¿Quién mató a Palomino Molero?

Mario Vargas Llosa

Fragmento

Capitulo I

I

—Jijunagrandísimas —balbuceó Lituma, sintiendo que iba a vomitar—. Cómo te dejaron, flaquito.

El muchacho estaba a la vez ahorcado y ensartado en el viejo algarrobo, en una postura tan absurda que más parecía un espantapájaros o un No Carnavalón despatarrado que un cadáver. Antes o después de matarlo lo habían hecho trizas, con un ensañamiento sin límites: tenía la nariz y la boca rajadas, coágulos de sangre reseca, moretones y desgarrones, quemaduras de cigarrillo, y, como si no fuera bastante, Lituma comprendió que también habían tratado de caparlo, porque los huevos le colgaban hasta la entrepierna. Estaba descalzo, desnudo de la cintura para abajo, con una camisita hecha jirones. Era joven, delgado, morenito y huesudo. En el dédalo de moscas que revoloteaban alrededor de su cara relucían sus pelos, negros y ensortijados. Las cabras del churre remoloneaban en torno, escarbando los pedruscos del descampado en busca de alimentos, y a Lituma se le ocurrió que en cualquier momento empezarían a mordisquear los pies del cadáver.

—¿Quién carajo hizo esto? —balbuceó, conteniendo la náusea.

—Yo qué sé —dijo el churre—. Por qué me carajea a mí, qué culpa tengo. Agradezca que fuera a avisarle.

—No te carajeo a ti, churre —murmuró Lituma—. Carajeo porque parece mentira que haya en el mundo gente tan perversa.

El churre debió llevarse el susto de su vida esa mañana, al pasar con sus cabras por este pedregal y toparse con semejante espectáculo. Se había portado como un ciudadano ejemplar, el churre. Dejó al rebaño pastando piedras junto al cadáver y corrió a Talara a dar parte a la comisaría. Tenía mérito, porque Talara estaba lo menos a una hora de caminata desde aquí. Lituma recordó su carita sudada y su voz de escándalo cuando se apareció en la puerta del Puesto:

—Han matado a un tipo, allá, en el camino a Lobitos. Si quieren, los llevo, pero ya mismo. Dejé sueltas las cabras y me las pueden robar.

No le habían robado ninguna, felizmente; al llegar, en medio del sacudón que fue para él ver el estado del muerto, el guardia había entrevisto al chiquillo contando el rebaño con sus dedos y lo oyó suspirar, aliviado: «Toditititas».

—Por la santísima Virgen —exclamó el taxista, a su espalda—. Pero, pero, qué es esto.

En el trayecto, el churre les había descrito más o menos lo que verían pero una cosa era imaginárselo y otra verlo y olerlo. Porque también apestaba feísimo. No era para menos, con ese sol que parecía taladrar piedras y cráneos. Se estaría descomponiendo a toda carrera.

—¿Me ayuda a descolgarlo, don? —dijo Lituma.

—Qué remedio —gruñó el taxista, santiguándose. Lanzó un escupitajo hacia el algarrobo—. Si me hubieran dicho para qué iba a servir el Ford, no me lo compraba ni de a vainas. Usted y el teniente abusan porque me creen muy manso.

Don Jerónimo era el único taxista de Talara. Su viejo carromato, negro y grande como una carroza funeraria, podía incluso pasar cuantas veces quisiera la reja que separaba al pueblo de la zona reservada donde estaban las oficinas y las casas de los gringos de la International Petroleum Company. El teniente Silva y Lituma utilizaban el taxi cada vez que debían hacer un desplazamiento demasiado largo para los caballos y la bicicleta, únicos medios de transporte del Puesto de la Guardia Civil. El taxista gruñía y protestaba cada vez que lo llamaban, diciendo que lo hacían perder plata, a pesar de que en estos casos el teniente le pagaba la gasolina.

—Espere, don Jerónimo, ahora me acuerdo —dijo Lituma, cuando ya iban a coger al muerto—. No podemos tocarlo hasta que venga el juez y haga el reconocimiento.

—Esa vaina quiere decir que voy a tener que hacer el viajecito otra vez —carraspeó el viejo—. Le advierto que el juez me paga la carrera o se busca otro cacaseno.

Y, casi en el acto, se dio un golpecito en la frente. Abriendo mucho los ojos, acercó la cara al cadáver.

—¡Pero si a éste lo conozco! —exclamó.

—¿Quién es?

—Uno de esos avioneros que trajeron a la Base Aérea con la última leva —se animó la expresión del viejo—. Él es. El piuranito que cantaba boleros.

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