Guerra mundial Z

Max Brooks

Fragmento

El primer brote que presencié se produjo en una aldea remota que, oficialmente, no tenía nombre. Los residentes la llamaban «Nueva Dachang», pero más por pura nostalgia que por otra cosa. Su antiguo hogar, «Vieja Dachang», había existido desde la época de los Tres Reinos y contaba con granjas, casas e in cluso árboles que, según se decía, tenían siglos de antigüedad. Para cuando concluyeron las obras de la presa de las Tres Gar gantas y el embalse se llenó de agua, gran parte de Dachang ya había sido desmantelada, ladrillo a ladrillo, para ser recons trui da en un terreno más elevado. Sin embargo, esta Nueva Dachang ya no era un pueblo, sino un «museo histórico nacional». Para esos pobres campesinos, debió de resultar irónico y desolador ver que su pueblo se había salvado, pero que solo po dían visitarlo como turistas. Quizá por eso algunos de ellos habían optado por llamar a su aldea recién recons truida «Nue va Dachang», para mantener cierto vínculo con su pasado, aun que solo fuera por el nombre. Personalmente, no sabía que esta otra Nueva Dachang existiera, así que se puede imaginar lo desconcertado que me sentí cuando recibí la llamada.

La paz reinaba en el hospital; había sido una noche tranquila, a pesar del número cada vez mayor de accidentes de circulación provocados por el alcohol. Las motos se habían vuelto muy populares. Solíamos decir que las Harley-Davidson ha bían matado a más chinos jóvenes que todos los soldados es tadounidenses durante la guerra de Corea. Por eso me sentí tan agradecido de que ese turno fuera tranquilo. Me notaba cansado y me dolían la espalda y los pies. Iba a salir a fumarme un cigarrillo y contemplar el amanecer cuando escuché que alguien me llamaba por megafonía. Aunque esa noche la recepcionista era nueva y no era capaz de entender bien el dialecto, al parecer había habido un accidente, o alguien había caí do enfermo. Se trataba de una emergencia, eso era obvio, así que nos pedían que, por favor, enviáramos ayuda de inmediato.

¿Qué podía responder? Los doctores más jóvenes, esos críos que creen que la medicina es solo un modo de llenar sus cuentas corrientes, no iban a ir a ayudar a algún nongmin por amor al arte, eso estaba claro. Supongo que, en el fondo, sigo siendo un viejo revolucionario. «Tenemos la obligación de ser responsables ante el pueblo.»1 Esas palabras todavía significaban algo para mí..., intentaba recordar eso mismo mientras mi Deer2 daba botes y brincos por unos caminos de tierra que el gobierno había prometido pavimentar, aunque nunca había llegado a hacerlo.

Me costó muchísimo dar con aquel lugar. Como oficialmente no existía, no aparecía en ningún mapa. Me perdí varias veces y tuve que preguntar a los lugareños, que siempre pensaban que me refería al pueblo museo. Para cuando llegué a ese grupito de casas de la cima de la colina, había perdido la paciencia. Recuerdo haber pensado: «Más vale que esto sea gra ve de cojones». En cuanto les vi la cara, me arrepentí de haberlo deseado.

Había siete pacientes, todos tumbados en catres, apenas cons cientes. Los aldeanos los habían trasladado a su nuevo salón municipal. Las paredes y el suelo eran de cemento. La humedad y el frío predominaban en el ambiente. «Normal que estén enfermos», pensé. Les pregunté a los aldeanos quién había estado atendiendo a esa gente. Respondieron que nadie, porque no era «seguro». Me fijé en que la puerta ha bía sido ce rrada con llave por fuera. Estaba claro que los aldea nos estaban aterrorizados. Se hallaban encogidos de mie do y susurraban entre ellos; algunos se mantenían a cierta distancia y re zaban. Su comportamiento me enfureció, pero no estaba enfadado con ellos como individuos, entiéndame, sino por la cara que mostraban de nuestro país. Después de si glos de opresión, explotación y humillación extranjeras, al fin estábamos reclamando el lugar que nos correspondía legítimamente como el Reino del Centro de la humanidad. Éramos la superpoten

Extraída de «Citas del presidente Mao Zedong», recopiladas originalmente en La situación y nuestra política tras la victoria en la Guerra de Resistencia contra Japón, 13 de agosto de 1945.

cia mundial más rica y dinámica, los amos de todo, desde el espacio exterior al ciberespacio. Estábamos ini ciando lo que el mundo por fin reconocía que iba a ser «el siglo de China» y, aun así, muchos de los nuestros seguían viviendo como estos campesinos ignorantes, tan atrasados y supersticiosos como los primeros salvajes yangshao.

Todavía me hallaba ensimismado en mis pensamientos, cri ticando grandilocuentemente nuestra cultura, cuando me arro dillé para examinar al primer paciente. Esa mujer tenía una fiebre muy alta, de cuarenta grados, y temblaba de manera violenta. Apenas se mostraba coherente y gimió levemente cuando intenté moverle las extremidades. Tenía una herida en el an tebrazo derecho, un mordisco. Al examinarlo con más detenimiento, me di cuenta de que no era de un animal. El radio de la mordedura y las marcas de dientes revelaban que tenía que ser de un ser humano pequeño o tal vez joven. Aunque mi teoría era que esta debía de ser la causa de la infección, la herida en sí estaba sorprendentemente limpia. Pregunté una vez más a los aldeanos quién se había ocupado de cuidar de esta gente. Y una vez más me contestaron que nadie. Pero yo sabía que eso no podía ser cierto. La boca humana está repleta de bacterias, en ella hay más que incluso en el perro más sucio. Si nadie había limpiado la herida de esa mujer, ¿por qué no estaba totalmente in fectada?

Examiné a los otros seis pacientes. Todos mostraban síntomas similares, todos tenían heridas semejantes en varias partes del cuerpo. Le pregunté a un hombre, al más lúcido del gru po, quién o qué les había infligido esas heridas. Me contó que las habían recibido cuando habían intentado reducir a «él».

«¿A quién?», pregunté.

Encontré al «paciente cero» tras una puerta cerrada con lla ve en una casa abandonada de la otra punta del pueblo. Tenía doce años, y las muñecas y los pies atados con una cuerda de plástico de las que se usan para empaquetar. Aunque tenía despellejada la carne que estaba en contacto con esas ataduras, no había sangre. Tampoco la tenía en las demás heridas, ni en los tajos de las piernas o brazos, o en el enorme hueco reseco donde debería haber estado el dedo gordo del pie derecho. Se retorcía como un animal; una mordaza ahogaba sus gruñidos.

Al principio, los aldeanos me agarraron e intentaron que no me acercara. Me advirtieron de que no debía tocarlo, de que estaba «maldito». Me los quité de encima y cogí la mascarilla y los guantes. El chico tenía la piel tan fría y gris como el ce mento sobre el que se encontraba tumbado. No pude detectarle el pulso ni ningún latido. Tenía los ojos desorbitados, abiertos como platos y hundidos en las cuencas. Me miró fijamente como si fuera una bestia, un depredador. A lo largo del examen, se mostró inexplicablemente hostil, intentó agarrarme, aunque estaba maniatado, y morderme, a pesar de la mordaza.

Se agitaba de una manera tan violenta que tuve que solicitar ayuda a dos de los aldeanos más robustos para poder su je tarlo. Al principio, no se movieron lo más mínimo, se quedaron encogidos de miedo en la entrada, como unos conejillos. Les expliqué que no habría ningún riesgo de infección siem pre que se pusieran guantes y una mascarilla. En cuanto vi que ne gaban con la cabeza, convertí mi petición en una orden, a pesar de que no tenía ninguna autoridad para hacerlo.

No hizo falta

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