Conjura en Dorchester Terrace (Inspector Thomas Pitt 27)

Anne Perry

Fragmento

1

Era un día de mediados de febrero y estaba oscureciendo en el exterior. Pitt se levantó de su mesa y se acercó a subir el gas de los apliques de uno en uno. Se estaba acostumbrando a ese despacho, aunque todavía no estaba cómodo allí. Para él seguía siendo el despacho de Victor Narraway.

Cuando se volvió otra vez hacia la mesa casi esperaba ver los dibujos a lápiz de árboles sin hojas que su anterior inquilino había tenido colgados en las paredes, en lugar de las acuarelas del cielo y los paisajes marinos que Charlotte le había regalado. Sus libros no se diferenciaban mucho de los de Na rraway. Tenía menos volúmenes de poesía, tal vez menos clásicos, pero libros similares de historia, política y derecho.

Narraway se había llevado el retrato con marco de plata de su madre. Hoy Pitt por fin había puesto en su lugar su fotografía favorita de su esposa, Charlotte, en la que aparecía sonriendo. A su lado estaba Jemima, de trece años, con aspecto muy adulto, y Daniel, de diez, que todavía tenía la cara dulce de un niño.

Después del desastre que había tenido lugar en Irlanda a finales del año anterior, 1895, Narraway había sido exonerado —él no tenía ninguna culpa—, pero no había sido restituido como jefe de la Brigada Especial. En cambio, el rango temporal de Pitt había sido confirmado. A pesar de que habían pasado meses desde entonces, le costaba hacerse a la idea. Sabía perfectamente que a los hombres que habían sido sus superiores, luego sus homólogos y ahora sus subalternos también les resultaba difícil la nueva situación en el mejor de los casos. El rango, por sí solo, no significaba gran cosa. Imponía obediencia, pero no lealtad.

Hasta el momento le habían obedecido sin rechistar, pero durante los meses transcurridos solo había tenido que gestionar sucesos predecibles. Únicamente se había enfrentado a los habituales rumores de descontento entre la enorme población inmigrante, sobre todo allí en Londres, pero ninguna crisis ni ninguna de las decisiones delicadas que hacían peligrar vidas y ponían a prueba el juicio de una persona. Más adelante, sospechaba, la confianza depositada en él sería sometida a una presión extrema.

Permaneció ante la ventana contemplando la forma de las azoteas de enfrente y el elegante muro del edificio vecino. Podía distinguir su contorno familiar a la luz cada vez más tenue. El brillo luminoso de las farolas estaba aumentando por todas partes.

Recordaba el rostro grave de Narraway, cansado, surcado de arrugas más profundas después de escapar con dificultad de la deshonra absoluta, y de la factura emocional que le habían pasado sus experiencias en Irlanda. Pitt también estaba al tanto de que el hombre había aceptado por fin sus sentimientos hacia Charlotte, pero como siempre, sus ojos negros como el carbón no habían revelado mucho.

—Cometerá errores —le había dicho a Pitt en medio del silencio de esa habitación con vistas al cielo y las azoteas—. Dudará en actuar cuando sepa que hará daño a personas, incluso que acabará con ellas. No dude demasiado. Juzgará mal a las personas; siempre ha tenido mejor opinión de sus superiores de lo que debería. Por el amor de Dios, Pitt, confíe en su instinto. A veces las consecuencias serán graves. Aprenda a vivir con ello. Su valor dependerá de que cometa pocos errores y aprenda algo de cada uno. No puede negarse a hacer algo; esa sería la peor equivocación de todas. —Su rostro lucía una expresión adusta, ensombrecida por los recuerdos—. No solo importa la decisión que tome, sino que la tome en el momento adecuado. Cualquier cosa que amenace la paz y la seguridad de Gran Bretaña es de su competencia.

Narraway no había añadido: «Que Dios le asista», aunque podría haberlo hecho perfectamente. Entonces sus ojos se habían suavizado por un instante con un humor mordaz y un atisbo de compasión por la responsabilidad que le aguardaba y de envidia, de arrepentimiento por la emoción perdida, el martilleo de la sangre y el ardor de la mente a los que se había visto obligado a renunciar.

Por supuesto, Pitt lo había visto desde entonces, pero brevemente. Había habido eventos sociales por doquier, conversaciones educadas pero desprovistas de contenido más allá de los cumplidos de rigor. Las preguntas acerca de cómo cada uno de ellos estaba aprendiendo a ceder, a adaptarse y a acomodarse al nuevo papel seguían sin ser formuladas.

Pitt volvió a sentarse a su mesa y centró su atención en los papeles que tenía delante.

Llamaron suavemente a la puerta, y cuando contestó, la puerta se abrió y entró Stoker. Gracias al incidente de Irlanda, Pitt sabía con certeza que él era el único hombre de la brigada de quien podía fiarse.

—¿Sí? —dijo cuando Stoker se detuvo delante de la mesa de Pitt.

Parecía preocupado e incómodo, su rostro enjuto más expresivo de lo habitual.

—Hemos recibido información de Hutchins desde Dover, señor. Ha visto a una o dos personas raras en el ferry. Agitadores. No eran los típicos que dan discursos políticos; parecían más bien hombres de acción. Está convencido de que al menos uno participó en el asesinato del primer ministro francés hace dos años.

Pitt notó que se le hacía un nudo en el estómago. No le extrañaba que Stoker estuviera preocupado.

—Dígale que haga todo lo que pueda para estar completamente seguro —contestó—. Envíe también a Barker. Vigilen los trenes. Tenemos que saber si alguno viene a Londres y con quién se ponen en contacto.

—Puede que no sea nada —dijo Stoker sin convicción—. Hutchins es un poco quisquilloso.

Pitt tomó aire para decir que el trabajo de Hutchins consistía en ser extremadamente cauteloso, pero cambió de opinión. Stoker lo sabía tan bien como él. Sobraban las explicaciones.

—Vigílenlo. Con Barker allí tenemos suficientes hombres en Dover para hacerlo. Que nos mantengan informados.

—Sí, señor.
—Gracias.

Stoker se volvió y se marchó. Pitt se quedó sentado sin moverse durante unos instantes. Si realmente se trataba de uno de los asesinos del primer ministro francés, ¿se pondrían en contacto con él la Policía o el Servicio Secreto galos? ¿Querrían su ayuda o preferirían lidiar con el hombre por su cuenta? Puede que esperasen que les proporcionara información sobre otros anarquistas. Por otra parte, puede que simplemente tramasen un plan para que él sufriera un accidente, y el asunto no llegase a la atención pública. En ese caso sería preferible que la Brigada Es pecial británica aparentase también no estar al tanto. Luego habría que decidir si hablaban en privado con París o no. Era el tipo de decisión a la que Narraway se había referido: una zona gris llena de conflictos morales.

Pitt se inclinó otra vez sobre los papeles que había estado leyendo.

Esa noche había una recepción. Unas cien personas de relevancia social y política se reunirían, aparentemente para oír al último prodigio del violín tocar una selección de piezas de cámara. En realidad lo harían para manipular y para comentar los cambios en el poder, así como para intercambiar la información más sutil que no se podía compartir en el marco más rígido de una oficina.

Pitt cruzó la puerta principal de su casa en Keppel Street justo después de las siete. Sonrió al notar el calor inmediato después del frío gélido del exterior. Los olores familiares a pan horneado y algodón limpio procedían de la cocina situada al fondo del pasillo. Charlotte estaría arriba preparándose para la ocasión. Todavía no se había acostumbrado

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