Muerte en las islas (Comisario Dupin 2)

Jean-Luc Bannalec

Fragmento

cap-1

El primer día

El archipiélago se alzaba delante de ellos como un espejismo: las islas, alargadas y llanas, parecían flotar como por arte de magia en el mar opalino, un poco difuminadas y rutilantes.

Las más grandes se reconocían a simple vista gracias a unas pocas construcciones emblemáticas: la misteriosa fortaleza en la isla de Cigogne, el viejo faro azotado por los temporales en la de Penfret, la granja abandonada en la de Drénec y las cuatro casas marcadas por décadas a la intemperie en la de Saint-Nicolas, la principal del famoso archipiélago… Las legendarias islas de Glénan.

Estaban a diez millas náuticas del continente, de Concarneau, la magnífica «ciudad azul» de la región bretona de Cornualles, para cuyos habitantes eran desde tiempos inmemoriales las «protectoras». Día tras día se constituían en su horizonte inamovible. Dependiendo de cómo se veían, si nítidas, borrosas, empañadas, rutilantes o firmes en el agua, interpretaban el tiempo que haría al día siguiente y, en determinadas fechas, incluso el que haría el resto del año. Los bretones llevaban siglos discutiendo tenazmente sobre cuántas islas había. Siete, nueve, doce o veinte eran las cifras más habituales. Lo único indiscutible era que había siete «grandes». Y «grande» significaba a lo sumo unos cientos de metros de longitud. Antiguamente, el archipiélago formaba una sola isla, que el mar embravecido y el embate constante de las olas fueron fragmentando poco a poco.

Hacía unos años, una comisión del departamento había establecido legalmente, basándose en los criterios oficiales para determinar qué era una isla (porción de tierra en el mar, que sobresale permanentemente del agua y presenta también vegetación permanente), la existencia de «veintiuna islas e islotes». También había una cantidad casi infinita de farallones y grupos de escollos. La cantidad variaba de manera asombrosa dependiendo de la marea, que a su vez variaba considerablemente dependiendo de la posición del Sol, la Luna y la Tierra. Algunos días, la marea subía tres o cuatro metros más que otros y, en plena bajamar, una isla podía verse de un tamaño varias veces mayor y tal vez unida a otra mediante un banco de arena que habitualmente estaba oculto bajo la superficie del agua. No existía una situación «normal», el paisaje del archipiélago estaba en constante transformación y nadie podía decir nunca: «Así son las Glénan». Las Glénan no eran tierra de una manera clara y contundente; eran un espacio intermedio confuso, mitad tierra, mitad mar. En invierno, cuando se desataban tempestades violentas, unas olas gigantescas rompían contra las islas y la imponente espuma que se levantaba las engullía. La descripción poética y a la vez precisa de los lugareños era: «Casi perdidas en la nada, en la inmensa vastedad».

Hacía un día extraordinario de principios de mayo, que no se diferenciaba en nada de un verdadero día de verano, ni en las temperaturas increíbles ni en la luz viva ni en los maravillosos colores. También corría una brisa veraniega, suave, impregnada con un poco menos de sal, de yodo y de algas, y con el fresco característico del Atlántico, tan difícil de describir. Ya a esa hora, las diez de la mañana, el sol brillaba deslumbrante en el cielo, y los últimos restos de una neblina plateada se perdían progresivamente en el horizonte.

El comisario Dupin, de la policía de Concarneau, apenas se fijaba en esos detalles. Ese lunes por la mañana estaba de muy mal humor. Justo cuando hojeaba los periódicos (Le Monde, Ouest-France, Télégramme) y acababa de pedir el tercer café en el Amiral, el móvil lo había sobresaltado con un sonido estridente. Habían encontrado tres cadáveres en las Glénan. No sabían nada más, solo eso. Tres cadáveres.

Se puso en marcha enseguida. El Amiral, el bar restaurante en el que el comisario empezaba todos sus días, estaba en el puerto, por lo que solo tardó unos minutos en subir a bordo de una patrullera de la policía. Dupin había estado una sola vez en las Glénan el año anterior, concretamente en la isla de Penfret, en el extremo este del archipiélago.

Hacía veinte minutos que habían zarpado y ya habían cubierto la mitad del recorrido, aunque, a su modo de ver, aún le parecía poco: los barcos no eran lo suyo. El mar le gustaba, pero como a un parisino auténtico del Distrito VI (que era lo que había sido hasta el día de su «traslado», hacía de eso casi cuatro años), lo cual significaba la playa, las vistas, tal vez bañarse, la atmósfera, la sensación de relax… Y si los barcos no eran lo suyo, aún lo era menos tener que ir en una de las dos patrulleras nuevas que, después de una lucha encarnizada contra la burocracia, la policía marítima había conseguido hacía dos años y que eran su orgullo. La última generación, un milagro imponente de la alta tecnología, con sondas y sensores para todo. Volaban literalmente por encima del agua. A una la bautizaron con el nombre de Bir, «flecha» en bretón, y a la otra con el de Luc’hed, «rayo». Dupin creía que a las embarcaciones se les ponía otro tipo de nombres, pero lo único que tuvieron en cuenta en ese caso fue el significado.

Asimismo, le faltaba cafeína y eso lo ponía de muy mal humor. Dos cafés no bastaban ni por asomo a un hombre de su complexión: fuerte, no gordo, pero tampoco delgado; además tenía la presión sorprendentemente baja desde muy joven.

Así que embarcó de mala gana. En realidad, si lo hizo fue únicamente porque no quería mostrar sus puntos flacos al inspector Le Ber, uno de los dos inspectores jóvenes que tenía a sus órdenes y que lo admiraba (cosa que a él solía incomodarlo mucho).

Dupin habría preferido recorrer en coche el trayecto de media hora que lo separaba del pequeño aeropuerto de Quimper y después ir a las Glénan en el helicóptero biplaza de la central, aunque tardara más. Y tampoco es que le gustara volar en esos cacharros inseguros. Pero su superior, el prefecto, se dirigía en él a Bordeaux, un pueblo de mala muerte en la isla de Guernsey, para celebrar una «reunión amistosa» con la prefectura de las islas británicas del canal (Guernsey, Jersey y Alderney). Tanto los franceses como los ingleses tenían la firme voluntad de intensificar la colaboración policial entre ambos países: «No hay que dar opción al delito, sea cual sea su nacionalidad». El comisario Dupin no tragaba al prefecto Gérard Guenneugues y, después de casi cuatro años, seguía siendo incapaz de pronunciar su apellido. (Tampoco es que Georges Dupin soliese llevarse bien con las autoridades; a su modo de ver, con toda la razón del mundo.) El prefecto llevaba semanas llamándole a cada minuto. El motivo de las llamadas, que al principio fueron un incordio y, después, un agobio, era «recabar ideas» sobre los temas que había que tratar en la ilustre reunión. Nolwenn, la eficientísima secretaria de Dupin, tuvo que buscar, por orden de Guenneugues, «casos sin resolver» de las últimas décadas que «quizá, posiblemente y de algún modo» incluyeran pistas que señalaran a las islas del canal, casos que «quizá, posiblemente y de algún modo» se «podrían haber resuelto» si la colaboración entre ambos países hubiera sido más estrecha. Eso era ridículo. Nolwenn se sublevó. No entendía por qué «en el sur» tenían que encargarse del norte del canal, donde los icebergs flotaban en el mar y llovía todo el año. Revolvieron metros y met

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