Eva (Serie Falcó)

Arturo Pérez-Reverte

Fragmento

Eva-4

1. Norddeutscher Lloyd Bremen

No quiero que me maten esta noche, pensó Lorenzo Falcó.

No de esta manera.

Sin embargo, estaba a punto de ocurrir. Los pasos a su espalda resonaban cada vez más cercanos y rápidos. Sin duda tenían prisa por alcanzarlo. Había escuchado el grito del enlace al caer en la oscuridad, a su espalda, desde el mirador de Santa Luzia, y el golpe del cuerpo al estrellarse contra el suelo quince o veinte metros más abajo, en una callejuela oscura del barrio de Alfama. Y ahora iban a por él, en busca del trabajo completo. De rematar la faena.

El desnivel de la cuesta lo ayudaba a caminar más deprisa, pero también facilitaba el paso a sus perseguidores. Eran dos hombres, había entrevisto arriba mientras el enlace —apenas vislumbró su cara, sólo un bigote bajo el ala de un sombrero, en la penumbra de una farola lejana— le pasaba el sobre, como estaba previsto, un momento antes de advertir la presencia de los extraños y proferir una exclamación de alarma. Se habían separado apresuradamente, alejándose el enlace a lo largo de la barandilla del mirador —por eso lo habían atrapado primero— y Falcó calle abajo, con las luces vagas de Lisboa extendiéndose más allá, al pie del barrio elevado, y la cinta ancha y negra del Tajo fundiéndose con la noche, en la distancia, bajo un cielo sin luna y salpicado de estrellas.

Había una vía de escape a la izquierda, entre las sombras. Recordaba el lugar porque lo había estudiado por la mañana, a la luz del día, en previsión de la cita nocturna. Era aquél un antiguo y práctico principio profesional: antes de arriesgarse en un lugar, decidir por dónde abandonarlo, si era necesario ir con prisas. Falcó recordaba el nombre rotulado en un azulejo: Calçadinha da Figueira. Era un callejón estrecho, muy en cuesta abajo, al que se accedía por una escalera de piedra de dos tramos y barandilla de hierro. Así que, torciendo con brusquedad a la izquierda, bajó rápidamente por ella, guiándose con una mano en la barandilla para no tropezar en la oscuridad. Al final había un arco, donde el callejón discurría a la derecha en ángulo recto. Un arco angosto, por el que sólo podía pasar una persona a la vez.

Los pasos venían detrás, cada vez más cerca. Sonaban ya en los primeros peldaños de la escalera. No voy a morir esta noche, se repitió Falcó. Tengo planes más atractivos: mujeres, cigarrillos, restaurantes. Cosas así. De modo que, puestos a ello, es mejor que mueran otros. Entonces se quitó el sombrero, introdujo los dedos entre la badana y el fieltro y extrajo la hoja de afeitar Gillette en su envoltorio de papel que llevaba allí oculta. Mientras recorría el último tramo hacia el arco deshizo el envoltorio y, tomando el pañuelo del bolsillo superior de la chaqueta, se protegió con él los dedos para sujetar la cuchilla entre el pulgar y el índice. Llegó así al arco, torció a la derecha y apenas lo hizo se quedó allí inmóvil, pegado a la pared, escuchando el sonido de pasos cada vez más próximos, entre el rumor del pulso acelerado que le batía fuerte en los tímpanos.

Cuando la primera silueta apareció en el arco, Falcó se interpuso con rapidez y lanzó un tajo rápido de derecha a izquierda en la garganta. En el rostro en sombra apareció un breve destello claro —los dientes de una boca abierta por el estupor—, e inmediatamente, una exclamación de sorpresa que se quebró a la mitad en un gorgoteo agónico, como si el aire de los pulmones del hombre herido escapase entre un velo fluido y líquido por su tráquea abierta. Cayó desplomándose en el acto, a la manera de un cuerpo desmadejado que de repente perdiera toda consistencia. Un bulto atravesado en el suelo, bajo el arco. Y la sombra que venía detrás se detuvo de pronto, guardando la distancia.

—Venga, hijo de puta —faroleó Falcó—. Acércate un poco más... Vamos.

Tres segundos de inmovilidad. Quizá cinco. Falcó y el otro quietos en el callejón, y el bulto del suelo que seguía emitiendo su ronco quejido líquido. Al cabo, el segundo perseguidor retrocedió despacio en la oscuridad, cauto, desandando camino.

—Vamos, hombre —dijo Falcó—. No me dejes así, con las ganas.

Sonaron los pasos, más apresurados ahora, alejándose callejón y escalera arriba hasta que dejaron de oírse. Entonces Falcó respiró hondo, todavía inmóvil, permitiendo que el latir de su pulso en los tímpanos recobrase la normalidad. Después, cuando cesó el leve temblor que le agitaba los dedos, tiró la hoja de afeitar y el pañuelo, tras limpiarse con éste el líquido viscoso, aún tibio, que le manchaba la mano.

Se agachó para cachear el cuerpo caído, que al fin estaba en silencio: un cuchillo en funda sujeta al cinturón, tabaco, fósforos, monedas sueltas. En el bolsillo interior de la chaqueta había una billetera, que Falcó se guardó. Después se incorporó, mirando alrededor. El paraje estaba desierto, y casi todas las casas próximas, a oscuras. En varias de ellas se entreveían rendijas de luz, y de algún lugar remoto llegaba música de radio con una voz femenina cantando un fado. Un perro ladró a lo lejos. En el cielo negro seguía habiendo tantas estrellas que Lisboa parecía cubierta de un enjambre de inmóviles luciérnagas.

Por un momento pensó en buscar el cuerpo del enlace al pie del parapeto por el que había caído, o lo habían arrojado, pero en seguida desechó la idea. La curiosidad, advertía el viejo dicho, mató al gato. Siguiera vivo o no el enlace después de aquellos quince o veinte metros desde el mirador hasta el suelo —lo más probable era que estuviese muerto—, ése ya no era asunto de Falcó. Sólo sabía de él que era portugués, que trabajaba para el bando nacional por convicción o dinero, y que le había entregado información que debía transmitir al cuartel general franquista en Salamanca. Así que mejor no complicarse más la vida. Alguien, un transeúnte casual, un vecino, un vigilante nocturno, podía aparecer por allí; o tal vez el segundo perseguidor, tras pensarlo mejor, decidiera volver sobre sus pasos y vengar a su compañero. Nunca se podía estar seguro de esa clase de cosas. El de Lorenzo Falcó era un oficio de imprevistos; un ajedrez de riesgos y probabilidades. Por otra parte, el sobre, objeto del encuentro nocturno, lo llevaba ya en el bolsillo. Nada más le interesaba del otro, soldado anónimo, sin rostro siquiera —aquel bigote entrevisto bajo el sombrero—, de una guerra sucia que se libraba tanto en los campos de batalla de España como en las respectivas retaguardias, y también en lugares extranjeros oscuros y sórdidos como aquél. Lances sucios, propios de un sucio oficio. Espías tan sin rostro como el agente republicano degollado bajo el arco, o el fulano que, prudente, había puesto pies en polvorosa por miedo a correr la suerte de su compañero. Peones desechables en un tablero donde jugaban otros.

Bajó hasta la rua de São Pedro volviéndose de vez en cuando para comprobar si alguien lo seguía. Un latido de dolor le martilleaba la sien derecha, sin duda a causa de la tensión, e instintivamente se palpó el bolsillo de la americana donde llevaba el tubo de cafiaspirinas; aquél era su punto flaco, las migrañas que a veces lo dejaban aturdido, incapaz de moverse, boqueando como un pez fuera del agua. Necesitaba un sorbo de algo para tragarse una, pero eso tendría que esperar. Lo principal era alejarse de allí. Y rápido.

Buscó calles

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos