La hija del relojero

Kate Morton

Fragmento

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I

Vinimos a Birchwood Manor porque Edward dijo que estaba encantada. No era cierto, no entonces, pero solo los aburridos dejan que la verdad estropee una buena historia y Edward nunca lo fue. Su pasión, esa fe cegadora en todo lo que creía, era uno de los rasgos por los que me enamoré de él. Tenía ese fervor del predicador, esa manera de expresar opiniones que las transformaba en monedas relucientes. Y el hábito de atraer a las personas, de inspirarles un entusiasmo del que ni siquiera habían sido conscientes, tras el cual todo se desvanecía, salvo él y sus convicciones.

A pesar de todo, Edward no era predicador.

Le recuerdo. Lo recuerdo todo.

El estudio con techo de cristal en el jardín londinense de su madre, el olor a pintura recién mezclada, el roce de las cerdas del pincel contra el lienzo mientras su mirada me recorría la piel. Aquel día yo tenía los nervios de punta. Estaba ansiosa por impresionar, por hacerle pensar que yo era algo que no era, y sus ojos se paseaban por mi cuerpo y el ruego de la señora Mack daba vueltas en mi cabeza: «Tu madre fue una señora de verdad, tu familia fue importante, que no se te olvide. Juega bien tus cartas y tal vez recibas tu recompensa».

Y así me senté bien erguida en la silla de madera de palisandro aquel primer día en esa habitación tan blanca detrás de una maraña de guisantes de olor.

Su hermana pequeña me trajo té y bizcocho cuando me entró hambre. Su madre, además, bajó por ese camino angosto para verle trabajar. Adoraba a su hijo. En él tenía depositadas las esperanzas de la familia. Distinguido miembro de la Real Academia, prometido de una dama de considerable riqueza, pronto sería padre de un montón de herederos de ojos castaños.

No eran para él las mujeres como yo.

Su madre se culpó a sí misma por lo que sucedió después, pero le habría resultado más fácil separar el día de la noche que a nosotros. Él me llamó su musa, su destino. Me dijo que lo había sabido al instante, en cuanto me vio bajo esa brumosa luz de gas del vestíbulo del teatro en Drury Lane.

Yo fui su musa, su destino. Y él fue el mío.

Ocurrió hace muchísimo tiempo; ocurrió ayer.

Ah, recuerdo el amor.

Este rincón, a media altura del tramo de escalera principal, es mi favorito.

Es una casa extraña, construida con el propósito de resultar confusa. Escaleras que giran en ángulos insólitos, hostiles a rodillas y codos y con pasos desiguales; ventanas que no están alineadas por mucho que uno las mire con la cabeza torcida; tablas del suelo y paneles en la pared con escondrijos ingeniosos.

En este rincón hay una calidez casi antinatural. Todos lo notamos la primera vez que vinimos y, durante esas primeras semanas del verano, nos turnamos para adivinar la causa.

Tardé un tiempo en averiguar el motivo, pero al final descubrí la verdad. Conozco este lugar tan bien como mi nombre.

No fue la casa, sino la luz lo que Edward utilizó para tentar a los otros. En un día despejado, desde las ventanas de la buhardilla se ve más allá del río Támesis, hasta las montañas de Gales. Jirones malvas y verdes, peñascos de caliza que se alzan hacia las nubes y un aire cálido que vuelve todo iridiscente.

Esta fue su propuesta: todo un mes de verano dedicado a pintar, escribir poesía y salir de pícnic, a cuentos y ciencia e inventos. A la luz que nos enviara el cielo. Lejos de Londres, lejos de miradas indiscretas. No fue de extrañar que los otros aceptaran sin pensárselo dos veces. Edward era capaz de poner a rezar al diablo, si así lo deseara.

Solo a mí me confesó su otro motivo para venir aquí. Pues, si bien el atractivo de la luz era innegable, Edward tenía un secreto.

Vinimos a pie desde la estación de tren.

Julio, y el día era perfecto. Una brisa jugueteaba con el dobladillo de mi falda. Alguien había traído bocadillos y nos los comimos sin dejar de caminar. Qué pinta tendríamos: los hombres con las corbatas aflojadas, las mujeres con el pelo suelto. Risas, bromas, diversión.

¡Qué gran comienzo! Recuerdo el sonido de un arroyo cercano y las llamadas de una paloma torcaz en lo alto. Un hombre que tiraba de un caballo, un carro con un muchacho sentado sobre fardos de paja, el olor a hierba recién cortada... Ah, ¡cuánto echo de menos ese olor! Unos rechonchos gansos de campo nos miraron con atención cuando llegamos al río y se pusieron a graznar valientes cuando nos fuimos.

Todo era luz, pero no duró mucho.

Ya lo sabías, claro, pues no habría una historia que contar si el bienestar hubiera durado. A nadie le interesan los veranos tranquilos y felices que acaban igual que empiezan. Edward me enseñó eso.

El aislamiento tuvo su parte de culpa; esta casa varada en un recodo del río como un enorme navío terrestre. El tiempo, también; los días de calor abrasador, uno tras otro, y la tormenta de verano de aquella noche, que nos obligó a quedarnos dentro.

Sopló el viento y los árboles gimieron y cayeron truenos por el río que apresaron la casa; dentro, la conversación giró sobre fantasmas y maldiciones. Había un fuego que chisporroteaba en la chimenea, las llamas de las velas temblaban y en la oscuridad, en esa atmósfera de miedos y confesiones deliciosas, algo malvado fue invocado.

No un fantasma, ah, no, eso no... Fue algo por completo humano.

Dos invitados inesperados.

Dos secretos guardados mucho tiempo.

Un disparo en la oscuridad.

Se fue la luz y todo se volvió negro.

El verano se echó a perder. Empezaron a caer las primeras hojas, que se descompusieron en los charcos bajo los setos cada vez más finos, y Edward, que adoraba esta casa, comenzó a acechar por los pasillos, atrapado.

Al final, no pudo soportarlo más. Guardó sus cosas para marcharse y yo no pude impedirlo.

Los otros le siguieron, igual que siempre.

¿Y yo? Yo no tenía opción; me quedé aquí.

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CAPÍTULO UNO

Verano, 2017

Era el momento favorito del día de Elodie Winslow. En el verano de Londres, en cierto momento al final de la tarde, el sol parecía vacilar en su camino por el cielo y la luz se derramaba sobre las pequeñas baldosas de vidrio de la acera y llegaba a su escritorio. Lo mejor de todo era que Margot y el señor Pendleton se habían ido ya a casa y Elodie podía disfrutar del momento a solas.

El sótano de Stratton, Cadwell & Co., situado en un edificio en el Strand, no era un lugar especialmente romántico, no como la sala del registro de la propiedad del New College, donde Elodie había trabajado un verano tras completar su máster. No era cálido tampoco e incluso durante una ola de calor como esta Elodie se tenía que poner una rebeca en el escritorio. Pero en ciertas ocasiones, cuando se alineaban las estrellas, la oficina, que olía a polvo, a años y a la humedad del Támesis, era casi encantadora.

En la pequeña cocina que había detrás de la pared de los archivadores, Elodie echó agua humeante en una taza y dio la vuelta al reloj de arena. A Margot le parecía una exageración ser tan precisa, pero Elodie prefería el té cuando había reposado tres minutos y medio, ni uno más ni uno menos.

Mientras esperaba y los granos de arena caían a través del cristal, Elodie volvió a pensar en el mensaje de Pippa. Lo había escuchado mientras sorteaba la calle para ir a comprar el bocadillo del almuerzo: la invitaba a la fiesta del lanzamiento de una línea de moda, lo que a Elodie le resultaba tan tentador como la sala de espera del médico. Por fortuna, ya tenía planes —visitar a su padre en Hampstead para que le diera las grabaciones que le había buscado— y no tuvo que inventarse una excusa.

Rechazar a Pippa no era sencillo. Era la mejor amiga de Elodie desde tercero de primaria en Pineoaks. A menudo Elodie le agradecía a la señora Perry que las hubiera sentado juntas: Elodie, la Chica Nueva, con ese uniforme que le resultaba extraño y esas trenzas torcidas que su padre había intentado arreglar; y Pippa, con esa amplia sonrisa, esos hoyuelos en las mejillas y esas manos que no se estaban quietas cuando hablaba.

Habían sido inseparables desde entonces. En primaria, en secundaria e incluso cuando Elodie fue a Oxford y Pippa a Central Saint Martins. Se veían menos ahora, pero era comprensible: el del arte es un mundo ajetreado, lleno de eventos sociales, y Pippa era la responsable de una incesante cadena de invitaciones en el teléfono de Elodie, pues iba de la inauguración de una galería o instalación a la siguiente.

El mundo de los archivos, por el contrario, era, sin duda, poco ajetreado. Es decir, no a la manera deslumbrante del mundo de Pippa. Elodie trabajaba muchas horas y a menudo trataba con otros seres humanos; simplemente, no eran de los que respiran. Los señores Stratton y Cadwell, los fundadores de la empresa, habían recorrido el globo en aquella época en que este comenzaba a encoger y la invención del teléfono no había mermado la importancia de la comunicación escrita. Así, Elodie pasaba los días entre los artefactos polvorientos y ajados de los muertos para adentrarse en aquella crónica de una velada en el Orient Express o aquel encuentro entre aventureros victorianos en busca del Paso del Noroeste.

Esos eventos sociales de otra época llenaban de felicidad a Elodie. Era cierto que no tenía muchos amigos, no de los que respiran, pero no le molestaba. Era agotador tener que sonreír, comentar y conjeturar acerca del tiempo y siempre que se iba de una velada, por muy íntima que fuese, se sentía exhausta, como si hubiera olvidado algunas partes vitales de sí misma que ya jamás recuperaría.

Elodie retiró la bolsita de té, exprimió las últimas gotas en el fregadero y añadió más leche.

Llevó la taza de vuelta al escritorio, donde los prismas del sol de la tarde comenzaban su avance diario, y, mientras el vapor dibujaba ondas voluptuosas y sus manos se calentaban, Elodie contempló las tareas pendientes del día. Se había quedado a medias en la compilación de un índice de la crónica del joven James Stratton acerca de su viaje a la costa occidental de África en 1893; tenía que escribir un artículo para el próximo número de Stratton, Cadwell & Co. Monthly; y el señor Pendleton le había dejado el catálogo de la próxima exposición para que lo corrigiera antes de enviarlo a la imprenta.

Sin embargo, Elodie había pasado todo el día decidiendo qué palabras escoger y en qué orden y su cerebro ya no daba abasto. Su mirada se posó en una caja de cartón encerado que había en el suelo, junto a su escritorio. Llevaba ahí desde el lunes por la tarde, cuando una avería en las cañerías de la oficina de arriba les había obligado a evacuar de inmediato el viejo guardarropa, una ocurrencia arquitectónica de última hora de techo bajo en la que Elodie, si no le fallaba la memoria, no había entrado en los diez años que llevaba trabajando en ese edificio. La caja había aparecido bajo un montón de cortinas de brocado polvorientas al fondo de una vieja cómoda, con una etiqueta escrita a mano que decía: «Contenidos del cajón del escritorio de la buhardilla, 1966, sin clasificar».

Encontrar materiales de archivo en un guardarropa en desuso, más aún cuando al parecer habían pasado décadas desde el envío, era inquietante y el señor Pendleton, como cabía esperar, había reaccionado de manera explosiva. Le daba mucha importancia al protocolo y, por fortuna, coincidieron Elodie y Margot más tarde, el responsable de recibir ese paquete en 1966 habría dejado este empleo hacía mucho tiempo.

No podía haber llegado en peor momento: desde que les habían enviado a un consejero de administración para «apretar el cinturón», el señor Pendleton estaba de los nervios. La invasión de su terreno ya era bastante grave, pero que cuestionaran su eficiencia era un insulto intolerable. «Es como si alguien te pidiera prestado el reloj para decirte la hora», había comentado con los labios fruncidos tras la reunión con el consejero la mañana anterior.

La aparición sin previo aviso de la caja había estado a punto de provocarle una apoplejía, así que Elodie —a quien la discordia le desagradaba tanto como el desorden— se había ofrecido con la firme promesa de arreglarlo todo, tras lo cual no tardó en llevársela y guardarla fuera de la vista.

En los días transcurridos desde entonces, había tenido cuidado para mantenerla oculta y no provocar otra erupción, pero ahora, a solas en la oficina en silencio, se arrodilló en la alfombra y sacó la caja de su escondite...

Unos rayos de luz repentina la sorprendieron y el bolso, apretado contra el fondo de la caja, soltó un suspiro de alivio. Había sido un viaje largo y era comprensible que estuviera fatigado. Los bordes se le estaban desgastando, las hebillas se habían deslustrado y un desafortunado olor a moho se había apoderado del interior. En cuanto al polvo, se había formado una pátina permanente y opaca en esa superficie tan elegante antaño y ahora era uno de esos bolsos que la gente agarraba con reparos, la cabeza ladeada, mientras sopesaba sus posibilidades. Era demasiado viejo para resultar útil, pero su inconfundible aspecto histórico le impedía acabar en la basura.

A este bolso le habían tenido cariño en otro tiempo, lo habían admirado por ser tan elegante y, sobre todo, por ser tan práctico. Había sido indispensable para una persona en concreto en un periodo concreto, cuando esos atributos se valoraban de un modo especial. Desde entonces, lo habían ocultado e ignorado, recuperado y descartado, perdido, encontrado y olvidado.

Ahora, sin embargo, uno a uno, los artículos que durante décadas habían permanecido en su interior salían a la luz, al igual que el bolso, resurgiendo al fin en esta habitación de tenue luz eléctrica y tuberías ruidosas. De una difusa luz amarillenta y olor a papel y suaves guantes blancos.

Al otro lado de los guantes había una mujer. Joven, con brazos de cervatillo, cuello delicado y rostro enmarcado por un cabello corto y negro. Sostuvo el bolso a distancia, pero no con asco.

Lo tocaba con delicadeza. Se le había fruncido la boca en un gesto de interés y los ojos grisáceos se le entrecerraron levemente antes de abrirse al observar las junturas cosidas a mano, el elegante algodón indio y los pespuntes precisos.

Recorrió con el pulgar las iniciales de la solapa frontal, desgastadas y tristes, y el bolso sintió un escalofrío de placer. Por algún motivo, la atención de esta joven sugería que ese viaje que había resultado tan largo se acercaba a su final.

Ábreme, le rogó el bolso. Mira en mi interior.

En otra época había sido nuevo y deslumbrante. Confeccionado por encargo del señor Simms en persona en la fábrica de W. Simms & Son, en Bond Street, a la que acudía en ocasiones la familia real. Las iniciales doradas habían sido estampadas a mano y selladas a fuego con todo lujo; cada remache y cada hebilla plateada se habían seleccionado, inspeccionado y abrillantado; el cuero, de la mejor calidad, se había cortado y cosido con esmero, lubricado y pulido con orgullo. Especias del Lejano Oriente —clavo, sándalo y azufre—, llegadas de la perfumería de al lado, habían infundido al bolso la sugerencia de lugares lejanos.

Ábreme…

La mujer de los guantes blancos abrió la hebilla plateada y sin brillo y el bolso contuvo la respiración.

Ábreme, ábreme, ábreme...

Echó hacia atrás la solapa de cuero y, por primera vez en más de cien años, la luz llegó a los rincones ocultos del bolso.

Una oleada de recuerdos —fragmentados, confusos— llegó al asalto: una campanilla sonando sobre la puerta de W. Simms & Son; el roce de la falda de una joven; el ruido de los cascos de un caballo; el olor a pintura fresca y aguarrás; el calor, el deseo, los susurros. La luz de gas de las estaciones de ferrocarril; un río largo y serpenteante; el aroma a trigo del verano...

Las manos enguantadas se retiraron y con ellas se fueron los objetos del bolso.

Las viejas sensaciones, voces, huellas se desvanecieron y todo, por fin, volvió a la oscuridad y el silencio.

Había llegado a su fin.

Elodie depositó el contenido en el regazo y apartó el bolso a un lado. Era un bello objeto que no encajaba con los otros artículos que había sacado de la caja. Se había encontrado con una colección de material de oficina más bien anodina —una perforadora de papel, un tintero, un encarte de madera para organizar bolígrafos y sujetapapeles— y una funda de gafas de cuero de cocodrilo con la etiqueta del fabricante: «Propiedad de L. S-W.». Este hallazgo hizo pensar a Elodie que el escritorio, y todo lo que había dentro, había pertenecido a Lesley Stratton-Wood, una bisnieta del original James Stratton. La época concordaba: Lesley Stratton-Wood había fallecido en los años sesenta, lo cual explicaría el envío de la caja a Stratton, Cadwell & Co.

El bolso, sin embargo —a menos que fuera una imitación de primera calidad—, era demasiado viejo para haber pertenecido a la señora Stratton-Wood; los artículos que contenía parecían anteriores al siglo XX. Un vistazo preliminar reveló un diario negro con monograma —E. J. R.— de borde marmolado, una caja para plumas de metal de la época victoriana y un portadocumentos de cuero verde. Era imposible saber a primera vista a quién había pertenecido el bolso, pero bajo la solapa frontal del portadocumentos había una etiqueta que decía: «James W. Stratton, Londres, 1861».

El portadocumentos apenas abultaba y al principio Elodie pensó que estaría vacío, pero cuando abrió el broche, apareció un solo objeto. Era un delicado marco de plata, tan pequeño que le cabía en la mano, y contenía la fotografía de una mujer. Era joven y tenía el pelo largo, claro pero no rubio, la mitad recogido sobre la cabeza en un moño medio suelto; tenía una mirada directa, la barbilla levemente alzada y los pómulos altos. Los labios reflejaban una actitud de atención inteligente, tal vez incluso desafiante.

Elodie sintió el familiar despertar de la curiosidad mientras observaba los tonos sepia, la promesa de una vida que esperaba ser redescubierta. El vestido de la mujer era más suelto de lo que cabría esperar en aquella época. La tela blanca hacía pliegues sobre los hombros y el escote formaba una V. Las mangas eran translúcidas y ahuecadas y las había estirado hasta el codo en un brazo. Tenía muñecas esbeltas y la mano en la cadera acentuaba la curva de la cintura.

El estilo era tan inusual como el tema, pues la mujer no posaba en un sofá ni contra un fondo pintoresco, como era de esperar en un retrato victoriano. Estaba al aire libre, rodeada por una vegetación densa, un ambiente que evocaba movimiento y vida. La luz era difusa, de un efecto embriagador.

Elodie apartó la fotografía y cogió el diario con monograma. Al abrirse este reveló unas páginas gruesas de color crema de caro papel de algodón; había líneas de una bella caligrafía, pero solo servían para complementar los numerosos dibujos a lápiz y tinta de figuras, paisajes y otros temas de interés. Así pues, no era un diario: era un cuaderno de bocetos.

Un trozo de papel, arrancado de cualquier otro lugar, se cayó de entre dos páginas. Una sola línea lo recorría: La amo, la amo, la amo y, si no puedo tenerla, voy a enloquecer, pues, cuando no estoy con ella, temo...

Las palabras saltaron del papel como si las hubieran dicho en voz alta, pero cuando Elodie dio la vuelta a la página, los temores del escritor no fueron revelados.

Pasó las puntas de los dedos enguantados sobre los márgenes del texto. Alzado bajo la última luz solar del día, el papel reveló sus fibras individuales, junto a los diminutos agujeritos que había dejado la afilada punta de la estilográfica a lo largo de la hoja.

Elodie dejó con delicadeza ese trozo de papel arrancado dentro del cuaderno.

Aunque ya era una antigüedad, la urgencia del mensaje era perturbadora: hablaba, lleno de vida y de presente, de asuntos sin resolver.

Elodie continuó hojeando con cuidado las páginas, cada una llena de estudios artísticos a medio hacer junto a algún que otro bosquejo de un rostro en los márgenes.

Y entonces se detuvo.

Este boceto estaba más trabajado que los otros, más acabado. Era una escena en un río, con un árbol en primer plano y un bosque distante que se veía al otro lado de un prado. A la derecha, detrás de un bosquecillo, se veía el tejado doble de una casa, con ocho chimeneas y una elaborada veleta con el sol, la luna y otros cuerpos celestiales.

Era un dibujo muy logrado, pero Elodie no se quedó mirándolo por ese motivo. Sintió un déjà vu tan intenso que le causó una punzada en el pecho.

Conocía este lugar. El recuerdo era tan vívido como si hubiera estado ahí y, sin embargo, Elodie sabía que era un sitio que solo había visitado en su imaginación.

Las palabras vinieron a ella con la claridad de un canto de pájaro al amanecer: Por las curvas del camino y al otro lado del prado, al río fueron con sus secretos y su espada.

Y lo recordó. Era un cuento que solía contarle su madre. Un relato para la hora de dormir, romántico y enrevesado, lleno de héroes, villanos y la reina de las hadas, ambientado en una casa en medio de un bosque oscuro a la que rodeaba un río largo y serpenteante.

Pero no había habido un libro con ilustraciones. Era un cuento narrado a viva voz, las dos juntas en su pequeña cama de niña, en esa habitación de techo inclinado...

En la oficina del señor Pendleton sonó el reloj de pared, grave y premonitorio, y Elodie miró la hora. Llegaba tarde. El tiempo había perdido una vez más su forma y se desvanecía en el polvo en torno a ella. Con un vistazo final a esa escena extrañamente familiar, devolvió el cuaderno de bocetos, junto a los otros objetos, al interior de la caja, cerró la tapa y la metió de nuevo bajo el escritorio.

Elodie había recogido sus cosas y estaba a punto de completar el ritual de costumbre antes de cerrar la puerta del departamento y salir, cuando sintió un deseo irresistible. Incapaz de contenerse, se acercó a toda prisa a la caja, sacó el cuaderno y lo guardó dentro del bolso.

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CAPÍTULO DOS

Elodie se subió al 24, el autobús que iba de Charing Cross a Hampstead. Habría ido más rápido en metro, pero no lo usaba. Había demasiada gente, demasiado poco aire y a Elodie no le sentaban bien los espacios reducidos. Era una aversión que había sentido desde niña y ya estaba acostumbrada, pero en este caso lo lamentaba; le encantaba el metro como idea abstracta, su ejemplo de iniciativa decimonónica, sus azulejos y su tipografía de otra época, su historia y su polvo.

El tráfico avanzaba a una velocidad exasperante, sobre todo cerca de Tottenham Court Road, donde una excavación se había topado con una hilera de casas victorianas de ladrillo. Era una de las vistas favoritas de Elodie, ya que le ofrecía una imagen del pasado tan real que podía tocarse. Como siempre, imaginó las vidas de quienes habían habitado esas casas tanto tiempo atrás, cuando al sur de St. Giles se encontraba el Rookery, un barrio bajo abarrotado y sórdido de callejuelas retorcidas y cloacas inmundas, de licorerías y casas de apuestas, de prostitutas y huérfanos, por donde Charles Dickens se paseaba a diario y los alquimistas ejercían su oficio entre los sumideros de las calles de Seven Dials.

El joven James Stratton, que compartía ese interés tan común entre los victorianos por lo esotérico, había dejado un número de entradas en su diario que daban constancia de sus visitas a cierta espiritualista y vidente en Covent Garden con quien había mantenido un largo coqueteo. Para ser banquero, James Stratton había sido un escritor de talento y sus diarios ofrecían una visión vívida, compasiva y, en ocasiones, muy divertida de la vida en el Londres victoriano. Había sido un hombre amable, un hombre bueno, comprometido en mejorar la vida de los pobres y desposeídos. Creía, según escribió a sus amigos cuando intentó que se sumaran a sus causas filantrópicas, que «la vida y las perspectivas de un ser humano sin duda mejorarían al tener un lugar decente donde pasar una noche de reposo».

En su vida profesional había recibido el respeto, incluso el cariño, de sus colegas: era un invitado solicitado en todas las fiestas, muy viajado y rico, que disfrutó de todas las facetas del éxito que importaban a un victoriano; y, sin embargo, en su vida personal fue una figura más bien solitaria. Se había casado tarde en la vida, tras un número de aventuras improbables y breves. Hubo una actriz que se había escapado con un inventor italiano, una modelo de artista que quedó embarazada de otro hombre y, en su madurez, contrajo un afecto profundo y duradero por una de sus sirvientas, una chica silenciosa llamada Molly, a quien dedicó muchos gestos amables sin declararle nunca sus verdaderos sentimientos. Elodie tenía la impresión de que se había propuesto escoger mujeres que no querrían —o no podrían— hacerle feliz.

—¿Por qué iba a hacer algo así? —le preguntó Pippa con el ceño fruncido cuando Elodie le mencionó esa idea mientras tomaban tapas y sangría.

Elodie no estaba segura, salvo que, aunque en su correspondencia no hubiera nada explícito, una declaración de amor no correspondido o de infelicidad arraigada, presentía una melancolía que acechaba detrás de la superficie agradable de sus cartas personales, que buscaba sin cesar una satisfacción verdadera que siempre quedaba fuera de su alcance.

Elodie estaba acostumbrada a ese gesto escéptico que ponía Pippa cada vez que decía algo así. No era capaz de describir la intimidad que se alcanzaba al trabajar un día tras otro entre los artefactos de la vida de otra persona. Elodie no comprendía esa necesidad moderna de compartir hasta los sentimientos más privados de un modo público y permanente; protegía su privacidad con cuidado y suscribía esa idea francesa de le droit à l’oubli: el derecho a ser olvidado. Y, sin embargo, su trabajo —más aún: su pasión— consistía en preservar, incluso reanimar, la existencia de personas que no podían opinar al respecto. Había leído los pensamientos más privados de James Stratton en esas entradas de diario escritas sin pensar en la posteridad, y él ni siquiera conocía su nombre.

—Estás enamorada de él, claro —comentaba Pippa cada vez que Elodie intentaba explicarse.

Pero no era amor; Elodie, sencillamente, admiraba a James Stratton y deseaba proteger su legado. A Stratton se le había concedido una vida más allá de los años que le tocaron vivir y Elodie trabajaba para asegurarse de que era respetada.

Mientras la palabra «respeto» tomaba forma en su mente, Elodie pensó en el cuaderno de bocetos que llevaba en el bolso y se ruborizó.

¿Cómo diablos se le había metido semejante idea en la cabeza?

Al pánico se le unió una sensación de curiosidad terrible, maravillosa y culpable. Durante la década que había trabajado en la sala de archivos de Stratton, Cadwell & Co., jamás había quebrantado de un modo tan rotundo las órdenes del señor Pendleton. Sus reglas eran absolutas: llevarse un objeto de la cámara —peor aún: guardarlo sin más en un bolso y someterlo al sacrilegio de viajar en un autobús londinense del siglo XXI— era mucho peor que una falta de respeto. Era imperdonable.

Pero mientras el 24 bordeaba la estación Mornington Crescent y comenzaba a subir Camden High Street, Elodie, tras echar un rápido vistazo para comprobar que nadie la miraba, sacó el cuaderno del bolso y lo abrió a toda prisa para ver el dibujo de la casa junto al río.

Una vez más sintió esa sensación de familiaridad. Conocía este lugar. En el cuento de su madre, la casa había sido un umbral a otro mundo; para Elodie, sin embargo, acurrucada entre los brazos de ella, respirando la exótica fragancia a narciso que llevaba, el umbral era el cuento, un hechizo que la transportaba desde el aquí y ahora al mundo de la fantasía. Tras la muerte de su madre, el mundo del cuento se había convertido en su lugar secreto. Tanto a la hora de comer en el nuevo colegio como en casa, en esas largas tardes silenciosas, o de noche, cuando la oscuridad amenazaba con resultar asfixiante, lo único que tenía que hacer era esconderse, cerrar los ojos y así podía cruzar el río, penetrar en el bosque y entrar en la casa encantada...

El autobús llegó a South End Green y Elodie se detuvo un momento para comprar algo en un puesto junto a la estación Overground antes de subir a toda prisa por Willow Road hacia los jardines Gainsborough. Todavía corría un aire cálido y muy cargado y, cuando llegó ante la puerta de la casita de su padre —que en un principio era del jardinero—, Elodie se sintió como si hubiera corrido un maratón.

—Hola, papá —dijo y le dio un beso—. Te he traído algo.

—Ah, cariño —dijo él, y miró con recelo la planta en la maceta—. ¿Es que no recuerdas cómo acabó la última vez?

—Tengo confianza en ti. Además, la señora que me la vendió me dijo que esta solo necesita que la riegues un par de veces al año.

—Santo cielo, ¿de verdad? ¿Un par de veces al año?

—Eso me dijo.

—Todo un milagro.

A pesar del calor, había preparado pato a la naranja, su especialidad, y cenaron juntos en la mesa de la cocina, como siempre. La suya nunca había sido una de esas familias que cenan juntas en el comedor, salvo en ocasiones especiales, como la Navidad o un cumpleaños o aquella vez que la madre de Elodie había invitado a ese violinista estadounidense y su esposa por el Día de Acción de Gracias.

Mientras comían, hablaron del trabajo: la próxima exposición que iba a comisariar Elodie y el coro de su padre o las clases de música que había comenzado a dar hacía poco en una escuela de primaria del barrio. El rostro de él se iluminó al describir a la pequeña cuyo violín era casi tan largo como el brazo y al muchacho de ojos brillantes que había venido a practicar por voluntad propia y le había rogado que le diera clases de violonchelo.

—A sus padres no les interesa la música, ya ves.

—A ver si adivino: ¿a que habéis encontrado un arreglo entre los dos?

—No fui capaz de negarme.

Elodie sonrió. Su padre era un trozo de pan cuando se trataba de la música y ni se le habría pasado por la cabeza negarle a un niño la oportunidad de darle a conocer su gran amor. Creía que la música tenía el poder de cambiar la vida de la gente —«incluso su forma de pensar, Elodie»— y nada lo entusiasmaba tanto como hablar de la plasticidad neuronal y las resonancias electromagnéticas que mostraban la conexión entre la música y la empatía. A Elodie se le encogía el corazón al ir con él a un concierto: el embelesamiento total de su rostro junto a ella en el teatro. Había sido músico profesional. «Solo el segundo violín», comentaba siempre que surgía el tema y su voz adquiría un tono reverente cuando añadía, siempre predecible: «Nada que ver con ella».

Ella. La mirada de Elodie se desvió hacia el comedor al otro lado del vestíbulo. Desde donde estaba sentada solo se veían los bordes de unos cuantos marcos, pero Elodie no necesitaba alzar la vista para saber con precisión dónde colgaba cada retrato. Sus posiciones nunca variaban. Era la pared de su madre. Es decir, era la pared de Lauren Adler: asombrosas fotografías en blanco y negro de una radiante joven de pelo largo y liso con un chelo entre los brazos.

Elodie había realizado un estudio de las fotografías cuando era niña y así quedaron impresas de forma indeleble en su mente. Su madre, en diversos momentos de la actuación, la concentración visible en todos sus rasgos: esos pómulos altos, la mirada fija, la inteligente articulación de los dedos sobre las cuerdas que resplandecían bajo las luces.

—¿Te apetece un poco de pudín?

Su padre había sacado un tembloroso mejunje rosado de la nevera y Elodie notó de repente lo viejo que estaba en comparación con las imágenes de su madre, cuya juventud y belleza permanecían fijas en el ámbar de su memoria.

Como hacía un día precioso, se llevaron las copas de vino y los postres a la terraza del ático, que tenía vistas al bosque. Un trío de hermanos se arrojaba un disco volador. El más pequeño corría de acá para allá sobre la hierba entre los otros dos, mientras un par de adultos estaban sentados cerca, las cabezas inclinadas, en plena conversación.

El crepúsculo veraniego lanzaba un resplandor soporífero y Elodie no quería estropear el ambiente. A pesar de todo, tras compartir unos minutos de agradable silencio, una de las especialidades tanto de su padre como de ella, se aventuró a preguntar:

—¿Sabes en qué he estado pensando hoy?

—¿En qué? —Su padre tenía una mancha de crema en la barbilla.

—En ese cuento de cuando era pequeña... El del río y esa casa que tenía una veleta con la luna y las estrellas. ¿Lo recuerdas?

Se rio, un poco sorprendido.

—¡Caramba! Eso me ha hecho viajar en el tiempo. Sí, claro, te encantaba ese cuento. Ha pasado muchísimo tiempo desde la última vez que pensé en ello. Siempre me pregunté si daría miedo a una niña, pero tu madre creía que los niños son mucho más valientes de lo que la gente piensa. Decía que la infancia era una época aterradora y que escuchar cuentos de miedo era una forma de sentirse menos solos. Y tú parecías estar de acuerdo: cada vez que ella se iba de gira, no te hacían mucha gracia los libros que yo te leía. Me sentía muy rechazado. Escondías mis libros debajo de la cama para que no los encontrara y me exigías que te contara el cuento del claro en el bosque tenebroso y la casa mágica en el río. —Elodie sonrió—. No te gustaban mis tentativas. Solo se oían pisotones en el suelo y palabras como «¡No!» o «¡Así no!».

—Ay, vaya.

—No era culpa tuya. A tu madre se le daba de maravilla contar cuentos.

Su padre cayó en un silencio melancólico, pero Elodie, que por lo general trataba de no despertar el viejo dolor de su padre, insistió cautelosa.

—Me estaba preguntando, papá... ¿Es posible que ese cuento venga de un libro?

—Ojalá. Me habría ahorrado un montón de tiempo intentando consolar a mi niña inconsolable. No, fue una invención, un relato familiar. Recuerdo que tu madre me dijo que se lo habían contado a ella de niña.

—Eso pensaba yo, pero ¿y si se equivocaba? Tal vez quien le contó el cuento lo había leído en un libro. Uno de esos libros ilustrados para niños de la época victoriana.

—Es posible, supongo. —Frunció el ceño—. Pero ¿por qué lo preguntas? ¿A qué viene este interés repentino?

—Hoy he encontrado algo.

—¿Algo de tu madre?

—No, qué va. —Con un súbito sobresalto de nervios, Elodie sacó el cuaderno de bocetos de su bolso y se lo entregó a su padre, abierto en el dibujo de la casa—. Lo encontré hoy en el trabajo, en una caja.

—Es precioso... Y salta a la vista que es un gran artista... Magnífica técnica... —Lo contempló un poco más antes de mirar a Elodie con gesto incierto.

—Papá, ¿es que no lo ves? Es la casa del cuento. Una ilustración de esa misma casa.

Volvió a fijarse en el boceto.

—Bueno, es una casa. Y veo que hay un río.

—Y un bosque y una veleta con el sol y la luna.

—Sí, pero... Cariño, me atrevería a decir que hay muchas casas que encajan en esa descripción.

—¿Tan al dedillo? Venga, papá. Es la misma casa. Los detalles son idénticos. Más aún, el artista ha captado la misma sensación que despertaba la casa del cuento. ¿Es que no lo ves?

Ese instinto posesivo de repente la dominó de nuevo y Elodie le quitó el libro a su padre. No podía explicarlo mejor de lo que ya lo había explicado: no sabía cómo ni qué significaba o por qué ese boceto había aparecido entre los archivos de su trabajo, pero sabía que era la casa del cuento de su madre.

—Lo siento, cariño.

—No tienes que disculparte. —Al hablar, Elodie sintió el ardor de las lágrimas inminentes. ¡Qué ridículo! Llorar como una niña por la procedencia de un cuento. Trató de encontrar otro tema, algo (lo que fuera) que desviara la conversación—. ¿Sabes algo de Tip?

—Todavía no. Pero ya sabes cómo es. No cree en el teléfono.

—Voy a ir a verle este fin de semana.

Una vez más se hizo el silencio entre ambos, pero esta vez no era ni agradable ni compartido. Elodie observó la luz cálida que jugaba entre las hojas de los árboles. No sabía por qué se sentía tan alterada. Incluso si fuera la misma casa, ¿qué importancia tenía? O el artista había hecho los bocetos para un libro que su madre había leído o era una casa real que alguien había visto y había incluido en el relato. Sabía que debería dejar el tema, pensar en algo amable que decir…

—Han pronosticado buen tiempo —dijo su padre en el mismo momento en que Elodie exclamaba:

—La casa tiene ocho chimeneas, papá. ¡Ocho!

—Ah, qué bonito.

—Es la casa del cuento. Mira los tejados...

—Mi niña preciosa.

—¡Papá!

—Todo encaja.

—¿El qué?

—Es la boda.

—¿Qué boda?

—La tuya, claro. —Su sonrisa rebosaba amabilidad—. Los grandes eventos de la vida reavivan las cargas del pasado. Y echas de menos a tu madre. Debería haberlo visto venir: ahora la echas más de menos que nunca.

—No, papá, yo...

—De hecho, hay algo que quiero darte desde hace tiempo. Espera un momento.

Mientras su padre desaparecía al bajar el tramo de escaleras de hierro que llevaban a la casa, Elodie suspiró. Con ese delantal que llevaba a la cintura y ese pato a la naranja demasiado dulce, su padre no era el tipo de persona con quien uno podría estar enfadado mucho tiempo.

Notó un mirlo que la observaba desde una de las chimeneas de terracota. El mirlo clavó los ojos en ella hasta que respondió a una orden que Elodie no oyó y salió volando. El más pequeño de los niños que jugaba en la hierba comenzó a llorar y Elodie pensó en las palabras de su padre sobre el mal genio que se gastaba ella cuando él hacía lo que podía para contarle un cuento: cuántos años se habían ido acumulando, solos ella y él.

No debió de ser nada fácil.

—Lo he estado guardando para ti —dijo su padre al reaparecer en lo alto de las escaleras. Elodie había supuesto que le iba a buscar las cintas que le había pedido, pero la caja que sostenía era demasiado pequeña, apenas más grande que una de zapatos—. Sabía que un día... Que llegaría el momento adecuado... —Sus ojos comenzaban a resplandecer y sacudió la cabeza, tras lo cual le entregó la caja—. Toma, ya verás.

Elodie levantó la tapa.

Dentro había una tira de organdí de seda, de color marfil claro, cuyo borde festoneado lo adornaba una fina cinta de terciopelo. Supo qué era al instante. Había estudiado muchísimas veces la fotografía que había en un marco dorado en la planta de abajo.

—Qué guapísima estaba ese día —dijo su padre—. Jamás se me olvidará el momento en que apareció en el umbral de la iglesia. Casi me había convencido a mí mismo de que no se presentaría. Mi hermano me tomó el pelo sin piedad los días anteriores. Le pareció muy divertido y me temo que se lo puse fácil. No me podía creer que me hubiera dicho que sí. Estaba seguro de que habría habido algún malentendido..., que era demasiado bueno para ser verdad.

Elodie estiró el brazo para tomarle la mano. Habían pasado veinticinco años desde la muerte de su madre, pero para su padre era como si hubiera sucedido ayer. Elodie solo tenía seis años, pero todavía recordaba cómo él solía mirar a su madre, cómo entrelazaban los dedos de la mano cuando paseaban juntos. Recordaba también la llamada a la puerta, las voces bajas de los agentes de policía, el grito espantoso de su padre.

—Se está haciendo tarde —dijo con una breve palmadita en la muñeca de su hija—. Deberías volver a casa, cariño. Vamos abajo... También he encontrado las cintas que querías.

Elodie volvió a poner la tapa de la caja en su sitio. Lo iba a dejar en la pesada compañía de sus recuerdos, pero tenía razón: el viaje de vuelta a casa era largo. Además, Elodie había descubierto hacía muchos años que no era capaz de aliviar su dolor.

—Gracias por guardarme el velo —dijo, y le dio un beso en la mejilla al levantarse.

—Tu madre estaría orgullosa de ti.

Elodie sonrió, pero al seguir a su padre por las escaleras, se preguntó si sería cierto.

Su casa era un apartamento pequeño y pulcro situado en lo alto de un edificio victoriano en Barnes. La escalera común olía a fritura, cortesía del puesto de pescado frito de abajo, pero al rellano de Elodie solo llegaba un leve rastro. El apartamento en sí era poco más que una sala, una cocina con barra americana y un dormitorio de distribución extraña con un baño adjunto; a pesar de todo, las vistas siempre alegraban el corazón de Elodie.

Una de las ventanas de su dormitorio daba a la parte trasera de otra hilera de casas victorianas: viejos ladrillos, ventanas blancas de guillotina y tejados truncados con chimeneas de terracota. Entre los desagües podía ver el Támesis. Mejor aún: si se sentaba erguida sobre el alféizar, podía ver río arriba hasta el recodo donde cruzaba el puente del ferrocarril.

La ventana de la otra pared daba a la calle y a una casa idéntica enfrente. La pareja que vivía ahí todavía estaba comiendo cuando Elodie llegó a casa. Eran suecos, según había descubierto, lo que parecía explicar no solo su altura y belleza, sino también la exótica costumbre nórdica de cenar pasadas las diez. Había una lámpara sobre la mesa de la cocina, que parecía hecha de crepé e iluminaba la superficie de abajo con una luz rosada y resplandeciente. Bajo esa luz, la piel de la pareja brillaba.

Elodie corrió las cortinas del dormitorio, encendió la luz y sacó el velo de la caja. No sabía gran cosa de moda, a diferencia de Pippa, pero entendía que se trataba de un artículo especial. Era una valiosa reliquia por su antigüedad y por la fama de Lauren Adler, pero para Elodie resultaba importante porque había pertenecido a su madre y era sorprendente las pocas cosas que quedaban de ella. Y menos aún de carácter íntimo.

Tras un momento de vacilación, levantó el velo y lo sostuvo indecisa sobre la cabeza. Colocó el pasador en su sitio y el organdí se desplegó sobre sus hombros. Dejó caer las manos a los costados.

Elodie se había sentido halagada cuando Alastair le pidió que se casara con él. Se había declarado en el primer aniversario del día que se conocieron —les había presentado un tipo con quien Elodie había ido al colegio y que ahora trabajaba en el bufete de Alastair—. Alastair la había invitado al teatro y a cenar en un elegante restaurante del Soho. Mientras el encargado del guardarropa se ocupaba de sus abrigos, Alastair le susurró al oído que la mayoría de la gente tenía que esperar semanas para conseguir una reserva. Cuando el camarero fue a buscar el postre, Alastair le había entregado el anillo en una cajita de color azul verdoso. Había sido como la escena de una película y Elodie se había visto a sí misma y a Alastair como desde fuera: él, con su cara apuesta y expectante, la dentadura perfecta y blanca, y ella con ese vestido nuevo que Pippa le había confeccionado para el discurso de la gala por los ciento cincuenta años del Grupo Stratton.

Una anciana sentada en la mesa de al lado había dicho a su compañero: «¿No es maravilloso? ¡Mira! Se está ruborizando porque está muy enamorada». Y Elodie había pensado: Me estoy ruborizando porque estoy muy enamorada y, cuando Alastair alzó las cejas, Elodie se había visto a sí misma sonreír y decirle que sí.

En el río a oscuras un barco tocó la sirena y Elodie se quitó el velo de la cabeza.

Así era como ocurría, supuso. Así era como la gente se comprometía. Habría una boda —dentro de seis semanas, según la invitación, cuando, según la madre de Alastair, los jardines de Gloucestershire «estarían en su plenitud a finales del verano»— y Elodie se convertiría en una de esas personas casadas que quedan los fines de semana para hablar de casas, hipotecas y colegios. Porque habría niños, era de suponer, y ella sería la madre. Y no se parecería a su madre, llena de talento y vida, seductora y lejana, pero sus hijos acudirían a ella en busca de consejo y consuelo y ella sabría qué hacer y decir porque la gente siempre parecía saber esas cosas, ¿verdad?

Elodie dejó la caja de zapatos en la silla de terciopelo marrón en un rincón de su dormitorio.

Tras un momento de incertidumbre, la guardó debajo de la silla.

La maleta que había traído de la casa de su padre aún estaba junto a la puerta, donde la había dejado.

Elodie se había imaginado que comenzaría con las grabaciones esta noche, pero sintió un cansancio repentino e intenso.

Se duchó y, con sentimiento de culpa, apagó la luz y se metió en la cama. Comenzaría con las cintas mañana; no le quedaba más remedio. La madre de Alastair, Penelope, ya la había llamado tres veces desde el desayuno. Elodie había dejado que las llamadas fueran al buzón de voz, pero en cualquier momento Alastair iba a anunciar que «mamá» iba a cocinar este domingo y Elodie se encontraría en el asiento de pasajeros del Rover, con rumbo a esa casa enorme de Surrey donde la inquisición aguardaría su llegada.

Escoger la grabación era una de las tres tareas que le correspondían. La segunda era visitar el local donde se celebraría la recepción, que pertenecía a la mejor amiga de Penelope, «solo para presentarte, claro; yo me encargo del resto». La tercera era quedar con Pippa, que se había ofrecido a diseñar su vestido. Hasta el momento, Elodie no había terminado ninguna.

Mañana, se prometió a sí misma, apartando los pensamientos de la boda. Mañana.

Cerró los ojos y llegaron hasta ella los débiles sonidos de los últimos clientes que compraban pescado y patatas fritas y, sin previo aviso, sus pensamientos volvieron a la otra caja, la que había dejado bajo su escritorio en el trabajo. Esa fotografía enmarcada de la joven de mirada directa. El boceto de la casa.

Una vez más esa sensación extraña, como el atisbo de un recuerdo que no lograba definir, la inquietó. Vio el boceto en su mente y oyó una voz que era la de su madre y al mismo tiempo no lo era: Por las curvas del camino y al otro lado del prado, al río fueron con sus secretos y su espada...

Y cuando por fin se quedó dormida, en ese preciso instante en que la conciencia se diluye, ese dibujo a pluma dejó paso a unos árboles iluminados por el sol y al Támesis plateado, y un viento cálido acarició sus mejillas en un lugar desconocido que, por algún motivo, sabía que era su casa.

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II

La vida ha sido tranquila, aquí en Birchwood. Han pasado muchos veranos desde el nuestro y me he convertido en una criatura de costumbres fijas, que se deja llevar por los mismos ritmos de un día a otro. No tengo muchas opciones. Apenas recibo visitas y las pocas que vienen no se quedan mucho tiempo. No soy una buena anfitriona. No es fácil vivir en este lugar.

Las personas, en gran medida, tienen miedo de los edificios antiguos, al igual que temen a los ancianos. El camino del Támesis se ha convertido en una ruta popular para salir a pasear y a veces, al final de la tarde y a primeras horas de la mañana, la gente se detiene en el sendero y echa un vistazo sobre el muro del jardín. Los veo, pero no dejo que me vean a mí.

Rara vez salgo de la casa. Solía ir a correr por el prado, el corazón desbocado en el pecho, las mejillas calientes, las piernas y los brazos moviéndose con fuerza y valor, pero tales hazañas ya no están a mi alcance.

Esas personas del sendero han oído rumores acerca de mí y señalan y asoman las cabezas juntas, como hacen los cotillas en todas partes. «Ahí es donde ocurrió», dicen, «Ahí es donde vivía él» y «¿Crees que fue ella?».

Sin embargo, no se cuelan cuando la puerta está cerrada. Han oído que es un lugar embrujado.

Confieso que prestaba poca atención cuando Clare y Adele hablaban de espíritus. Estaba ocupada, pensaba en mis cosas. Cuántas veces he lamentado esa distracción. A lo largo de los años ese conocimiento me habría resultado muy útil, sobre todo cuando he recibido «visitas».

Acaba de llegar una nueva. Lo sentí al principio, como siempre. Una percepción, un cambio leve pero inconfundible en las corrientes estancas que se asientan en los peldaños de las escaleras por la noche. He mantenido la distancia, con la esperanza de que no me molestara, mientras esperaba el regreso de la inmovilidad.

Pero la inmovilidad no volvió. Ni el silencio. La visita —el visitante, pues ya lo he visto— no es ruidosa, no como otras, pero he aprendido a escuchar y sé a qué prestar atención, y cuando los movimientos adquirieron un ritmo regular, comprendí que tenía la intención de quedarse.

Ha pasado muchísimo tiempo desde la última vez que recibí un visitante. Solían molestarme con sus susurros y sus pisotones, con esa sensación de que mis cosas, mi espacio, ya no me pertenecían. Seguía con mis asuntos, pero los estudiaba, uno tras otro, al igual que habría hecho Edward, y con el tiempo aprendí la mejor manera de hacerlos marchar. Son criaturas sencillas, al fin y al cabo, y he adquirido experiencia al ayudarles a proseguir su camino.

No todos, claro, pues de algunos me he encariñado. Los Seres Especiales. Ese pobre y triste soldado que gritaba por la noche. La viuda cuyo llanto enojado se hundía entre las tablas del suelo. Y, por supuesto, los niños: esa colegiala solitaria que quería volver a casa, ese pequeñajo serio que aspiraba a arreglar el corazón de su madre. Me gustan los niños. Siempre son más perceptivos. Todavía no han aprendido a no ver.

Todavía no sé bien si el nuevo y yo podremos convivir pacíficamente y durante cuánto tiempo. Él, por su parte, todavía no ha notado mi presencia. Está muy concentrado en sus propios quehaceres. Son los mismos cada día: caminar hasta la cocina de la maltería, siempre con esa mochila de lona al hombro.

Al principio, todos son así. Poco observadores, absortos en sus asuntos, ensimismados en aquello que creen que tienen que hacer. Aun así, soy paciente. No tengo mucho más que hacer aparte de observar y esperar.

Puedo verlo ahora a través de la ventana, avanzando hacia el pequeño cementerio en las afueras de la aldea. Se detiene y parece leer las lápidas, como si buscara a alguien.

Me pregunto a quién. Hay muchos enterrados ahí.

Siempre he sido curiosa. Mi padre solía decir que ya nací preguntándome cosas. La señora Mack decía que solo era cuestión de tiempo antes de que la curiosidad me hiciera lo mismo que al gato.

Ya está. Se ha ido, al otro lado de la cuesta, así que ya no sé hacia dónde camina ni qué lleva dentro de la mochila ni qué pretende hacer aquí.

Creo que tal vez me hace ilusión. Como ya he dicho, ha pasado mucho tiempo y que un visitante me despierte la curiosidad es refrescante. Así mis pensamientos dejan de roer los mismos huesos de siempre.

Huesos como estos...

Cuando recogieron las cosas y se marcharon, en esos carruajes que parecían arrastrados por mil diablos, ¿miró Edward atrás y vio en esa ventana iluminada algo que alejara sus pesadillas?

De regreso en Londres, detrás de su caballete, ¿alguna vez tuvo que parpadear para apartar mi imagen de su mente? ¿Soñó conmigo durante esas noches largas, igual que mis pensamientos revoloteaban en torno a él?

¿Recordó entonces, al igual que yo ahora, esas estrellas plateadas sobre un cielo de tinta azul?

Hay otros, además. Huesos a los que me he prohibido sacar más brillo. No sirve de nada hacerme preguntas cuando no queda nadie que pueda ofrecer respuestas.

Todos se han ido. Todos se han ido hace mucho tiempo. Y las preguntas siguen siendo mías. Nudos que ya no podrán deshacerse. Pensadas y repensadas una y otra vez, olvidadas por todos salvo por mí. Pues yo no olvido nada, por mucho que lo intente.

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CAPÍTULO TRES

Verano, 2017

Esa sensación extraña e inquietante seguía acompañando al día siguiente a Elodie, que dedicó el viaje en tren hacia el trabajo a anotar todo lo que podía recordar de ese cuento de su madre. Mientras Londres se desdibujaba al otro lado de la ventana y un grupo de colegiales un poco más allá en el vagón se reían ante una pantalla de teléfono, Elodie posó una libreta sobre las rodillas y dejó que el mundo real desapareciera. El bolígrafo recorrió la hoja a toda velocidad, pero cuando el tren se acercó a Waterloo, el entusiasmo de Elodie comenzó a menguar y el ritmo disminuyó. Echó un vistazo a lo que había escrito, la historia de la casa con su veleta celestial, ese río serpenteante y mercúrico y las cosas maravillosas y terribles que sucedían en el bosque por la noche, y Elodie se sintió un poco avergonzada. Era un cuento para niños, al fin y al cabo, y ella ya era una mujer adulta.

El tren se detuvo en el andén y Elodie recogió el bolso, que había dejado en el suelo, junto a los pies. Miró el cuaderno de bocetos —envuelto en un paño de algodón limpio— y la incertidumbre se apoderó de ella al recordar lo imprudente que había sido la tarde anterior, la súbita compulsión que había sentido de llevárselo, la convicción creciente de que el boceto presagiaba algún misterio. Incluso albergaba la sospecha —¡menos mal que había sido sensata y no se lo había contado a su padre!— de que ese boceto la había estado esperando todos estos años.

El teléfono de Elodie sonó cuando pasaban por St. Mary le Strand y el nombre de Penelope apareció en la pantalla. A Elodie se le hizo un nudo en el estómago y se le ocurrió que su padre tal vez tuviera razón. Quizás, después de todo, era la boda y no el boceto de la casa lo que despertaba estas emociones extrañas. No hizo caso a la llamada de Penelope y se guardó el teléfono en el bolsillo. Ya rendiría cuentas ante su imponente futura suegra esa tarde, después de ver a Pippa, cuando tuviera algo concreto que decirle.

Por enésima vez, Elodie deseó que su madre estuviera viva y creara cierto equilibrio en el reparto de fuerzas. Sabía de buena tinta —y no solo gracias a su padre— que Lauren Adler había sido extraordinaria. A los diecisiete años Elodie se había embarcado en una investigación frenética, primero por internet y luego, tras solicitar un carné de lectora, en la Biblioteca Británica, y recopiló todos los artículos y entrevistas que encontró relacionados con la deslumbrante carrera de Lauren Adler. Por la noche, en su dormitorio, leía todos los artículos, que formaron la imagen de una joven exuberante de impresionante talento, una virtuosa que dominaba su instrumento con total maestría. Sin embargo, fueron las entrevistas lo que más había saboreado Elodie, pues ahí, entre las comillas, había descubierto las palabras de su madre. Sus pensamientos, su voz, las expresiones que usaba.

Una vez Elodie leyó un libro que había encontrado bajo la cama de una habitación de hotel en Grecia acerca de una mujer moribunda que escribía a sus hijos una serie de cartas sobre la vida y cómo vivir para seguir guiándolos cuando dejara este mundo. Sin embargo, la madre de Elodie no había recibido el aviso de su muerte inminente y no había dejado ningún consejo a su única hija. Las entrevistas, a pesar de todo, era lo mejor que tenía, y Elodie, a sus diecisiete años, las había estudiado una por una, las había memorizado y susurraba ciertas expresiones ante el espejo del tocador. Se habían convertido en líneas de poesía imborrables, en su lista de mandamientos personal. Porque, a diferencia de Elodie, que sufría acné y era un caso desesperado de inseguridad adolescente, a los diecisiete años Lauren Adler había sido deslumbrante: tan modesta como brillante, ya había tocado en el Albert Hall y se había consolidado como la gran promesa musical del país.

Incluso Penelope, cuya confianza en sí misma saltaba tanto a la vista como el collar de perlas perfectas que lucía en el cuello, hablaba de la madre de Elodie en un tono de reverencia nervioso. Nunca la llamaba «tu madre»; siempre hablaba de Lauren Adler. «¿Lauren Adler sentía predilección por alguna pieza de concierto?». «¿Había un lugar donde a Lauren Adler le gustaba tocar más que en ningún otro?». Elodie respondía semejantes preguntas lo mejor que podía. No mencionó que gran parte de sus conocimientos eran gracias a las entrevistas disponibles de forma gratuita si uno sabía dónde buscar. El interés de Penelope era halagador y Elodie no quería perderlo. Teniendo en cuenta la grandiosa finca familiar de Alastair, sus padres siempre elegantes, el peso de la tradición en una familia cuyas paredes estaban cubiertas de retratos ancestrales, Elodie necesitaba hasta la más leve ventaja que pudiera encontrar.

En los primeros días de su relación Alastair había mencionado que a su madre le encantaba la música clásica. Había tocado de niña, pero renunció a ello cuando empezó a acudir a sus primeras fiestas. Esas historias que Alastair le había contado se habían granjeado el cariño de Elodie: los conciertos a los que su madre le había llevado de niño, la emoción de la noche inaugural de la Orquesta Sinfónica de Londres en el Barbican o la llegada del director al escenario del Royal Albert Hall. Habían ido siempre solos los dos, eran sus momentos especiales. («Para mi padre todo esto es demasiado, me temo. Su actividad cultural favorita es el rugby»). Todavía mantenían la tradición de salir una noche al mes, un concierto seguido de una cena.

Pippa había arqueado las cejas al oírlo, en especial cuando Elodie admitió que nunca la habían invitado, pero no le daba importancia. Estaba segura de haber leído en alguna parte que los hombres que trataban bien a su madre eran las mejores parejas. Además, era agradable que, por una vez, no dieran por hecho que era una entendida en música clásica. A lo largo de su vida había mantenido la misma conversación una y otra vez: los desconocidos le preguntaban qué instrumento tocaba y la miraban confundidos cuando respondía que ninguno. «¿Ni siquiera un poco?».

Alastair, sin embargo, lo había comprendido:

—No te culpo —le había dicho—. ¿Qué sentido tiene competir contra la perfección?

Y aunque Pippa había torcido el gesto al oír ese comentario —«Tú eres perfecta tal como eres»—, Elodie sabía que él no se refería a eso, que no era una crítica velada.

Había sido idea de Penelope incluir una grabación de Lauren Adler en la ceremonia de boda. Cuando Elodie dijo que su padre guardaba toda una colección de vídeos con las actuaciones de Lauren Adler y que le podía pedir que los sacara del desván si Penelope quería, la mujer la miró con una expresión que solo cabía describir como cariño auténtico. Tras tocar la mano de Elodie —por primera vez—, dijo:

—En una ocasión la vi tocar. Era asombrosa, qué concentración. Una técnica de lo mejorcito, pero con ese toque de calidad que la hacía sobresalir por encima de todos. Fue terrible lo que ocurrió, terrible. Se me rompió el corazón.

A Elodie la había tomado por sorpresa. La familia de Alastair no era dada al contacto ni, mucho menos, a hablar de temas como corazones rotos en una conversación relajada. En efecto, el momento se acabó en un abrir y cerrar de ojos y Penelope se lanzó a compartir sus reflexiones sobre el comienzo de la primavera y lo que supondría para el festival floral de Chelsea. Elodie, menos hábil en esos cambios súbitos de conversación, se había quedado con una sensación persistente en la mano donde la otra mujer la había tocado y el recuerdo de la muerte de su madre la había ensombrecido durante el resto del fin de semana.

Lauren Adler había viajado de pasajera en un coche conducido por ese violinista estadounidense que estaba de visita y ambos se dirigían de vuelta a Londres tras actuar en Bath. El resto de la orquesta había regresado el día anterior justo después del concierto, pero la madre de Elodie se había quedado para participar en un taller junto a músicos locales. «Era muy generosa», había comentado el padre de Elodie en numerosas ocasiones y esa frase ya formaba parte de la letanía del luto. «La gente no se lo esperaba, no de alguien tan imponente, pero le encantaba la música y hacía lo posible para pasar tiempo con aquellos a quienes también les encantaba. Le daba igual si eran expertos o aficionados».

El informe del forense, al que Elodie tuvo acceso en el registro local durante el verano de sus investigaciones, decía que el accidente lo había causado una combinación de gravilla suelta en la carretera rural y un error de juicio. Elodie se había preguntado por qué no habían ido por la autopista, pero los forenses no conjeturaban acerca de la organización del viaje. El conductor había tomado una curva cerrada demasiado deprisa y el coche había perdido la tracción y derrapado por el borde; la colisión había arrojado a Lauren Adler por el parabrisas y su cuerpo se rompió por incontables lugares. De haber sobrevivido, jamás habría vuelto a tocar el chelo, hecho que Elodie había descubierto gracias a un par de músicos amigos de su madre cuya conversación había escuchado escondida detrás de un sofá durante el velatorio. Parecían dar a entender que la muerte era un mal menor.

Elodie no lo había visto de esa manera y tampoco su padre, que había vivido los momentos posteriores y el funeral sumido en una serenidad desconsolada que, en cierto sentido, preocupó más a Elodie que su caída posterior en las garras de la desesperación. Su padre había creído estar ocultando su dolor al permanecer tras la puerta cerrada de su dormitorio, pero las viejas paredes de ladrillo no eran tan gruesas. La señora Smith, la vecina de al lado, le había sonreído con gesto comprensivo y lúgubre al salir al rellano y todas las noches le sirvió huevos pasados por agua con tostada para cenar. Le contaba a Elodie vívidas historias acerca de Londres durante la guerra: esas noches de infancia que pasó entre bombardeo y bombardeo y ese día que llegó un telegrama de borde negro que anunciaba la desaparición de su padre.

Así, Elodie nunca llegó a ser del todo capaz de separar la muerte de su madre del sonido de explosivos y el olor a azufre y, en un sentido sensorial, del vehemente deseo de una niña que necesita que le cuenten un cuento.

—Buenos días. —Margot estaba hirviendo el agua cuando Elodie llegó al trabajo. Sacó la taza favorita de Elodie, la colocó junto a la suya y echó una bolsita de té a un lado—. Te aviso: esta mañana tiene un humor de perros. Ese consejero le ha dado una lista de «recomendaciones».

—Ay, vaya.

—Pues sí.

Elodie se llevó el té a su escritorio y trató de evitar la mirada del señor Pendleton al pasar junto a su despacho. Sentía afecto por el viejo cascarrabias de su jefe, pero cuando estaba de mal humor, podía llegar a ser punitivo, y Elodie ya tenía bastantes cosas que hacer sin el encargo de la revisión de otro índice porque sí.

No tenía que haberse preocupado: el señor Pendleton estaba ensimismado, fulminando con la mirada algo en su monitor.

Elodie se sentó ante su escritorio y, sin perder un instante, pasó el cuaderno de bocetos, tras quitarle el paño protector, de su bolso a la caja del guardarropa en desuso. Había sido una locura temporal y aquí llegaba a su fin. Lo mejor que podía hacer ahora era catalogar los artículos y asignarles un lugar en los archivos de una vez por todas.

Se puso los guantes y sacó la perforadora de papel, el tintero, el encarte de madera y la funda de gafas. Bastaba echarles un simple vistazo para darse cuenta de que eran objetos de oficina de mediados del siglo XX; gracias a las iniciales de la funda, no era arriesgado registrarlas como propiedad de Lesley Stratton-Wood; y Elodie se relajó ante la sencillez de preparar una lista de contenidos sin problemas. Fue a buscar una nueva caja de archivos, guardó los artículos y con cuidado fijó a un lado la lista de contenidos.

El bolso era más interesante. Elodie comenzó una meticulosa inspec

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