La hora de las sombras (Cuarteto de Öland 1)

Johan Theorin

Fragmento

1

Después de que su padre, Gerlof, le llamara un lunes de octubre por la tarde, la primera vez en casi un año, Julia comenzó a pensar en huesos que el agua había devuelto a la playa rocosa.

Huesos blancos como madreperlas y pulidos por las olas, casi fosforescentes entre las piedras grises de la orilla.

Fragmentos de huesos.

Julia no sabía si estaban en la playa, pero llevaba más de veinte años esperando verlos.

Ese mismo día Julia había tenido una larga conversación con la oficina de la seguridad social, que le había ido tan mal como todo lo que le ocurría ese otoño, y ese año.

Como de costumbre, había pospuesto la llamada al máximo para evitar oír los suspiros de esa gente. Cuando por fin se decidió a hacerlo, una máquina monótona le solicitó su número de identificación personal. Después de haber marcado todas las cifras, la conectaron de nuevo al laberinto de la red telefónica, lo que equivalía a ser conectada al vacío. Tuvo que esperar de pie en la cocina; miró por la ventana y escuchó el zumbido del auricular, un zumbido apenas audible, como una lejana corriente de agua.

Si Julia contenía la respiración y se pegaba el teléfono al oído, en ocasiones podía oír voces de espíritus que resonaban en la lejanía. Unas veces se oían susurrantes y apagadas, otras estridentes y desesperadas. Estaba atrapada en el mundo fantasmal de la red telefónica, prendida de las voces suplicantes que a veces también oía en el extractor de la cocina cuando fumaba de pie. Los conductos de ventilación del edificio alquilado resonaban y murmuraban: casi nunca comprendía las palabras; no obstante, escuchaba con atención. Solo una vez oyó claramente la voz de una mujer que decía: «Sí, es verdad, ya es la hora».

Estaba de pie junto a la ventana de la cocina, escuchaba el zumbido y miraba la calle. Fuera hacía frío y viento. Las hojas amarillo otoñal de abedul se liberaban del pegajoso asfalto mojado y se alzaban en el aire. A lo largo del bordillo de la acera había un légamo gris negruzco de hojas aplastadas por las ruedas de los coches que nunca más abandonarían el suelo.

Pensó que quizá pasara algún conocido por allí. Jens podría doblar la esquina al final de la calle, trajeado y encorbatado como un auténtico abogado, el pelo recién cortado y la cartera en la mano. Largas zancadas, mirada altiva. La vería en la ventana, se detendría sorprendido en la acera, luego alzaría el brazo, saludaría y sonreiría…

El zumbido desapareció de repente, y una voz estresada llenó el auricular:

–Seguridad social, Inga.

No era la nueva funcionaria que se ocupaba de su caso; se llamaba Magdalena. ¿O era Madeleine? Nunca se habían visto.

Respiró hondo.
–Me llamo Julia Davidsson, quería saber si podrían… –Dígame su número personal.
–Es… He marcado las cifras en el teléfono.
–No me aparece. ¿Me podría volver a dar el número?

Julia repitió las cifras, y el auricular quedó en silencio. Apenas oía el zumbido. ¿Le habían colgado adrede?

–¿Julia Davidsson? –preguntó la funcionaria, como si no hubiera oído el nombre cuando Julia se había presentado–. ¿En qué puedo ayudarla?

–Quiero prolongarla.
–¿Prolongar qué?
–Mi baja por enfermedad.
–¿Dónde trabaja?
–En el hospital Öster, en el departamento de ortopedia –dijo Julia–. Soy enfermera.

¿Aún lo era? Durante los últimos años había estado tantas veces de baja que seguramente nadie la echaba de menos en la planta. Y ella misma no echaba de menos en absoluto a los pacientes, que se quejaban sin parar de sus ridículos problemas sin tener ni idea de lo que eran las desgracias de verdad.

–¿Tiene certificado médico?
–Sí.
–¿Ha estado hoy en el médico?
–No, el miércoles. En el psiquiatra.
–¿Y por qué no ha llamado antes?
–Bueno, no me he sentido bien desde entonces… –dijo Julia, y pensó: «Tampoco antes». Un permanente dolor de nostalgia en el pecho.

–Debería habernos llamado ese mismo día…

Julia pudo oír una clara inspiración, quizá un suspiro. –Ahora tendré que entrar en el ordenador y hacer una excepción –continuó la voz–. Que no sirva de precedente.

–Muchas gracias –añadió Julia.
–Espere un momento…

Julia permaneció junto a la ventana y miró fuera. Nada se movía.

Pero de pronto apareció alguien caminando por la acera desde la gran calle perpendicular; era un hombre. Julia sintió que unos dedos helados le aprisionaban el estómago, antes de fijarse en que ese hombre era demasiado mayor, calvo, frisaba los cincuenta y vestía un mono con manchas de pintura blanca.

–¿Hola?

Vio que el hombre se detenía en una casa al otro lado de la calle, tecleaba el código y la puerta se abría. Luego entró.

No era Jens. Solo un hombre de mediana edad.
–¿Hola? ¿Julia?

La funcionaria de nuevo.
–¿Sí? Aquí estoy.
–He apuntado en el ordenador que su certificado médico está a punto de llegar a esta oficina. ¿No es así?

–Bien. Yo… –Julia enmudeció.
–¿Algo más?
–Creo… –Julia apretó con fuerza el auricular–. Creo que mañana hará frío.

–Vaya –dijo la funcionaria, como si todo estuviera en orden–. ¿Ha cambiado de cuenta o es la misma de antes?

Julia no respondió. Intentó encontrar algo normal y cotidiano que decir.

–A veces hablo con mi hijo –añadió finalmente.

Hubo un momento de silencio, luego se oyó la voz de la funcionaria:

–Vale, pero, como ya le he dicho, he apuntado…

Julia colgó rápidamente el auricular.

Permaneció de pie en la cocina, mirando fijamente por la ventana, y creyó ver que las hojas de la calle formaban un dibujo, un mensaje que, por más que lo miraba, no entendía, y añoraba vivamente que Jens regresara de la escuela a casa.

No, tenía que venir del trabajo. Jens había terminado la escuela hacía muchos años.

¿Qué acabaste siendo, Jens? ¿Bombero? ¿Abogado? ¿Médico?

Más tarde, ese mismo día, Julia estaba sentada en la cama ante el televisor en el pequeño apartamento de una habitación y veía un documental sobre serpientes. Después cambió a un canal con un programa de cocina donde una mujer y un hombre freían carne. Cuando acabó entró de nuevo en la cocina para comprobar si hacía falta quitar el polvo a las copas de vino del armario. Sí, al levantarlas contra la luz de la cocina se veían pequeñas motas de polvo blanco en su superficie, así que sacó una copa tras otra y les quitó el polvo. Julia tenía veinticuatro copas de vino que utilizaba de manera ordenada. Bebía dos copas de vino tinto cada noche, a veces tres.

Por la tarde, mientras estaba acostada en la cama junto a la tele, vistiendo la única blusa limpia que le quedaba en el armario, comenzó a sonar el teléfono en la cocina.

Julia parpadeó a la primera señal, pero no se movió. No, no haría caso. No tenía por qué responder.

El teléfono sonó de nuevo. Decidió que no estaba en casa, había salido a hacer un recado importante.

Podía mirar por la ventana sin necesidad de levantar la cabeza, aunque solo divisaba los tejados de las casas a lo largo de la calle, las farolas apagadas y las copas de los árboles que se alzaban sobre ellas. El sol se había puesto al otro lado de la ciudad y el cielo se oscurecía lentamente.

El teléfono sonó por tercera vez.

Anochecía. La hora de las sombras.

Julia no se levantó a responder.

Sonó una última vez, y el silencio se impuso de nuevo. Fuera se encendieron las farolas, que comenzaron a iluminar el asfalt

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