El jurado

John Grisham

Fragmento

cap-1

1

Un expositor de teléfonos inalámbricos de diseño estilizado impedía ver el rostro de Nicholas Easter en su totalidad. El sujeto, además, no miraba directamente a la cámara oculta, sino más a la izquierda, fuera del alcance del objetivo. Tal vez estuviera siguiendo los movimientos de algún cliente o, quién sabe, observando a un corro de muchachos embobados ante los últimos juegos electrónicos llegados de Asia. Pese a la considerable distancia a la que se hallaba en el momento de accionar el obturador —unos cuarenta metros—, el fotógrafo había conseguido esquivar las idas y venidas del público que llenaba el centro comercial y obtener una buena instantánea. La foto en cuestión revelaba un rostro agradable, de mejillas rasuradas, facciones definidas y atractivo juvenil. Easter tenía veintisiete años; eso les constaba. No llevaba gafas, ni pendientes en la nariz, ni un corte de pelo estrafalario. Su aspecto desmentía las sospechas de que pudiera tratarse de un loco de la informática como los que solían trabajar en la misma tienda por cinco dólares la hora. Según el cuestionario correspondiente, Nicholas Easter ocupaba aquel puesto desde hacía cuatro meses y compaginaba la actividad laboral con sus estudios a tiempo parcial. Su nombre, sin embargo, no figuraba entre los de los alumnos matriculados en las universidades de quinientos kilómetros a la redonda. No cabía duda, por tanto, de que el joven no había sido del todo sincero.

No podía ser de otro modo. A su eficiente servicio de información no le habría pasado por alto un dato semejante. Si el joven hubiera dicho la verdad, sabrían ya en qué universidad estudiaba, qué curso, qué carrera, y hasta con qué resultado. Lo sabrían. Nicholas Easter vendía artículos electrónicos en un centro comercial; para ser exactos, en una tienda de la cadena Computer Hut. Era dependiente, ni más ni menos. Puede que tuviera pensado matricularse en algún centro. O que hubiera colgado los libros y fingiera seguir en la universidad porque eso lo animaba, le recordaba su meta y le daba cierto empaque.

En cualquier caso, las veleidades universitarias de Nicholas Easter no se habían materializado, ni durante aquel año académico ni en un pasado reciente, en una inscripción formal. ¿Y bien? ¿Se podía confiar en él a pesar de todo? Tal era la duda que asaltaba a los presentes cada vez que tropezaban con el nombre de Easter en la lista —con aquella iban ya dos— y veían su cara proyectada en la pantalla. Con todo, estaban casi convencidos de que se trataba de una mentirijilla sin importancia.

Nicholas Easter no fumaba, y la tienda donde trabajaba observaba una política muy estricta en ese sentido. Sin embargo, sí se le había visto —aunque no había constancia fotográfica del hecho— comiendo un taco en el mismo centro comercial junto a una colega que acompañó su limonada con dos cigarrillos. A Easter no pareció molestarle el humo. Eso descartaba, al menos, la posibilidad de que estuvieran ante un fanático antitabaco.

El rostro fotografiado sonreía ligeramente, sin separar los labios, y pertenecía a un joven delgado y bronceado. Además de la chaqueta roja de su uniforme, Easter llevaba una camisa blanca sin botones en el cuello y una corbata a rayas escogida con buen gusto. Nada que objetar en ese aspecto. En cuanto a la personalidad del sujeto, el hombre de la cámara oculta había logrado entablar conversación con él fingiendo estar interesado en adquirir cierto artilugio pasado de moda y, en su opinión, Easter era un joven despierto, servicial, eficiente y, en definitiva, agradable. En la pechera de la americana llevaba una plaquita que lo elevaba a la categoría de encargado, aunque en la tienda había al menos dos dependientes más con el mismo título.

El día después de que fuera tomada aquella fotografía, entró en la tienda una atractiva joven vestida con pantalones vaqueros. Mientras curioseaba entre los programas informáticos expuestos, la chica encendió un cigarrillo. Como fuera que Nicholas Easter era el dependiente —o el encargado, lo mismo da— más cercano, fue él quien se dirigió amablemente a la joven para pedirle que apagara el cigarrillo. Ella fingió contrariedad, se hizo la ofendida e intentó provocar una pelea. Sin olvidar en ningún momento sus buenos modales, Easter le explicó que estaba estrictamente prohibido fumar en aquella tienda, pero que era muy libre de ir a hacerlo a cualquier otra parte.

—¿Te molesta que la gente fume? —preguntó la chica después de dar otra calada.

—A mí, no —respondió él—. Pero al dueño, sí.

A continuación, Easter volvió a insistir en que apagara el cigarrillo. La chica le dijo entonces que quería comprar una radio digital y que tuviera la amabilidad de llevarle un cenicero. Nicholas sacó una lata de refresco vacía de debajo del mostrador, cogió el cigarrillo y lo apagó. Hablaron de radios durante veinte minutos, los que ella tardó en elegir uno de los modelos. Easter respondió con simpatía a las insinuaciones de la chica, que no dejó de flirtear con total descaro hasta haber hecho efectivo el importe de su compra y dado al joven su número de teléfono. Él prometió llamarla.

El incidente duró veinticuatro minutos y fue registrado por una pequeña grabadora escondida en el bolso de la chica. El contenido de la cinta había sido reproducido en dos ocasiones, tantas como la cara de Easter había sido sometida al escrutinio del equipo de abogados y peritos. El informe redactado por la joven de los vaqueros también formaba parte de la ficha de Easter, y comprendía seis hojas mecanografiadas donde se había hecho constar hasta el último de los detalles relativos al sujeto: desde los zapatos que llevaba —unas viejas zapatillas Nike— hasta el olor de su aliento —chicle de canela—, su vocabulario —nivel universitario— y la manera en que había cogido el cigarrillo. Según la experta opinión de la chica, Easter no había fumado jamás.

Todos los presentes se dejaron seducir por Easter, por el tono de su voz, su labia de vendedor profesional y su don de gentes. Era un joven inteligente y no aborrecía el tabaco. No coincidía exactamente con las características de su jurado ideal, pero valía la pena no perderlo de vista. Lo malo de Easter, jurado potencial número cincuenta y seis, era lo poco que se sabía de él. Estaba claro que había llegado a la costa del Golfo hacía menos de un año, pero su procedencia era un misterio, igual que todo lo que hacía referencia a su pasado. Tenía alquilado un apartamento de una sola habitación a ocho manzanas del juzgado de Biloxi —había fotos del edificio—, y su primera oportunidad laboral se la había ofrecido un casino de la playa. Pese a su rápido ascenso de camarero a crupier de la mesa de blackjack, Easter había abandonado el empleo al cabo de dos meses.

Poco después de que el estado de Mississippi legalizase el juego, abrieron las puertas de la noche a la mañana una docena de casinos. Con ellos llegó una nueva ola de prosperidad que atrajo a parados de todo el país. Era lógico, pues, suponer que Nicholas Easter se había mudado a Biloxi por la misma razón que otros muchos. Lo extraño de su caso es que no hubiera esperado algún tiempo antes de darse de alta en el censo electoral.

Easter conducía un escarabajo, un modelo Volkswagen del año 69. El rostro que ocupaba la pantalla fue reemplazado inmediatamente por una foto del vehículo en cuestión. No era un gran descubrimien

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