontrar uno de esos lucrativos trabajos que, en teoría, con el tiempo le permitirían saldar el crédito. Pero en ese momento, cuando ya le quedaba solo un semestre, era perfectamente consciente de que esos trabajos no existían.

Debería haber pedido prestados los ciento noventa y cinco mil dólares a un banco para abrir su bar y a esas alturas estaría ganando pasta a espuertas y disfrutando de la vida.

Mark entró en el Old Red Cat cuando empezaba a anochecer y ocupó su sitio favorito al final de la barra. Saludó a Todd chocando el puño con él.

—Me alegro de verte, tío.

—Yo también —respondió Todd mientras le pasaba una jarra helada de cerveza ligera.

Llevaba trabajando en ese bar el tiempo suficiente para poder invitar a quien le diera la gana, y Mark hacía años que no pagaba una copa allí.

Como los estudiantes estaban de vacaciones, el Old Red Cat estaba muy tranquilo. Todd apoyó los codos en la barra y siguió conversando con Mark.

—¿Qué has estado haciendo?

—Me he pasado la tarde en mi adorado Ness Skelton, ordenando en la sala de las fotocopiadoras documentos que nadie leerá jamás. Más trabajo estúpido. Hasta los ayudantes de los abogados me miran con aires de superioridad. Odio ese sitio, y eso que todavía no me han contratado.

—¿No sabes nada del contrato aún?

—Nada en absoluto, y el asunto está cada vez menos claro.

Todd dio un trago rápido a la cerveza que tenía guardada bajo el mostrador. Aunque era un camarero veterano en el Old Red Cat, se suponía que no debía beber mientras trabajaba, pero su jefe no estaba.

—¿Qué tal la Navidad en el hogar de los Frazier? —preguntó.

—¡Jo, jo, jo...! —parodió Mark—. He aguantado diez días horribles y luego me he largado. ¿Y las tuyas?

—Tres días en casa. Después el deber me llamaba y tenía que volver al trabajo. ¿Cómo va Louie?

—Todavía pesa sobre él una acusación grave y se enfrenta a un largo período en la cárcel. Debería sentir lástima por mi hermano, pero un tío que se pasa la mitad del día durmiendo y la otra mitad tirado en el sofá mirando los juicios televisivos de Juez Judy y quejándose de la pulsera de vigilancia que lleva en el tobillo no inspira compasión. A quien compadezco es a mi madre.

—Estás siendo un poco duro con él.

—No lo bastante. Ese es el problema, que nadie ha sido duro con Louie. Lo pillaron con maría cuando tenía trece años, él echó la culpa a un amigo y mis padres se pusieron de su parte, claro. Nunca ha sido responsable de nada. Hasta ahora.

—Vaya mierda, colega. No me imagino cómo puede ser tener a un hermano en la cárcel.

—Sí, es una mierda. Ojalá pudiera ayudarlo, pero no hay forma.

—Mejor no te pregunto por tu padre, ¿eh?

—No lo he visto. Tampoco he sabido nada de él. Ni siquiera ha enviado una tarjeta de felicitación. Tiene cincuenta años y es el orgulloso papi de un niño de tres, así que supongo que estará jugando a ser Papá Noel: pondrá un montón de juguetes debajo del árbol y sonreirá como un idiota cuando el crío baje la escalera chillando. Menudo capullo...

Dos chicas se acercaron a la barra y Todd fue a atenderlas. Mark sacó el móvil y se puso a leer sus mensajes hasta que su amigo regresó.

—¿Ha salido alguna nota ya, Todd?

—No. ¿Acaso le importa a alguien? Todos somos estudiantes de sobresaliente.

Las notas en Foggy Bottom eran de risa. Era fundamental que los alumnos terminaran la carrera con unos expedientes brillantes, y para ello los profesores repartían notables y sobresalientes como si fueran caramelos. Nadie suspendía en la facultad de Derecho de Foggy Bottom. Eso, por supuesto, había creado una cultura en la que ningún alumno ponía ningún interés en los estudios, algo que aniquilaba cualquier posibilidad de aprendizaje competitivo, de manera que conformaban un alumnado mediocre que cada vez lo era más. No era de extrañar, por tanto, que el examen de colegiación supusiera un reto enorme para ellos.

—Y tampoco puede esperarse de una pandilla de profesores tan bien pagados que corrijan exámenes durante las vacaciones, ¿a que no? —añadió Mark.

Todd dio otro sorbo a la cerveza y se inclinó un poco más hacia Mark.

—Tenemos un problema mayor.

—¿Gordy?

—Precisamente.

—Me lo temía. Le he escrito mensajes y he intentado hablar con él por teléfono, pero lo tiene apagado. ¿Qué pasa?

—Nada bueno —respondió Todd—. Evidentemente se fue a su casa para pasar la Navidad, pero ha estado todo el tiempo discutiendo con Brenda. Ella quiere una gran boda por la iglesia con un montón de invitados y Gordy pasa de casarse. La madre de Brenda no para de meterse en todo. La de Gordy no se habla con ella. Así que la cosa está a punto de irse al traste.

—Se casan el 15 de mayo, Todd. Si no recuerdo mal, tú y yo vamos a ser los padrinos.

—Pues no estés tan seguro de ello. Gordy ha regresado ya a Washington y ha dejado de tomar la medicación. Zola se ha pasado por aquí esta tarde y me lo ha contado.

—¿Qué medicación?

—Es un poco complicado de contar.

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